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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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Naturaleza humanizada, sociedad naturalizada

En la base de esta reflexión se encuentra una suerte de apuesta anti-nihilista, en favor de la posibilidad de que el hombre puede descifrar el sentido de su ser en el mundo, superando la vivencia polar entre su pertenencia a la animalidad y su condición de ser de palabra, entre su sentimiento de sumisión al determinismo natural y su imperativo de libertad. Y es forzoso al respecto explicitar la pregunta: ¿no se trata de algo así como una apuesta por  la comunión de los santos,  por una suerte de sofisticada versión de la parusía cristiana? Decididamente, no:

Nadie en su sano juicio puede poner en cuestión el hecho de que la existencia humana es esencialmente trágica, e incluso que en tal tragedia reside lo irreductiblemente valioso de nuestra condición “le meilleur témoignage que nous puissions donner de notre dignité” (el mayor testimonio que podemos dar de nuestra dignidad)” de los versos de Baudelaire. A nadie lúcido le pasa por la cabeza que quepa una sociedad humana en la que no se dé contradicción entre impulso vital y astenia provocada por la enfermedad o la vejez, entre deseo de creación y sentimiento de límite, entre deseo de abolir la alteridad respecto al otro y sentimiento de que sólo por su esencial irreductibilidad el otro es deseable (deseo pues del otro en su libertad). A nadie lúcido pasa por la cabeza, en suma, que la vida humana no se halle, en todo momento y en toda circunstancia intrínsecamente, amenazada por la contradicción. ¿Qué se está pues sosteniendo en esta apuesta “anti-nihilista”? Sencillamente lo siguiente:

Todos sabemos  que lo  doloroso del destino humano  en modo alguno es reductible a la indigencia material y espiritual, pero damos  un paso de gigante cuando, como Aristóteles, nos apercibimos de que nuestra esencial   confrontación sólo empieza  cuando precisamente  las vicisitudes relativas a la subsistencia no son ya determinantes, entendiendo que no se trata de liberarse individualmente de tal sumisión,  pues una parcela de indigencia y esclavitud se proyecta como amenazante  fantasma  sobre la zona de privilegio, generando  urgencias defensivas y  haciendo imposible que  la energía social se halle canalizada hacia  el  despliegue de  nuestras  facultades de conocimiento, creación y simbolización.  La asunción plena de la tensión inherente a la dialéctica entre finitud de la condición animal y saber de tal finitud (tensión que se halla en el origen quizás de todas las vicisitudes trágicas de la condición humana) pasa así por el acto de empezar a socavar el edificio de la alienación: “Esclavitud versus Tragedia” cabe decir.

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24 de junio de 2024
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Artículo 25, apartado F: La disputa

 

Retomo el texto de ley citado en la columna anterior, referente al trato de animales de compañía. Se estipula la prohibición de “Utilizarlos de forma ambulante como reclamo” y se añade “Sin que este precepto cuestione el derecho de las personas sin hogar a ir acompañadas de sus animales de compañía”

Más allá de la incongruencia que supone reconocer un derecho que supone excepción a la ley en base a la aceptación de una evidente injusticia, el espíritu mismo de este y otros párrafos, remite a un problema filosófico de fondo.  Se  considera que el ser a tomar como fin y no como medio no es aquel que habla y razona, sino el ser que dotado de sentidos es en consecuencia susceptible de sufrir: hay que amar a los seres animados como se ama al ser humano”, viene a decirse;  hay que homologar la condición humana a la condición de seres que nos son cercanas en la historia evolutiva, pero que no dieron ese salto abismal que constituye la conversión de sus códigos al servicio de la subsistencia en algo tan singular como el lenguaje humano.

Si se pregunta: ¿por qué tal imperativo? La respuesta en última instancia viene a ser que lo primordial es la vida, que ésta constituye el valor supremo y que las diferencias en el seno de la vida poco pesan. Uno puede sin duda objetar:

La indisociabilidad de inclinación social y tendencias naturales en el hombre hace que nuestros sentidos estén siempre mediatizados por el orden de los símbolos, de tal manera que una actividad sensorial puramente inmediata, no atravesada por lo simbólico sería una actividad deshumanizada. Sólo en base a una concepción antropológica sustentada en estas premisas se hace inteligible esta radical afirmación del Marx filósofo: “Es evidente que el ojo humano goza de modo distinto que el ojo bruto, no humano, que el oído humano: goza de manera distinta que el bruto, etc”. (Manuscritos Económico filosóficos del 44).

