Skip to main content
Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Blogs de autor

Una tragedia americana

Escribiendo sobre Capote para una revista argentina se me ocurrió que, en un panorama lleno de películas de contenido político (Munich, Syriana, Crash, Good Night, and Good Luck, entre las que rondan el Oscar; The Road to Guantánamo, entre las que deslumbran en el Festival de Berlín), la que tenía el mensaje más significativo en estos tiempos era, aunque parezca sorprendente, nada más y nada menos que Capote. Está claro que las otras lidian con esos problemas gravísimos que nunca se ausentan de las primeras planas, desde el conflicto árabe-palestino y la guerra por la posesión de los recursos petroleros hasta la flagrante limitación de los derechos individuales. Capote se limita a contar un episodio en la vida de un autor a quien la política y los problemas del mundo parecían importarle poco. Y sin embargo resuena con ecos que exceden el mundo literario y la era precisa de la anécdota, para echar luz sobre uno de los males más propios de este tiempo. Capote cuenta seis años en la vida del escritor, desde que se le ocurrió que un cuádruple asesinato en el pueblito de Holcomb, Texas, podía ser un buen tema sobre el que escribir, hasta el momento en que el libro resultante -A sangre fría- lo consagra como el más grande escritor norteamericano vivo. Esa es la piel del relato, los hechos exteriores de los que da cuenta. Al mismo tiempo Capote narra la forma en que el escritor manipula a los protagonistas del hecho policial, los asesinos Perry Smith y Richard Hickock, para su propio beneficio. Capote está convencido de que el libro que escribirá, narrando hechos verdaderos con procedimientos literarios, lo catapultará a la gloria. En esto no se equivoca. Lo que no ha medido bien es la diferencia que existe entre manipular personajes de ficción y manipular seres de carne y hueso. Uno puede determinar que sus personajes imaginarios hagan lo que a uno se le ocurra, por disparatado que parezca: eso es la ficción. Para lograr un efecto similar con hombres de verdad el trabajo es muy distinto; puede significar la necesidad de seducir, de presionar, de engañar al otro; y hasta de digitar hechos externos, como hace Capote cuando se niega a conseguir nuevos abogados para Smith y Hickock. El único precio que uno paga por manipular a sus personajes de ficción es una mejor o una peor novela. El precio que uno paga al disponer sobre la vida de otro hombre es, por cierto, tan alto como inestimable. Lo que Capote hace en el film no se diferencia mucho de lo que hacen a diario gran cantidad de estadistas. Creen que manipular la realidad nacional y mundial es tan simple como manipular una campaña, o una votación. En consecuencia se lanzan a hacerlo sin poseer real medida de las repercusiones; lo que ha resultado de invadir Irak, por ejemplo. Y así como Capote comprende que desea la muerte de Smith y de Hickock para obtener el final perfecto para su libro, muchos de estos líderes no dudan en matar a cuantos sean necesarios con tal de salvar su propio negocio. La vida ajena no vale nada para ellos: es una moneda más entre las que comercian a diario en su beneficio. Capote es realista en la forma en que asume que esta gente suele triunfar en sus cometidos. El escritor se consagra. El Presidente obtiene su reelección. Pero también es impiadosa al mostrar el precio que se paga por ello, un precio para nada menor que la ganga fáustica. Después del éxito de A sangre fría, Capote devino en una caricatura de sí mismo. Jamás volvió a terminar un libro. Aquellos a quienes creía sus amigos le dieron la espalda cuando sospecharon que pensaba someterlos al mismo tratamiento vampírico que usó con Smith y Hickock. Terminó suicidándose con barbitúricos, al igual que su madre, al igual que la Marilyn a la que también había retratado a sangre fría; no volvió a ser original ni siquiera en la muerte. Nadie puede adivinar aún el destino de gente como George W. Bush, pero Capote nos permite imaginarlo. No digo que películas como Munich o Syriana carezcan de mérito. Digo que Capote me parece un retrato más profundo sobre la América de estos tiempos.

