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Nuestros regalos al Cosmos

Por 28 de noviembre de 2007 Sin comentarios

Rafael Argullol

El periodista norteamericano Alan Weisman ha publicado recientemente un libro, El mundo sin nosotros, que plantea la ocurrencia apocalíptica de preguntarse qué pasaría en nuestro planeta si un día los seres humanos desapareciéramos de él. Weisman no aclara el motivo de la desaparición pero tras consultar durante años a un buen número de expertos -científicos, ingenieros, arquitectos- construye una fenomenal trama de suspense póstumo que viene a ser una especie de Apocalipsis de San Juan laico y sin dioses a la vista. En esta ficción más o menos documentada científicamente los ángeles exterminadores somos los mismos hombres o, más propiamente, puesto que nosotros ya hemos desaparecido, los artefactos tecnológicos que los hombres hemos creado. 

La técnica narrativa de Weisman recuerda un poco, también, al Apocalipsis. No hay trompetas que suenen, jinetes que cabalguen o sellos que se rasguen pero, como contrapartida, hay un uso del calendario tan abrumador como el que hallamos en el texto visionario de Juan de Patmos. Según Weisman, sin el cuidado y mantenimientos humanos, el programa del gran caos está cantado.

Así, por ejemplo, a los dos días de la extinción de seres humanos, los metros de las ciudades se inundarían por falta de bombeo, o al menos esto, se augura, sucedería en el de Nueva York. A los siete días ya empezarían los problemas de los sistemas de refrigeración de las centrales nucleares. Un año después éstas estarían provocando explosiones e incendios en todo el planeta. A los tres años se hundirían muchas carreteras e infraestructuras y a los veinte años el Canal de Panamá quedaría de nuevo cerrado. Los puentes de hierro más resistentes tardarían 300 años en caer. A los 500 años las ciudades se asemejarían a selvas llenas de pequeños depredadores.

/upload/fotos/blogs_entradas/el_mundo_sin_nosotros_1_med.bmpDe este modo van sonando las invisibles trompetas mientras, uno tras otro, se rasgan los sellos. Pero Alan Weisman y los especialistas por él consultados no se conforman con las provisiones a corto plazo. En El mundo sin nosotros se nos cuenta qué pasaría a los 100.000 años, al billón de años, a los cinco billones de años de nuestra extinción. Y nada de lo que pasa es particularmente alegre pero sí significativo de lo que nos rodea ya hoy, cuando todavía no nos hemos esfumado. 

Tras leer el ensayo de Weisman la primera conclusión es que nuestra capacidad para convertirnos en los ángeles exterminadores de nuestro propio planeta es muy reciente. Todos los artefactos tecnológicos que contribuyen al asentamiento del gran caos han sido concebidos en los dos últimos siglos. Dicho de otro modo: ningún Weisman hubiera podido escribir un libro semejante hasta el siglo XIX, aunque para hacerlo de una manera tan afilada sin duda habría debido aguardar a las postrimerías del XX. En únicamente dos siglos el hombre ha preparado su arsenal apocalíptico, de modo que ya no requiere la presencia de los dioses o de las catástrofes naturales para imaginar tremendos cataclismos en el mundo que habita (o, en la hipótesis de Weisman, que ha dejado de habitar). 

En esta tesitura he intentado averiguar qué quedaría de nosotros, si es que quedaría algo. A medida en que leía las páginas del libro me iba preguntado: ¿dejaremos algo, tras nuestra marcha, alguna huella, algún prestigio? Durante buena parte del trayecto he perdido la esperanza de que dejáramos algo en medio de tanta demolición. Las cosas iban tan mal dadas que resultaba imposible que legáramos nada a unos futuros visitantes que se interesaran por lo que había sido la vida en la Tierra. 