No hay manera de reducir a bruto el ser cuya esencia natural es la superación del lazo inmediato con el orden natural. Lo que sí puede acontecer- y de hecho acontece- es que el ser humano entre en una suerte de paréntesis, que el ser humano deje en acto de responder a su esencia, es decir deje de responder a una naturaleza que es la medida de la humanización y viceversa. Nuestra relación con la naturaleza es así un criterio determinante del fracaso o triunfo de la causa del hombre, Criterio (de nuevo Marx) de “en qué medida la esencia humana se ha convertido para el hombre en naturaleza o en qué medida la naturaleza se ha convertido en esencia humana”.

En cualquier caso, si no hubiera seres pensantes, partidarios o no de la homologación animal, todo este problema carecería de sentido y habría simplemente seres vivos confrontados o aliados, habría convivencia, incluso cooperación, sin que todo ello tuviera sentido moral alguno.

Objetará entonces la otra parte, que también hay cultura y ética en otras especies animadas. A lo cual se opondrá el argumento de que no se trata de cultura inserta en el seno del lenguaje, como lo son todos los productos culturales de la especie humana. La discusión podría continuar, soslayando quizás la pregunta fundamental: ¿dónde reside el enorme poder de tal idea?

La máxima de valorar al ser sentiente más que al ser de palabra no marca los   sueños (nunca obedientes a lo que conviene al soñador), pero sí la imagen especular de quienes la erigen en imperativo. Quien se estima sabedor con certeza apodíctica de en qué consiste el bien, tiende a desplazar a los arcenes de la moralidad a todo aquél que enarbole dudas. Y en este caso dará gracias a la madre naturaleza por haber permitido que él la ame más que a los humanos, elegido así para estar del buen lado, a diferencia de lo que le ocurre al desgraciado publicano: " Gracias te doy Señor por no ser como ese".

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11 de junio de 2024
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Artículo 25, apartado F

Uno de los apartados del título II capítulo I artículo 25 de la ley de protección animal relativo a “prohibiciones generales con respecto a los animales de compañía y silvestres en cautividad”, establece la prohibición de “utilizarlos de forma ambulante como reclamo. Sin que este precepto cuestione el derecho de las personas sin hogar a ir acompañadas de sus animales de compañía” (sic).

Al leerlo surge de inmediato la pregunta:  en lugar de hacer excepción a una regla considerada exigencia moral para, digamos, compensar por la condición de ser humano sin hogar, ¿no cabría erigir en imperativo el abolir la condición misma de “persona sin hogar”? La cuestión roza el sarcasmo: tratándose de protección de animales “domésticos”, se hace excepción para los seres privados de “domos”, es decir, de casa.

Queda lejos el Marx de los Manuscritos, y desde luego lejos el Marx que, lector de Hegel, criticaba el idealismo del maestro, pero proyectaba sobre la arena política la tensión conceptual y el ansia de confrontación que atraviesa la hegeliana Ciencia de la Lógica. La política se ve reflejada en el espejo de la prudencia. No hay peligro de caer en sueños de la razón. De hecho, el peso de la razón como singularidad está en entredicho. Tratándose de justicia, Jeremy Bentham gana a Kant la partida: el criterio para saber quién no puede ser instrumentalizado no es si es susceptible de hablar y razonar, sino meramente el ser dotado de sentidos y en consecuencia susceptible de sufrir. En las ciudades de occidente no hay rumor de niños. Los parques se llenan de ancianos y canes.

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17 de mayo de 2024
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Dignidad y filosofía

La primera condición de la praxis filosófica pasa por asumir (glosando a Francisco Brines) que antes del lenguaje nada y después del lenguaje nada. Y como el después es inevitable, asumir nuestra condición de paréntesis entre nada y nada. Y si en la condición finita reside lo trágico de la vida para el hombre, en la asunción de la misma reside su dignidad. Pues sólo la lucidez respecto a nuestra condición (que retorna en los momentos de imposibilidad de la mentira, así en los sueños) lleva a pensar, es decir, a responder a lo que alude Aristóteles, cuando sostiene que todos los humanos por su singular condición aspiran a simbolizar y conocer.

