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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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Instrucción y obediencia no implica inteligencia: el caso OpenAI

Muchas son las personas de nuestro entorno que tienen como referencia ética a representantes de instituciones que sustentan dogmas simplemente contrarios al sentido común, por ejemplo: el dogma de que cabe una vida perdurable, una vida que contradice el concepto mismo de vida (pues la vida está regida por los principios generales de transformación de la energía). Pero quizás alguna de esas mismas personas es capaz de mostrarse absolutamente inflexible a la hora de anatematizar a quien (por ejemplo, en el ámbito académico, pero no sólo en el mismo) contradiga alguno de los principios reguladores de la ciencia, e incluso la subjetiva disposición en favor de la misma. Y es muy posible que esa misma persona se muestre también inflexible cuando se trata de defender los postulados de base de su creencia religiosa.

¿Es esta disposición de defensa radical tanto de la exigencia científica como de principios dogmáticos algo contingente y que alguna modalidad de progreso en la formación vendría a superar? Cabe la hipótesis contraria, en esta contradicción tendríamos una de las expresiones de la irreductibilidad del ser humano, de lo complejo del conjunto de facultades en juego en lo que llamamos inteligencia, la cual se manifiesta en disposiciones conformes a la lógica, pero también en disposiciones emocionales, que a veces perturban a las anteriores o simplemente se sirven de las mismas. El ser humano defenderá con radicalidad  ambas posiciones, precisamente porque las siente como constitutivas de su ser, aunque puede verse conducido a una elección y entonces sentirá que la persistencia de una de sus posiciones supone el sacrificio de la otra.   Y aquí la pregunta:

¿Algún artefacto maquinal da indicios de estar sometido a una polaridad como la de las personas evocadas? ¿O más bien se limitará a darnos correcta información de que una es la disposición religiosa y otra la disposición científica, y que hemos de respetar ambas? En el segundo caso la respuesta sería tan poco comprometedora como cristalina, es decir, no perturbada por desgarro alguno entre ambos polos, por consiguiente expresión de que ni el uno ni el otro tiene verdadero peso. Probemos con un ejemplo:

 Ha aparecido profusamente en las páginas tecnológicas, culturales y económicas de prestigiosos diarios el caso del chat GPT3 de la compañía OpenAI, presentado como un super-cerebro lingüístico, a veces en términos ditirámbicos, susceptibles de impactar incluso al lector algo escarmentado por logros precedentes visiblemente exagerados.

En cualquier caso, yo mismo he preguntado a OpenAI: “¿Piensa usted que convicciones religiosas que entran en contradicción con hechos científicos, tienen derecho a determinar leyes sociales?” Y he aquí la respuesta:

“Se considera en general que las leyes deberían basarse en evidencia y razonamiento más bien que en convicciones religiosas que puedan entrar en contradicción con hechos científicos. En una sociedad democrática, las leyes deben asegurar un seguro bienestar de todos los miembros de la comunidad, y es importante que se funden en hechos y razones, de tal manera que sean proporcionadas y justas.

Pueden darse casos en los que creencias religiosas y hechos científicos entren en tensión, y es importante para una sociedad el tener en cuenta ambas perspectivas y encontrar vías para reconciliarlas en una vía razonable. Sin embargo, en última instancia las leyes de una sociedad deberían basarse en lo más conveniente para el bienestar y la prosperidad de la comunidad como un todo, más bien que en una particular creencia religiosa”

Y ya puestos le pregunté si creía justificada la aplicación de la ley islámica, Sharia, incluida. Tras una larga parrafada repleta de consideraciones edificantes, concluyó con la “profunda” recomendación que sigue:

“Es importante abordar este tipo de cuestiones con amplitud de mente y voluntad de respetuosos diálogo y debate (It is important to approach these kinds of questions with an open mind and a willingness to engage in respectful dialogue and debate)”.

Más que un ente llamado a desplegar una  potencial inteligencia confrontándose a problemas con aristas, da la impresión de que estamos en presencia de un ente bien instruido, o sea, moldeado  para repetir todas las frases que expresan la obediencia a un determinado registro de valores; frases que, al ser iteradas mecánicamente, se convierten en estereotipos; un ente que no se arriesgará nunca al desafío que supondría la infracción de tales valores, concretamente infracción a la tesis de la necesidad de compromiso entre poder de las instituciones religiosas y poder de las instituciones científicas; tesis formalmente vigente (lo cual no quiere decir que en realidad sea respetada) en los marcos culturales y económicos en los que OpenAI  ha sido forjado.

