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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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Digresión: la filosofía no es una tisana

Al principio de estas reflexiones me refería a una suerte de caricatura de la filosofía en la cual el discurso pecaría  de esoterismo terminológico encubridor de la ausencia de auténtica problemática. Cabe mencionar, asimismo, otra modalidad bajo la cual se presenta la filosofía, y que no es menos indigente que la anterior. Se trata de su imagen como consuelo espiritual frente a las vicisitudes negativas. En nuestros tiempos, tal imagen ha dado lugar a la aparición de ensayos filosóficos mediáticamente voceados que (con mayor o menor pudor y mayor o menor agudeza) nos ofrecen un equivalente de los antiguos breviarios en los que se refugiaba la sabiduría popular. Uno de los más exitosos vinculaba  (hace ya unos diez años) un conocido medicamento antidepresivo a la filosofía que, a juicio del autor, debería sustituir al primero.

Dado que una de las cualidades de tal droga es la de neutralizar las razones de ansiedad provocadoras de insomnio, su homologación a la filosofía permitiría catalogar a esta última entre las modalidades contemporáneas de la tisana. Propongo pues al lector de tal ensayo que, a la hora de apagar la lámpara, enriquezca el cúmulo de rituales encauzadores del sueño con el abordaje del siguiente problema (¡filosófico donde los haya!):

¿Es el mundo realmente finito? Y, en tal caso, suponiendo que responde al modelo de la esfera riemanniana (en lugar de tener forma de esfera simple, como el mundo finito de Aristóteles)... ¿hay manera de que la imaginación alcance a representar tal mundo?, o en otros términos, siendo nosotros tridimensionales, ¿hay manera de dar imagen al concepto de un espacio curvado? Tras esforzarse toda la noche en hallar respuesta adecuada a ese problema, el lector de alguno de los breviarios aludidos estará en condiciones de discernir si, efectivamente, la imagen de la tisana es válida tratándose de filosofía.

Esta alusión a los empleos ilegítimos de la palabra filosofía apunta a poner relieve que el discurso filosófico es a menudo vampirizado por una operación que traiciona  los orígenes mismos de la filosofía, operación que tienda más bien a encubrir que a desvelar. Por decirlo llanamente: el lugar de la filosofía habría sido ocupado por usurpadores. Mas en esta hipótesis: ¿cuál sería la característica del discurso que respondería a la exigencia filosófica? Se intenta aquí dar una respuesta de mínimos. La filosofía se enfrenta a interrogantes que se presentan al espíritu en cuanto éste deja de estar distraído. Entendiendo por distraído lo siguiente: ocupado en problemas contingentes, es decir, problemas que (por apremiantes y hasta dramáticos que puedan ser) no son parte de las alforjas elementales de la humanidad, no se presentan necesariamente en toda organización humana concebible.

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17 de diciembre de 2007
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Lo superficial no es substancial

Al decidir el título que precede tenía intención de soslayar toda jerga filosófica. No obstante, el asunto remite a algunas de las páginas más comentadas de la historia del pensamiento. Implícitamente está en juego lo apuntado en el mito platónico de la caverna (la necesidad de no confundir lo real con un reino de sombras) pero directamente remite a la distinción aristotélica entre aquello que cabalmente es o subsiste (designado en griego por la palabra ousìa, sustancia) y aquello  que sólo  tiene entidad por una suerte de vampirizaciòn de lo anterior. Por ejemplo: la mesa sobre la que escribo es cabalmente, mientras que la superficie de la mesa no puede darse sin la mesa, sólo tiene el ser que la mesa le confiere por su condición de atributo de la misma.

La cosa parece una obviedad, pero como ya he indicado la filosofía se nutre de obviedades que, en algún momento dejan atónito. De ahí que Aristóteles se volcara en este asunto, intentando encontrar un criterio que le permitiera discernir con claridad entre estas dos modalidades: por un lado lo que cabalmente es;  por otro lado lo que se limita a participar del ser de otro. Y lo extraordinario es que dio con el criterio, criterio tan simple que nunca fue puesto en tela de juicio  (aunque fuera desplegado en términos más complejos) a lo largo de la historia del pensamiento. Para ser más precisos, no fue puesto en tela de juicio hasta esa subversión radical en nuestro concepto de lo que es la naturaleza que supuso la Mecánica Quántica. Pero vayamos poco a poco:

Que la mesa es cabalmente, mientras que la superficie de la mesa sólo tiene el ser que le confiere la anterior se muestra en el simple hecho de que la primera puede hallarse en movimiento, mientras que la segunda sólo  alcanza movimiento cuando la mesa se mueve. Pues es obvio que no cabe lanzarle la superficie de la mesa a un potencial enemigo...