Y de esta dignidad aparta todo orden social que imposibilite o dificulte el que todos y cada uno de nosotros tengamos momentos de confrontación a lo que somos. Todo orden social que nos mantenga distraídos de lo esencial, ahora por el trabajo sin sentido (el trabajo en el que nada de las capacidades que nos singularizan como seres humanos se fertiliza), ahora por las modalidades de ocio presentadas como escapatoria al primero, y que no son más que complemento en el conjunto de la vida errática.

En un momento álgido de los Manuscritos del 44, tras exponer la miseria inherente a la división del trabajo manual e intelectual y, en el seno del segundo, la perversa modalidad que supone la división de disciplinas en compartimentos estancos,   Marx se refiere a sí mismo, diciendo que en la sociedad que tiene en mente, su jornada se distribuiría en actividades múltiples: “cualquiera puede realizarse en una rama que él desea, la sociedad regula la producción general y en consecuencia hace posible para mí el hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar en la mañana, pescar en la tarde, criar ganado al atardecer, hacer teoría crítica tras la cena, exactamente como mi mente decida, sin llegar a ser nunca cazador, marinero, pastor o crítico”.

Pero esta superación en su persona de la miseria de la división del trabajo no haría de él una suerte de diletante, sino alguien susceptible de confrontarse a  las interrogaciones que no pueden dejar de plantearse al alma humana, precisamente por su destierro originario, su elevación sobre la condición natural y su búsqueda de nuevo arraigo. En otro párrafo de este mismo texto, en el tercer manuscrito, Marx indica que la sociedad que surgiría de la abolición de la propiedad privada supondría conciliación de naturalismo y humanismo, es decir, tanto superación del conflicto entre el hombre y la naturaleza, como de los conflictos entre el hombre y el hombre y entre necesidad y libertad.

No hay por qué compartir la visión optimista de Marx en el texto que acabo de evocar y sobre el que volveré. Basta con aceptar que el problema nos concierne, que el espíritu humano no rehúye el lugar dónde se juega su destino, se rebela ante la mutilación de sus potencialidades innatas.

Así la práctica política sería el instrumento a través del cual se aspiraría a una sociedad en la que cada ser humano llegaría a estar en condiciones de asumir lo que ser humano implica. La práctica política buscaría una Polis griega sin esclavos y sin condena a Sócrates. Una Polis en la que las reflexiones que Sócrates mantiene con sus discípulos hasta el momento mismo de ingerir la cicuta serían en efecto cosa de todos. Una Polis trágica, como contrapunto de una Polis resignada a la aceptación de la miseria material y el extravío del espíritu en falsos problemas y querellas.

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3 de mayo de 2024
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“Desterrado en la tierra”

He señalado aquí en múltiples ocasiones que (a diferencia de otras manifestaciones del espíritu humano como la música o la poesía), la filosofía no es un rasgo inherente a toda comunidad de seres de lenguaje, no es eso que se denomina un universal antropológico. Hubo grandísimas civilizaciones que no conocieron la filosofía, dado que la filosofía tiene lugar, fecha y lengua de nacimiento.  Pero desde su origen en Jonia, la filosofía ha sentido como casa propia toda lengua que estuvo dispuesta a acogerla, mostrando así ser patrimonio potencial de la entera humanidad. De ahí que, arraigada desde siglos en la cultura de Venecia, Friburgo o Salamanca, de Pekín a Puerto Príncipe, pasando por Malabo, se den hoy departamentos universitarios de filosofía, en algún caso creados y mantenidos de manera literalmente heroica.  En el caso de Puerto Príncipe este departamento funcionaba admirablemente hace sólo cinco años, en precarias edificaciones erigidas sobre las devastadas por el terremoto. Ignoro si consigue mantenerse en la calamitosa situación actual.

En lo referente a sus materiales de trabajo, la filosofía es poliédrica y puede ser relacionada con múltiples disciplinas, la matemática o la física, pero también la creación musical o literaria y desde luego las llamadas ciencias sociales. Pero en todos los casos la disposición con la que el filósofo se aproxima a una u otra materia de conocimiento, o simplemente a una u otra actividad humana, viene marcada por el rasgo que, en todas sus variedades, caracteriza a la filosofía, a saber, la exigencia de hurgar en la condición del ser de razón y acercarse a los límites de la misma. Por decirlo de una manera que, desde luego, no casa con nuestros tiempos: la filosofía es aspiración a una confrontación en los límites de lo incondicionado, voluntad de un doble y radical propósito.

