Víctor Gómez Pin
La serenidad puede ser expresión de una interna riqueza… o simplemente un mal menor. Todo depende de lo que subyace tras la actitud serena.
La serenidad es un mal menor cuando tiene su origen en una especie de instinto que consigue neutralizar la tensión estéril, la tensión que se traduce tan sólo en dolor. Tal instinto puede ser reforzado por procedimientos artificiales, la ingestión de inhibidores químicos, por ejemplo, pero lo esencial reside en la propia configuración de los humanos, en la existencia de un semáforo potencial que cierra el paso a aquello cuya cabal percepción resulta insoportable, o simplemente excesivamente doloroso. El precio verosímil es que también queden neutralizados los aspectos más fértiles de la personalidad, es decir: por un lado la capacidad de mantener el espíritu abierto a lo que no conoce; por otro lado la capacidad de mantener la capacidad libidinal y emocional. Tal serenidad sería en suma neutralización tanto de la capacidad de pensar como de la capacidad de amar.
Desgraciadamente la serenidad a tal precio es casi el destino que la vida social convencional nos depara, enfatizando incluso sus voceros el hecho de que hemos tenido suerte. En ella el espíritu enflaquece pero el cuerpo suele hincharse, pues la neutralización de la inteligencia (su reducción, en el mejor de los casos a retener lo ya sabido) y de la emotividad, suele ser correlativa de un incremento de la tendencia a alimentarse compulsivamente y no ritualmente, haciendo lo mismo con la bebida.
Y si a pesar de todo tal serenidad constituye un mal menor, es porque más vale a veces el limbo que pura y llanamente el infierno, el cual (no lo olvidemos) también es estéril.
Afortunado será sin embargo aquel que, gozando de tal serenidad, la tomará como peldaño para alcanzar la otra, es decir, la que resulta de tensar el espíritu y abandonarse tan sólo cuando éste ha alcanzado un objetivo. Para alcanzar tal fortuna es necesario reaccionar antes de que la vida en el limbo se convierta en costumbre, antes de que la sola idea de una futura tensión se haga insoportable, antes de que la única exigencia sea el que las horas transcurran sin dolor.
Para tal objetivo dignificador del estado de serenidad, el trabajo es la única medicina Se trata de reintroducir, ya sea a pequeñas dosis, el imperativo de fraguar una existencia cabalmente humana. Sin vanas ilusiones respecto a la propia capacidad, pero sin renuncia.
Se trata concretamente de no renunciar a las interrogaciones que un día tensaron el pensamiento y asentar las briznas de conocimiento que se tienen como trampolín para enfrentarse a lo que no se tiene. Una vez más, todo esto es imposible si meramente la suerte no acompaña.