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Escrito por

Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

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Fuego, hielo

Rafael Argullol: Sí es un acto de vanidad pero también puede ser un acto más dignificado: puede ser un acto de amor propio.
Delfín Agudelo: Para legitimar o forjar este amor propio, el autor tiene dos opciones: que su escritura esté destinada al cajón, o destinada al estante de librería. El libro que sale del cajón debe aspirar a algo: de hecho, el texto que se cree literario debe tener alguna aspiración.
R. A: Un texto tiene que aspirar a ser el resultado de una gran verdad y una gran mentira. ¿Por qué tiene que ser una gran verdad? Porque tiene que partir de una radical experiencia propia. ¿Por qué una gran mentira? Porque tiene que aspirar a ser una construcción artística, y por tanto artificiosa, lo más rigurosa posible. Por un lado la verdad quema; por otro lado el artificio y la mentira son gélidos. Por lo tanto, un texto literario tiene que aspirar a ser hirviente y gélido al mismo tiempo, gran verdad y gran mentira. Y eso, donde se ve estupendamente, es en la literatura que ha tenido o quiere tener vocación directamente confesional o autobiográfica. Ahí vemos que el registro, el espectro es muy amplio. Un texto confesional, literario, que se queda en la gran verdad y en el fuego, es generalmente como un vómito que irá a parar a la papelera o al cajón, que no llega a publicarse. Saco las tripas, las entrañas de dentro, pero no las complemento con ninguna construcción distante, enfriadora, artificiosa. Esto es lo que podríamos llamar desde el punto de vista literario "Literatura Autobiográfica Suicida": desaparecerá, a pesar de ser una magnífica confesión. En la medida en que vas enfriando ese fuego, que vas añadiendo artificio a esa verdad, llegarás a construcciones que son cada vez más precisas. Hay escritos supuestamente confesionales que creo que han pasado por tantos filtros de construcción artificiosa, artística, que la verdad primera queda extremadamente reelaborada. Lo ideal, evidentemente, es el equilibrio entre la gran verdad y la gran mentira, entre ese fuego y ese hielo.
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7 de enero de 2008
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Amor propio, dolor propio

Retrato de Robert Louis Stevenson, fotografía tomada por Samuel Lloyd OsbourneRafael Argullol: El acto de escribir es una gran escenografía, aunque sea muy íntima y aparentemente solitaria, en la que entran en juego la representación de muchos roles y personajes distintos.

Delfín Agudelo: ¿Es acaso la escritura un acto de vanidad, debido a su completo encerramiento por parte del escritor—nada existe fuera de él?

R.A.: Es un acto de vanidad, es un acto de desespero, es un acto de supervivencia, es un acto de trascendencia implícita, es un acto de amor propio. Y es un acto de masoquismo, de dolor propio. Es un acto que implica muchas actitudes psicológicas al mismo tiempo, incluso extremas: uno escribe porque siente en un momento determinado un desamparo respecto al mundo y a la vida, uno escribe porque no es capaz de enfrentarse a la vida, o incluso por un superávit de vida, que es como me gusta más la escritura. Si tuviera que hacer una clasificación de escritores —que no haré de una manera canónica—, tomaría esta frontera imposible de averiguar: qué literatura parte del superávit de vida y cuál del déficit de vida. En los dos casos encontraríamos ejemplos muy valiosos. Típico ejemplo extraordinario de literatura que parte del déficit de vida es por ejemplo Borges; otro ejemplo extraordinario es Nietzsche, dos extraordinarios escritores desde este punto de vista. Sin embargo, Joseph Conrad o Stevenson parecen escribir desde el superávit de vida. ¿Implica alguno de los dos mayor vanidad o desesperación? No lo sé porque los fuegos pueden estar cruzados: es muy probable que Borges, que fue un hombre infeliz, y Nietzsche que también fue un hombre infeliz, encontrara grandes momentos de felicidad en el acto de escribir. Y Sófocles, que se declaraba un hombre feliz y que toda la sociedad ateniense de su época lo tenía por feliz, era profundamente infeliz por tener que escribir sobre la falta de identidad de Edipo. Sí es un acto de vanidad pero también puede ser un acto más dignificado: puede ser un acto de amor propio.
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4 de enero de 2008
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El primer lector

René Magritte, "La reproduction interdite", 1937Rafael Argullol: El autor, aunque quiera llegar a comunicar lo más ampliamente posible, no tiene que doblegarse ni a las exigencias del mercado ni tan siquiera a las exigencias del hipotético lector.