Mueve al filósofo el deseo de retornar a la frontera en la que, por arrancar a hablar, se separó de su mera animalidad, convirtiéndose en animal de razón. Y ello no para retornar al otro lado, para identificarse a su mera animalidad, sino para venir a ser espejo de tal frontera y contemplar el desarraigo intrínseco respecto a la condición natural que la misma supone. Y aquí el segundo propósito.

Asumiendo que la razón y el lenguaje son el marco al que se adapta todo lo que acontece para el hombre y todo proyecto que este emprende, mueve al filósofo la exigencia de apurar las potencialidades de los mismos, aspirando a alcanza ese extremo simétrico  de lo que constituyó el origen en la animalidad: aspiración paradigmáticamente encarnada en el proyecto platónico de encontrar la matriz del campo eidético,  el soporte último  de la red de ideas que filtra nuestra existencia global: tanto nuestra percepción del entorno natural,  como el lazo con los otros seres de razón y el “diálogo consigo mismo” que da pie al sentimiento de subjetividad.

Esta segunda aspiración encierra quizás la misma dificultad que el proyecto de alcanzar el horizonte. Y ello por razones intrínsecas a las que se añade aquello que el mismo Platón denominaba “la cárcel del alma”, el hecho de que nuestra animalidad frena en la tarea, de que, por su origen en la carne “el verbo se despeña” y, en consecuencia, no ignorando ser tierra (de nuevo Octavio Paz) “saberse desterrado en la tierra”:

“Atónita en lo alto del minuto/la carne se hace verbo-y el verbo se despeña/

Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra/ es saberse mortal. Secreto a voces/ y también secreto vacío sin nada adentro:/ no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”.

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19 de abril de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: de la pintura de primates al Rembrandt algorítmico

Un autor contemporáneo, el matemático Marcus Du Sautoy (Programados para crear Acantilado 2020. P.135) se pregunta si el reconocimiento que Congo recibió por parte del mundo del arte basta para hacernos pensar que es realmente un artista, o más bien sería necesario que tuviera una suerte de conciencia de su condición de artista.

 Quizás la condición que avanza Du Sautoy es prescindible. Determinar el grado en el que actúa una conciencia en el caso de un animal como Congo no es lo más esencial respecto al problema de si lo producido por el animal es   arte. Muchos artistas actúan sin excesivo peso de la conciencia y yo diría que también es el caso de muchos científicos. Cuando un físico se haya concentrado en las fórmulas que marcan quizás el límite de la interpretación heredada de lo que es la naturaleza, hay mucho pensamiento y muy poca conciencia de sí. Exactamente lo contrario de lo que ocurre en el momento del reconocimiento del Nobel: hay entonces mucha conciencia de sí mientras que el pensamiento está entonces en el limbo. Y lo que digo de un físico puede sin duda ser dicho de un escritor que ha merecido el galardón.

Ni la conciencia ni, menos aún, la buena conciencia, son necesarias en el arte, que más bien exige una tensión que acerca a los límites del yo. La cuestión es más bien si, con conciencia o sin ella se da en Congo esa disposición subjetiva   que precisamente por tener la potencialidad de abrirse a la intersubjetividad es prueba de que se trata de arte.  Pero el caso Congo tiene contrapunto en entidades maquinales a las que, como decía, también se les han atribuido capacidades artísticas.

En el verano de 2022 el artefacto Midjourney forjó un trabajo llamado Théatre d’Opera spatial, presentado por el artista Jason Allen, que ganó un concurso en la sección de Bellas Artes de la Colorado State Fair.  Otro artista, Genet Jumalon, recurrió a la descalificación cualitativa: “c’est plutôt merdique”, habría declarado. Juicio desde luego severo. La imagen es impactante y efectivamente hace evocar exitosas producciones de ópera barroca, con singulares personajes que, de espaldas a nosotros, parecen absortos en la contemplación de un luminoso espacio a través de una ventana circular. De reproducirse a escala como marco de una efectiva representación operística, tiendo a pensar que, al alzarse el telón, el público experimentaría el sentimiento de coral transporte que constituye la base del juicio estético.

