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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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El canto de Safo

A modo de contraejemplo de la situación a que aludía en el texto anterior, evocaré una escena vivida en un seminario que reunía en la ciudad de Ronda a músicos y filósofos. Se presentaba un texto griego de la poetisa Safo(o Safó, como el protagonista de la anécdota afirmaba que deberíamos pronunciar), se justificaba una traducción al castellano, escrupulosamente respetuosa de la métrica original... Finalmente una voz declamó el texto, primero en lengua griega y luego en la versión. Esta  voz produjo en los oyentes una profunda emoción, vinculada al sentimiento de que efectivamente (tal como sostiene cierta escuela lingüística contemporánea) la profunda comunidad de todas las lenguas hace que ninguna sea radicalmente ajena y que en algún registro uno siempre capta en ella más de lo que cree.

Una situación como ésta nos pone ya sobre la pista de lo que puede constituir una auténtica interrogación filosófica. Simplemente se despierta entonces la curiosidad relativa a si, en el origen, la lengua puede ser realmente disociada de la forma musical; curiosidad, en suma, relativa a si en el principio está el canto.

Esta última cuestión es elemental, pero avanzar en los meandros de la misma es de lo más arduo. Pues, a menos de atenerse a la mera intuición (que, de hecho, no supera lo que Platón denunciaba ya como opinión subjetiva y contingente), para decir algo sobre si canto y palabra se vinculan esencialmente, no hay manera de soslayar la mediación por informaciones precisas sobre fisiología, anatomía, primatología comparada (concretamente en relación a saber si los otros primates carecen de la sutileza de movimientos oro-faciales que es condición de la palabra articulada), teoría general sobre el concepto de ritmo, determinación (en el seno de la anterior) de lo que caracteriza al ritmo verbal etc. Todo ello, por supuesto, enmarcado en una interrogación radicalmente antropológica sobre el origen de lo que permite hablar de humanidad.

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7 de diciembre de 2007
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La filosofía como matriz de significación

Nunca se reiterará en exceso que la filosofía, precisamente por constituir una exigencia elemental del ser lingüístico, alcanza un elevado grado de complejidad. Pues las cuestiones elementales son la auténtica matriz, tanto de la disposición espiritual que conduce a la ciencia como de la que conduce a la exigencia artística. La matemática, la reflexión musical, o la física teórica, encuentran en la filosofía un auténtico punto de convergencia, una "unidad focal de significación", según la formulación aristotélica. En  ausencia de esta última las disciplinas particulares quedan reducidas (según expresión de un matemático eminente) a la insignificancia. No otra cosa indicaba Descartes cuando añadía a sus trabajos científicos ese prólogo legitimador conocido como Discurso del Método.

Cierto es que la distribución del saber está hecho de tal forma que los lectores de Descartes, o bien son especialistas en algún retazo del contenido científico, o bien son especialistas en el prólogo (estos últimos son precisamente los formados en la facultad de filosofía. Extraña quiebra que Descartes viviría como auténtica mutilación, pero que no escandaliza a los voceros culturales ni a los responsables de nuestra formación.

Expresión tristemente ejemplar de esta situación es lo que hace unos años pasaba con la matemática (afortunadamente ya no es así). Pues se introducía a los niños en esta disciplina mediante la teoría de conjuntos, sin explicarles nunca cuál era la función quizás primordial de la misma, filosófica donde las haya. Pues Georg Cantor, el fundador de la misma, pretendía ante todo disponer de un arma para abordar el problema esencialmente filosófico del infinito. Y cabe obviamente hacer matemáticas sin teoría formalizada de conjuntos, mientras que es imposible sin ella abordar con rigor "ese delicado laberinto" que, al decir de Borges, constituye la cuestión del infinito.