 Un ser humano es inteligente precisamente (obviamente entre muchas otras cosas) porque vive una permanente escisión entre los valores imperantes (sean contingentes o constitutivos de todo orden “justo y democrático”) y una dimensión de su subjetividad que tendería a infringirlos. El ser humano se expone a que la cuerda se rompa por uno u otro lado, y de romperse por el lado de la desobediencia entonces sabe y siente que su inserción social corre peligro. Con frecuencia tal ruptura se da en el espacio meramente onírico, y lo insoportable de la cosa fuerza el despertar. No parece expuesto a tales pesadillas el bueno de OpenAI que, por otro lado, cada vez que se le hace una pregunta comprometedora, no deja de recordarnos que no hace otra cosa que responder a un diseño, por lo que lo sorprendente es la insistencia de tantos publicistas en que estamos en presencia de un ser inteligente. Cabe preguntarse porqué estos últimos son mayores apologistas del artefacto que este mismo.

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3 de enero de 2023
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¡Tan contentos!

El poeta Francisco Brines señalaba  que el hombre,  suerte de paréntesis entre la nada pretérita  y la nada por venir, por su conciencia y sentimiento de la misma, es como la presencia de esa misma nada: la nada siendo.

No es lo mismo decir que antes del hombre había la naturaleza y después del hombre vuelve la naturaleza que decir: antes del hombre nada y después del hombre nada. Nada, ni siquiera tiempo, por ello quizás fuera más adecuado decir “fuera del hombre… nada”.

Esta certeza puede plasmarse en  sofisticada expresión conceptual (así el aquí tantas veces evocado sujeto trascendental) o en inmediato sentimiento de finitud, pero es imposible de erradicar, es quizás la base de todo pensamiento y aun de toda acción cabalmente a la altura del hombre.

Se trata en esto de una cuestión  de jerarquía: ¿interesa la naturaleza en sí misma, o   interesa la naturaleza porque interesa  ese raro ser natural que es el hombre? O aún: ¿la causa de la naturaleza como instrumento para la causa del hombre, o más bien el saber del hombre al servicio de la preservación de una naturaleza de la que eventualmente el hombre ni siquiera formaría parte?  Sin duda la respuesta a favor de la naturaleza resulta como corolario de toda relativización del peso del ser humano por homologación de nuestras facultades a las de otros animales.

Pero el peso ontológico (el peso en el conjunto de los entes)  que se le da al ser humano es también rebajado cuando se homologa nuestra inteligencia a entidades del tipo Deep Learning   soslayando la variable clave de que tales entidades son resultado de la existencia del hombre y no a la inversa. Ambas posturas se unifican en un discurso (incontestable desde el punto de vista fenomenológico) sobre el cosmos que cabe sintetizar así: enriquecida la naturaleza inanimada con la emergencia de la vida, y enriquecidos los sistemas de señalización e información con la aparición de un código complejo como  es el lenguaje humano, el despliegue de las potencialidades de este último condujo a su reproducción en entidades que ya no tienen la vida como soporte, pero obviamente sí las leyes de la física.  Las diferentes etapas sólo se diferenciarían gradualmente, siendo absurda la idea de erigir una de ellas en referencia o foco de significación.

Como ya he señalado nada cabe objetar a  tal discurso…mientras nos atengamos a lo que la ciencia puede testimoniar. Pero la coherencia se rompe si nos permitimos introducir la pregunta: ¿qué da soporte al discurso de la ciencia? Pues es obvio que la ciencia es una manifestación del lenguaje refiriéndose a cosas que no son el propio lenguaje. La ciencia es fruto del hombre, y por ello el hombre mismo  no puede ser homologado a nada de lo que la ciencia explora, no cabe  por así decirlo una ciencia del hombre.