Aunque date ya de 2016 (lo cual al ritmo que van las novedades lo hace arcaico), uno de los casos que despertó mayor interés fue el del “Rembrandt”, obra de un ordenador. Una vez más se trataba de una proeza de técnicos de uno de los gigantes del gremio, Microsoft, lo cual garantizaba la resonancia mediática (desde luego más que justificada si el objetivo hubiera sido  realmente   alcanzado). Dado que Rembrandt usaba la técnica del óleo, era en primer lugar necesario garantizar que el objeto resultante tuviera la textura de una obra de estas características, para lo cual se utilizó una impresión en tres dimensiones.

He tenido ocasión de contrastar la opinión sobre el tema de una reconocida artista plástica, que manifestó estar sorprendida, cuando menos en lo relativo a un aspecto: el estilo del pintor estaba recreado de tal forma que, incluso un erudito de la obra de Rembrandt, lo tendría difícil para discernir si es o no auténtico. “El estilo hace al hombre” (le style c’est l’ homme même) señalaba el conde De Buffon en su discurso ante la Academia Francesa.  Pero cabe preguntarse: ¿hace también al artista? Todo depende de lo que entendemos por estilo. En los museos del mundo es frecuente que junto a la obra de un pintor famoso se dispongan otras bajo el título “Escuela de X”. Obviamente se seleccionan obras en las que precisamente el artista dejó su huella en los discípulos, hasta el extremo de que el estilo es en ocasiones arduo a discernir. Uno de los miembros del equipo de Microsoft declaraba que el propósito de entrada era llegar a saber “qué hace que un rostro se parezca a un Rembrandt”.  ¿Es o no el estilo algo mesurable? El mismo propósito que el del grafólogo, o simplemente el encargado de caja del banco, ante una firma falsa, difícilmente distinguible de la singularísima verdadera. Desde luego Microsoft dispone de mayores recursos que cualquier grafólogo clásico.

Con la prodigiosa capacidad de reconocimiento, desde dígitos hasta aspectos de la cara o cuerpo, que ha alcanzado Deep Learning, la computadora pudo analizar los rasgos de todos los personajes pintados por Rembrandt y fijar invariantes. Dispuso también de toda la información posible relativa a   raza,  edad, sexo, vestimenta, etcétera, de todos esos personajes. Al final sólo quedaba la orden: que sea un varón, que tenga barbilla y bigote, que vista de oscuro y cuello blanco…

Ante la obra considerada artística de Congo Picasso habría sostenido que no pudo haber sido pintada por ningún ser humano. ¿Qué hubiera dicho en presencia de este Rembrandt.com? ¿Simulación o creación? Reitero que la dificultad   reside en que los criterios meramente cognoscitivos no legislan cuando de obra de arte se trata. En relación a este caso, el profesos del CSIC López de Mántaras, autor de un libro de referencia sobre inteligencia artificial  sugería  que uno de los mayores retos es dotar a la máquina de sentido común, al decir de Descartes la cosa en el mundo distribuida con mayor equidad. Sería interesante ver la impresión provocada por este “Rembrandt” en un público dotado simplemente de tal sentido, un público ingenuo, pero motivado por espíritu análogo al que movió a cubrir las paredes de Lascaux.

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11 de abril de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: arte y distancia frente a la inmediatez natural

Aunque, por razón intrínseca a la cosa misma, ello no puede ser objeto de ciencia, es decir susceptible de verificación, conjeturo que esta distanciación respecto al orden natural (que nos hace menos aptos para la vida en armónica prolongación con el medio) algo tiene que ver precisamente con el tipo de exigencia que lleva al esfuerzo artístico.

El arte no es lo más primitivo, si por tal se entiende reflejo de lo más inmediato o natural, aunque sea primitivo en el sentido de que fue quizás una de los primeros signos explícitos de nuestra singularidad respecto a los demás animales. Algunos de los que ponen énfasis en la objetiva existencia, no ya de una cultura sino de un arte animal señalan un rasgo de la pintura trazada por animales que sería significativo en relación a la irresuelta pregunta sobre el origen de la obra de arte: el “arte” pictórico de los simios sería casi exclusivamente no figurativo. Y subrayo el “casi”, porque algunos creen haber barruntado la figura de un pájaro o de un perro en pinturas realizadas por la gorila Koko, aunque la mayoría de observadores se muestran escépticos al respecto, estimando que tales figuras son meras proyecciones imaginarias.

