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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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En defensa del niño que hay en mí

No sé por qué tiendo cada vez más a meter niños en mis ficciones. Mi amiga Ana Tagarro me lo preguntó hace ya tiempo, cuando la tendencia estaba mucho más oculta que hoy. Todo lo que podía servir por entonces como prueba era el hecho de que mi primer novela, El muchacho peronista, y también la tercera, Kamchatka, estuviesen narradas por niños en primera persona. Hoy ya no podría alegar casualidad. Mi cuarta novela, La batalla del calentamiento, tiene entre sus protagonistas a una niña bastante peculiar. (No se preocupen, que no está narrada en primera persona. Para ser preciso, está narrada por una voz omnisciente que se expresa en la primera del plural…) Y ahí está mi primer libro para chicos, Gus Weller rompe el molde, a poco tiempo de salir a la calle. Y el cortometraje que estoy por filmar, Pibe, que utiliza a un personaje infantil del que espero sea mi primer largo. Mi hija Agustina comentó la cuestión hace pocas semanas: “A papá le gustan las historias con nenitos, qué tierno,” con esa mezcla de respeto e ironía simultáneas que tan bien manejan los jóvenes. Quizás deba atribuírselo al hecho de haber pasado casi diez meses en el vientre de mi madre, en vez de los nueve convencionales. Me sacaron por la fuerza, dado que yo no di opciones. Debo haber pensado que había logrado engañar a los médicos definitivamente, y creído que podría permanecer en mi escondite para siempre: un niño eterno.

Este fin de semana vi dos películas en las que los niños juegan roles centrales. Una es la iraquí-iraní Las tortugas también vuelan. La otra es la italiana Domicilio privado, de Saverio Costanzo. Por cierto, están muy lejos de ser películas infantiles. Las tortugas cuenta la vida cotidana de un grupo de niños iraquíes en vísperas de la invasión norteamericana de 2003, muchos de los cuales sobreviven vendiendo las minas que abundan en el territorio lindante con su campo de refugiados. A uno de los actorcitos le falta una pierna. A otro los dos brazos. Y no se trata, aquí, de efectos especiales. Domicilio privado cuenta la historia de una familia palestina cuya casa es ocupada por soldados israelíes. El matrimonio tiene cinco hijos: dos son todavía niños y los otros tres todavía no dejaron del todo de serlo. Los efectos de esta violación del espacio privado sobre los niños son los más insoportables, así como lo son también sobre las criaturas de Las tortugas, y por eso producen en sus narraciones el suspenso más intolerable que haya experimentado en mucho tiempo con película alguna.

El efecto es el mismo que perseguía Kamchatka: transparentar el horror de una política de Estado al narrar sus efectos sobre un niño, que es el inocente por antonomasia. Utilizar un protagonista maduro hace que el lector / espectador levante las barreras de sus prejuicios o de sus posturas fijadas, porque bien o mal el adulto toma decisiones respecto de su destino y por ende lidia con las consecuencias de sus actos. Pero el niño no, el niño tan sólo está ahí, no ha elegido nada, no ha decidido nada, las culpas que paga son siempre ajenas: no le queda otra que tratar de sobrevivir a la desgracia que le imponen, echándole al mal tiempo su mejor cara. El protagonista niño demuele todas las argumentaciones políticas e ideológicas de los adultos, ¡todas esas excusas!, porque ¿quién que no sea un cínico o un supremacista nato puede defender las bondades de una política que necesita torturar niños para imponerse?

Tengo otras razones para preferir a los niños como protagonistas de mis ficciones. (También los prefiero en la vida real; mis hijas se ríen de mí porque en las reuniones tiendo a huir del conclave de los adultos para jugar con los más chicos, que por cierto son más divertidos.) No pretendo originalidad al argumentar que encuentro en los niños lo mejor del animal humano: su exuberancia, su sentido del humor, su creatividad, su capacidad para encontrar el juego en todo, su desenfado, el surrealismo con el que discurre su pensamiento y la naturalidad con que se relacionan con las inmundicias que el cuerpo produce en todo momento. También tiendo a ver a los adultos en relación a la fidelidad o infidelidad con que se han comportado respecto de los sueños que alentaban de niños, quizás porque mis mejores momentos son aquellos en que permanezco más fiel a aquel aliento. Y no niego que en ellos también veo el germen del egoísmo y de la crueldad; pero al tratarse de niños, sé que el daño que hacen y se hacen al comportarse así no puede ser sino minúsculo; y que no podría decir lo mismo respecto de los adultos.