Leer más
profile avatar
17 de febrero de 2006
Blogs de autor

Un extraño momento de lucidez

Ayer tuve una epifanía. La pregunta cae de maduro: ¿qué demonios es una epifanía? Podría decir que es algo que sólo visita a los escritores, porque somos gente rara que trabaja a diario con conceptos como sinécdoque o hipérbaton, y por ende hemos oído, aunque más no sea al pasar, la bendita palabreja. Todo escritor que se precie ha experimentado alguna, o cuanto menos sabe de algún otro que sí lo ha hecho (mi amigo Rodrigo Fresán las recibe a menudo, por ejemplo); y por eso nos manejamos con ellas con la familiaridad de quien trata a diario con perífrasis y epigramas. No vayan al María Moliner en busca de respuestas. El diccionario no dice qué significa la palabra, tan sólo alude a la festividad de los Reyes Magos: el 6 de enero es la Epifanía de Melchor, Gaspar y Baltasar. Pero como imaginarán, no es a eso a lo que me refiero. Ayer no había regalos en mis zapatos cuando desperté. Una epifanía es una suerte de manifestación. Algo que se nos aparece de repente con una claridad ultraterrena, esa idea o certeza que un segundo antes no estaba allí y que ahora se nos revela como evidente; un estado del alma parecido al que arrancó en Arquímedes el grito de eureka, o lo que debe haber sentido Lennon la primera vez que cantó yeah yeah yeah. En mi caso particular tuvo que ver (cuándo no) con una historia que estaba escribiendo, en este caso para un cortometraje. Venía luchando con ella a duras penas desde hacía semanas (nos maltratábamos el uno al otro, para ser sinceros) cuando comprendí que la historia que quería escribir era en realidad otra. La historia con la que batallaba era cruel y oscura, y me hacía sentir de la misma manera. La historia que se me apareció, en cambio, era dulce y luminosa, y en consecuencia elevaba mi alma. De hecho había estado todo el tiempo delante de mis narices; tiene que ver con un personaje del que escribí por primera vez en el blog, aquel niñito pobre que pedía comida en el shopping y a quien un acomodador generoso lo dejaba ver todas las películas de estreno. Esta claridad que nos visita en determinadas circunstancias parece mágica, pero en realidad se trata tan sólo de la euforia que lo gana a uno cuando no sólo entiende lo que debe hacer, sino que además lo asume. Los seres humanos somos raros: la enorme mayoría de las veces sabemos exactamente lo que debemos hacer en cada circunstancia, pero lo evadimos y negamos con ferocidad. Por eso mismo, cada vez que descorremos el velo de nuestras propias negaciones, sentimos que el alma se nos vuelve ingrávida y que caminamos un palmo por encima del suelo. Como esto no ocurre a menudo, a esta excepción se la llama epifanía; que por fortuna visita a mucha más gente que los escritores, aun cuando no sepan que el subidón se llama de esa forma. Desearles que tengan muchas epifanías sería, sin duda alguna, un buen deseo de mi parte. Lo único vergonzoso de las epifanías es que, en la plenitud de la emoción, lo impulsan a uno a hacer cosas un tanto ridículas. Como comentarlas con alguien, tal como lo estoy haciendo ahora. Para peor en mi caso viajaba en mi auto oyendo un CD de John Meter. La canción se llamaba Why Georgia, y en su estribillo se preguntaba repetidas veces lo que uno debe preguntarse si quiere tener muchas epifanías: Am I living it right? O sea, ¿Lo estoy viviendo bien? O si prefieren, para ponerlo de una forma más general: ¿Estoy viviendo bien? Una pregunta que, convengamos, valdría la pena formularse a diario. Escuché la canción veinte veces seguidas, y cuando llegué a casa apagué el motor y seguí cantando a los gritos. Así que ya saben. Si alguna vez se encuentran con un hombre o mujer encerrados dentro de un auto y cantando a voz pelada, por favor no los molesten. Seguramente están experimentando una epifanía. Ojalá tengan muchas, durante lo que resta de sus vidas. Am I living it right?