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5 de diciembre de 2007
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Listado de interrogaciones y apoyo técnico

He mostrado mis distancias con la actitud consistente en erigir los textos filosóficos en laboratorio de la filosofía, y en considerar que la ascesis interpretativa del propio juicio es lo único que, ante ellos, realmente cuenta. Sin embargo esta concepción no puede ser barrida de un plumazo:

Es incluso posible que cuando los textos filosóficos remiten indiscutiblemente a tipos de conocimiento que forman parte del acerbo científico, técnico o artístico (así, por ejemplo, cuando desde las primeras páginas de la Crítica de la Razón Pura, Kant se remite a la incompleta de las teorías gravitatorias entonces existentes) baste una inmersión introspectiva en los conceptos  que se manejan para que tales aspectos técnicos surjan en la  suerte de reminiscencia platónica ya evocada. Es posible, en suma, que armado con sus textos básicos, el filósofo en su objetivo de alcanzar la lucidez, se baste a sí mismo.

Todo ello es posible, pero... no es seguro. Y en tal falta de seguridad se sustenta el presente proyecto de articular una suerte de catálogo relativo a qué ha de saber un filósofo. Delimitar lo que ha de saber un filósofo, pasa, en primer lugar por el establecimiento de un catálogo de esas interrogaciones filosóficas elementales a las que he venido refiriéndome. Este catálogo debe incluir cuestiones relativas al espacio, al tiempo, a la condición lingüística, a la diferencia entre lo cualitativo y lo cuantitativo, a la diferencia entre lo humano y lo meramente animal, al vínculo entre tiempo y corrupción, al vínculo entre palabra y música, a la función de la representación plástica, etc.

Reflexión para la que será fértil apoyo un saber indiscutiblemente técnico, es decir, inequívoco y controlable. Tal saber incluye necesariamente aspectos relativos a genética, lingüística, mecánica clásica, mecánica cuántica, teoría de la relatividad, teoría matemática de conjuntos, topología algebraica, teoría físico-matemática del campo, disciplinas de la perspectiva, teoría de colores, teorías ondulatorias de la luz y del sonido, momentos de la historia de la teoría musical, teorías de la métrica poética, historia conceptual del arte... y un no muy largo etcétera.

Aun en el caso de que se haya ya pasado por el aprendizaje de alguno de estos puntos, rememorarlos en función de una interrogación filosófica y siguiendo un estricto hilo conductor, supone, no sólo actualizarlos sino darles vida, es decir, librarlos de la esterilidad consistente en no saber a qué responden, esterilidad en la cual son fácil presa del olvido.

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5 de diciembre de 2007
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La imprescindible mediación por la cultura

La confianza en la introspección, a la que aludía en el escrito anterior, supone, en última instancia, una apuesta radical por la capacidad de auto fertilización de las facultades con las que -por su propia naturaleza- el hombre se encuentra provisto. Así, la cuestión relativa a la que ha de saber un filósofo remite a la interrogación sobre la frontera que separa lo innato y lo cultural; cuestión que se presenta emblemáticamente a la hora de abordar el estatuto del lenguaje humano Pues siendo obvio que sólo habla aquel que se halla innatamente facultado para ello, también lo es que sin esta mediación por los demás que caracteriza al hecho cultural, el ser potencialmente lingüístico no llegará nunca a ser lingüístico en acto. Sólo los bebés de nuestra especie superan (en razón de su innata determinación por las estructuras lingüísticas) la condición de seres carentes de habla. Pero sólo la inmersión en una u otra lengua materna posibilita que acontezca algo tan admirable. Ello es prueba suficiente del enorme peso de la mediación informativa a la hora de responder cabalmente a la condición humana a lo cual aspira siempre el filósofo. En suma la esperanza de alcanzar elevadas cotas de lucidez sustentándose sólo en sí mismo, constituye algo así como una rousseauniana inocencia del filósofo.

Se objetará que el filósofo, en el sentido convencional de la palabra, no responde a este esquema, que ha realizado mediaciones por la historia del pensamiento y concretamente por la historia de los escritos filosóficos. Mas no deja de ser cierto que una vez adquirido ese bagaje, el filósofo se detiene en el esfuerzo, renunciando a adquirir un acerbo procedente de otras disciplinas. Tal actitud explica que una gran parte de la filosofía de nuestro tiempo consista en alguna variante de la llamada hermenéutica, es decir: en un retorno a los textos erigidos en referencia última; actitud que no carece de analogías con la propuesta luterana de confrontar directamente a cada siervo de Dios con la palabra a él referida.