Delfín Agudelo: En ese caso, la escritura sería completamente solitaria en la medida en que si ni siquiera se tiene en cuenta al hipotético lector, no se piensa en nadie más que él mismo. Sin embargo, el hipotético lector sería el escritor mismo; habría una separación, por decirlo de alguna manera. El creador es al mismo tiempo un lector.

R.A.: Como yo parto de la idea de que lo que llamamos nuestra identidad es una multiplicidad conformada por múltiples yoes, tantas veces contradictorios y opuestos entre sí, aventuraría que es muy posible que en el escritor, en el momento en que está escribiendo, una parte de su yo se dirija a otra parte de su yo, que incluye al lector. El escritor es también su lector. En ese sentido, evidentemente cuando se escribe, y se tiene ambición -que es lo opuesto a guardar el manuscrito en un cajón y no mostrarlo a nadie- hay un primer modelo para esa comunicación en el propio autor. Hay un primer lector dentro del propio autor, hay un primer distanciamiento y por lo tanto un primer vínculo comunicativo que está dentro del propio autor. Entonces el acto de escritura es un acto necesariamente solitario, pero quizá no tan tópicamente solitario como se acostumbra a decir si partimos de esa idea de la multiplicidad de yoes que entran en juego en el momento en que estás escribiendo. Estás escribiendo, hay un personaje que está escribiendo en ordenador o a mano, como es mi caso, que es alguien que está realizando una actividad física; hay otro personaje que le está poniendo trampas del lenguaje, trampas lingüísticas y lógicas a ese otro; hay otro personaje que es el que le está diciendo "Lo estás haciendo bien", "Lo estás haciendo mal", "Deberías ir por este camino o por este otro". Hay otro personaje que simplemente está negando rotundamente todo lo que el otro está escribiendo. Hay otro personaje en la representación que está diciendo todo lo que podría ser y no es. Y así.
El acto de escribir es una gran escenografía, aunque sea muy íntima y aparentemente solitaria, en la que entran en juego la representación de muchos roles y personajes distintos. Y entre estos roles, el del lector está claramente presente. Yo escribo dirigiéndome a alguien; ese alguien no necesariamente tiene que tener nombre y apellido, no tiene que ser el cliente de determinada editorial y tampoco necesariamente tiene que pertenecer a un grupo social o cultural. Pero ese alguien está presente en el acto de la escritura.
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3 de enero de 2008
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IV. Lo cósmico y lo cómico. Riesgo y verdad

Rafael Argullol: En el ámbito de la literatura, muchas veces la creación de estructuras artificiosas ahoga la propia creatividad. No defiendo la espontaneidad, porque cuanto más culto el escritor, mejor; pero en cuanto a escritor, nunca recibirá una instrucción literaria que le proporcione la escritura.

Delfín Agudelo: Las escuelas de creación literaria enseñan, entre otras cosas, aquello que se debe evitar. Esto implica necesariamente que hay un tipo de escritura preestablecido para cada género. Desde siempre se ha tendido a una fosilización de las estrategias, llegando así a callejones sin salida: se olvida de la innovación, produciendo pocas veces estrategias nuevas.