Cabría, sin duda, objetar que esto también le ocurre a la pata de la mesa, que ésta no se mueve si la mesa misma no lo hace. Nótese, sin embargo, que arrancando la pata de la mesa ya cabe moverla por sí misma,  mientras que no hay manera de separar la superficie, ni la de la mesa ni la de la pata. En suma: una parte de algo substancial es potencialmente sustancial, mientras que una mera dimensión de algo substancial nunca podrá llegar a serlo. Cabe decir que ahí reside la intrínseca deficiencia de lo superficial respecto de lo substancial.

Aceptando(cosa quizás algo más costosa) que la superficie de la mesa tampoco está  nunca realmente por ella misma en reposo, sino que participa del reposo de la mesa, podemos ya ampliar el criterio de la diferencia aristotélica entre lo sustancial y lo superficial en un sentido que sonará  extraordinariamente familiar a los que hayan tenido trato con un libro de física de bachillerato: sustancial es aquello que tiene cantidad de movimiento, es decir, tiene una masa y tiene una velocidad.(entendiendo que el reposo constituye el caso límite del movimiento, o sea, velocidad nula).

Esto es realmente lo que hay que entender en el complejo deambular de las reflexiones aristotélicas relativas a la sustancia.

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14 de diciembre de 2007
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De la sombra a la sustancia

Antes de introducir una serie de consideraciones digamos metodológicas intentaré poner sobre la pista de un problema central del aristotelismo:

Retomo el caso de la niña que había constatado la presencia de su sombra, que se agita o estabiliza en función de lo que ella misma haga. Sólo más adelante la pequeña llegaría a descubrir que la sombra, además de depender de uno, depende también de otras cosas. Descubriría que, incluso estando ella misma en reposo, a veces la sombra cambia y hasta llega a desaparecer. Descubriría, en suma, que aun siendo propia, la sombra no sólo está vinculada a uno mismo, sino también a la relación que uno tiene con su entorno y concretamente vinculada a la cambiante ubicación respecto al foco de luz que la genera.

Sería ya mucho más adelante cuando la niña se adentraría en una reflexión explícita sobre los conceptos clave implicados en la simple percepción de un juego de sombras, descubriendo entonces que de hecho marcan la cotidiana relación con el entorno, con los demás humanos y con nosotros mismos. Pero la disposición indagadora que le llevó a este saber no hubiera sido posible sin aquel estupor originario y su desafiante actitud para superarlo. Tanto más cuanto que el descubrimiento de la sombra se añadía a lo que la niña podía ya constatar en los espejos.

En el espejo están las cosas, y aunque al mirar tras él no se encuentre nada, también lo que se ve en el espejo se mueve, como la sombra, obedeciendo al propio movimiento.

La mera constatación del carácter aparente, subordinado y relativo tanto de las imágenes especulares como de las sombras, supone que el espíritu se ha abierto a una diferencia abismal; diferencia que cabe sintetizar en una expresión que suena a obviedad: lo superficial no es substancial.

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13 de diciembre de 2007
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El niño y la geometría

Es un lugar común de la divulgación científica contemporánea la afirmación de que la geometría euclidiana ha perdido su prioridad a la hora de dar cuenta del universo. Ello en razón de que el espacio newtoniano en el cual las leyes de tal geometría se cumplirían (a saber, un espacio de curvatura nula)  carecería de objetividad física.

Y, sin embargo, la geometría aprendida en la escuela sirve y ordena un mundo. Sirve, porque sella nuestra mirada desde que abrimos unos ojos propiamente humanos (es decir, unos ojos exhaustivamente permeables al lenguaje y a los símbolos). Por ello, la geometría es enormemente valorada por los niños en el aprendizaje escolar y toda quiebra en la capacidad de simbolización que representa el aprendizaje geométrico es vivida como una mutilación dolorosísima. /upload/fotos/blogs_entradas/quaderno_geometria.gifSí, el niño ama intrínsicamente la geometría, porque ama la intuición euclidiana que le sirve de soporte. Y seguirá amándola, a menos que una educación literalmente mutiladora de su humanidad le haga sentir que ese mundo está definitivamente perdido para él, o que, a lo máximo, queda un simple rescoldo apto para alimentar la nostalgia... El niño ama la geometría porque su pulsión por ubicar las cosas en el entorno, midiendo y sondeando las distancias entre ellas, es una operación indisociable de su capacidad misma de reconocer e identificar tales cosas. Este vínculo entre la identidad misma de las cosas y su caracterización geométrica, supone que la debilidad en la capacidad de discernimiento en el segundo registro se traduzca en astemia de la capacidad perceptiva general.