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3 de diciembre de 2007
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La tentación de la introspección

En un párrafo anterior insistía en la necesidad de que el filósofo revise periódicamente sus alforjas a fin de verificar que dispone de los utensilios necesarios para su tarea. Pues bien: una actitud habitual en el filósofo es estimar que los instrumentos en cuestión son generados por la reflexión misma, la cual, a su vez no exigiría otra cosa que las estructuras básicas del lenguaje, algo que cabría llamar bagaje elemental de la humanidad.

En esta perspectiva, el contenido tanto interrogativo como instrumental de la filosofía surgiría en cascada a partir de una Asunción suficientemente radical de la propia condición del ser lingüístico. Así, por ejemplo, la mera lucidez respecto a lo que supone la condición biológica llevaría al problema de nuestra finitud, de ahí al de la finitud del universo (discusión sobre la entropía incluida) y correlativamente al problema del infinito, en sus múltiples vertientes. Este último problema se concretizaría inevitablemente en forma matemática, pero para alcanzar la disponibilidad de los instrumentos matemáticos necesarios bastaría una inserción en sí mismo apuntando a una suerte de platónica reminiscencia.

El diálogo de Platón titulado Menon ha sido siempre considerado un paradigma de este tipo de abordaje. La confianza en que la matemática se encuentra inscrita en lo que constituye la naturaleza misma del ser humano, en aquello que le diferencia de los demás animales, ha constituido desde Pitágoras una suerte de promesa de plenitud espiritual. Pues además de conjeturar que las estructuras matemáticas serían innatas, el filósofo pitagórico-platónico barrunta que, sin ayuda de la matemática, quedan fuera de él las armas conceptuales que permiten enfrentarse a problemas esenciales de lo que intuye ser su profesión. Mas aquí es donde la tentación de limitarse a un método introspectivo adquiere mayor relieve:

Pues aun teniendo clara la exigencia de instrumentos técnicos en el abordaje de su tarea, el refugio en la introspección permite al filósofo soslayar la molesta pregunta sobre la exigencia de informaciones procedentes del exterior, es decir, soslayar la cuestión del aprendizaje, de lo prescindible o imprescindible de la mediación por la cultura científica o artística. Por decirlo brutalmente:

Si al bagaje esencial se accede a través de una suerte de reminiscencia platónica, entonces, a la hora de enfrentarse por ejemplo al problema del espacio, el filósofo se libra de una incursión en la Teoría de la Relatividad, a través quizás de la convencional inscripción en un primer curso de Física. O bien, en otro registro: el problema de la dicción clara, al que se refería Wagner, que puede llegar a sugerir una primacía del lenguaje sobre la música, ¿es o no mediación necesaria para el filósofo que se enfrenta a la interrogación sobre el modo originario del lenguaje?

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30 de noviembre de 2007
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Ciencia de los hombres libres

Tras el hecho, ya señalado, de que Aristóteles atribuye la exigencia del pensar a la totalidad de los humanos, cabe enfatizar la afirmación de que disciplinas como la matemática, sólo son posibles cuando están solventadas no ya las cuestiones relativas a la necesidad, sino también las relativas a la distracción, el ornato y hasta la belleza. Importantísima es asimismo la declaración de que sólo en condiciones de libertad pueden los humanos acceder a esta última etapa. En fin, es muy significativo el hecho mismo de que el primer ejemplo de ciencia que responde a la exigencia de absoluto desinterés por aspectos ajenos a su propia práctica sea la matemática. Hemos de relacionar estos aspectos con lo que antes decía sobre la mutilación que para los seres humanos supone vivir en una sociedad que da la espalda a la filosofía, o que incluso se sustenta en su repudio:

/upload/fotos/blogs_entradas/gran_muralla_china_med.jpgEn una montaña que se alza sobre la Gran Muralla, en el entorno de Pekín, cabe leer el eslogan en lengua inglesa one dream, one world, "un único mundo, un único sueño". Esta unicidad del sueño podría fácilmente verse como unicidad de la pesadilla, si se considera que para la inmensa mayoría de los humanos la lucha por la subsistencia ocupa la integridad de sus jornadas. Y aun ateniéndose a los privilegiados ámbitos en los que esta esclavitud inmediata queda atrás, perdura la imposibilidad de vivir en condiciones no ya de ornato y de confort, sino incluso de salubridad, es decir, de vivir simplemente con decencia. En lo referente al ornato, la  preocupación por alcanzarlo llega a confundirse con la radical confrontación que supone la aspiración artística, de lo cual es indicio el uso que se hace en nuestra lengua del término diseño. En fin, somos tan poco fieles a la concepción aristotélica del saber como algo en lo que el hombre encuentra su realización (y que en consecuencia ha de valer por sí mismo) que la matemática es socialmente concebida como mero instrumento para disciplinas con finalidades prácticas e incluso instrumentalizada al servicio de la selección social. Asunto éste que será recurrente a lo largo de esta reflexión. Finalicemos hoy dejando de nuevo que se exprese el propio Aristóteles, refiriéndose ya explícitamente a la filosofía:

"...Pues los hombres empiezan y empezaron siempre a filosofar movidos por el estupor. Al principio su estupor es relativo a cosas muy sencillas, mas poco a poco el estupor se extiende a más importantes asuntos, como fenómenos relacionados con la luna y otros que conciernen al sol y las estrellas y también al origen del universo. Y el hombre que experimenta estupefacción se considera a sí mismo ignorante." De ahí que incluso el amor de los mitos sea en como llamamos libre a la persona cuya vida no está subordinada a la de otro, así la filosofía constituye la ciencia libre, pues no tiene otro objetivo que sí misma. En cierto sentido amor a la sabiduría, pues el mito está trabado con cosas que dejan al que escucha estupefacto. Y puesto que filosofan con vistas a escapar a la ignorancia, evidentemente buscan el saber por el saber y no por un fin utilitario. Y lo que realmente aconteció confirma esta tesis. Pues sólo cuando las necesidades de la vida y las exigencias de confort y recreo estaban cubiertas empezó a buscarse un conocimiento de este tipo, que nadie debe buscar con vistas a algún provecho.

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29 de noviembre de 2007
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El texto matriz

"TODOS los humanos, en razón de su propia naturaleza, desean el saber. Indicio de ello es el placer que los sentidos nos procuran; pues incluso cuando su ejercicio no es de utilidad alguna, nos complacemos en que estén operativos, y ello es particularmente cierto tratándose de la vista. En efecto, no sólo en los casos en que la vista es útil para un objetivo sino también cuando nada pretendemos hacer, preferimos ver a cualquier otra cosa; la razón estriba en que, de entre todos los sentidos, es la vista la que nos proporciona mayor percepción de diferencias en las cosas que a nosotros se ofrecen.

En razón de la naturaleza de los animales, éstos nacen con capacidad de tener sensaciones; en algunos de ellos la sensación llega a generar memoria, mientras que en otros esto no ocurre. Los dotados de memoria son más cautos y prudentes que los incapaces de recordar. Tal prudencia se da incluso entre animales desprovistos de capacidad auditiva, mas cuando esta última se añade, entonces el animal adquiere cierta capacidad de aprendizaje.

Así pues, los animales diferentes del hombre viven con imágenes y recuerdos y ello les proporciona ya, en pequeño grado,  la capacidad de tener experiencia. Pero en el vivir de los humanos cuentan además como ingredientes el conocimiento técnico y la capacidad de razonar.

Tratándose de la vida práctica, la experiencia no tiene menor valor que el conocimiento técnico, y el hombre con experiencia tiene más éxito que el que domina la teoría pero no tiene experiencia. Y sin embargo todos pensamos que el conocimiento y la intelección son cosa más bien del técnico y que éste es más sabio que el mero hombre de experiencia, y ello en razón de que conoce la causa, la cual el primero ignora.

