No es un asunto sólo de cantantes que desempeñan en los escenarios el papel de mensajeros de los extravagantes jefes de los carteles de la droga, y pagan con su vida la osadía, ni sólo de reinas de belleza a las que los capos financian sus trajes, fiestas de coronación y carrozas, y luego pasan a ser sus trofeos de caza.
Tampoco es sólo un asunto de personajes de novelas misterio que escribió la realidad, como Amado Carrillo Fuentes,“El señor de los cielos”, jefe del cartel de Juárez, que murió a consecuencia de las heridas infectadas tras hacerse en un quirófano clandestino una cirugía plástica que cambiaría su cara, y así pasaría invisible a los ojos de sus perseguidores. La leyenda, dice, sin embargo, que quedó vivo, como lo dice de Carlos Gardel.
Ni sólo un asunto de los gustos particulares de los barones de la cocaína, tal como se revelan en sus palacetes de docenas de habitaciones, piscinas olímpicas y múltiples salas de billar, donde coleccionan armaduras medievales y momias egipcias auténticas, y donde tienen harenes y zoológicos particulares con elefantes africanos, fieros tigres de bengala y osos Panda.
Los capos mexicanos heredaron el folclore caribeño de Pablo Escobar, capo di tutti capi, que mandó empotrar en el arco del portón de su hacienda la avioneta en la que había hecho su primer transporte de droga a Estados Unidos, así como los millonarios enmarcan su primer dólar. Y heredaron también toda la cultura atrabiliaria y vistosa de los narcos colombianos, patrocinadores del culto del Divino Niño, que les enseñaron a sentarse en retretes de oro macizo, y a hacer peregrinaciones a Jerusalén.
No es eso. La muerte es su mejor folclore. Su folclore negro.