Y así, al igual que se diluye en una niebla la acuidad del hecho que en nuestra percepción de las cosas rige el teorema de Pitágoras, esa misma niebla diluye las diferencias de los colores y las formas. Pero diluye también (en razón de la indisociabilidad de tiempo y espacio en el acto perceptivo) la capacidad de ser impactados por las diferencias de intensidad o altura de los sonidos configuradores de todo espacio auténticamente humanizado. Y así, ese mismo niño que, de manera indisociable, en su mera aprensión de las cosas, modelaba a la vez el espacio y la materia y con ello se vinculaba radicalmente a las formas, es ya ahora tan sólo susceptible de captar (en la naturaleza, como en el marco urbano o en las obras artísticas) un mero esqueleto, a lo máximo una suerte de esquema: esquema en el que Venecia queda reducida a una impresión y en Debussy se percibe tan sólo lo que perdura en él de melodía.

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12 de diciembre de 2007
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Astenia y serenidad

La serenidad puede ser expresión de una interna riqueza... o simplemente un mal menor. Todo depende de lo que subyace tras la actitud serena.

La serenidad es un mal menor cuando tiene su origen en una especie de instinto que consigue neutralizar la tensión estéril, la tensión que se traduce tan sólo en dolor. Tal instinto puede ser reforzado por procedimientos artificiales, la ingestión de inhibidores químicos, por ejemplo, pero lo esencial reside en la propia configuración de los humanos, en la existencia de un semáforo potencial que cierra el paso a aquello cuya cabal percepción resulta insoportable, o simplemente excesivamente doloroso. El precio verosímil es que también queden neutralizados los aspectos más fértiles de la personalidad, es decir: por un lado la capacidad de mantener el espíritu abierto a lo que no conoce; por otro lado la capacidad de mantener la capacidad libidinal y emocional. Tal serenidad sería en suma neutralización tanto de la capacidad de pensar como de la capacidad de amar.

Desgraciadamente la serenidad a tal precio es casi el destino que la vida social convencional nos depara, enfatizando incluso sus voceros el hecho de que hemos tenido suerte. En ella el espíritu enflaquece pero el cuerpo suele hincharse, pues la neutralización de la inteligencia (su reducción, en el mejor de los casos a retener lo ya sabido) y de la emotividad, suele ser correlativa de un incremento de la tendencia a alimentarse compulsivamente y no ritualmente, haciendo lo mismo con la bebida.

Y si a pesar de todo tal serenidad constituye un mal menor, es porque más vale a veces el limbo que pura y llanamente el infierno, el cual (no lo olvidemos) también es estéril.

Afortunado será sin embargo aquel que, gozando de tal serenidad, la tomará como peldaño para alcanzar la otra, es decir, la que resulta de tensar el espíritu y abandonarse tan sólo cuando éste ha alcanzado un objetivo. Para alcanzar tal fortuna es necesario reaccionar antes de que la vida en el limbo se convierta en costumbre, antes de que la sola idea de una futura tensión se haga insoportable, antes de que la única exigencia sea el que las horas transcurran sin dolor.

Para tal objetivo dignificador del estado de serenidad, el trabajo es la única medicina Se trata de reintroducir, ya sea a pequeñas dosis, el imperativo de fraguar una existencia cabalmente humana. Sin vanas ilusiones respecto a la propia capacidad, pero sin renuncia.

Se trata concretamente de no renunciar a las interrogaciones que un día tensaron el pensamiento y asentar las briznas de conocimiento que se tienen como trampolín para enfrentarse a lo que no se tiene. Una vez más, todo esto es imposible si meramente la suerte no acompaña.

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11 de diciembre de 2007
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Apostar al pensamiento… y desesperar del mismo

La disposición filosófica es quizás la mayor cristalización de una apuesta, simplemente, la apuesta por la riqueza del pensamiento Pensar basta, viene a decirse el filósofo. Pensar es lo que le acompaña, es la causa de muchas de sus torturas internas y ha de ser asimismo la causa de una eventual reconciliación. Pero, ¿reconciliación con qué? ¿Qué alegría cabe esperar? ¿Qué fiesta en el conocimiento, o aun en la tensión hacia el mismo?