...Y así cuando las técnicas proliferaron, unas al servicio de las necesidades de la vida, otras con vistas al recreo y ornato de la misma, los inventores de las últimas eran con toda justicia considerados más sabios, dado que su conocer no se subordinaba a la utilidad. Mas sólo cuando tanto las primeras técnicas como las segundas estaban ya dominadas, surgieron las disciplinas que no tenían como objetivo ni el ornamentar la vida ni el satisfacer sus necesidades, y ello aconteció en los lugares donde algunos hombres empezaron a gozar de libertad. Razón por la cual las matemáticas fructificaron en Egipto, pues la casta de los sacerdotes no era esclava del trabajo."

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28 de noviembre de 2007
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«El ardiente deseo de toda mente pensante»

No hay manera de plantear la cuestión del contenido de la filosofía sin referirse a Aristóteles. Y también constituye este autor el referente principal cuando se trata de apuntar a las causas de que se dé en el ser humano la disposición filosófica. Mas antes de transcribir el texto fundamental de Aristóteles respecto al segundo punto, permítaseme evocar archirepetidos tópicos de la historia de la ciencia y glosar un comentario a los mismos de uno de los más importantes físicos del siglo XX:

Pese a la evidencia empírica que suponía la circunvalación de la tierra por navegantes de diferentes países, fue difícil superar argumentos en contra de la esfericidad que parecían del todo razonables. Así la objeción de que, al alejarse de nuestro horizonte, abandonaríamos progresivamente la posición que nos mantiene sobre la superficie de la tierra y al llegar a la antípoda pura y simplemente caeríamos en el vacío. Argumento vinculado a éste es que dejaría de haber un "arriba" y un "abajo" propiamente dichos, pues, de mantenerse alguien en el otro extremo, para él nuestra actual posición sería "abajo".

Había además la confianza en la intuición inmediata, que de ninguna manera abogaba por la esfericidad (aunque repleta de accidentales curvaturas como las colinas, la superficie de la tierra se nos antoja de entrada plana). Y desde luego la intuición tampoco abogaba por la tesis de que el sol era un enorme astro incandescente en torno al cual otros astros (la tierra entre ellos) girarían. El segundo ejemplo es tanto más interesante cuanto que no se daba  siquiera el análogo empírico de lo que la circunvalación marítima supuso para el primero y que forzó al silencio tantas voces conservadoras.

/upload/fotos/blogs_entradas/bornmax_med.jpgSi a ello añadimos que las doctrinas religiosas imperantes (pero también muchas de las que ya no lo eran) daban en general apoyo a las convicciones forjadas en la intuición ¿qué hizo que las nuevas hipótesis astronómicas fueran abriéndose camino? Pues simplemente que, por contrarias que fueran a la intuición y a la fe, poseían gran fuerza explicativa. Ahora bien: lograr aclarar, explicar, fundar en razón el entorno terrestre o celeste, y a poder ser en su totalidad, constituye en palabras de Max Born "el ardiente deseo de toda mente pensante", deseo que no se aminora en absoluto por el hecho de que aquello que se trata de aclarar "sea eventualmente de total irrelevancia para nuestra existencia".

Si casi cada palabra es importante en estas afirmaciones del Nobel de Física e interlocutor mayor de Einstein, conviene enfatizar el hecho de que el apetito de transparencia es propio de todas las mentes pensantes, no meramente de una élite social, religiosa o intelectual. Y estamos con ello en situación de leer o releer el evocado texto de Aristóteles (que presentaré en traducción tan "libre" estilísticamente como  rigurosamente fiel al contenido).

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27 de noviembre de 2007
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Saberes más ricos que los propios

Un profesor de física en una universidad catalana, que tiene la suerte de aunar la condición de científico y  la de poeta (realizando así de alguna manera lo que cabría calificar de ideario humanista), se refería hace unos años al privilegio que había supuesto para él argumentar, sorprender, debatir, demostrar, "en un cielo de pizarras y de tiza" y ante la mirada asombrada de quienes parecían ser cíclica recreación de la juventud. Estos seres con mirada aun no contaminada separan de alguna manera la gema del pedrusco y así obligan al que a ellos se dirige a forjarse a sí mismo en un combate continuamente renovado. Sólo cabe en esta apuesta esperar un triunfo parcial, pues siempre perdura un rescoldo que justifica el sentimiento de impostura, el sentimiento de no responder realmente a la imagen que uno ha configurado para los demás.

