Víctor Gómez Pin
Recordaba en la columna anterior el debate (que ha llegado al extremo de plantearse la conveniencia de frenar la investigación), a fin de evitar que los algoritmos puedan desplazar al ser humano en muchas de las actividades que este hasta entonces era el único capaz de realizar. Son cotidianas las referencias a la posible sustitución por artefactos maquinales de tareas vinculadas a la recepción, la hostelería o los cuidados de personas mayores o incapacitadas. Pero también técnicos con responsabilidades en múltiples disciplinas podrían ser considerados reemplazables. La preocupación se ha extendido a la abogacía, la jurisprudencia en general, e incluso a la política. Si un algoritmo puede conocer todas las variables en juego, y calcular en qué sentido modificar el peso de algunas de ellas para que el resultado final se acerque al objetivo… ¿qué será de los asesores políticos o especialistas en mercadotecnia?
Y hay otra preocupación simétrica. Es usual, tanto en foros académicos como mediáticos o políticos, interrogarse sobre la conveniencia de implementar el bienestar de otras especies, llegando a proponer la plena homologación con la nuestra. Exigencia esta (paradójica muestra de puro y kantiano desinterés) que, de hecho, se ha planteado también, aunque con menor empeño respecto de las entidades maquinales.
Pues bien, sin obviar estas cuestiones (cuyo abordaje exigiría una ascética mediación por diversas disciplinas), cabe poner el acento en otras:
¿Qué ha pasado para que (frente al padre de la biología Aristóteles que se oponía a la hipótesis) se suponga que en entidades sin vida cabe presencia de alma y aún de alma racional, y se apueste (a la vez que se la teme) por la eclosión de tales seres? Y casi en contrapunto: ¿qué ha pasado para que en nuestra época se llegue a otorgar mayor peso al ser animal (versus planta) e incluso al ser vivo (versus materia inerte) que al ser hablante, cuya aparición supuso una singular emergencia en la historia evolutiva, una revolución en el seno de la animalidad y en consecuencia de la vida?
Al hilo mismo de estas preguntas, quisiera recordar que el espíritu humano es la única fuente de las interrogaciones más audaces sobre seres del entorno natural, y sobre eventuales seres lingüísticos que la naturaleza no habría generado por sí misma. Tales interrogaciones dan precisamente testimonio suplementario de la radical y absoluta singularidad de nuestra especie: la especie que cuenta las cosas, da cuenta de las cosas y, en razón misma de ello, prioritariamente importa.