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Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

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II. 3. Las sombras de una forma

Rafael Argullol: El arte es la punta del iceberg; pero lo que potencialmente pueda ser el arte es una montaña sumergida y espectral.

Delfín Agudelo: Es interesante pensar en un espectro sumergido: aparenta cierta invisibilidad. ¿Es lo espectral lo que se ve? ¿Lo oculto?

R. A.: Siempre me ha interesado esa espectralidad en varios sentidos. Porque el arte, lo que llamamos arte, es lo que se ha conservado, que es un fragmento mínimo de lo que hubiera podido ser. Todos sabemos que la vida no es solamente la realidad pragmática y empírica, sino también es el mundo de los deseos, el mundo de las devociones, el mundo del poder ser, de lo que hubiera podido ser. El famoso pensamiento mítico que está en tantas tradiciones, en tantos poemas, según el cual en el último segundo de nuestra vida hacemos un tipo de examen vertiginoso en el que entra todo, implica naturalmente que ese balance nunca podría ser exclusivamente sobre los gestos empíricos sino sobre todo lo que potencialmente ha podido ser nuestra vida. El arte ha podido dar unas mínimas respuestas a sus propias posibilidades, y a mí me interesa mucho el arte que ha sido concebido y no se ha podido realizar; el arte que ha sido pensamiento pero no acabado de concretarse en nuestra estructura lógica o lingüística; aquello que se ha hecho y ha sido destruido; aquello que uno mismo, después de hacerlo, ha destruido. Me interesa el arte como distintas sombras de una forma; es decir, cuando uno está pintando una forma, tiene que elegir entre distintas formas; y lo mismo sucede en la literatura: al elegir una estructura se hace entre distintas opciones. Pero potencialmente hay otras formas, otras derivaciones, tanto en la escritura de un texto corto, de un poema o de una narración larga. Es un continuo sucederse de encrucijadas en la que uno va tomando caminos y luego puede estar seguro o no de ese camino; pero una vez ha ido trazando las distintas elecciones advierte que siempre habría otra posibilidad. Ese carácter de sombra, ese carácter de espectro, este carácter fantasmático que rodea al arte me interesa mucho, porque es el que está relacionado con la propia esencia del arte: que dos y dos no son exactamente cuatro, y  la distancia más corta entre dos puntos no es necesariamente la recta.

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3 de diciembre de 2007
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II. 2. La montaña sumergida

Rafael Argullol: ¿Qué sucedería en caso de rasgar el velo de Isis, es decir, que accedamos al centro del laberinto? ¿Qué veríamos? Una respuesta mayoritaria es que nos vemos a nosotros mismos.

Delfín Agudelo: Entramos, posiblemente, bajo el hechizo del espejo. Una vez no me reconocí a mí mismo en un espejo, y me supuse otro. Implicó la separación absoluta de mi realidad. Buscamos el descentramiento, pero cuando lo vislumbramos, resulta tenebroso. Forma parte de la búsqueda. Siempre hay algo misterioso en la percepción de nuestra imagen frente a nuestra propia mirada.

R. A.: Esta podría ser una aproximación: nos vemos a nosotros mismos pero nos vemos de una manera completamente distinta a como generalmente nos podemos mirar en la vida cotidiana. Si nos vemos es a través de un profundo descentramiento; si nos vemos es después de un larguísimo peregrinaje; si nos vemos es viéndonos desde otro mirador completamente distinto que el de la vida cotidiana. Por tanto, creo que siempre estamos dando vueltas alrededor de ese centro. Podemos establecer una hipótesis acerca del habitante que sin duda somos nosotros mismos. Pero somos nosotros mismos descolocados, descentrados por completo con respecto a nuestra situación cotidiana, o lo que llamamos generalmente nuestra vida habitual. Por eso el arte es una punta del iceberg, tiene una cabecita que sobresale; pero lo que potencialmente pueda ser el arte -que siempre gira alrededor de esa pregunta, el centro del laberinto- es una montaña sumergida y espectral.  