El filósofo, como el poeta, parte de un postulado que muchos pensadores contemporáneos niegan, a saber: que algo pueda tener poderes causales que no son exhaustivamente reductibles a conexiones de elementos a partir de los cuales emerge. Cabe ilustrar el problema con el ejemplo de la vida. Obviamente nada hay en la vida que no tenga origen en la tabla periódica de los elementos. No obstante, una vez que la vida emerge, se dan fenómenos que ya es muy difícil reducir a las meras interrelaciones explicativas de los fenómenos pre-vitales. La vida, por así decirlo, tiene su propia economía y apunta a objetivos imprevistos. Pues bien:

Constatando que la vida, en todas sus epifanías, tiende a instrumentalizar, a reducir y hasta anular el entorno si éste entra en conflicto con ella, ¿cómo podríamos esperar menos tratándose de la palabra? Se diría que, hasta en sus manifestaciones más huecas, la palabra consigue rentabilizar lo dado al servicio de sí misma, se diría que la función recuperadora de la palabra se ejerciera en cualquier circunstancia, que lo que cuenta es seguir hablando, ya sea con argumentos masticados, prejuicios y sentencias estereotipadas, pero en todo caso hablando.

La disposición poética no es posible si no está interiorizada la premisa de que el lenguaje tiene objetivos que no están subordinados a los de esa vida que, indudablemente, le da soporte, esa vida de la que emerge. Esta confianza en la irreductibilidad de la palabra, no significa que el poeta espera que la palabra le saque del mundo. Pero sí significa que no experimenta lo irreversible del devenir del mundo como lo único que nos determina. Pues sólo si la palabra tiene efectivamente la potencia de ese verbo en el que el peso de la naturaleza se relativiza, sólo si la carne (es decir el orden genético) se ha hecho palabra en el sentido radical del texto bíblico, puede surgir la exigencia que se halla en la base de la obra literaria: exigencia de no subordinar la palabra a objetivo alguna, exigencia concretamente de no subordinarla a la vida, de la cual los grandes del verbo se han servido siempre para la construcción de los únicos templos posibles para la libertad.

Mas la duda se abre... y el filósofo se dice a veces (tiene obligación de hacerlo) que el pensamiento y el lenguaje no alcanzan de verdad autonomía alguna respecto a su matriz en el orden biológico Muchos son los escritores que han llegado a experimentar que nada cabe esperar de la literatura, simplemente porque el lenguaje no sería otra cosa que un instrumento, ciertamente de gran complejidad, en la lucha por la subsistencia y por el dominio de la naturaleza. Hipótesis ésta en la cual, por supuesto, el lenguaje no tiene por sí mismo capacidad liberadora alguna. Pues no habría excepción, a lo que en la jerga filosófica se denomina "carácter transitivo de la causalidad", que aplicado al caso que nos concierne vendría a decir: si las conexiones en el registro de la tabla periódica (con las necesarias condiciones energéticas etc.) son causa exhaustiva de la vida, y las conexiones neuronales en el seno de ésta son causa exhaustiva del lenguaje, entonces éste se reduce a las primeras. Retórica pura, pues, las consideraciones sobre la vida del lenguaje, sobre el hecho que una vez surgido, comenzaría a responder a exigencias propias.

Mas aun en la hipótesis de que el lenguaje es más que un código de señales, en la hipótesis de que el lenguaje tiene vida propia, obviamente, el orden biológico arrastra al pensamiento en su astenia y decadencia y asumir tal cosa es una de las condiciones primeras de la lucidez. Confrontación auténticamente real es, desde luego, asumir lo ineludible del segundo principio de la termodinámica y el consiguiente colapso de todas las facultades creativas y cognoscitivas. No habría otro materialismo lúcido y militante, ante el cual, desde luego, la resistencia es tenaz: perdemos acuidad visual y olfativa, pero nos agarramos a la posibilidad de fraguar una composición, labrar una frase no manida o avanzar un pensamiento que no se reduzca (por archivado y disponible) a prejuicio. Por decirlo claramente: nos anclamos a la vida del espíritu, aun en ausencia de condiciones fisiológicas que constituyen su único soporte.