Luego he visto que algo sí regalaríamos al cosmos como testimonio de nuestra remota presencia ¿qué sobrevivirá a los siete millones de años de nuestra extinción? De acuerdo con el libro de Weisman, el plástico ¿El plástico? Sí, el plástico, dunas de plástico deslizándose de aquí para allá, como viscosos monarcas de la Tierra. Donde había habido templos y palacios, donde había habido ciudades ahora brillarán largas cordilleras de plástico. 

Esto era muy decepcionante ¿Para esto los hombres de tantas épocas habían creado tantas obras bellas? ¿Qué pensarían de nosotros en caso de llegar los futuros visitantes? Nos difamarían por todo el universo: ¿qué asco de civilización tenían estos que han ensuciado su propia casa con criaturas tan repulsivas? Y tendrían razón. 

Con todo, al repasar lo que ocurría, sin nosotros, a los diez millones de años tuve un pequeño consuelo al enterarme que las esculturas de bronce aún serían reconocibles. Algo se salvaría de nuestra dignidad si en el laberinto de plástico sobrevivían tenazmente los guerreros de Riace, el David de Donatello, el Perseo de Cellini, las Puertas del Paraíso. Los visitantes mejorarían, a no dudarlo, su opinión sobre nosotros. 

Sin embargo, junto al plástico y las esculturas de bronce, haremos un tercer regalo al cosmos, el más perdurable. Respecto a él Weisman es contundente; a las cinco billones de años de nuestra desaparición continuarían viajando las ondas de radio y televisión. Nuestras emisiones, aunque troceadas y fragmentadas, continuarían viajando eternamente, o casi. ¡Vaya regalo envenenado! 

Es verdad que podemos deleitar a nuestros visitantes con un trozo de una sonata de Beethoven o con el fragmento de un fotograma en el que aparezca Rita Hayworth; quizá incluso podremos reírnos de ellos con algún detalle de la voz de Orson Welles en La guerra de los mundos. Pero ¿qué pasará cuando vean, aunque sea fugazmente, nuestra basura televisiva o cuando escuchen el tono de nuestras tertulias radiofónicas? 

Preferirán el plástico, que al menos es silencioso.

Artículo publicado en: El País, noviembre de 2007.

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Rafael Argullol

Rafael Argullol Murgadas (Barcelona, 1949), narrador, poeta y ensayista, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Es autor de treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (Disturbios del conocimiento, Duelo en el Valle de la Muerte, El afilador de cuchillos), novela (Lampedusa, El asalto del cielo, Desciende, río invisible, La razón del mal, Transeuropa, Davalú o el dolor) y ensayo (La atracción del abismo, El Héroe y el Único, El fin del mundo como obra de arte, Aventura: Una filosofía nómada, Manifiesto contra la servidumbre). Como escritura transversal más allá de los géneros literarios ha publicado: Cazador de instantes, El puente del fuego, Enciclopedia del crepúsculo, Breviario de la aurora, Visión desde el fondo del mar. Recientemente, ha publicado Moisès Broggi, cirurgià, l'any 104 de la seva vida (2013) y Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza (2013). Ha estudiado Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona. Estudió también en la Universidad de Roma, en el Warburg Institute de Londres y en la Universidad Libre de Berlín, doctorándose en Filosofía (1979) en su ciudad natal. Fue profesor visitante en la Universidad de Berkeley. Ha impartido docencia en universidades europeas y americanas y ha dado conferencias en ciudades de Europa, América y Asia. Colaborador habitual de diarios y revistas, ha vinculado con frecuencia su faceta de viajero y su estética literaria. Ha intervenido en diversos proyectos teatrales y cinematográficos. Ha ganado el Premio Nadal con su novela La razón del mal (1993), el Premio Ensayo de Fondo de Cultura Económica con Una educación sensorial (2002), y los premios Cálamo (2010), Ciudad de Barcelona (2010) con Visión desde el fondo del mar y el Observatorio Achtall de Ensayo en 2015. Acantilado ha emprendido la publicación de toda su obra.

 

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