A modo de contraejemplo de la situación a que aludía en el texto anterior, evocaré una escena vivida en un seminario que reunía en la ciudad de Ronda a músicos y filósofos. Se presentaba un texto griego de la poetisa Safo(o Safó, como el protagonista de la anécdota afirmaba que deberíamos pronunciar), se justificaba una traducción al castellano, escrupulosamente respetuosa de la métrica original... Finalmente una voz declamó el texto, primero en lengua griega y luego en la versión. Esta voz produjo en los oyentes una profunda emoción, vinculada al sentimiento de que efectivamente (tal como sostiene cierta escuela lingüística contemporánea) la profunda comunidad de todas las lenguas hace que ninguna sea radicalmente ajena y que en algún registro uno siempre capta en ella más de lo que cree.
Una situación como ésta nos pone ya sobre la pista de lo que puede constituir una auténtica interrogación filosófica. Simplemente se despierta entonces la curiosidad relativa a si, en el origen, la lengua puede ser realmente disociada de la forma musical; curiosidad, en suma, relativa a si en el principio está el canto.
Esta última cuestión es elemental, pero avanzar en los meandros de la misma es de lo más arduo. Pues, a menos de atenerse a la mera intuición (que, de hecho, no supera lo que Platón denunciaba ya como opinión subjetiva y contingente), para decir algo sobre si canto y palabra se vinculan esencialmente, no hay manera de soslayar la mediación por informaciones precisas sobre fisiología, anatomía, primatología comparada (concretamente en relación a saber si los otros primates carecen de la sutileza de movimientos oro-faciales que es condición de la palabra articulada), teoría general sobre el concepto de ritmo, determinación (en el seno de la anterior) de lo que caracteriza al ritmo verbal etc. Todo ello, por supuesto, enmarcado en una interrogación radicalmente antropológica sobre el origen de lo que permite hablar de humanidad.