Dejé este texto a medio hacer durante unos minutos, para acompañar a Agustina hasta la parada del autobús. En el ascensor le dije que la había mencionado en el blog, y le expliqué por qué. Entonces sonrió con buena leche y dijo: “Es que vos siempre fuiste un nenito, y siempre vas a serlo”. Lo cual, imagino, hace innecesaria ninguna otra explicación.

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5 de junio de 2006
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No se culpe a nadie

Fátima preguntó si había adaptaciones cinematográficas de las obras de Cortázar. Muy pocas, debería decir. Y casi ninguna digna de mención. Hace ya décadas Osías Wilensky filmó una versión de El perseguidor, el cuento inspirado en Charlie Parker donde figura la inolvidable frase: “Esto lo estoy tocando mañana”. Todavía vale la pena ver Blow Up, la relectura que Michelangelo Antonioni hizo de Las babas del diablo. (No confundir con Blow Out de Brian De Palma, que a su manera también conserva el elemento cortazariano, trasladándolo de la fotografía a la grabación sobre una cinta.) Creo que hace poco alguien filmó Manuscrito hallado en un bolsillo, sobre el cuento del hombre que viaja obsesivamente en el metro de París. Y si mal no recuerdo, hace ya tiempo alguien filmó en Italia una adaptación de La autopista del sur, aquella historia en la que tantos automovilistas quedan varados en el camino sin que nunca se entienda bien la razón. Hace algún tiempo intenté convencer a Marcelo Piñeyro de adaptar nuevamente al cine La autopista del sur. Fracasé. Ya lo hará alguien, más temprano que tarde; el cuento sigue siendo una joya.

Veo cine en otras muchas historias de Cortázar. Casa tomada sería una película interesantísima. Y también Lejana, el cuento en que Alina Reyes deja de ser Alina Reyes en la mitad de un puente que cruza el Danubio. Y Torito, claro. Y La noche boca arriba, aquel cuento en que un hombre sufre un accidente y sueña que es perseguido por los aztecas. Y Reunión, donde recrea un episodio de la revolución cubana.

Supongo que la renuencia de los cineastas a adaptar a Cortázar tiene que ver con algo que mencionaba días atrás: la negativa a apartarse de los preceptos del realismo. Porque nadie podría alegar que se trataría de películas costosísimas. Todo lo que hace falta para Casa tomada son dos actores y un edificio ominoso. Todo lo que hace falta para La autopista del sur son un montón de autos usados y un camino. Los elementos con que Cortázar genera inquietud y nos precipita en el ámbito de lo fantástico son cotidianos; nadie que no sea Cortázar puede generar desesperación a partir de un acto tan simple como el de ponerse un pullover, cosa que hace en No se culpe a nadie.

Salvando las diferencias entre ambos autores, se trata del mismo perjuicio sufrido por Borges. La muerte y la brújula sería una película magnífica. (Mi novela El espía del tiempo es una relectura de este cuento, y me consta que es adaptable al cine porque ya lo he hecho.) Emma Zunz es una historia fenomenal que alguien filmó hace ya demasiado tiempo. Lo mismo podría decir de El muerto y de La intrusa. (La intrusa es una de las peores películas de la historia; fue una de las dos ocasiones de mi vida en que me levanté del cine y me fui.) El Evangelio según Marcos es una historia magnífica, que hasta donde sé nadie quiso adaptar. Creo que alguna relectura del Tema del traidor y del héroe se ha visto aquí o allá con otros nombres; o quizás sea que he soñado tantas veces con esa historia que siento haberla reescrito una y mil veces.

Entre tantas maravillas que podría decir respecto de estos escritores, la que cuenta aquí es la siguiente: que emplean el lenguaje para obtener un efecto distinto al de la historia concreta que cuentan, aun cuando ese efecto sea complementario. No se culpe a nadie habla de alguien que lucha por ponerse un pullover, con una prosa que colabora a que nos quedemos sin aire. En El muerto, el ritmo del lenguaje comunica de antemano la fatalidad que alcanzará al protagonista tan sólo en la última línea del cuento.

Buena parte de los cineastas argentinos de hoy se niega a contar una cosa distinta de lo que enseñan sus encuadres. Cuando quieren producir emoción, ponen a alguien que llora. Cuando quieren comunicar vacío, despojan el cuadro. Cuando quieren transmitir la monotonía en la vida del personaje, filman monótonamente. Sin ser literatos, cometen el pecado de la literalidad.

Insisto: aunque respeto la existencia de todos los estilos, no puedo dejar de pensar que hoy en Latinoamérica el realismo es reaccionario, porque sugiere que la realidad es lo que es y no otra cosa, y por ende resulta inmodificable. Sabiendo como sabemos que toda transformación política es lenta y difícil, ¿por qué renunciar a la transformación por la vía de la imaginación, cuando nos consta que el arte crea realidad?