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30 de noviembre de 2007
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II. El arte y sus espectros. 1. El velo de Isis

Rafael Argullol: El científico seguramente te dirá: "Puesto que nunca llegarás al centro o corazón del laberinto, no hace falta preguntarte por el centro o corazón del laberinto." Pero la obligación del artista es preguntarse por el centro. Preguntárselo no quiere decir ni que llegue ni que tenga una respuesta  sobre la naturaleza del corazón del laberinto.

Delfín Agudelo: Entremos en el laberinto. ¿Qué encontraremos en su centro, en su corazón?

Rafael Argullol: Esto es una cuestión de imposible respuesta porque en definitiva lo que ha hecho el arte a lo largo de la historia es ir trazando círculos concéntricos alrededor de un centro. El arte prácticamente está basado en una especie de doble dinámica; por un lado una dinámica incursiva en que uno va siguiendo los círculos, intentando aproximarse a ese corazón, a ese centro; y por otro lado una dinámica de excursión, en que uno se siente expulsado de ese centro y retorna de alguna manera a las periferias. Una dinámica entre centros y periferias. Yo creo que todo el arte no deja de ser un tejido entre esos centros y estas periferias, entre esas incursiones y esas excursiones. Pero de todos modos hubo una época en que había una metáfora privilegiada en la poesía europea acerca de esa pregunta-sobre el centro del laberinto-, que se da a finales del siglo XVIII y a comienzos del XIX, en la Ilustración, en el primer Romanticismo. Esa pregunta se tradujo con la metáfora de "El velo de Isis". El "velo de Isis", de la diosa egipcia de la sabiduría, era algo así como una pregunta acerca de si era conveniente correr o no, rasgar o no el velo que oculta a Isis. Hubo dos bandos en la poesía europea; unos decían que no era prudente rasgarlo, como por ejemplo Schiller, mientras que Novalis creía que era necesario. Goethe, al contrario, se quedaba en una posición intermedia: había que rasgar pero con prudencia. Una vez formulada esta metáfora y esta toma de posición de dos grandes bandos, se hacía la ulterior pregunta: en caso de que nosotros rasguemos el velo de Isis, es decir, que accedamos al centro del laberinto, ¿qué es lo que vemos? Ahí también había diversos bandos respecto a qué es lo que vemos en el centro mismo del enigma. Y una respuesta mayoritaria era que nos vemos a nosotros mismos.  

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29 de noviembre de 2007
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Nuestros regalos al Cosmos

El periodista norteamericano Alan Weisman ha publicado recientemente un libro, El mundo sin nosotros, que plantea la ocurrencia apocalíptica de preguntarse qué pasaría en nuestro planeta si un día los seres humanos desapareciéramos de él. Weisman no aclara el motivo de la desaparición pero tras consultar durante años a un buen número de expertos -científicos, ingenieros, arquitectos- construye una fenomenal trama de suspense póstumo que viene a ser una especie de Apocalipsis de San Juan laico y sin dioses a la vista. En esta ficción más o menos documentada científicamente los ángeles exterminadores somos los mismos hombres o, más propiamente, puesto que nosotros ya hemos desaparecido, los artefactos tecnológicos que los hombres hemos creado. 

La técnica narrativa de Weisman recuerda un poco, también, al Apocalipsis. No hay trompetas que suenen, jinetes que cabalguen o sellos que se rasguen pero, como contrapartida, hay un uso del calendario tan abrumador como el que hallamos en el texto visionario de Juan de Patmos. Según Weisman, sin el cuidado y mantenimientos humanos, el programa del gran caos está cantado.

Así, por ejemplo, a los dos días de la extinción de seres humanos, los metros de las ciudades se inundarían por falta de bombeo, o al menos esto, se augura, sucedería en el de Nueva York. A los siete días ya empezarían los problemas de los sistemas de refrigeración de las centrales nucleares. Un año después éstas estarían provocando explosiones e incendios en todo el planeta. A los tres años se hundirían muchas carreteras e infraestructuras y a los veinte años el Canal de Panamá quedaría de nuevo cerrado. Los puentes de hierro más resistentes tardarían 300 años en caer. A los 500 años las ciudades se asemejarían a selvas llenas de pequeños depredadores.