Leer más
profile avatar
16 de febrero de 2006
Blogs de autor

Un epílogo para San Valentín

¿Por qué los escritores no escriben historias de amor? Ya sé que salen libros “de amor” a montones, pero no me refiero a esos: hablo de los escritores que se tienen a sí mismos por artistas. Convengamos que más allá de excepciones que tan sólo confirman la regla (algún Kundera, algún García Márquez, ambos distantes ya en el tiempo), los figurones de la literatura se están cuidando del tema como si se tratase de la gripe aviar. ¿Qué pasa con el amor: es demasiado frívolo? El mundo está lleno de amores frívolos (que sería de tantas revistas sin ellos), pero también de amores profundísimos, y creativos, y más duraderos que el mismísimo aliento. (Una de las mejores historias de amor de los últimos tiempos la encontré en el cine: la película de Michel Gondry Eternal Sunshine of the Spotless Mind.) ¿O será que se teme que esté trillado en exceso? Toda la experiencia humana está trillada, así como la inmensa mayoría de los pensamientos y sentimientos de la especie, pero eso no debería ser obstáculo para un escritor, ya que cualquier sentimiento parece nuevo cuando el personaje está bien construido y su circunstancia es rica; si el escritor adopta el punto de vista adecuado, puede seguir refritando Romeo y Julieta hasta el fin de los tiempos y ser original cada vez. La mejor historia de amor que leí en los últimos tiempos fue una novela de Audrey Niffenegger que se llama The Time Traveller’s Wife, o sea La esposa del viajero en el tiempo. El viajero en cuestión es Henry, un hombre que sufre una extraña condición genética que “resetea” su reloj biológico y lo impulsa súbitamente hacia su propio pasado o hacia su propio futuro. Henry toleraría su extraño mal de buen grado si no fuese porque ama a Clare, la esposa del título. Y la ama a sabiendas de que su amor es en alguna medida imposible, porque esa condición no tiene remedio y porque Henry desaparece por temporadas en el vórtice del tiempo: por eso conoce a Clare cuando ella tenía seis y él treinta y seis, y se casa con ella cuando Clare tiene veintidós y Henry treinta… Este mecanismo fantástico funciona de maravillas en el relato, porque nos enfrenta a las dificultades y a las epifanías del amor real, que se verifica entre personas como ustedes y yo, que también tenemos relojes biológicos que se “resetean” de manera constante –sólo que en un orden lineal. Todo amor está sometido a las dificultades del tiempo, que nos modifica a diario. Y Niffenegger logra convencernos de que el sentimiento vale la pena, aún cuando el reloj de la existencia le juegue en contra: lo efímero, cuando es bello, resulta doblemente bello. La culpa es de San Valentín, pero la reflexión corresponde. El trajín diario tiende a echar tierra sobre nuestros mejores sentimientos, los opaca y los posterga indefinidamente. Aun cuando amamos a alguien que nos corresponde y que se ha convertido en nuestra pareja, lo más habitual es que olvidemos recordarle con la debida frecuencia cuánto significa para nosotros, o que nos rindamos al convencimiento de que no sabemos o no encontramos cómo hacerlo. Esto se vuelve una falta más flagrante en los escritores, porque la expresión de los sentimientos debería ser nuestra especialidad. Si nosotros, que contamos con este blog, con las formas del cuento y de la novela y con las películas, no las usamos para que nuestros amores entiendan cuánto los amamos, ¿para qué demonios nos sentamos a diario delante del teclado? Así que ya ves, amor. Estoy tratando de enmendar mis faltas.

