Víctor Gómez Pin
Antes de introducir una serie de consideraciones digamos metodológicas intentaré poner sobre la pista de un problema central del aristotelismo:
Retomo el caso de la niña que había constatado la presencia de su sombra, que se agita o estabiliza en función de lo que ella misma haga. Sólo más adelante la pequeña llegaría a descubrir que la sombra, además de depender de uno, depende también de otras cosas. Descubriría que, incluso estando ella misma en reposo, a veces la sombra cambia y hasta llega a desaparecer. Descubriría, en suma, que aun siendo propia, la sombra no sólo está vinculada a uno mismo, sino también a la relación que uno tiene con su entorno y concretamente vinculada a la cambiante ubicación respecto al foco de luz que la genera.
Sería ya mucho más adelante cuando la niña se adentraría en una reflexión explícita sobre los conceptos clave implicados en la simple percepción de un juego de sombras, descubriendo entonces que de hecho marcan la cotidiana relación con el entorno, con los demás humanos y con nosotros mismos. Pero la disposición indagadora que le llevó a este saber no hubiera sido posible sin aquel estupor originario y su desafiante actitud para superarlo. Tanto más cuanto que el descubrimiento de la sombra se añadía a lo que la niña podía ya constatar en los espejos.
En el espejo están las cosas, y aunque al mirar tras él no se encuentre nada, también lo que se ve en el espejo se mueve, como la sombra, obedeciendo al propio movimiento.
La mera constatación del carácter aparente, subordinado y relativo tanto de las imágenes especulares como de las sombras, supone que el espíritu se ha abierto a una diferencia abismal; diferencia que cabe sintetizar en una expresión que suena a obviedad: lo superficial no es substancial.