/upload/fotos/blogs_entradas/el_mundo_sin_nosotros_1_med.bmpDe este modo van sonando las invisibles trompetas mientras, uno tras otro, se rasgan los sellos. Pero Alan Weisman y los especialistas por él consultados no se conforman con las provisiones a corto plazo. En El mundo sin nosotros se nos cuenta qué pasaría a los 100.000 años, al billón de años, a los cinco billones de años de nuestra extinción. Y nada de lo que pasa es particularmente alegre pero sí significativo de lo que nos rodea ya hoy, cuando todavía no nos hemos esfumado. 

Tras leer el ensayo de Weisman la primera conclusión es que nuestra capacidad para convertirnos en los ángeles exterminadores de nuestro propio planeta es muy reciente. Todos los artefactos tecnológicos que contribuyen al asentamiento del gran caos han sido concebidos en los dos últimos siglos. Dicho de otro modo: ningún Weisman hubiera podido escribir un libro semejante hasta el siglo XIX, aunque para hacerlo de una manera tan afilada sin duda habría debido aguardar a las postrimerías del XX. En únicamente dos siglos el hombre ha preparado su arsenal apocalíptico, de modo que ya no requiere la presencia de los dioses o de las catástrofes naturales para imaginar tremendos cataclismos en el mundo que habita (o, en la hipótesis de Weisman, que ha dejado de habitar). 

En esta tesitura he intentado averiguar qué quedaría de nosotros, si es que quedaría algo. A medida en que leía las páginas del libro me iba preguntado: ¿dejaremos algo, tras nuestra marcha, alguna huella, algún prestigio? Durante buena parte del trayecto he perdido la esperanza de que dejáramos algo en medio de tanta demolición. Las cosas iban tan mal dadas que resultaba imposible que legáramos nada a unos futuros visitantes que se interesaran por lo que había sido la vida en la Tierra. 

Luego he visto que algo sí regalaríamos al cosmos como testimonio de nuestra remota presencia ¿qué sobrevivirá a los siete millones de años de nuestra extinción? De acuerdo con el libro de Weisman, el plástico ¿El plástico? Sí, el plástico, dunas de plástico deslizándose de aquí para allá, como viscosos monarcas de la Tierra. Donde había habido templos y palacios, donde había habido ciudades ahora brillarán largas cordilleras de plástico. 

Esto era muy decepcionante ¿Para esto los hombres de tantas épocas habían creado tantas obras bellas? ¿Qué pensarían de nosotros en caso de llegar los futuros visitantes? Nos difamarían por todo el universo: ¿qué asco de civilización tenían estos que han ensuciado su propia casa con criaturas tan repulsivas? Y tendrían razón. 

Con todo, al repasar lo que ocurría, sin nosotros, a los diez millones de años tuve un pequeño consuelo al enterarme que las esculturas de bronce aún serían reconocibles. Algo se salvaría de nuestra dignidad si en el laberinto de plástico sobrevivían tenazmente los guerreros de Riace, el David de Donatello, el Perseo de Cellini, las Puertas del Paraíso. Los visitantes mejorarían, a no dudarlo, su opinión sobre nosotros. 

Sin embargo, junto al plástico y las esculturas de bronce, haremos un tercer regalo al cosmos, el más perdurable. Respecto a él Weisman es contundente; a las cinco billones de años de nuestra desaparición continuarían viajando las ondas de radio y televisión. Nuestras emisiones, aunque troceadas y fragmentadas, continuarían viajando eternamente, o casi. ¡Vaya regalo envenenado! 

Es verdad que podemos deleitar a nuestros visitantes con un trozo de una sonata de Beethoven o con el fragmento de un fotograma en el que aparezca Rita Hayworth; quizá incluso podremos reírnos de ellos con algún detalle de la voz de Orson Welles en La guerra de los mundos. Pero ¿qué pasará cuando vean, aunque sea fugazmente, nuestra basura televisiva o cuando escuchen el tono de nuestras tertulias radiofónicas? 

Preferirán el plástico, que al menos es silencioso.

Artículo publicado en: El País, noviembre de 2007.