Una persona  a la que exponía la idea que sustenta estas reflexiones, al apercibirse de la relativización (cuando no desvalorización) del ser humano  que se desprende de las tesis reduccionistas, exclamó: ¡Y tan contentos! Y efectivamente algo en estas posturas llama  poderosamente la atención: decimos que el hombre es un pasajero momento del orden natural, como si esto aboliera el sentimiento de que ese pasajero momento es el testigo incluso de tal pasar, de tal manera que fuera del mismo, fuera de lo que él describe (sea o no científicamente), lo seguro es nada. Y una vez más la pregunta:

¿Por qué esta rebaja en nuestro entorno cultural del peso  de la variable lenguaje? ¿Por qué se niega la primacía del ser que es principio de toda afirmación como de toda negación? La respuesta es quizás que  ello evita (al menos en estado de vigilia) la confrontación inevitable con la tremenda realidad de lo que somos. Y decididamente esta forma de denegación de la certeza (esta necesidad de imposible fusión con anímales, máquinas y eventualmente árboles)  ha ganado  la partida, empujando  a los arcenes a todo aquel que dé signos de no comulgar y  obligando incluso a plegarse a  otras formas de religión, que en el pasado defendieron  su “certeza” de la singularidad humana pero sólo en base al  dogma de que una inteligencia creadora había querido que así fuera. ¡Sin duda era este segundo aspecto lo que confería la firmeza para conducir  a la pira a  quien  sostuviera una tesis contraria!

Ante los discursos que se refieren a la causa de la naturaleza dejando de lado si tal interés se vincula al interés del hombre no puedo evitar el sentimiento de asistir a una denegación casi freudiana; asistir al  repudio de una certeza sobre nuestro ser  cuya asunción nos resulta insoportable. ¿Tan contentos? Quizás sólo de día. Una sentencia de Horacio citada por multiplicidad de autores  en los más variados contextos,  sostiene que si se intenta expulsar con una furca a la naturaleza, esta  siempre retorna. Añado por mi parte que ello vale también para esa singular naturaleza del ser humano, cuya esencia tantos han visto en el lenguaje:

 Si expulsas durante el día lo que el lenguaje dice, este se vengará retornado en la noche, en esos sueños de cuya veraz fuerza  el sujeto no duda, precisamente porque su voluntad es impotente para fijarlos, pues si efectivamente “no puedes siempre obtener lo que deseas”, de hecho no cabe soñar lo que conviene.

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12 de diciembre de 2022
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“Cuarenta días y cuarenta noches…”

Puede resultar paradójico el hecho de que el propio ser que da cuenta del universo… relativice su peso en el mismo. Cierto es sin embargo que se trata del único ser susceptible de efectuar tan radical cuestionamiento.

La tradición humanista que reivindicaba de forma explícita el papel nuclear  del hombre entre los seres naturales, tiene como uno de sus corolarios precisamente el que, en el trato con otros seres vivos, nuestro comportamiento va más allá de lo explicable por  los instintos de subsistencia. Así  el  conocimiento instintivo de la conveniencia que para la subsistencia propia  supone la  subsistencia de una especie diferente, puede conducir a la protección de esta, pero ello no sería marca de un comportamiento específicamente humano, pues bien sabemos que se da en otros animales. Diferente es la actitud de quien sin necesidad se erige en referencia protectora de la diversidad misma de las especies animales:

“Aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas del cielo fueron abiertas, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días  y cuarenta noches.

Mito desde luego cargado de enorme fuerza. Pues el diluvio, que abolía la diferencia entre el desierto y sus oasis, habría  hecho  desaparecer toda vida reconocible, si Noé, inspirado por su Dios pero considerado loco por los hombres, no hubiera construido pacientemente, a lo largo de 120 años, su arca en  el desierto y dado cobijo en ella a representantes de  especies animales. El mito del diluvio es así  un ejemplo emblemático de cómo, a través de los recursos narrativos, se ejemplariza algo esencial, a saber, el enorme peso de esa unidad inextricable de técnica y arte,  designada por el término griego techne, por la que el hombre se singulariza entre las especies animales.  Noé es  un símbolo del hombre como paciente y laborioso technites, condición que,  pese a la intensidad de la catástrofe,  hará posible la persistencia  de una naturaleza  vivificada por especies animales.