Leer más
profile avatar
15 de febrero de 2006
Blogs de autor

El enemigo equivocado

Félix de Azúa se preguntaba ayer cuándo había sido la última vez que Hollywood había mostrado a un árabe “digno, alto y admirable” en sus películas. Y mencionaba como respuesta una vieja película de John Milius, The Wind and the Lion (1975). La pregunta me resultó capciosa (capcioso, -a, adj: se aplica al argumento o razonamiento hecho con habilidad para hacer caer al contrario en una trampa) por varios motivos. En primer lugar me cuestioné: cuando Félix dice “Hollywood”, ¿se refiere estrictamente a las películas de los grandes estudios, o por extensión a la totalidad de las películas en inglés? Después seguí dudando: cuando Félix dice “árabe”, ¿se refiere a los nativos de Arabia Saudita, o más bien a la suma de los pueblos originarios de lo que habitualmente se denomina Medio Oriente (lo cual, en ese caso, incluiría entre otros a los descendientes de los persas y a los turcos)? ¿O aludía más bien a la generalidad de los musulmanes, en cuyo caso el grupo aludido incluiría también, por ejemplo, a millones de pakistaníes? Terminé asumiendo que Félix usaba el término en la acepción más amplia, a pesar de que a los turcos les gusta tanto que los llamen árabes como a los japoneses que los llamen chinos, y viceversa. Y entonces recordé varios ejemplos cinematográficos posteriores a 1975. Por ejemplo Kip en El paciente inglés, que busca y desactiva minas que los soldados del Eje ocultaron bajo tierra. (No puedo jurar que Kip supere el metro setenta, porque no conozco a su actor en persona.) Y el iraquí de Tres reyes, que durante la primera guerra del Golfo tuvo el coraje de enfrentarse a Saddam creyendo que Bush padre lo apoyaría… y por eso terminó en prisión. (Este sí parece ser alto, pero tampoco estoy en condiciones de poner las manos en el fuego.) O la camarera turca que interpreta Audrey Tautou en Dirty Pretty Things, que quizás no sea digna en tanto se ve obligada a prostituirse para sobrevivir, pero que en todo caso hace gala de una voluntad admirable. Y también el pequeño afgano que huye del campo de refugiados en In This World, tratando de llegar a Londres; pero claro, tratándose de un niño este personaje no puede ser alto, al menos no todavía. ¡Con la cuestión de la estatura, Félix se las ingenió para ponérmela difícil! Se me ocurrieron más ejemplos, incluso de películas que se están viendo hoy en todo el mundo. El palestino con quien Eric Bana dialoga en la escalera, al promediar Munich. El príncipe a quien el poder de los petroleros texanos priva del acceso al trono en Syriana, y a quien encima después le encajan un misilazo para terminar de borrarlo del mapa. Podría seguir así un buen rato, pero creo que uno de los puntos que señalo (que Félix no está saliendo tanto como debería) ya ha quedado demostrado. Lo más inquietante del argumento de Félix era la exposición previa a la pregunta sobre el árabe alto, digno y admirable. Félix se cuestionaba por la carencia de personajes de ese estilo después de dedicar algunos párrafos a las formas que se empleaban antiguamente para describir a los enemigos. Y de la noción de enemigo pasaba a la del personaje árabe, sin más consideración que la de un punto y aparte. Vivimos tiempos complejos y peligrosos. Precisamente por ello, me produce resquemor asociar libremente conceptos como árabe y enemigo sin que medie alguna aclaración. Estoy convencido de que Félix no cree que árabe y enemigo sean la misma cosa, así como tampoco imagino que haya querido decir que ya no hay películas de árabes admirables porque todos los árabes son secuestradores. Pero del mismo modo creo que existen lectores ingenuos o malintencionados que pueden asociar los dos términos como iguales o sinónimos. Y aunque uno no puede hacerse responsable de sus lectores (y muy especialmente en la vorágine a que nos obliga colaborar con el blog), debemos asegurarnos, en la medida de lo posible, de no incurrir en ambigüedades que le hagan el caldo gordo a los intolerantes. Cuando yo pienso en enemigos, no pienso en ningún árabe. Ni siquiera en los que son indignos y bajos de estatura. Según mi modesto entender, los enemigos más peligrosos que hoy tiene el género humano suelen vivir en otras latitudes.

………………

Dicho sea de paso, me acabo de decidir: este año voy a empezar a estudiar árabe. Inshallah.

Leer más
profile avatar
14 de febrero de 2006
Blogs de autor

Dulce condena

Pensaba escribir sobre otra cosa, pero tuve la peregrina idea de ir al supermercado ayer domingo (los escritores también hacemos las compras, por lo menos cuando tenemos con qué… o cuando nuestras tarjetas de crédito todavía no transpasaron sus límites de gastos) y allí me topé con infinidad de anaqueles llenos de lápices, carpetas, gomas de borrar y un cartel omnipresente que proclamaba su mensaje con pretendida alegría: ¡Volvemos a clases! Mi primera reacción, producida desde el vientre, fue de malestar. Hace ya algún tiempo que no voy a clase alguna, pero como dice Jerry Lewis en la última edición de Esquire, todos tenemos nueve años, y nuestras reacciones más instintivas manan de un corazón que continúa siendo aquel que portábamos entonces. El mío fue un malestar solidario, un reconocimiento de la tristeza que sentirán tantos niños al entrar a un supermercado donde se les anuncia la inminencia de su ejecución como si se tratase de la mejor de las noticias; las burlas del destino. No me opongo a la educación formal. De hecho salí bien parado del trance, y agredeciéndole no pocas cosas: la alfabetización, el disfrute del juego numérico, la Historia, mis primeros contactos con la mitología griega, con Borges y con Cortázar. Pero aunque lidiaba bien con las demandas del sistema, sufrí como la inmensa mayoría las indignidades de su ejercicio. Levantarse temprano, por ejemplo; todavía recuerdo madrugadas en las que, habiéndome despertado por las mías, rezaba para que el despertador no sonase o planeaba incursiones en el dormitorio paterno con propósitos de sabotaje. También la sensación de haber sido condenado a formar parte de un rebaño, donde se perdía el valor de la voz individual o de las peculiaridades de cada uno. Y por supuesto, la sumisión a una autoridad que a menudo era injusta, o insostenible por sus propios méritos. Por supuesto, estas pequeñas miserias forman parte de un aprendizaje que ya no es académico, sino que nos prepara para lo que los victorianos gustaban llamar la batalla de la vida. Pero aunque estoy agradecido a mis educadores y a mis escuelas (forzado cuando niño a dejar los estudios para convertirse en sostén económico de su familia, Charles Dickens describió a su biógrafo John Forster el horror de quien, al ser condenado a la ignorancia, se descubre marginado de la sociedad: “¡Lo que habría dado, si hubiese tenido algo para dar, para que me enviasen de regreso a cualquier escuela, para que me enseñasen algo en alguna parte!”), no puedo menos que sentir empatía con tantos pequeños para quienes su libertad tiene las horas contadas. Los abrazo a todos, así como abrazo a los adultos conminados a cumplir con un deber para el que no tienen escapatoria, desde lo más profundo de mi corazón de nueve años.

