Marcelo Figueras
Pensaba escribir sobre otra cosa, pero tuve la peregrina idea de ir al supermercado ayer domingo (los escritores también hacemos las compras, por lo menos cuando tenemos con qué… o cuando nuestras tarjetas de crédito todavía no transpasaron sus límites de gastos) y allí me topé con infinidad de anaqueles llenos de lápices, carpetas, gomas de borrar y un cartel omnipresente que proclamaba su mensaje con pretendida alegría: ¡Volvemos a clases! Mi primera reacción, producida desde el vientre, fue de malestar. Hace ya algún tiempo que no voy a clase alguna, pero como dice Jerry Lewis en la última edición de Esquire, todos tenemos nueve años, y nuestras reacciones más instintivas manan de un corazón que continúa siendo aquel que portábamos entonces. El mío fue un malestar solidario, un reconocimiento de la tristeza que sentirán tantos niños al entrar a un supermercado donde se les anuncia la inminencia de su ejecución como si se tratase de la mejor de las noticias; las burlas del destino.
No me opongo a la educación formal. De hecho salí bien parado del trance, y agredeciéndole no pocas cosas: la alfabetización, el disfrute del juego numérico, la Historia, mis primeros contactos con la mitología griega, con Borges y con Cortázar. Pero aunque lidiaba bien con las demandas del sistema, sufrí como la inmensa mayoría las indignidades de su ejercicio. Levantarse temprano, por ejemplo; todavía recuerdo madrugadas en las que, habiéndome despertado por las mías, rezaba para que el despertador no sonase o planeaba incursiones en el dormitorio paterno con propósitos de sabotaje. También la sensación de haber sido condenado a formar parte de un rebaño, donde se perdía el valor de la voz individual o de las peculiaridades de cada uno. Y por supuesto, la sumisión a una autoridad que a menudo era injusta, o insostenible por sus propios méritos. Por supuesto, estas pequeñas miserias forman parte de un aprendizaje que ya no es académico, sino que nos prepara para lo que los victorianos gustaban llamar la batalla de la vida. Pero aunque estoy agradecido a mis educadores y a mis escuelas (forzado cuando niño a dejar los estudios para convertirse en sostén económico de su familia, Charles Dickens describió a su biógrafo John Forster el horror de quien, al ser condenado a la ignorancia, se descubre marginado de la sociedad: “¡Lo que habría dado, si hubiese tenido algo para dar, para que me enviasen de regreso a cualquier escuela, para que me enseñasen algo en alguna parte!”), no puedo menos que sentir empatía con tantos pequeños para quienes su libertad tiene las horas contadas.
Los abrazo a todos, así como abrazo a los adultos conminados a cumplir con un deber para el que no tienen escapatoria, desde lo más profundo de mi corazón de nueve años.