De hecho la consideración por ciertas especies animales más allá de la propia conveniencia  ha determinado el comportamiento de grupos humanos  de cualquier civilización, cultura y lengua,  sin  necesidad de explícita reflexión, es decir, como expresión y casi corolario  de  la naturaleza de un ser racional. Pero en todas ellas el lugar propio del animal no era confundido con el lugar propio del hombre.  No hay en suma ninguna novedad en considerar la  singularidad del ser humano.  La novedad reside quizás… ¡en que haya que reivindicarla!

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30 de noviembre de 2022
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El hombre cuestiona su estatus

Se quejaba Nietzsche de que la atmósfera en la que se complacía el hombre europeo se había vuelto irrespirable y pedía abrir las ventanas. Tratándose de un pensador tan irreductible a la categorización, es difícil aventurar cuál era a su juicio la principal modalidad de pozo negro en causa. Pero más difícil todavía sería determinarlo respecto a lo que está pasando en nuestro tiempo, en el cual mandamientos incompatibles con la evidencia de nuestra singularidad son promulgados como corolario de la civilización europea. El humanismo es puesto en tela de juicio en una cultura que se autoproclama cima de la civilización; civilización concebida como progreso en una historia evolutiva en la que se considera que la aparición del hombre no supondría salto cualitativo mayor. Ello acarrea una serie de interrogantes:

¿De qué huimos cuando nos negamos a ver lo singular de nuestra condición (animal sí, pero dotado de razón… inteligente sí, pero indisociable de la vida) y nos complacemos en homologarla a otros seres vivos o a entes artificiales? ¿Qué consuelo alcanzamos y cuál es el precio que pagamos por el mismo? ¿Qué inversión de valores sustenta este repudio, con implicaciones incluso a la hora de posicionarse en un sentido afirmativo o en un sentido nihilista sobre la (¡inevitable!) vida en comunidad? ¿Qué ha pasado para que hoy quepa ser relegado a los arcenes de la consideración social por el hecho de reafirmarse en la propia humanidad?

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8 de noviembre de 2022
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¿Singularidad del ser humano? Posicionamientos inmunes a la argumentación científica

Supongamos que tras un computo que aspira a ser exhaustivo de los rasgos que presenta el ser humano, se llegara a mostrar que existe un conjunto de  disciplinas científicas que dan cuenta del mismo, de tal manera que por fin cabría hablar en un sentido estricto de “Ciencia del hombre”. La hipótesis  es obviamente aventurada, pues supondría que  fueran reductibles  todos los  fenómenos dependientes de la facultad humana de lenguaje (lo cual entre otras cosas  implica que la lingüística sea en todas sus modalidades una ciencia), pero aceptemos por un momento que es así. ¿Se conseguiría con ello que alguien  repudiara su convicción de que el ser humano (luego su propio ser) tiene un estatuto ontológico que le diferencia jerárquicamente de todos los demás seres?

Consideremos ahora el posicionamiento adverso. Supongamos que se tiene la capacidad de razonar con acuidad sobre los hechos científicos indiscutibles a los que recurren en general los detractores de las posiciones que diferencian jerárquicamente a la especie humana, y ello en relación a todas las disciplinas implicadas. Supongamos asimismo que tal  conocimiento condujera a la certeza   apodíctica de que esos hechos científicos son incompatibles con la hipótesis misma de que la ciencia (en concreto las ciencias de la vida, Genética incluida) pudiera dar cuenta exhaustiva del ser humano. ¿Conseguiría  con ello convencer  a los detractores de la tesis de la singularidad humana,  que tan a menudo buscan apoyo en argumentos científicos?

La respuesta a ambas preguntas es más bien negativa. Poca fuerza tendrán razonamientos filosófico-científicos eventualmente adversos ante convicciones erigidas en cimiento. En un caso la convicción es un eco  de vivencias matrices  por la que todo humano pasa, tal el estupor de un niño al apercibirse  de que la palabra le vincula a otro niño, pero no al animal compañero de juegos.  En el polo opuesto, se trata de fidelidad a una causa ideológica que (por variables en las que se imbrica entorno social y  peripecia individual) supone una promesa de superar nuestra singular finitud (fusión en nuestra animalidad o transhumanismo tecnológico).