Leer más
profile avatar
13 de febrero de 2006
Blogs de autor

Canon

Imagino que ningún escritor contemporáneo debe haber leído todos los libros que figuran en el Canon de Bloom, salvo, según sería lógico presumir, el mismo Harold Bloom. Yo, sin ir más lejos, estoy muy lejos de tener la tarea al día: jamás leí a von Kleist, a d’Aubigné, a Persio ni a Charles Olson, y es probable que nunca los lea. Por supuesto, algunos de mis pecados son más flagrantes: no he leído a Proust, ni a Robbe-Grillet, y nada de Henry James que no sea The Turn of the Screw (que, dicho sea de paso, no figura como tal en el Canon, aunque presumo que Bloom la mete dentro del volumen de Novelas cortas y relatos), porque me inspiran la sospecha de que son la clase de autores que prefiere leer -y escribir- a vivir, y eso los coloca en un bando distante del mío. Por cierto, tampoco he leído a muchos de los autores que vivían vidas intensas y después escribían: Hart Crane, Primo Levi, Paul Bowles, pero sé que es probable que me encuentre con ellos en algún punto del camino. También leí infinidad de cosas que no merecen formar parte de ningún canon, y otras tantas que sólo figuran en el mío, compartidas, quizás, con algunos locos de la misma calaña. En mi canon personal ocupan sitiales distinguidos Emilio Salgari, Raymond Chandler y Rodolfo Walsh, Mafalda, las colecciones completas de Peanuts y de Calvin & Hobbes, The Dark Knight Returns de Frank Miller, buena parte de la obra del guionista Alan Moore (Watchmen, From Hell y V for Vendetta, por lo menos), El señor de los anillos, la historieta de Milton Canniff Terry & the Pirates, los libros del príncipe Valiente, El paciente inglés (la película me gusta, pero la novela me fascina), El mundo según Garp y Las reglas de la casa de la sidra de John Irving, The Once and Future King de T. H. White (de donde Walt Disney sacó La espada en la piedra) y algunos otros que también me llevaría a mi isla hipotética, aunque ahora no vengan a mi memoria de buenas a primeras. De tanto en tanto le agradezco a Dickens que haya escrito tantas novelas, porque siempre me quedará alguna por descubrir. Esa es la ventaja del canon personal por encima del académico. El canon académico es un club cerrado, en el que sólo que aceptan nuevos miembros con cuentagotas y después de exhaustivos análisis. El canon personal, en cambio, es abierto, dinámico; su esencia misma es el cambio porque su único criterio rector es el del placer, que siempre está en busca de sensaciones e iluminaciones nuevas. En este mundo inestable y volcánico, me tranquiliza saber que existen tantos libros maravillosos que aún no he leído. A eso le llamo futuro promisorio.