R.A.: Pienso que uno de los ejemplos de nuestra época es que se está viviendo una especie de resaca con respecto a lo que fue la vanguardia moderna. Es muy probable que en el último tercio del siglo XX hubiera una especie de hipertrofia del vanguardismo, y ahora nos dirigimos al lado contrario. Tengo la impresión de que en los focos de creación literaria de la actualidad se experimenta poco. Hay una cierta obediencia a mecanismos reguladores, como pueden ser la academia, las supuestas escuelas de creación literaria, y sobre todo el mercado editorial, que parece exigir un determinado tono a la literatura. Lo que es preocupante es que también tengo la impresión de que una gran mayoría de escritores asume ese tono monocorde que se le exige basado en la ley de la oferta y la demanda, mientras que en el último tercio del siglo XX parecía que el escritor sólo podía ser rabiosamente vanguardista. Ahora parece que se hubiera impuesto pendularmente un movimiento de índole conservadora que hace que el escritor experimente muy poco. Recuerdo un ejemplo que en su momento resultaba llamativo: el libro de un crítico italiano titulado Kafka o Thomas Mann. El autor evidentemente se inclinaba por Kafka. Actualmente parece que las opciones se han vuelto más conservadoras cuando yo creo que lo auténticamente deseable es Kafka y Thomas Mann: por un lado hacer una literatura inteligible que tenga como ambición llegar a un público lo más amplio posible, pero al mismo tiempo que sea una literatura que se exija continuamente a sí misma un rigor, una experimentación y se exija algo que a mí me parece imprescindible, y es que el autor, aunque quiera llegar a comunicar lo más ampliamente posible, no tiene que doblegarse ni a las exigencias del mercado ni tan siquiera a las exigencias del hipotético lector. El pequeño prefacio de Montaigne a sus Ensayos es claro: dice que se investigará a sí mismo pero que el lector no espere que se esté doblegando servilmente a lo que él desearía. Ya mucho más radical fue en el siglo XIX Baudelaire, cuando se refirió al hipócrita lector, que no dejaba de ser una fórmula provocadora. El autor tiene que buscar la comunicación pero creo que nunca se ha superado la fórmula tradicional de que el lector sobre todo tiene que buscar su propia verdad. No la verdad, en abstracto, sino su propia verdad, su propia sinceridad, o, si se quiere, su propia mentira auténtica, siendo algo que le sea radicalmente propio, sin ceder a la presión exterior y eso exige sin duda un gran grado de experimentación y de riesgo. La literatura tiene que ser riesgo necesariamente, el arte tiene que ser riesgo si quiere implicar esa dosis central de verdad.
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2 de enero de 2008
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Nuestro hombre en La Meca

A principios de mayo de 1806 tuvo lugar en Alejandría un encuentro memorable y en más de un sentido cómico: al escritor francés F. de Chateaubriand, que estaba en la ciudad egipcia camino de Jerusalén, última etapa de su Itinéraire, se reunió con un príncipe abasí que ante su gran sorpresa demostró conocer muy bien su obra. Chateaubriand se mostró encantado de que su celebridad, tras cruzar Europa, hubiera alcanzado Oriente y así lo apuntó en sus notas de viaje: “En Alejandría tuve uno de esos pequeños gozos de amor propio que tanto halagan a los escritores. Un rico turco, viajero y astrónomo, llamado Alí Bey el Abasí, había oído mi nombre y pretendía conocer mis obras. Le fui a hacer una visita con el cónsul. Cuando me vio, gritó: ¡Ah, mi querido Atala y mi querida René! En aquel momento, Alí Bey me pareció descender del gran Saladito. Pensé que era el turco más sabio y educado que existía en el mundo”.

Únicamente tras su regreso a Francia Chateaubriand supo que su vanidad le había ayudado a confundirse. El hombre que con tanta familiaridad había tratado a sus personajes literarios no era en absoluto el que simulaba ser. El magnánimo e ilustrado príncipe abasí no tenía nada de príncipe abasí. Tampoco era rico, turco o astrónomo, aunque viajero sí era, y extraordinario. El príncipe abasí era en realidad Domingo Badía y Leblich, un hombre nacido en Barcelona en 1767 y que, pese a sus denodados esfuerzos, nunca alcanzó una posición económica desahogada.