En el universo de percepciones fantasmagóricas en el que se despliega esta reflexión sobre las interrogaciones elementales o filosóficas, no hay ciertamente miradas que sirvan de espejo inmediato (y a veces cruel) de la veracidad o falacia del discurso. Y, sin embargo, la sombra de la impostura persiste, y no sólo para el que escribe estas líneas. Pues tan impostura sería el que la recepción de estas reflexiones viniera tan sólo a llenar un hueco, una suerte de vacío en el registro de la información cultural, como que su emisión no respondiera a un deseo de aclararse a sí mismo en el acto de intentar que los demás se aclaren.

Glosando de nuevo al evocado poeta catalán David Jou, se trata de que unos y otros lleguemos a sentirnos henchidos de saberes más ricos que los por uno forjados, y ello mediante el procedimiento de que tales saberes lleguen legítimamente a ser vividos como propia riqueza. De pocas cosas en esta vida puedo sentirme más satisfecho que de haber convencido a más de un estudiante "de letras" de que, llegando a entender las fórmulas de la relatividad restringida, experimentaría la misma emoción que Einstein.

Esta es quizás una buena delimitación del objetivo: sentir que estas fórmulas (en las que se hace inteligible la dura tesis de que el  tiempo y el espacio de nuestra intuición inmediata carecen de objetividad física) tienen su potencia en ellas mismas. Sentir que no son fruto de la subjetividad de Einstein sino mas bien espléndido indicio de que Einstein (y como él cada uno de nosotros) puede dejar de estar encharcado en el cúmulo de preocupaciones, tan legítimas como generalmente estériles, que constituyen precisamente lo esencial de nuestra cambiante subjetividad. Sentir, en suma, que las fórmulas  de Einstein son en realidad de todo aquel que, literalmente, las recrea.      

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26 de noviembre de 2007
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Rudimentos del oficio

Filósofo es quien, simplemente, ha asignado a su mente el objetivo más ambicioso que cabe esperar. Y se trata esencialmente de no ir de farol. Así, cualesquiera que sean las vicisitudes de su vida laboral, económica, afectiva... el filósofo ha de encontrar la entereza para sortearlas de tal manera que no imposibiliten el esfuerzo en pos de la lucidez, en el que siente que reside su confrontación esencial.

Refiriéndose a un proyecto análogo en radicalidad al del filósofo, a saber, el trabajo de la narración literaria, Marcel Proust afirmaba abrigar la esperanza de  llegar a contar entre los afortunados para quienes, precisamente por lo sobrehumano de su esfuerzo, "la hora de la verdad" sonaría antes que "la hora de la muerte". Mas el propio narrador, se quejaba de haber perdido largos años en futilidades, de tal manera que se enfrentaba a la tarea "en vísperas de la muerte y sin saber nada de mi oficio". Pues bien este asunto del oficio no es menos esencial para el filósofo:

El filósofo ha de determinar cuál es su objetivo, qué tipo de interrogaciones le caracterizan en el seno de aquellos cuya función es plantear interrogaciones .Estas interrogaciones pueden referirse a lo inmediatamente dado (tanto en el  entorno natural como en el registro de lo psíquico), o aspectos más ocultos, que eventualmente están parcialmente explorados por una indagación anterior.

Una vez realizada esta tarea, una vez delimitado el objetivo, el filósofo (como toda persona razonable) ha de valorar si se encuentra en condiciones de abordarlo, es decir: si reúne tanto la potencia de pensamiento que el asunto requiere como los instrumentos sin los cuales tal potencia sería inoperante. El filósofo, en suma, como todo aquel que se propone un objetivo, ha de estar provisto de alforjas, y ha de revisar periódicamente las mismas,  por si algún instrumental exigido por una imprevista tarea no estuviese disponible.

 

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23 de noviembre de 2007
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