La ciencia remite a hechos, pero ¿qué pueden contar los hechos de la ciencia cuando el absoluto, verídico o forjado, es quien legisla y en consecuencia establece lo que tiene base para ser considerado un hecho?

Tanto el humanismo entendido como afirmación de la singularidad humana como el anti-humanismo tendiente a diluir  nuestra condición, son  posicionamientos no sólo de orden diferente a lo que viene determinado por el conocimiento científico y sus corolarios filosóficos, sino incluso inmunes a los mismos: se responde a una u otra de ambas actitudes (tendencia a afirmar o tendencia a diluir la frontera que diferencia jerárquicamente al ser humano) y sólo en caso de que puedan ayudar a la causa se recurre a la ciencia o a la filosofía. Se trata en ambos casos de primacía de un sesgo, es decir de una disposición  apriorística que determina  el peso de los hechos y cómo interpretarlos, pero ello no significa que ambas disposiciones sean homologables.

El sentimiento de lo irreductible del ser humano es certeza inmediata, corolario de nuestra naturaleza que, como antes  decía, se sabe rara desde el momento mismo en que un niño se apercibe de su condición lingüística. Hay tras  la posición humanística un sentimiento  radical de que, pese a ser polos contrapuestos, vida y lenguaje se hayan inextricablemente ligados, siendo el hombre la expresión de esta relación polar. Por ello el cuestionamiento de tal irreductibilidad es vivida como una afrenta, a la manera que se vive el cuestionamiento por otro del propio origen racial o lingüístico.

Asimismo resultado de una disposición a priori es el hecho de enfatizar el carácter de  código de señales  del lenguaje humano (diluyendo su  frontera respecto a los sistemas de comunicación de otras especies) e incrementar el peso de nuestra pertenencia genérica a la animalidad. Y aunque diferente es también como expresión de un anti-humanismo que se afirma la similitud entre nuestra inteligencia marcada por el lenguaje y el tipo de conocimiento de entidades maquinales, como aspirando a una existencia  en la que la singular  modalidad de finitud que para la inteligencia constituye la vida no pesara en la balanza.

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21 de octubre de 2022
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Ben Musa y Alphafold2: emergencia en la historia evolutiva versus momento de la historia humana

 

En la columna anterior señalaba que esa emergencia (esa ruptura respecto a los códigos de señales aptos a facilitar la adecuación de los seres vivos, que supuso la aparición del ser de razón y lenguaje) no dejaba de ser un resultado de la evolución natural y enfatizaba el hecho de que tal no es el caso de las entidades inteligentes caracterizadas como artificiales. Añadía la hipótesis de que el progreso en la inteligibilidad se da en el seno de la facultad de razonar y no constituye una evolución de la facultad misma. Señalaba incluso que en ciertas expresiones  del espíritu humano ni siquiera cabe hablar de progreso, que este no es el concepto propio para expresar la distancia de  Altamira a Picasso, o  de Esquilo a Lorca.

De ahí que  la inteligencia del matemático y pensador  Mohamed Ben Musa (denominado El de Juarismi y en recuerdo de cuya comarca de origen  se fragua la palabra algoritmo) no pueda ser confundida con uno de esos algoritmos concretos que dan contenido a la inteligencia artificial. Pues estos, obviamente,  no se darían sin  la secuencia que va del campesino que sin necesidad de escuela  sabe  que le falta una vaca (lo sabe por defecto en la  biyección, cuando  en el establo percibe  una pila sin animal) hasta Alan Turing,  pasando  por  el propio Al Juarismi  y su Libro conciso sobre el cálculo. Sin ellos desde luego no hubieran surgido nunca entidades tan sorprendentes como AlphaFold2 (capaz de prever la modalidad de pliegue de los polipéptidos de una proteína). Preeminencia causal que se añade al hecho de que los evocados protagonistas humanos son efectivamente representantes de lo que fue un momento de radical discontinuidad en la historia de la evolución mientras que AlphaFold2 es efectivamente un artificio. Queda por ver si tal artificio puede efectivamente homologarse a sus creadores en capacidad de intelección, capacidad de creación y capacidad  de regular su comportamiento por imperativos éticos.