Sin embargo, la suculenta confusión que sufrió Chateaubriand nos informa muy bien sobre las dotes para el camuflaje de nuestro Domingo Badía, o Alí Bey, uno de los mayores aventureros de esta magnífica época de aventureros que es la transición entre la Ilustración y el Romanticismo, tiempo tutelado, no lo olvidemos, por el tragicómico genio aventuresco de Napoleón Bonaparte, a quien, por cierto,Domènec Badia i Leblich-Ali Bey Badía conoció personalmente. Quien quiera sumergirse en la proteica personalidad de éste, así como en el mundo que le rodeaba, debe leer el estudio definitivo recientemente publicado por Patricia Almarcegui, Alí Bey y los viajeros europeos a Oriente, un libro ejemplar para reconocer los nexos entre descubrimiento y cultura.

Lo más fascinante de la biografía de Alí Bey es la multitud de vidas que puede abarcar un hombre a lo largo de su existencia. Badía, en buena parte autodidacta y siempre rozando la pobreza, es alguien que parece necesitar una continua metamorfosis para sobrevivir en un escenario cuyos márgenes le resultan permanentemente estrechos. Quiere ser político, diplomático, espía, geómetra, conspirador, cartógrafo de las estrellas y una docena de profesiones más, sin ver en absoluto la menor contradicción entre sus distintos oficios. Expresa una ambición que no acaba de conformarse con ninguna de las ambiciones particulares que acostumbran a guiar las energías de los seres humanos, y así su destino es ir de aquí para allá, nunca cristalizando en ningún lugar, nunca aceptado definitivamente por ningún medio.

Badía se mueve entre militares, sin tener para nada espíritu militar; malvive entre burócratas mientras odia el sedentarismo; se ve obligado a tareas diplomáticas con poca comprensión del verdadero objetivo de la diplomacia; está ávido de conocimientos pero sin apoyos sólidos en los círculos académicos; tiene que mantener una familia a la que contempla desde las sucesivas lejanías; sueña con grandes proyectos, en los que incluso consigue inmiscuir a hombres de enorme poder, como el ministro Godoy o el rey José Bonaparte, sin llevar a la práctica ninguno de ellos, forma parte de una clase social y aparentemente también de la contraria.

No hay duda que a Badía le iba muy bien llamarse así mismo Alí Bey, y a Alí Bey recordar de tanto en tanto a Badía. Impresiona su capacidad de ósmosis. El europeo puede hacerse africano y asiático antes de volver a ser europeo. Lo que es posible realizar con los continentes y las civilizaciones también lo es con patrias e identidades: a Badía parece importarle muy poco ser cristiano o musulmán, español, afrancesado o directamente francés. Aquello que para algunos es motivo de experiencia puesto que el hombre salta naturalmente de una vida a otra.

En consecuencia Domingo Badía tenía la madera necesaria para ser el viajero excepcional que fue, la única de sus facetas que adivinó Chateaubriand en el encuentro memorable de Alejandría. La parte más emocionante de la biografía de Badía, minuciosamente reconstruida por Patricia Almarcegui en su libro, se refiere siempre a los viajes: a las descomunales ensoñaciones de un gran fantasioso y, con justicia, a las audaces realizaciones de algunos de los sueños.

Badía, ya Alí Bey, nunca llegará a las profundidades del interior de África, como había previsto, pero conocerá con envidiable detalle la vida de Marruecos y de otros lugares del norte africano. Desplazado hacia oriente culminará su peligrosa aventura en La Meca, uno de los primeros europeos en entrar en la vedada ciudad santa musulmana. En este punto es donde Badía alcanza su camuflaje máximo: un barcelonés transformado en príncipe abasí, un cristiano metamorfoseado en creyente musulmán, alguien que, por fin, llegaba al otro extremo de sí mismo.