Tenemos quizás aquí uno de los tránsitos privilegiados de la mentira. Mentira esencial sería esta idea de que, aunque estemos diezmados por el tiempo, la palabra puede aun perdurar en su agilidad y, literalmente, entusiasmarnos. Pero la ilusión se desvanecerá. La astenia de la palabra se manifiesta en primer lugar al experimentar que toda emoción queda lejos. Ello puede no acarrear consecuencias, cuando una especie de cálido velo cubre la objetividad de la indigencia, es decir, cuando el mero perdurar se asienta en un relativo confort afectivo y social. Mas todo se ensombrece cuando tales circunstancias son prolongación y reflejo de la pérdida de tensión, pérdida de la capacidad de pensar, y de gozar, pérdida incluso de la capacidad de sufrimiento.

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10 de diciembre de 2007
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El canto de Safo

A modo de contraejemplo de la situación a que aludía en el texto anterior, evocaré una escena vivida en un seminario que reunía en la ciudad de Ronda a músicos y filósofos. Se presentaba un texto griego de la poetisa Safo(o Safó, como el protagonista de la anécdota afirmaba que deberíamos pronunciar), se justificaba una traducción al castellano, escrupulosamente respetuosa de la métrica original... Finalmente una voz declamó el texto, primero en lengua griega y luego en la versión. Esta  voz produjo en los oyentes una profunda emoción, vinculada al sentimiento de que efectivamente (tal como sostiene cierta escuela lingüística contemporánea) la profunda comunidad de todas las lenguas hace que ninguna sea radicalmente ajena y que en algún registro uno siempre capta en ella más de lo que cree.

Una situación como ésta nos pone ya sobre la pista de lo que puede constituir una auténtica interrogación filosófica. Simplemente se despierta entonces la curiosidad relativa a si, en el origen, la lengua puede ser realmente disociada de la forma musical; curiosidad, en suma, relativa a si en el principio está el canto.

Esta última cuestión es elemental, pero avanzar en los meandros de la misma es de lo más arduo. Pues, a menos de atenerse a la mera intuición (que, de hecho, no supera lo que Platón denunciaba ya como opinión subjetiva y contingente), para decir algo sobre si canto y palabra se vinculan esencialmente, no hay manera de soslayar la mediación por informaciones precisas sobre fisiología, anatomía, primatología comparada (concretamente en relación a saber si los otros primates carecen de la sutileza de movimientos oro-faciales que es condición de la palabra articulada), teoría general sobre el concepto de ritmo, determinación (en el seno de la anterior) de lo que caracteriza al ritmo verbal etc. Todo ello, por supuesto, enmarcado en una interrogación radicalmente antropológica sobre el origen de lo que permite hablar de humanidad.

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7 de diciembre de 2007
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La filosofía como matriz de significación

Nunca se reiterará en exceso que la filosofía, precisamente por constituir una exigencia elemental del ser lingüístico, alcanza un elevado grado de complejidad. Pues las cuestiones elementales son la auténtica matriz, tanto de la disposición espiritual que conduce a la ciencia como de la que conduce a la exigencia artística. La matemática, la reflexión musical, o la física teórica, encuentran en la filosofía un auténtico punto de convergencia, una "unidad focal de significación", según la formulación aristotélica. En  ausencia de esta última las disciplinas particulares quedan reducidas (según expresión de un matemático eminente) a la insignificancia. No otra cosa indicaba Descartes cuando añadía a sus trabajos científicos ese prólogo legitimador conocido como Discurso del Método.

Cierto es que la distribución del saber está hecho de tal forma que los lectores de Descartes, o bien son especialistas en algún retazo del contenido científico, o bien son especialistas en el prólogo (estos últimos son precisamente los formados en la facultad de filosofía. Extraña quiebra que Descartes viviría como auténtica mutilación, pero que no escandaliza a los voceros culturales ni a los responsables de nuestra formación.

Expresión tristemente ejemplar de esta situación es lo que hace unos años pasaba con la matemática (afortunadamente ya no es así). Pues se introducía a los niños en esta disciplina mediante la teoría de conjuntos, sin explicarles nunca cuál era la función quizás primordial de la misma, filosófica donde las haya. Pues Georg Cantor, el fundador de la misma, pretendía ante todo disponer de un arma para abordar el problema esencialmente filosófico del infinito. Y cabe obviamente hacer matemáticas sin teoría formalizada de conjuntos, mientras que es imposible sin ella abordar con rigor "ese delicado laberinto" que, al decir de Borges, constituye la cuestión del infinito.