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10 de octubre de 2022
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Efectivamente ajena a la evolución natural

 

Con conciencia de reiteración, a la manera usual de los docentes en cada nueva clase, sintetizo el asunto que ha alimentado últimamente esta reflexión:

He abordado la pregunta de hasta  qué punto está fundado en razón el cuestionamiento del  papel jerárquico del ser humano respecto de entidades maquinales, lo cual supondría atribuir a estas  el entero espectro de juicios cognoscitivos, éticos y estéticos  a través de los cuales se expresa la potencialidad de la razón. No estoy obviamente en condiciones de dar una respuesta asentada a esta pregunta,  entre otras razones porque no está científicamente y filosóficamente delimitado qué cabe esperar y qué no cabe esperar  de  entidades como AlphaFold2 o el previsible  ordenador cuántico. Voy simplemente a enfatizar la diferencia que supone la palabra misma artificial, y extraer algún corolario de la misma a la hora de efectuar comparaciones de estatuto con la inteligencia humana.

El hombre no es desde luego un artificio, un  resultado de una modalidad pretérita de  arte-técnica   que a su vez constituye una expresión  de  la inteligencia. Excepto en el contexto de formas  más o menos sofisticadas de creacionismo (tal la que fue llamada “diseño inteligente”), no es cuestionable que el hombre es un ser natural, un resultado de la historia evolutiva.  Un resultado ciertamente singular, pues el hombre responde a motivaciones que parecen trascender su pertenencia genérica a la animalidad.  La aparición de un ser que se pregunta por la relación entre su animalidad y su pensamiento (forjador de fórmulas, metáforas y pirámides) supone una emergencia sin precedentes algo radicalmente singular, pero al fin y al cabo se trata de un fruto de la vida, es decir: en la vida misma se daban las condiciones que posibilitaban esa ruptura de continuidad que supuso la conversión de un código de señales en lenguaje, y con ello la aparición de un ser de razón en el sentido integral de la palabra. Este hecho de  ser una inteligencia resultado de la evolución  marca una diferencia esencial respecto a cualquier ente maquinal considerado inteligente.

 La aparición de la inteligencia humana necesitó cientos de millones de años de historia evolutiva, magnitud inconmensurable respecto a la que separa el Hombre de Herto de la hipótesis de Turing sobre la inteligencia artificial, AlphaFold2 o el previsible (¿en 30 años?) ordenador cuántico. En sólo cosa de cientos de años, la inteligencia artificial habrá quizás alcanzado su desarrollo pleno. Ello exige prudencia antes de transponer  al progreso científico y técnico la idea de  evolución natural.

Hay motivos para pensar que ese ser inteligente que es el hombre, en lo esencial ha dejado de evolucionar. Obviamente en el seno de la razón se da progreso (así la ciencia  progresa rechazando conjeturas pretéritamente avanzadas y sustituyéndolas en ocasiones por conjeturas opuestas), pero en su esencia  la facultad humana de razón y lenguaje  ni avanza ni retrocede. Esta ausencia de evolución es aún más perceptible tratándose del arte, no sólo por lo diminuto (en relación a los tiempos que exige la evolución) del intervalo entre  las pinturas de Lascaux  y Joan Miró, sino porque el arte retorna cíclicamente a formas arcaicas, no para repetirlas, sino para tomar de nuevo en ellas alimento. Ya he tenido ocasión aquí de señalar que  el arte sólo avanza a la manera de la espiral de Arquímedes,  de forma que la recta que  el hombre va trazando con sus logros gira a idéntica velocidad que el pincel mismo.

Como una de las expresiones de avance en el seno de la razón (reitero que no cambio evolutivo  en  la facultad de razonar como tal) surgen  las entidades “inteligentes” maquinales, luego de  entrada con soporte en algo contrapuesto a la base misma de  la vida (aunque hoy se hagan esfuerzos que dejan estupefacto para dotarlas de rasgos comunes con esta).

Los algoritmos de nuestro tiempo, que algunos consideran creadores, y  los artefactos a los que confieren una suerte de espíritu,  no son pues un eslabón en la historia evolutiva sino un momento de la historia humana. No los ha producido directamente la naturaleza, aunque obviamente  son compatibles con el orden natural (y en ocasiones preciosa ayuda para que este orden sea inteligible), sino esa suerte de  interno  polo dialéctico de sí misma que encierra cierta forma de naturaleza viva  y que indiscutiblemente merece el nombre de inteligencia.