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28 de noviembre de 2007
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El lenguaje del insomnio. Mapa de preguntas VIII

Delfín Agudelo: Quien se interesa en el arte camina acompañado de alguien más, haciéndose las preguntas que ya se han hecho, pero no por esto contestado. El arte es el consuelo de que no estamos solos, de que no somos los únicos en sentir esto o aquello: consuelo o maldición, es un preguntarse acompañado.

Rafael Argullol: Exacto. Por ejemplo la historia de la poesía o de la literatura sería un mapa de las preguntas. Y pienso que ésta es la gran diferencia entre las aspiraciones de la ciencia y del arte. La ciencia aspira a contestar las preguntas; y aquellas preguntas a las que no aspira a contestar, procura no hacérselas. A mí me gusta mucho seguir la información científica, sin ser un científico, pero me frustra el límite de esas preguntas. Nosotros los no-científicos siempre desearíamos que el científico se preguntara aquellas cosas que la ciencia dice que no tiene que preguntarse. Por ejemplo, el por qué del Big Bang, cuál fue la causa, qué hubo antes -si es que hubo un antes-; entonces ellos te dicen que eso no hay que preguntárselo, porque no podemos contestarlo. O te dicen cosas que ahora están mucho más de moda, como por ejemplo el otro día leí una información que apuntaba que nuestras actividades y conductas sexuales no son para nada libres sino que están determinadas por los genes, por el hipotálamo, etc., esas cosas que a los neurobiólogos les gusta tanto contar. Todo estaba muy bien,  prácticamente se llegaba a un determinismo absoluto: el hipotálamo en un momento determinado enviaba dos mil neuronas que iban al ataque a partir de la pubertad. Y mira que todo eso se concretaría en el deseo, todo estaba muy bien. Pero desearíamos preguntarle al científico por qué esas neuronas las lanzamos al ataque con esa  mujer y no con esa otra, y por qué en ese momento y no en este otro.

La ciencia, que goza de tanto prestigio en nuestra época, tiene siempre algo muy frustrante y es que se auto-reprime determinadas preguntas que el arte no se ha auto-reprimido, porque el arte ha partido de que lo suyo no son las respuestas. No hay que refrenarse en las preguntas. Cuando yo estoy en el umbral del laberinto, y voy a decir: "Entro en el laberinto", no tengo por qué refrenarme en las preguntas. Yo las haré todas. Y si me encuentro al Minotauro en el corazón del laberinto, voy a preguntarle por su condición. En cambio el científico seguramente te dirá "Nunca llegarás al centro o corazón del laberinto, entonces no hace falta preguntarte por el centro o corazón del laberinto." Pero la obligación del artista es preguntarse por el centro. No obstante, preguntárselo no quiere decir ni que llegue ni que tenga una respuesta  sobre la naturaleza del corazón del laberinto.

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27 de noviembre de 2007
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El lenguaje del insomnio. Lugares fronterizos VII

Delfín Agudelo: Es entonces ver la puerta del laberinto, reconocerla como tal, pero no lograr entrar en él. Me recuerda la escena de Eneas que, antes de entrar en el Inframundo, encuentra una representación del laberinto de Creta en su puerta. Una analogía válida en la medida en que es en el estado insomne cuando vienen los fantasmas. El lugar del fantasma es el lugar del infierno, tortuoso, difícilmente soportable.