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5 de diciembre de 2007
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Listado de interrogaciones y apoyo técnico

He mostrado mis distancias con la actitud consistente en erigir los textos filosóficos en laboratorio de la filosofía, y en considerar que la ascesis interpretativa del propio juicio es lo único que, ante ellos, realmente cuenta. Sin embargo esta concepción no puede ser barrida de un plumazo:

Es incluso posible que cuando los textos filosóficos remiten indiscutiblemente a tipos de conocimiento que forman parte del acerbo científico, técnico o artístico (así, por ejemplo, cuando desde las primeras páginas de la Crítica de la Razón Pura, Kant se remite a la incompleta de las teorías gravitatorias entonces existentes) baste una inmersión introspectiva en los conceptos  que se manejan para que tales aspectos técnicos surjan en la  suerte de reminiscencia platónica ya evocada. Es posible, en suma, que armado con sus textos básicos, el filósofo en su objetivo de alcanzar la lucidez, se baste a sí mismo.

Todo ello es posible, pero... no es seguro. Y en tal falta de seguridad se sustenta el presente proyecto de articular una suerte de catálogo relativo a qué ha de saber un filósofo. Delimitar lo que ha de saber un filósofo, pasa, en primer lugar por el establecimiento de un catálogo de esas interrogaciones filosóficas elementales a las que he venido refiriéndome. Este catálogo debe incluir cuestiones relativas al espacio, al tiempo, a la condición lingüística, a la diferencia entre lo cualitativo y lo cuantitativo, a la diferencia entre lo humano y lo meramente animal, al vínculo entre tiempo y corrupción, al vínculo entre palabra y música, a la función de la representación plástica, etc.

Reflexión para la que será fértil apoyo un saber indiscutiblemente técnico, es decir, inequívoco y controlable. Tal saber incluye necesariamente aspectos relativos a genética, lingüística, mecánica clásica, mecánica cuántica, teoría de la relatividad, teoría matemática de conjuntos, topología algebraica, teoría físico-matemática del campo, disciplinas de la perspectiva, teoría de colores, teorías ondulatorias de la luz y del sonido, momentos de la historia de la teoría musical, teorías de la métrica poética, historia conceptual del arte... y un no muy largo etcétera.

Aun en el caso de que se haya ya pasado por el aprendizaje de alguno de estos puntos, rememorarlos en función de una interrogación filosófica y siguiendo un estricto hilo conductor, supone, no sólo actualizarlos sino darles vida, es decir, librarlos de la esterilidad consistente en no saber a qué responden, esterilidad en la cual son fácil presa del olvido.

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5 de diciembre de 2007
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La imprescindible mediación por la cultura

La confianza en la introspección, a la que aludía en el escrito anterior, supone, en última instancia, una apuesta radical por la capacidad de auto fertilización de las facultades con las que -por su propia naturaleza- el hombre se encuentra provisto. Así, la cuestión relativa a la que ha de saber un filósofo remite a la interrogación sobre la frontera que separa lo innato y lo cultural; cuestión que se presenta emblemáticamente a la hora de abordar el estatuto del lenguaje humano Pues siendo obvio que sólo habla aquel que se halla innatamente facultado para ello, también lo es que sin esta mediación por los demás que caracteriza al hecho cultural, el ser potencialmente lingüístico no llegará nunca a ser lingüístico en acto. Sólo los bebés de nuestra especie superan (en razón de su innata determinación por las estructuras lingüísticas) la condición de seres carentes de habla. Pero sólo la inmersión en una u otra lengua materna posibilita que acontezca algo tan admirable. Ello es prueba suficiente del enorme peso de la mediación informativa a la hora de responder cabalmente a la condición humana a lo cual aspira siempre el filósofo. En suma la esperanza de alcanzar elevadas cotas de lucidez sustentándose sólo en sí mismo, constituye algo así como una rousseauniana inocencia del filósofo.

Se objetará que el filósofo, en el sentido convencional de la palabra, no responde a este esquema, que ha realizado mediaciones por la historia del pensamiento y concretamente por la historia de los escritos filosóficos. Mas no deja de ser cierto que una vez adquirido ese bagaje, el filósofo se detiene en el esfuerzo, renunciando a adquirir un acerbo procedente de otras disciplinas. Tal actitud explica que una gran parte de la filosofía de nuestro tiempo consista en alguna variante de la llamada hermenéutica, es decir: en un retorno a los textos erigidos en referencia última; actitud que no carece de analogías con la propuesta luterana de confrontar directamente a cada siervo de Dios con la palabra a él referida.

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3 de diciembre de 2007
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El Boomeran(g)
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