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13 de septiembre de 2022
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¿Animal como modalidad de racional?

Por el momento las entidades artificiales tienen limitaciones por ejemplo la dificultad de aprender una cosa cuando han sido entrenadas para otra, quizás como resultado de una suerte de terquedad, o ausencia de flexibilidad. Señalaré al respecto una interesante observación que se ha hecho sobre AlphaFold2: empeñada en predecir la estructura de la proteína a partir de la secuencia de aminoácidos, ¿qué hará si una de estas secuencias (o una porción de la misma) es intrínsecamente reacia a plegarse, lo cual acontece en cierta proporción en las células dotadas de un núcleo? Cabe pensar que AlphaFold2 será perseverante en encontrar su pliegue y comunicárselo a los investigadores, es decir, dará una información contraria a la naturaleza de lo que observa.

Pero no es de excluir que estas limitaciones se superen y una máquina esté en condiciones de parecer responder cabalmente a la pregunta hace un momento formulada: ¿sabes la causa de esta previsión que acabas de hacer? No está a priori excluido que, en un tiempo prudente, las máquinas sean capaces de explicar su comportamiento y las razones del mismo, tanto ante nosotros los seres racionales animales como ante sus homólogos, que tendríamos derecho a denominar racionales maquinales. Y no puede dejarse de subrayar lo que lo que esto significa: ni más ni menos que una razón sin soporte vital…al menos sin soporte vital originario. Pues en un sentido laxo del término vida, se llega a hablar hoy de artefactos que responderían al modo de proceder más generales de los seres vivos, es decir: transmitirían la información que reciben y codifican, y utilizarían la energía exterior que permite vencer los mecanismos de corrupción y desorden. Cabrá así referirse a entes maquinales no sólo inteligentes sino “vivos”. Pero es obvio que aquí la vida viene después. Un ser ya considerado inteligente, deviene ser vivo. En nuestro caso la vida, y aun la modalidad de la vida que clásicamente se oponía como vida animal a la vida de las plantas, es el punto de arranque y la inteligencia es el punto de llegada. Vida animal…dotada de razón, no razón que eventualmente toma la forma de vida. El problema sin embargo sigue residiendo en la legitimidad del nuevo punto de arranque, es decir en la aceptación de que se trata de nuevos entes de razón.

Tomamos como punto de partida un artefacto provisto de esa capacidad de recibir información, procesarla, dar respuesta a un “interlocutor” maquinal o humano a la que se alude con la expresión “aprendizaje profundo”. Pero además aceptamos provisionalmente que esta “profundidad” es tal que a la capacidad de hacer descripciones y previsiones el artefacto añade la de explicar esos fenómenos. En el caso de AlphaFold2, capaz de un-folding ese fold que llegó a anunciar; capaz de, mostrar la razón de la concurrencia de los elementos simples o planos (hay acuerdo entre los filólogos en que el término simple no conjunta sine y plex -que daría sin pliegue- sino sim -indo-europeo, uno, similar- y plex, por lo cual, más que sin pliegue cabría decir pliegue límite, plano). a fin de hacer emerger un elemento complejo. Es de señalar que como los humanos no tenemos por el momento ni la capacidad previsora que muestra AlphaFold2, ni menos aún el conocimiento de las causas de lo así previsto, ha de excluirse que estas virtudes cognitivas del artefacto sean el resultado de una programación. Habría entonces que volver de nuevo la mirada al hombre e interrogarnos sobre la condición humana: ¿ese ser racional que es el hombre habría de ser necesariamente animal, es decir determinado esencialmente por la biología? Quizás fuera entonces legítimo pasar de considerar al hombre como un caso particular de animal (racional por oposición a los animales que no lo son) para poner en primer término su condición de racional que eventualmente (sólo eventualmente) tendría soporte biológico.