Rafael Argullol: Por eso la angustia del insomnio es extrema. En parte nosotros hemos inventado el arte frente a la angustia del insomnio; es decir, frente a la angustia de los lugares fronterizos. Porque el arte nos otorga una relación parecida a la de Eneas cuando ve el mapa del infierno. El arte trabaja con materia fronteriza, trabaja con materia que en parte forma parte de nuestra razón de vigilia y en parte es puramente onírica, es materia mezclada. Pero el arte es una defensa mayor que lo que podemos tener en el estado de insomnio porque el arte tiene sus propios mapas. Nadie, ningún artista, ningún escritor, ningún poeta se ha enfrentado puramente a lo que sería ese lugar fronterizo porque cada uno de ellos goza del mapa que tenía Eneas. ¿Qué es ese mapa? Ese mapa es la propia historia del arte, la historia de la poesía, la historia del lenguaje poético. Cuando tú te enfrentas a la frontera de lo erótico, de lo sexual, de lo místico, de lo religioso, no te enfrentas por primera vez y completamente solo: te enfrentas como Eneas, pudiendo ver un mapa, gozando de un mapa. Este mapa es la experiencia humana común ante esa frontera, ante esa inquietud. Por eso el arte es entrar en el laberinto pero dejando de alguna manera una especie de hilo; o entrar estando conectados a un hilo, aunque sea invisible y muy ligero, que es el hilo de la propia historia humana que se refleja a través de la historia del arte. Uno puede llegar a zonas muy extremas y radicales, pero ni está completamente solo ni es el primero en llegar a ellas. Éste es uno de los grandes valores simbólicos del arte. Una vez dentro te planteas, por ejemplo, el finis terrae de la vida, la pregunta sobre la existencia, el significado de las cosas, el qué haces aquí, por qué vale la pena o no; pero no eres el primero que se hace estas preguntas. No solamente no eres el primero sino ya tienes una cartografía, unos planos, unos mapas de todos aquellos que ya se han hecho esa pregunta. Desde luego no tienes un mapa de las respuestas, porque no las hay. Tienes un mapa de las preguntas.

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26 de noviembre de 2007
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Conversaciones. El lenguaje del insomnio VI

Delfín Agudelo: A pesar de estar postrado en cama, el insomnio es tremendamente fatigante. No hay movimiento, pero el cuerpo al día siguiente atestigua el estado de confusión mental. Es como en el sueño, en el que no encuentras un equilibrio entre lo soñado y el tiempo transcurrido, con la diferencia de que en el caso del insomnio el cuerpo, a la mañana siguiente, evidencia ese supuesto largo tiempo transcurrido, que es precisamente el que te toma para salir definitivamente del insomnio.

Rafael Argullol: Por eso es tan extremadamente inquietante y creativo. Acelera mucho tus sensaciones, incluso corporales. Si uno se fija, en el estado del insomnio los latidos del corazón van más rápido. Así como es muy probable que en el estado de duermevela los latidos sean lentos, porque se trata de una especie de semi-nirvana en el que uno cae y que en todos los refranes de todas las lenguas está vinculado a un estar "colgado", estar "en Babia", estar "en los cerros de Úbeda", estar en algún lugar que te quedas con la conciencia suspendida. Estás como dormido pero estás despierto. En ese momento los latidos van más lentos, porque te quedas apaciguado. Tú mismo bajas las defensas, y al bajarlas los latidos y los ritmos del cuerpo disminuyen. Sin embargo, en el insomnio tú no bajas voluntariamente las defensas, estás desarmado porque te has visto obligado a sentirte desarmado pero tú no las has bajado, estás en lucha. Aceleramos los movimientos del cuerpo, sobre todo guiados por los latidos. Damos vueltas en la cama, necesitamos levantarnos y caminar de arriba abajo: el cuerpo se pone hiperactivo. En ese estado de aceleración del cuerpo que podríamos hacer equiparable a la toma de determinadas drogas, drogas activas, no drogas pasivas (el opio es la droga pasiva por excelencia), todo se acelera y entonces también se acelera la actividad neuronal, la actividad cerebral.

D.A.: Dado su carácter de lugar fronterizo, no todo el mundo puede hablar de él; sin embargo, todos estamos sujetos al insomnio, tanto los niños como los viejos. Es un momento aterradoramente íntimo del cual nadie escapa.