Dado que a los niños les cuesta acceder en sus dibujos a la fase en la que las cosas son reconocibles, surge la tentación de concluir que, tras el arte creador de Picasso, Leonardo, o nuestros antepasados de Altamira, se escondería algo muy cercano a la empatía con el equilibrio cromático, las regularidades de trazo, las simetrías de ubicación, etcétera, que cabe otorgar a las pinturas de chimpancés o gorilas. Suele al respecto citarse la boutade de Salvador Dalí en relación a su colega Jackson Pollock, cuyo trazado sería casi animal, a la par que el del chimpancé sería casi humano.

Se olvida en todo ello que la pintura humana “primitiva” no es exactamente abstracta. Se olvida asimismo que la abstracción contemporánea no significa ausencia de forma, sino ausencia de representación de aquello-las cosas en nuestro entorno- que no podrían darse sin obediencia a formas a la vez más elementales y más interesantes, a saber, esas formas de hecho presentes en la gran pintura figurativa, ya se trate de estructuras fractales o de singularidades topológicas, esos pliegues y frunces que tanto admiraba Eduardo Chillida en las pinturas de todas las épocas.

El llamado arte animal parece pecar a la vez por carencia de figuración y carencia de aquello que la mirada aprehende tras la figuración, que es precisamente lo que permite jerarquizar a un Zurbarán frente a aquellos que, en la época, reproducían la ordinaria representación de las cosas con no menor técnica que el maestro y hasta reproduciendo el estilo de este, como hace de hecho un ordenador en nuestros días, dando prueba de lo inexacto de la expresión “el estilo hace al hombre”.

 Del “arte” pictórico animal tenemos apenas unos cuantos indicios, en la mayoría de los casos frutos de animales apartados de su entorno y sometidos a condicionantes que acercan efectivamente su comportamiento al de los humanos…al precio de impedirles quizás la plena realización de las facultades propias de su especie.

La pintura de Congo había llamado la atención de Desmond Morris, quien, por su doble condición de zoólogo, etólogo (interesado por la comparación entre el comportamiento animal y el comportamiento humano) y pintor, se hallaba a priori en excelentes condiciones para intentar responder a la pregunta sobre los lazos entre la naturaleza y el arte. Lástima que tales dotes no tuvieran otra traducción que una elemental teoría según la cual las evocadas similitudes formales entre las “creaciones” de Congo y las de los artistas serían prueba de una continuidad esencial entre los primates y los humanos.

Al parecer, la pintura del primate expuesta ante Picasso reunía todos los caracteres formales que suelen exigirse en una obra pictórica, sea esta figurativa o abstracta: los contrastes de color parecían responder a una ley estructural, las variaciones tenían una suerte de ritmo, y el todo producía una impresión de simetría.

¿En razón de qué, pues, la seguridad en Picasso de que la disposición artística del ser humano nada tenía que ver con aquello? La única respuesta es que los evocados caracteres formales, siendo aquello a través de lo cual la obra de arte se despliega, no son ni la causa eficiente ni la causa formal de la misma. Para decirlo llanamente: el arte no respondería a la aspiración a alcanzar algo que la naturaleza es capaz de depararnos, sino a una aspiración que ninguna determinación natural podría colmar y ello precisamente porque expresa el hecho mismo de que un ser ha trascendido la condición natural en su inmediatez.

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18 de marzo de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: ¿cultura artística en primates?

“Los conquistadores tardaron largo tiempo en atribuir una cultura a los pueblos indígenas de América” suelen repetir los defensores de la equivalencia salva veritate de primates y humanos. Tratándose de cultura artística, el argumento análogo es el de que, tras el descubrimiento de las cuevas de Altamira, se tardó largo tiempo en aceptar que aquellas imágenes habrían podido ser pintadas por habitantes de la pre-historia.  Ello sirve de apoyo a la tesis de que ciertos animales tendrían en su cultura esa modalidad de comportamiento que designamos como percepción artística o incluso creación. Así, cierto pájaro de Nueva Guinea (Bowerbird) no sólo adornaría la entrada de su nido, sino que al hacerlo tomaría distancia para tener perspectiva y eventualmente modificar algún detalle. Aspecto importante de este comportamiento es que la ornamentación puede a veces ser modificada en razón de una visita de un vecino del entorno, lo cual parece indicar que esta exigencia de ornamentación tiene un origen esencialmente cultural.