De vuelta a Europa, primero a España y luego a Francia, en medio de turbulencias sin fin, Domingo Badía consigue llevar a término el mayor proyecto de su vida que es, en definitiva, la publicación de su obra. En julio de 1814 aparece, en francés e impreso en París, su Viajes de Alí Bey el Abbassi por África y Asia durante los años 1803, 1804, 1805, 1806 y 1807, una obra en tres volúmenes acompañada de un cuarto, el Atlas, que reproducía las láminas y mapas compuestos durante la travesía. Alí Bey, alias Badía, o viceversa, había escrito una obra maestra de la literatura de viajes.

Desde el olvido actual resulta elocuente el éxito de esta obra, que fue inmediatamente traducida a las principales lenguas europeas si bien Badía no vio en vida una versión de su libro en español. Gracias a este éxito Alí Bey gozó de cierto crédito en los ambientes científicos y en las sociedades geográficas, lo cual no eliminó sus permanentes estrecheces económicas. Siguió malviviendo en París siempre atento a proyectos poco asumibles y a conexiones políticas de dudosa eficacia. En cualquier caso el viajero, pese a la magnitud de la obra escrita, sentía que algo permanecía incompleto.

Faltaba el episodio más conmovedor, al final de su biografía: el segundo viaje a oriente. Badía era demasiado viejo, llegaba demasiado tarde y llevaba sobre sus espaldas demasiados fracasos. La muerte en Jordania, de ser cierta la crónica que la relata, parece la adecuada al hombre. “La caravana partió el 31 de agosto de 1818 hacia Galát al Balgā. A medianoche anunció que se estaba muriendo y, quitándose el anillo del dedo, se lo dio a sus criados. Badia les dio su último adiós y mandó que le cerraran la litera sobre la que yacía. Dos horas antes del amanecer abrieron sus cortinas y lo encontraron muerto”.

 

Publicado en El País, 12/12/2007

 

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28 de diciembre de 2007
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El francotirador

René Magritte, Rafael Argullol: Un escritor sale porque a determinada edad, generalmente muy joven, tiene la ilusión de ser escritor, luego se lanza al mundo, a la literatura; pero no porque vaya a un taller creativo de escritura.


Delfín Agudelo: Los cursos de escritura creativa se dedican a enseñar qué reglas se deben cumplir, lo que podríamos llamar el aspecto técnico. Pero la literatura como tal...


R.A.: La literatura nunca se ha enseñado. Si recurrimos a ejemplos clásicos de la edad media o del mundo antiguo, vemos que no se enseñaba literatura, sino las distintas artes del conocimiento: la retórica, la oratoria, la gramática, pero nunca se ha podido enseñar el ser escritor. Esto no se puede enseñar, es algo para lo cual el que pretende ser escritor tiene que tener muy claro que es algo que significa ser un francotirador; significa ser alguien que de alguna manera se lanza al desierto, al monte, a la ciudad, donde quiera, pero solo. El escritor en cuanto a escritor es un autodidacta. Puede ser un hombre cultísimo en muchísimas cosas, y eso sí se le puede enseñar. Pero en cuanto a escritor es un francotirador y un autodidacta. Nunca podrá haber facultades de literatura, de la misma manera que no puede haber facultades de pintura o de escultura. Se pueden enseñar técnicas de concepción de algo, pero lo otro es completamente al margen, y muchas veces, en el caso de la literatura, la creación de estas estructuras artificiosas ahoga la propia creatividad. No defiendo la espontaneidad, porque cuanto más culto el escritor, mejor; pero en cuanto a escritor, nunca recibirá una instrucción literaria que le proporcione la escritura.
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27 de diciembre de 2007
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La educación sensorial

Teoría literariaRafael Argullol: Los malos profesores y malas facultades enseñan una filosofía que está más allá de todas las pasiones. Y los malos artistas creen que el arte está más allá de toda idea, o que tiene que prescindir de las ideas.