Leer más
profile avatar
10 de febrero de 2006
Blogs de autor

A sangre fría

Todavía recuerdo mi conmoción después de ver Río Rojo y Lawrence de Arabia. Para entonces hacía rato que había dejado de ser un niño, así que no puedo atribuir la impresión a mi inocencia. Lo que me sacudió en aquella visión iniciática fue la crudeza con que Howard Hawks y David Lean trataban a sus héroes. No les negaban su coraje, ni su voluntad, ni una cierta pureza (al menos inicial) de motivos; pero ambos cineastas exploraban el momento en que la virtud se vuelve pecado, y no soltaban la mano de sus personajes ni siquiera cuando sus obsesiones se transformaban en locura. Acostumbrado a una dieta estable de héroes impolutos, con figuras talladas a mano de acuerdo a los dictados de la corrección política, los héroes con pies de barro que interpretaban John Wayne y Peter O’Toole quedaron marcados a fuego en mi conciencia. Pensé en aquel momento que nadie se atrevería a hacer hoy esas películas. En la era que va de Reagan a Bush, los héroes de las películas de Hollywood no suelen dudar de sus motivos ni siquiera cuando someten a alguien a tortura. Quizás por eso me gustó tanto Capote: porque perdí la costumbre de ver películas que abrazan a sus personajes en toda su complejidad (y que por ende consideran a su público como si estuviese compuesto por adultos en pleno dominio de sus facultades), y Capote me recordó cómo eran. La historia del proceso que llevó a Truman Capote a escribir A sangre fría no es épica, como Río Rojo o Lawrence de Arabia, pero cuenta con un protagonista igual de contradictorio. La apuesta del director debutante Bennett Miller y del actor metido a guionista Dan Futterman era riesgosa: ¿cómo hacer para que alguien que parece un freak y que incluso habla como tal, no sea considerado un monstruo cuando se comporta como uno? Y más difícil aún: ¿cómo lograr que la gente se involucre emocionalmente con Capote, sin edulcorar su figura ni disimular ninguna de sus bajezas? Mi respuesta es simple: confiando en el público. Por supuesto, están aquellos que suponen que la gente necesita que sus héroes, ídolos y representantes de cualquier clase sean impolutos; la clase de gente que durante tantas décadas persiguió en mi país, como una verdadera policía del pensamiento, a aquellos que sugerían que José de San Martín, el Padre de la Patria, tenía amantes o era malhablado; o aquellos que presionaron para que se prohibiese La última tentación de Cristo (que nunca fue estrenada en la Argentina), porque suponían que las enseñanzas evangélicas serían menos válidas si se sugería que Jesús había dudado, o que había disfrutado del amor carnal. Pero claro, también estamos aquellos que consideramos que los logros son más valiosos cuando el héroe debe luchar de verdad contra sus limitaciones. Los triunfos no niegan los errores que cometieron ni las dudas que los atenazaron, pero los dignifican. Y eso es algo mucho más importante. En Capote está todo: el talento del escritor y su dedicación al arte, pero también el trato fáustico que aceptó para obtener la consagración con la que soñaba. Es mérito de Miller y de Futterman, y por supuesto del inmenso actor Philip Seymour Hoffman, que ni siquiera en el más mezquino de sus momentos Capote parezca otra cosa que intensamente humano, que tristemente humano. En Capote, el escritor usa al asesino Perry Smith en su propio beneficio y no puede evitar alegrarse cuando lo ejecutan, porque esa muerte le proporciona el final ideal para su libro. Sobre el precio que Capote pagó por la contemplación de los abismos de su alma informan los minutos finales del film. Si no fuese porque la gente lo confundiría con el libro, el título ideal para esta película sería, por cierto, A sangre fría.

Leer más
profile avatar
9 de febrero de 2006
Blogs de autor

Tristezas de Carnaval

No puedo menos que sentir tristeza ante el conflicto que estalló entre la Argentina y Uruguay a causa de unas plantas de producción de papel. Quizás porque la disputa gira en torno de esa materia delicada que tanto amamos: el papel, soporte de obras imperecederas y un arma invaluable para aquellos que apostamos a la razón y la concordia que aquí, al menos hasta ahora, han brillado por su ausencia. Ninguno de los dos gobiernos está en condiciones de arrojar la primera piedra: Uruguay no informó a tiempo de las características del emprendimiento y de su posible impacto ambiental, y Argentina reaccionó demasiado tarde en defensa de su gente. Hoy las plantas se están construyendo, mientras las protestas del lado argentino se multiplican. El gobierno uruguayo no puede pagar el precio político que le significaría detener esas construcciones, y el gobierno argentino no puede pagar el precio político que se le facturaría, con justicia, si ilegalizase las protestas y encarcelase gente. En el origen del conflicto están las empresas que jugaron el juego de toda empresa capitalista: pensar de manera excluyente en su propio beneficio. Del lado institucional, dos gobiernos de origen democrático y parecido sesgo ideológico se ven enfrentados a causa de las demandas de su pueblo y de la torpeza con que se condujeron oportunamente. Y en medio, como suele ocurrir, está la gente. Aquellos uruguayos que defienden la apertura de nuevas fuentes de trabajo. (En estos parajes del sur la necesidad es tan grande, que la gente saldría a defender su derecho a trabajar en una planta nuclear como la de Springfield con tal de llegar al nivel de vida de Homero Simpson.) Y también están aquellos argentinos que defienden su bienestar y sus fuentes de ingresos: ¿cuánto turismo acudirá a Guayeguaychú si ocurre lo que los ambientalistas temen y el aire empieza a oler a muerte? La frase es más que apropiada aquí: ojalá que la sangre no llegue al río. Y que los presidentes de nuestros países impongan la cordura que nunca debió de haber faltado en las negociaciones. Mi deseo es que no olviden que el mandato que se les confirió en las urnas los obliga a buscar el bienestar de sus pueblos, pero no a cualquier precio. Nos ha costado demasiado tiempo, con demasiado esfuerzo, y al precio de demasiada sangre, que América Latina volviese a estar de pie. No podemos darnos el lujo de malograr esta oportunidad, ni por el precio de una ni de cien fábricas. Mientras tanto, la gente que peregrina este año para participar del carnaval de Gualeguaychú lo hace con el ánimo oscuro de quien se pregunta si será la última vez.