Ello sería claro indicio de que los animales son susceptibles de percepción estética plástica  y (en función de otros ejemplos) también acústico-musical. Y lo que es más: tal sensibilidad sería la lógica expresión de la evolución que hace de nuestros órganos perceptivos (ojos, oídos) algo muy cercano a los de nuestros parientes. Si compartimos el entorno, viene a argumentarse, ¿cómo podría ser de otra manera?). Lo que en última instancia se sostiene es que las armonías cromáticas, figurativas o acústicas se dan de entrada en la naturaleza y que nosotros las recreamos como resultado de haber sido   receptivos a las mismas, al igual que harían los demás animales. Posición pragmática que no satisfará a quien se plantee la abismal interrogación sobre el origen, la esencia y las condiciones de posibilidad de la obra de arte.

“¿Colgaría Usted un Congo en su pared?” pregunta el etólogo Frans de Waal al abordar la relación entre los animales y el arte. Pues bien: al parecer Picasso habría respondido positivamente a la pregunta, incluyendo efectivamente una obra de Congo en su impresionante colección. El detalle es tanto más significativo cuanto que, a diferencia de varios ilustres críticos, Picasso no ignoraba el origen del cuadro. Al parecer, desde la primera mirada, Picasso supo reconocer que aquello era difícilmente clasificable dentro de las tendencias pictóricas y ello simplemente porque el autor no podía haber sido un ser humano.

De ser cierta la anécdota (no tengo al respecto más que referencias de segunda o tercera mano) tendríamos una razón filosófica para intentar contactar al ilustre artista y preguntarle: ¿en razón de qué está usted seguro de que la mano del hombre no ha intervenido en la composición? Y tras la eventual respuesta: ¿cree usted que lo que se nos ofrece puede legítimamente ser calificado de obra de arte?

Cabe mencionar otros casos, concretamente experimentos con palomas realizados en Japón por S. Watanabe y equipo (“Pigeon’s discrimination of painting by Monet and Picasso” Journal of the Experimental Analysis of Behaviour” no63, 1995).

Supongamos que una buena reproducción de uno de los Pierrots de Picasso sirve de base sobre la que se esparce el grano que se da a un grupo de palomas, mientras que un segundo grupo picotea sobre una reproducción de una obra de Monet. Tras habituarlas a comer sobre tan finos manteles, los dos grupos de animales son desplazados a otro espacio en el que el alpiste se halla depositado sobre dos cuadros diferentes (nunca percibidos antes por los animales) de ambos pintores. Pues bien, en su gran mayoría las palomas acostumbradas a picotear sobre la reproducción de Picasso escogen el grano depositado en el cuadro de ese artista, y lo mismo ocurriría en el caso de Monet.

Basándose en este y otros casos se sostiene que incluso las diferentes armonizaciones cromáticas características de una u otra escuela pictórica, o la mayor o menor rotundidad en la configuración de ángulos, son susceptibles de ser percibidas (luego eventualmente reproducidas) por ciertos animales. De ahí la irónica conclusión de Frans de Waal “distinguen entre los pintores mejor que muchos visitantes del Louvre”.

Aun suponiendo que ello sea cierto, es decir, suponiendo que muchos visitantes del Louvre son incapaces de percibir las diferencias formales y cromáticas entre Renoir y Braque, mientras que tal no sería el caso de las palomas de Watanabe, ¿autoriza ello a decir que estas últimas son auténticamente receptivas a la obra de arte? Una vez más todo depende de lo que se entiende mediante el término “arte”.

Pues desde luego es perfectamente probable que a un animal no se le escapen   elementos diferenciales que formen parte del espectro de lo que por naturaleza está llamado a percibir, mientras que sí escapen a un ser humano, precisamente porque, quizás, en éste, la percepción se halla mediatizada por algo que introduce variables distorsionadoras de lo que la naturaleza o el artificio ofrecen a los sentidos. No habría en esto nada extraño, de ser cierto que en el ser humano el mero percibir implica ya juicio (según la sentencia de Aristóteles) y si el juicio se halla intrínsecamente vinculado al lenguaje. Pues el lenguaje, empapando la naturaleza la filtra y eventualmente la distorsiona.