R.A.: Este estado fronterizo nos acompaña de nacimiento a muerte, desde la cuna a la tumba. Los viejos con frecuencia te dicen que tienen insomnio, que no pueden dormir por la noche. Y en los niños se produce también el insomnio mucho antes de que exista un estado llamado con dicho nombre. En todas las edades del hombre el insomnio forma parte de nuestra condición en el umbral del laberinto. Seguramente para el niño estar en el umbral del laberinto es el inquietante reconocimiento de lo que nosotros llamamos vida. Y para el viejo estar en el umbral es el inquietante reconocimiento de lo que llamamos muerte. Cuando estamos en la plena actividad de la vigilia, mantenemos alejada esta percepción porque la plena actividad de la vigilia finalmente nos lleva a una condición pragmática: estamos muy ocupados en cosas singulares, particulares, inmediatas. Si estamos en el sueño, estamos a merced de esas otras leyes en las cuales nosotros apenas podemos intervenir. Yo siempre he creído que el sueño nos toma a nosotros. Sería más apropiado decir que el sueño nos sueña que nosotros soñamos. Porque estamos en una actitud completamente pasiva, en la que no podemos hacer nada. En el estado de vigilia estamos en una actitud activa en la que, como vamos eligiendo, descartamos todo aquello que resulte peligroso. No obstante en el estado del insomnio estamos en una actitud que en parte es activa y en parte es pasiva. En cada época de la vida se nos va informando de ese laberinto que tenemos delante. El laberinto no es siempre el mismo. Éste va variando de acuerdo con nuestra propia variación en la vida.

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23 de noviembre de 2007
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Conversaciones. El lenguaje del insomnio V

Delfín Agudelo: Las personas nunca dicen: "sufro de insomnio"; dicen: "me cuesta dormir". El reconocimiento del insomnio es tanto una debilidad como estar en un no-lugar. El estado del insomnio siempre está acompañado del silencio de su experiencia, en la medida en que no logramos entrar lógicamente en él. Sin embargo, sí creemos contar con las herramientas lógicas para contar los sueños, y muchos de estos son verdaderamente inefables.

Rafael Argullol: Es que el insomnio forma parte de los lugares fronterizos, de los cuales hablamos muy poco. Es posible que algunos teóricos se hayan llenado la boca con la frontera pero en la vida cotidiana hablamos muy poco de los lugares fronterizos. Hablamos más de los lugares extremos que de los lugares fronterizos. Nuestra cultura es una cultura suficientemente escabrosa para tocar todos los temas aparentemente más extremos. Sin embargo los lugares realmente inquietantes son los fronterizos. Tengo un amigo mexicano que odia los sueños, porque no sin cierta razón dice que la distinción entre sueño y pesadilla es una distinción muy relativa, porque siempre que sueña tiene pesadillas; y que nunca ha entendido muy bien por qué se ha podido utilizar "sueño" en un sentido elogioso o afirmativo porque los sueños, dado que nosotros estamos preparados y educados para movernos de manera distinta, son como mínimo inquietantes y turbadores. Incluso lo que llamamos buenos sueños son turbadores, por esto él odia los sueños. Pero en cambio él dice que nunca ha tenido insomnio: o duerme o sueña, y cuando sueña no le gusta en absoluto. Prefiere lo que podríamos llamar "el dormir negro". Claro, yo reconozco muchos casos envidiables del "dormir negro", que sería dormir ocho horas en una pantalla negra. Supongo que les sucede a algunas personas, pero a mí no: para mí la pantalla siempre ha estado muy animada. En parte esto explica por qué el insomnio es visto como una debilidad o una enfermedad, o como un estado de extremado desasosiego como para compartirlo. Y es allí donde se da un lugar fronterizo genuino del cual ni siquiera los teóricos de los lugares fronterizos han hablado demasiado.

Estamos entre dos universos. Incluso podría ser que estuviéramos entre dos universos en el sentido astronómico del término, porque ahora hay cosmólogos y astrofísicos que defienden la simultaneidad del universo, que vivimos inmersos en una simultaneidad de universos entre los cuales nosotros solo estamos en condiciones sensoriales de captar uno, que es lo que llamamos consciencia de vigilia. El sueño y sus leyes bien podrían ser nuestro acceso a otro universo, o el acceso de otro universo a nosotros, como queramos verlo. Sería un universo planteado a través de leyes completamente distintas a las que normalmente aceptamos. El estado de insomnio sería, como buen lugar fronterizo, un estado de entrada y salida, un estado de acceso y de huída al mismo tiempo.

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22 de noviembre de 2007
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Conversaciones. El lenguaje del insomnio IV

Delfín Agudelo: En esa medida podríamos afirmar que estar insomne es entrar en un laberinto. Hay movimiento pero no hay ninguna lógica que te permita tomar una decisión. Entras a un espacio en apariencia desordenado, tienes la conciencia de estar habitando ese espacio, pero careces de herramientas para poder establecer tu Norte o Sur. 