Delfín Agudelo: ¿Pero están acaso en imposible diálogo la academia con el quehacer creativo literario? Muchos estudiantes ingresan a facultades de humanidades o carreras de literatura porque quieren aprender a escribir literatura. No su análisis, sino la materia propiamente dicha. Con una buena directriz, pienso que esto es posible. Pero también lo es que un joven escritor naufrague en los mares de la crítica y del análisis comparativo.

R.A.: Yo, desde luego, nunca le recomendaría la facultad de humanidades a un aprendiz de escritor o a todo adolescente que le fascinara la idea de llegar a ser escritor. Siempre recomendaría estudiar medicina, o biología, o mineralogía, o geografía; es decir, algo que tuviera que ver con la sensorialidad del mundo. La escritura ya surgiría de ahí. En general, tal como están concebidas las humanidades, son auténticas fábricas para alejar a un adolescente que esté bien dotado de la escritura porque son como fábricas que cultivan la abstracción y un alejamiento de la vida, de los conocimientos actuales. A mi modo de ver, esto es muy peligroso. Los estudios en estas condiciones alejan al estudiante, justifican su propio egotismo y solipsismo, su propia endogamia. Una vez estudiadas las cosas del mundo, sí que haría una especie de estudios especiales, raros, de humanidades. Pero lo haría después, como consecuencia del contacto entre lo físico y lo sensorial. A partir de ahí, te podrías enfrentar con cosas más vinculadas a las humanidades.

D.A.: Así que la educación sensorial no podría venir del estudio académico de la literatura.

R. A.: Es por lo que te decía al principio: la literatura nunca ha sido consecuencia de los estudios de literatura. Ha sido consecuencia de las guerras, de los viajes, de la aventura, del descubrimiento, de las drogas, del alcohol; pero casi nunca ha sido consecuencia de los estudios de literatura. Los estudios de literatura son una especie de taxidermia de la experiencia literaria que puede estar muy bien si quien recibe esta taxidermia es alguien que está dispuesto a estar en contacto con la vida viva. Pero si quien recibe esta taxidermia va enmudeciendo, se va volviendo el mismo animal disecado —un cadáver—, difícilmente saldría algo . Ese es también el riesgo de la teoría literaria, que está muy bien para leerla si eres guardia forestal o si estudias los delfines; pero el escritor que se encierra en la teoría literaria es un suicida, porque la teoría literaria es como una especie de gran justificación, monstruosa justificación alrededor del hecho literario que acostumbra a culminar en un vaciamiento profundo de la matriz misma del hecho literario. No veo por qué se tienen que superponer los estudios de literatura y la literatura, de la misma manera que soy tremendamente escéptico respecto a los talleres de literatura, las escuelas creativas de literatura, todos estos montajes que existen actualmente. No creo que jamás salga un escritor de todos estos montajes, jamás. Un escritor sale porque a determinada edad, generalmente muy joven, tiene la ilusión de ser escritor, luego se lanza al mundo, a la literatura; pero no porque vaya a un taller creativo de escritura, que es una cosa más bien patética.
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26 de diciembre de 2007
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Un tercer camino

Rafael Argullol: El artista juega con una materia prima que comparte con los demás y con algo que él mismo va construyendo, con su propia sombra personal.

Delfín Agudelo: ¿Cómo vería el sabio esa sombra?