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29 de febrero de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: del sentimiento de agravio a la inteligencia práctica

Retomo el caso de comportamiento de primates que habrían mostrado tener exigencias de equidad y correlativamente sentimiento de injusticia (Frans de Waal, Sarah Brosman, “Monkeys reject unequal pay, Nature, September 18, 2003, pp.297-299), lo cual  inducía a considerarlos seres culturales en un sentido elevado.

Tales sentimientos, aunque determinados biológicamente, se verían reforzados en la medida en la que la sociedad de los primates alcanzara un mayor grado de armónica convivencia. En tales circunstancias, un primate llegaría, por ejemplo, a rechazar un intercambio que le es favorable (una piedra sin valor a cambio un pepino, por ejemplo) tras haber percibido que otro primate era tratado con mayor deferencia (recibiendo uvas en lugar de pepino a cambio de la piedra, e incluso a cambio de nada).

¿Analogía entre el comportamiento de estos primates y el gesto del obrero que llega a sacrificar el bienestar propio, y el de los suyos, negándose a intercambiar su fuerza de trabajo por un salario que considera injusto? Algunos están tentados de afirmarlo: ciertos primates tendrían sentimiento de dignidad, casi correlativamente al hecho de que serían capaces de percepción estética. Serían en definitiva seres determinados en su comportamiento por una modalidad de cultura con rasgos comunes a los que marcan a la cultura humana. Forzando más o menos la interpretación de los mismos, no faltarán hechos que vienen a confortar en esta convicción, así por ejemplo la gran capacidad en el ejercicio de facultades que tenemos asociadas a la vida intelectual.

Ya Aristóteles señalaba que los animales poseen memoria, pero ciertamente no se hallaba en condiciones de constatar hasta qué punto esta memoria puede llegar a ser potente y, sobre todo, especializada. Al parecer ciertos pájaros son capaces de reencontrar hasta treinta mil semillas que previamente han escondido en un espacio de varios metros cuadrados. ¿Significa ello que tales animales son más inteligentes que los que, en ocasiones no conseguimos recordar dónde hemos dejado nuestras gafas? Significa más bien que (al igual que ocurre con la prodigiosa memoria de ciertos artefactos) la potencia memorística no es un criterio esencial a la hora de medir la inteligencia. No hay nada rechazable en la idea de que tal tipo de acuidad, es el elemento de una cultura, pues determinada genéticamente no llegaría a activarse adecuadamente sin la información vehiculada por otros miembros de la especie pertenecientes a la generación anterior. En general: no hay nada extraño en la hipótesis de que la actualización de las posibilidades genéticas es, en las diferentes especies animales resultado de la cultura en el sentido amplio que se ha considerado. Cabe incluso ir más allá.

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9 de febrero de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: frontera borrosa entre lo cultural y lo genético

 

Lo cultural sería en suma todo aquello que, conveniente para el individuo, no constituye mera actualización de factores genéticos. Una araña no necesita aprendizaje cultural para tejer su tela, pues esta función vendría determinada automáticamente por la naturaleza genética del insecto. En el extremo opuesto, la rata inducida por sus predecesores a evitar el cebo envenenado, que cabe catalogar como “expansión no genética de costumbres e información”.  Entre ambos extremos cabría evocar el caso de los mayores aprendiendo a un niño a andar, que constituye por así decirlo en ayudar a lo que la genética ha deparado.

Es obvio que nadie puede acceder a aquello para lo cual no está capacitado, por ello la barrera entre lo cultural y lo genético es borrosa.  Si cambiamos de especie animal, entonces la dotación genética es distinta, y en consecuencia será distinta también la capacidad de aprendizaje cultural.  Por ello el interés del investigador, etólogo para el caso, consiste en no confundir, en no hacer tabla rasa de la pluralidad de dotaciones que configuran la auténtica riqueza del mundo animal. Todo ello en oposición a la vieja ortodoxia behaviorista que consideraba a los animales como intercambiables en el aprendizaje, limitados a reaccionar en función de estímulos, en una suerte de parodia del animal machine de Descartes. Ya he señalado que los behavioristas excluyen al ser humano de tal explicación, con lo cual, de alguna manera, renuncian a la unidad de su teoría originaria.

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25 de enero de 2024
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El Boomeran(g)
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