Leer más
profile avatar
8 de febrero de 2006
Blogs de autor

Una oportunidad desperdiciada

No existe nada más difícil de crear que una bella historia de amor. Por infinidad de motivos, pero en especial por los más obvios: porque se trata de relatos que sólo funcionan si uno consigue involucrar a lectores y público en la ensoñación de los enamorados, tan distante de la lógica que impulsa la vida real; y porque la ficción ha abusado del género, probando todas sus variantes imaginables. Los géneros populares siguen tratando de convencernos de que sus odres viejos contienen vino nuevo, y nos ofrecen, ¡como si no lo hubiesen hecho ya mil veces!, romances entre ricos y pobres, entre gente de izquierdas y de derechas, entre delincuentes y víctimas, entre gente del presente y del pasado (o del presente y del futuro), entre negros y blancos… ¿Cuánto falta para que algún productor olfatee que el relato del momento debería narrar el amor entre un musulmán y una mujer occidental, o viceversa? Pero aún así uno sigue creyendo en las historias de amor, básicamente porque sigue creyendo en el amor. Creo porque es absurdo, decía San Agustín cuando trataba de justificar su fe en Dios. El cantante Lloyd Cole lo ponía de forma parecida en Forest Fire: “Creo en el amor. Creo en cualquier cosa”. Quizás sea por eso que la película Brokeback Mountain me decepcionó tanto: porque no logré creer en ella. Para empezar, diría que no está a la altura de su infinita promoción. Es apenas una película correcta: una media hora inicial promisoria, después de la cual la montaña rompe-espaldas del título se convierte en una butaca rompe-espaldas. Creo que Brokeback Mountain funciona mucho mejor como concepto (dos cowboys que se involucran en un amor maldito) que como relato. Podría esbozar múltiples explicaciones, pero creo que alcanza con aplicarle las reglas que rigen a los buenos relatos románticos: si yo, como público, no siento que esos personajes se aman de verdad, la historia no funciona. Alguien dirá que en el caso de Brokeback Mountain el amor entre Ennis y Jack debe ser reprimido, y que por eso es lógico que los personajes lo disimulen y escondan. Pero como lo prueban tanto la historia de la literatura como el cine desde sus tiempos mudos, nada funciona mejor en el relato amoroso que el deseo postergado. Los besos señalan un climax posible, pero los momentos en que sentimos el amor verdadero con su intensidad más arrasadora son, precisamente, aquellos en los que el amado y la amada deben tragarse sus sentimientos; disimular; sonreír aun cuando su alma llora. Y en los largos años que Ennis y Jack pasan separados no logramos sentir su dolor; Jack llega a decirlo con palabras, pero las imágenes lo muestran apenas aburrido, burgués e insatisfecho. (Y víctima, dicho sea de paso, de pelucas, patillas y bigotes que lo convierten en una caricatura de sí mismo.) Quizás si los personajes femeninos tuviesen algún espesor la historia de Jack y Ennis se recortaría mejor, pero su pintura es tan esquemática (¿o debería decir misógina, sin temor alguno?) que lejos de ayudar a dar textura, lo achata todo. Si en vez de la estética Marlboro que la fotografía de Rodrigo Prieto resalta se hubiese apelado a la luz descarnada de Midnight Cowboy; si los protagonistas se hubiesen parecido algo más a los muchachitos feos y desdentados del relato original de Annie Proulx (o cuanto menos al Ratso Rizzo de Midnight Cowboy); y si en vez de Ang Lee hubiese dirigido John Schlesinger, o dado que Schlesinger ya ha muerto digamos Wong Kar-wai, es posible que Brokeback Mountain hubiese sido la película de la que todos hablan. Pero no lo es. Todavía recuerdo la época en que quedaba mal hablar de una película que denostaba a los militares de la dictadura, porque si la causa que defendía era buena, la película debía serlo también. Por fortuna ese tiempo pasó, al menos en la Argentina. Aunque la existencia de Brokeback Mountain sea beneficiosa en términos sociales y políticos, por los debates que genera y la conciencia que despierta, muchos de los que disfrutamos del buen cine seguiremos esperando la llegada de la próxima película romántica inolvidable –esa película que Brokeback Mountain, sin dudas, no es.