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25 de agosto de 2022
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Distinción en conceptos y aspectos

 

Una discusión razonable respecto al problema rememorado en las últimas columna tomaría, por ejemplo, la forma de intentar elucidar si entidades maquinales o animales diferentes del humano disponen de esa capacidad de “recuperación de representaciones almacenadas” (en términos de J. Allan Hobson (Consciousness, Scientific American Library, New York, 1999,) que caracteriza a nuestra memoria, o si algún código de señales (natural o artificial) encierra esa simbolización de las representaciones que es signo distintivo del lenguaje humano; elucidar si el aprendizaje de las máquinas inteligentes o de los animales transciende la consignación automática de experiencias, cosa que sí ocurre con el aprendizaje humano; elucidar si cabe hablar en otros entes (maquinales o animales ) la intencionalidad, entendida como representación de objetos, que en nosotros se halla siempre conceptualmente mediatizada; desde luego, elucidar, si cabe decir que los animales tienen esa reflexión sobre representaciones, que es marco de nuestro pensamiento. Hobson designa estas y otras capacidades como bloques constitutivos de la conciencia, enfatizando el hecho de que “muy pequeñas diferencias en la estructura y función del cerebro se agigantan cuando llegan a la conciencia secundaria” o. c. pág. 19). Y la eventual negación de las mismas a animales, no excluye en absoluto el atribuirles una suerte de conciencia integrada por la capacidad de recepción de datos (sensitiva en el caso de los animales) y selección de los mismos, eventualmente emotiva y en el caso de los animales obviamente instintiva.

Bastaría aceptar que el término conciencia se usa de manera equívoca, distinguir entre conciencia primaria y conciencia secundaria, e intentar determinar el peso respectivo de cada una a la hora de constituir una “subjetividad” (el término es hoy, sin más preámbulos, y algo abusivamente, atribuido a los animales por muchos etólogos contemporáneos, pero no estamos quizás lejos de que sea atribuido a entres maquinales) y desde luego a la capacidad para experimentar dolor y placer. Pues si esta es correlativa de la subjetividad y de la conciencia ¿no sería simplemente ilógico que si el grado de complejidad alcanza una diferencia cualitativa (tal sería el caso cuando de los códigos de señales animales se pasa al lenguaje humano) ello no tenga traducción en la percepción del mundo, en la vivencia del dolor y hasta en la percepción de la enfermedad.

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16 de agosto de 2022
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Revisión (II)

Pero es bien sabido que la tesis digamos humanista  se enfrenta también  al envite que suponen las modalidades crecientemente sofisticadas de la llamada inteligencia artificial. Y si en nuestro entorno cultural  la tendencia a borrar la diferencia jerárquica de los seres humanos todavía se manifiesta mayormente en relación a los animales, quizás no es ya lo mismo en países como Japón, donde los cuidadores robóticos son ya parte integrante del paisaje social.  Así, uno de los rasgos que  marcan a  nuestro tiempo es que a  las asociaciones que reclaman la implementación de nuestros deberes con los animales,  se suman partidarios de la extensión de derechos y deberes a robots y otras entidades maquinales que han sustituido a los humanos en tareas esenciales, perdiendo vigencia  científica y soporte ideológico la imagen de un mundo considerado como  entorno del ser humano.

Es desde luego importantísimo que nuestra singularidad  parezca ser puesta en tela de juicio por el lado de la materia inerte, esa materia en sí misma no susceptible de acción de la que se forman máquinas. Pues desde luego, la cuestión de si es posible  que haya seres artificiales que piensen y aprendan del modo en que nosotros lo hacemos ha alcanzado mayor acuidad científica, y quizás también mayor relevancia filosófica, que la cuestión de determinar si hay especies animales homologables al ser humano, aunque obviamente estas últimas  sean mucho más próximas, dada la  matriz común en ese momento singular de la transformación de la energía que significó la vida.

En las  columnas que han precedido he abordado  la cuestión de  hasta  qué punto está fundado en razón este cuestionamiento de la irreductibilidad del ser humano, poniendo ahora  el foco en el caso de las entidades maquinales y preguntándose si la capacidad  que se les atribuye  recubre el espectro de juicios cognoscitivos, éticos y estéticos que no han de ser confundidos entre sí, y que marcan nuestra condición de seres de razón. Complementariamente he abordado  la aporía que supone el que el propio ser que da cuenta del universo relativice su peso en el mismo.

 

 

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27 de julio de 2022
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