Rafael Argullol: Pienso que si hacemos esta comparación, si el tiempo del estado de vigilia es un tiempo lineal, basado en el presente, pasado, futuro y en las coordenadas espacio-temporales que habitualmente aceptamos, lo que sería un tiempo completamente laberíntico sería el tiempo del sueño. El tiempo del sueño rompe por completo nuestras coordenadas de espacio, de tiempo y de causalidad y nos introduce en un laberinto lógico y lingüístico. En un sueño no solamente no sabemos por qué suceden las cosas, sino que tampoco sabemos por qué se producen o presentan determinados paisajes, y por qué se mezclan de esa manera tan desaforada los tiempos históricos de nuestra experiencia. Por lo tanto, diría que hay un tiempo lineal que es el de vigilia; un tiempo laberíntico que es el del sueño; y el del insomnio sería un estado del cual se ha debatido muy poco, que sería estar en la puerta del laberinto. Es decir, cuando estamos en el insomnio es como si tuviéramos un pie fuera del laberinto, y un pie dentro. Estamos en una situación intermedia y en parte participamos de las leyes del estado de vigilia y en parte participamos de las leyes del estado laberíntico, del estado del sueño. Eso es lo que ha convertido de alguna manera el insomnio en un tabú. No es algo de lo que guste mucho hablar. Se habla en cierto lenguaje médico, se habla por parte de algunos escritores, de algunos artistas, pero el hombre en su vida cotidiana habla relativamente poco del insomnio. Nos hemos comunicado muy poco acerca de lo que sucede en el estado del insomnio. En teoría nos comunicamos en la vigilia, a veces nos hemos explicado sueños, pero en cambio nos hemos intercomunicado muy poco acerca de lo que nos sucede en el estado del insomnio, de lo que nos sucede cuando tenemos un pie dentro y un pie fuera del laberinto.

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21 de noviembre de 2007
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Conversaciones. El lenguaje del insomnio III

Delfín Agudelo: Sin lugar a dudas, la experiencia en este caso precede al acto de escritura. El ser experimentado implica que tienes experiencia; pero, ¿qué debe hacer el escritor o poeta con esa experiencia? ¿Cómo debe usarla como materia prima de su creación?

Rafael Argullol: El poeta o el escritor es un taxidermista: diseca emociones. Por eso tiene que ser un hombre que establezca estrategias. En la cultura occidental siempre hemos tenido grandes equívocos pensando que el artista o el poeta es el hombre más sensible, y eso no es verdad: el hombre más sensible es el hombre más sensible. Pero el hombre más sensible que convierte la sensación en poesía o en literatura de alguna manera comete un crimen contra la sensación. Tiene que armarse de cautela, armarse de frialdad, armarse de argumento, armarse de lenguaje para enfrentarse a esa sensación, porque la sensación en estado puro es inexpresable. Ocurre lo mismo con el lenguaje del sueño y con el lenguaje del insomnio. El lenguaje del sueño es nítido: tenemos un sueño, nos despertamos. Tenemos este recuerdo más o menos vaporoso del sueño. Puede que se mantenga o no, porque a veces sueños muy elaborados se disuelven al despertar. Pero supongamos que se recuerda, e incluso se recuerda con precisión. El recuerdo mismo del sueño ya es una racionalización de la propia experiencia del sueño, y allí interviene la frialdad de la estrategia de la razón. Y el insomnio, que no es solamente un estado que sufro sino que me interesa desde el punto de vista de la creación de la imaginación, nos introduce a esos estados intermedios que pueden sugerir expresiones, pero que son expresiones siempre inacabadas, siempre fragmentarias. Y por eso un buen método,  al menos para mí, ha sido dejar pistas que luego vas a recoger sabiendo que estás racionalizando y que estás reinterpretando. Pero toda la poesía y todo el arte es reinterpretación, porque todo el lenguaje es reinterpretación. El lenguaje puro sería el silencio.

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20 de noviembre de 2007
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