Leer más
profile avatar
7 de febrero de 2006
Blogs de autor

El sonido de los corazones

¿Cuál es la verdadera sustancia de la música? En este mundo físico existen muy pocas cosas que, al igual que la música, posean la capacidad de conjurar nuestras emociones de inmediato; un poder casi mágico. Las cosas que nos hacen sentir apenas suena su abracadabra suelen estar vinculadas a la memoria: una vieja foto, una anécdota, una canción que asociamos a un momento y una situación especial, abren la espita de nuestras emociones con un solo giro. Todos tenemos no una, sino muchas músicas que funcionan como una Máquina Personalizada del Tiempo. Un par de compases, el primer verso de la canción, y estamos de regreso en aquel verano inolvidable. Casi sin pensar, puedo recordar músicas que me convierten en niño otra vez. Las canciones de Mary Poppins. Los cuatro temas del single de Los Beatles que una prima de mi madre me hacía oír por teléfono, cuando en mi casa no había tocadiscos: I Saw Her Standing There, Misery, Anna (Go To Him) y Twist & Shout. Y la totalidad de la banda sonora de Cabaret, con cuya música mi madre me despertaba todas las mañanas. Pero sería un error pensar que el poder de la música depende tan sólo de la memoria. Si así fuese, ¿por qué nos emocionan músicas que oímos por primera vez, e incluso músicas que provienen de culturas con las que no tenemos familiaridad alguna? Desde Pitágoras en adelante, han sido muchos los que intentaron sistematizar la música a partir de sus valores matemáticos, o puramente simbólicos. Sin embargo, aun cuando su funcionamiento pueda ser representado por números y ecuaciones, no existe forma de sistematizar su efecto sobre los seres humanos. Ni siquiera los neurólogos pueden explicar, más allá de algunos vagos conceptos generales, por qué determinados sonidos producen determinadas emociones. Y eso es, sin duda, parte esencial del atractivo del misterio musical. Las músicas se expresan en su idioma, y cada persona individual las interpreta desde su propia e irrepetible sensibilidad. Es verdad que en el caso de las canciones populares las letras cumplen con su rol, pero infinidad de personas sienten emociones específicas al oír canciones cuyas letras están cantadas en idiomas que no entienden: lo que evoca el sentimiento en esa circunstancia, lo que produce la magia, es una progresión de acordes y una melodía. En mi caso, la canción que en los últimos años me hace llorar a mares apenas empieza a sonar es Hallelujah, de Leonard Cohen, pero no en la versión original sino en la cantada por Jeff Buckley. Cuando le presté atención a la letra la emoción se profundizó (la canción menciona un acorde secreto que David habría tocado, y que habría complacido a Dios), pero el truco ya funcionaba en mí desde la primera vez que oí la grabación. Una tarde de domingo, recuerdo, mientras estacionaba mi auto. Me quedé allí detenido hasta que la canción terminó. Un instante eterno. “La música es el refugio de las almas ulceradas por la felicidad,” escribió alguna vez E. M. Cioran. Yo concuerdo. Mi alma conserva las úlceras que la felicidad le ha producido a lo largo de la vida, y cada vez que suena una música especial siento un delicioso dolor del que no querría, jamás, desprenderme. Aquí en la Argentina somos muchos (mi familia casi entera, por lo pronto, que ya ha comprado nueve entradas) los que registramos la cuenta regresiva de los días que faltan hasta que toque aquí U2. Siendo hoy lunes 6, faltan exactamente veintitrés días. U2 significa muchos recuerdos, por supuesto, pero también significa canciones imperecederas como One, With or Without You y All I Want Is You. Dentro de veintitrés días, miles de argentinos vamos a ser muy felices.

Leer más
profile avatar
6 de febrero de 2006
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.