R.A.: La figura del sabio que tenemos -que tiene una raíz muy platónica-, es de aquel que se coloca más allá de toda sospecha, que conquista un espacio más allá de toda sombra. Donde Platón mejor relata esto es en El banquete, en la intervención de Sócrates. Explica un erotismo en que pasa del erotismo concreto del cuerpo al erotismo de varios cuerpos, al erotismo de las normas de conducta, y finalmente acaba con un erotismo esencial, que es el de la belleza en sí misma, que prescinde de toda pasión particular. Hemos heredado con mucha fuerza esa figura, creemos que el sabio es el que se coloca más allá de toda sospecha y más allá de toda sombra, mientras que el artista es aquél que se pasa el tiempo trabajando entre las sombras y entre las sospechas. Por eso hemos tendido a otorgar al sabio una especie de figura musical de equilibrio y armonía, mientras que hemos tendido a otorgar al artista una silueta mucho más desequilibrada, mucho más apasionada, mucho más de ángel caído. Esas son herencias que podemos compartir o no, ya que están muy presentes. Yo, por ejemplo, no las comparto. Pero a nuestro alrededor esos dos arquetipos funcionan continuamente. Los malos profesores y malas facultades de filosofía enseñan una filosofía que está más allá de todas las pasiones. Y los malos artistas creen que el arte está más allá de toda idea, o que tiene que prescindir de las ideas. El autodenominado filósofo cree detentar un mundo de purezas conceptuales que no está para nada contaminado por las sensaciones. El autodenominado artista, el que va de artista, cree que es alguien que siente de una manera muy especial, y que goza del privilegio de ese sentir especial, y que no tiene que dar ninguna explicación de ese sentir. Es muy habitual encontrarse un artista que dice: "Yo no explico lo que hago; mi obra habla por mí". A mí no me resulta del todo convincente. A mí me gusta el artista que es capaz de explicar aquello que realiza, de la misma manera que me gusta el filósofo que es capaz de partir del propio cuerpo, de las sensaciones. Por lo tanto, personalmente me declaro contrario a esa escisión, pero a menudo he tenido que padecer los prejuicios desde uno y otro lado. Y ese prejuicio es de una raíz muy antigua: al menos desde que se ha atribuido a Platón el hecho de que los artistas no pueden educar a la juventud porque están corroídos por las pasiones, maleducando así a la juventud. Y al contrario: cuando los filósofos han creído que eran los educadores por excelencia, eran educadores abstractos y han hecho caer a la filosofía moderna en una especie de jerga completamente críptica, abstracta, alejada de la propia experiencia de la vida. Este es un tema fundamental de nuestra cultura porque lo seguimos padeciendo. Aún ahora en el mundo de las letras tiene gran prestigio el escritor que parece ser incapaz de explicar racionalmente aquello que está haciendo; y entre los filósofos aún tiene un gran prestigio académico el filósofo, por así decirlo, inconmovible ante las emociones. Siempre he intentado luchar, no sé si con éxito o no, por un tercer camino, por un camino intermedio.

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21 de diciembre de 2007
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Deslumbramiento y sombras

J.M.W. Turner, “The Evening Before the Deluge”, 1843Rafael Argullol: Todo lo que hemos llamado literatura, absolutamente todo, es un intento de buscar ese momento en que se superpongan las sombras que tenemos delante y detrás.


Delfín Agudelo: Hablar de la sombra es abordar el enigma. Y ese enigma es el velo de Isis, mella y oscuridad. ¿Cómo unir las sombras? ¿Cómo hacer uno el delante y el detrás, pasado y futuro?

R.A.: Como te decía antes, desde el punto de vista físico hago coincidir el descubrimiento de la sombra con el descubrimiento de la experiencia. Para mí el niño no se convierte en ser humano cuando adquiere la edad de la razón, sino que el niño está en el umbral de convertirse en adulto en el momento en que descubre que tiene una sombra, es decir, cuando ve los matices, los colores del día. En ese sentido hay un poema maravilloso que es el "Cementerio marino" de Paul Valéry, en el cual se plantea el deslumbramiento absoluto cuando llegamos a una especie de unión mística o metafísica en la que desaparece la sombra: el mediodía. Pero en el momento del total deslumbramiento del mediodía, no hay experiencia, y tampoco hay expresión. Lo que hace Valéry es cambiar la experiencia del deslumbramiento por la de nadar en el agua, notar el contraste de la sensación. Nosotros podemos expresar porque no eJ.M.W. Turner, “The Morning After the Deluge”, 1843stamos poseídos por el deslumbramiento sino por un mundo en el que hay sombras, hay colores, hay matices. Y el segundo descubrimiento de la sombra es cuando te dices: no solamente el sol se proyecta detrás de mí, sino que hay una sombra formada por mis anhelos, por mis deseos, por mis interrogantes, por mis placeres, por mis enigmas, que está colocada delante de mí. Es una sombra que en cierto modo he ido construyendo yo mismo, es la sombra de la experiencia. La otra es una sombra universal, la que queda detrás nuestro. En la medida en que puedan llegar a coincidir, se realiza el proyecto ideal de la experiencia humana. En ese sentido, el artista juega con una materia prima que comparte con los demás y con algo que él mismo va construyendo, con su propia sombra personal.
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20 de diciembre de 2007
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La otra patria

Rafael Argullol: El viaje exterior sin reelaboración interna se convierte en puro deslizamiento por la superficie.

Delfín Agudelo: Todo viaje implica desciframiento, tanto personal como exterior. También es posible que nuestros viajes interiores terminen siendo un juego de rastrear el viaje de algún otro. Siempre seduce descubrir el sendero del otro viajero.  Pero, en muchos casos, el verdadero enigma es nuestra casa, nuestra ciudad y nuestro país.

R.A.: Juega un papel importante la sensación que tuve desde muy joven de que la patria no era nada de lo que nos decían los historiadores, políticos o educadores, sino que la patria, si podemos utilizar esta palabra, era algo que siempre estaba delante nuestro, buscando un origen. Yo lo relacionaría con la sombra: uno de los grandes descubrimientos cuando eres niño es que tienes sombra, que está detrás de ti. Con respecto a la sombra, hay un segundo descubrimiento que tenemos en la edad adulta y es que no hay sólo una sombra detrás, sino que también hay una sombra delante. A mí lo que me ha pasado es que siempre he perseguido esta sombra que está delante pero buscando en esa sombra también lo que dejaba atrás, lo que estaba en el origen. A partir de aquí siempre he visto la vida y la literatura como un viaje, como una especie de juego de espejos ilimitados. Yo me reflejo y me voy reflejando en paisajes futuros, pero al final de todo este juego de espejos lo que espero encontrar es el paisaje original, que no me pueden entregar ni los políticos ni los historiadores, ni me pueden otorgar conceptos geopolíticos. Es más bien, valga la contradicción, una sensación espiritual. Por eso pienso que la mejor muerte que alguien puede tener es aquella en la cual la sombra que tienes delante y la sombra que tienes detrás lleguen a coincidir, se superpongan. Deberíamos morir exactamente en aquél momento en que llegamos a ese paisaje del futuro, que sentimos al mismo tiempo como paisaje del origen.

D.A.: Pero la patria que conoces, ¿es sombra venidera o sombra del pasado?

R.A.: Esto solo indirectamente puede tener que ver con ciudades natales. La ciudad natal te proporciona algunos de estos espejos fundamentales en ese juego, pero no creo que te proporcione el espejo último y esencial. Esa superposición entre la sombra que dejamos atrás y la sombra que tenemos delante se puede producir en la ciudad en la que has nacido, pero también se puede producir en cualquier lado. Lo importante no es el lugar físico, sino que llegue  a producirse esa sensación. En el momento en que se produjera esa sensación sobraría todo arte y toda literatura porque creo que todo lo que hemos llamado literatura, absolutamente todo, es un intento de buscar ese momento en que se superpongan las sombras que tenemos delante y detrás. Es decir, en que se superponga lo que buscamos y aquello que hemos dejado detrás nuestro, en un lugar indeterminado de nosotros mismos. Toda la literatura es eso. Por eso es tan distinto el tiempo de la ciencia al tiempo de la literatura: el de la ciencia es acumulativo, siempre busca dar nuevas respuestas para viejos enigmas; y el tiempo de la literatura es formular nuevos enigmas como equilibrio o contraposición de los viejos enigmas. Pero si llegáramos a revelar el enigma por antonomasia, sobraría toda literatura.

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19 de diciembre de 2007
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