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2 de junio de 2006
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La vigencia de un clásico

Quizás sea la película de culto más cara de la historia, porque nació con vocación de blockbuster y fue un fracaso comercial. Pero desde su estreno, hace ya casi 25 años, convirtió a la mayoría de sus pocos espectadores en acólitos –entre los que por cierto me cuento. Blade Runner no ha dejado nunca de ser una de mis películas favoritas.

En aquel entonces atribuí mi fascinación a la mezcla entre la ciencia ficción y el film noir, dos de mis géneros favoritos: Rick Deckard (Harrison Ford) era Philip Marlowe en el siglo XXI. (Ya no estamos tan lejos del futuro descripto en la película: ¡faltan tan sólo trece años para el 2019!) Me gustaba además la descripción de ese mañana, que los films en que Hollywood juega al futurismo suelen pintar sintético y de colores brillantes y que Ridley Scott representaba oscuro, sucio y maloliente. Con el tiempo se hizo posible apreciar hasta qué punto Scott se había anticipado al presente: en su Babel cultural, en la inmigración masiva de los países periféricos hacia los centrales, en su manipulación de lo genético, en su descripción de las grandes empresas corporativas ocupando el sitial de las naciones, en la polarización de las clases sociales. Creo, incluso, que en Blade Runner oí por primera vez la palabra sushi. En el relato en off, que tanto resuena a film noir y que Ridley Scott dice detestar, Deckard aclara que sushi es el sobrenombre con que su ex esposa lo llama: “Pescado frío”.

Hoy estoy convencido de que, más allá de las satisfacciones superficiales que la película concede (en su dirección de arte, por ejemplo, que Scott explota al máximo como elemento narrativo: es posible verla más de veinte veces sin terminar de registrar la cantidad de elementos que el director incluyó en cada encuadre; ¡cada uno de ellos cuenta algo!), la fascinación que Blade Runner sigue ejerciendo sobre mí tiene que ver con su corazón. Blade Runner es una película sobre el más humano de los temas: la conciencia de la mortalidad. Al utilizar como villanos a unos androides que en esencia son una versión destilada de lo humano –más inteligentes, más bellos, más fuertes, pero con una “fecha de expiración” prefijada-, lo que Scott y los guionistas David Webb Peoples y Hampton Fancher hicieron fue poner en negro sobre blanco nuestro dilema cotidiano: ¿cómo vivir, sabiendo que más temprano que tarde habremos de morir?

Creo que he visto pocas escenas más conmovedoras que la de la muerte del androide Roy Batty (inolvidable Rutger Hauer), cuando cuenta las cosas que ha visto durante su corta existencia –y las emociones experimentadas en consecuencia- que ahora, al dejar de existir, se perderán para siempre. Y estoy seguro de que somos miles los que conservamos en la memoria sus palabras finales bajo el aguacero, ante la mirada azorada (¡conmovida!) de Rick Deckard: “All this things will be lost, like tears in the rain”. Todas estas cosas se perderán, como lágrimas en la lluvia.

Amo a Blade Runner porque es de esas películas que consigue explotar al máximo las potencialidades del cine. Es entretenida y provoca el pensamiento. Es imaginativa y a la vez piadosa. Es grave y ligera al mismo tiempo. Es una delicia para el ojo y también para el oído. (Ah, esa banda sonora de Vangelis…) Pone la cabeza en movimiento y también el corazón. En suma, es la clase de película que ilustra maravillosamente mi grito de ayer en contra del realismo: habla de cosas que nos son esenciales a todos pero lo hace de manera creativa, activando la imaginación.

La tengo en video, la tengo en laser y seré de los primeros en comprarme la versión multidisco en DVD que saldrá en el 2007, cuando se cumplan los 25 años de su estreno. Blade Runner es una de las películas que me llevaría a mi isla desierta.

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1 de junio de 2006
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¡A la basura con el realismo!

¿Por qué será que hay tantos que confunden el realismo con la realidad, o peor aún: con la verdad?

Conversando ayer con el cineasta Marcelo Piñeyro, la charla derivó a sus años en la Escuela de Cine, cuando discutía a diario con la mayoría de sus compañeros, que sostenían que una cámara sólo sirve para reflejar la realidad, e iba a ver Tiburón con el rostro envuelto en una bufanda para que no lo reconociesen. Piñeyro estudió cine en la Argentina politizada de los 70, aquella Argentina que murió como tal con el golpe militar de 1976. También militaba en política, como casi todos los de su generación, pero esa militancia no le impedía disfrutar del cine grande, del cine que escapa de los dogmas ideológicos que desearían confinarlo a los suburbios del documentalismo.

Mientras lo escuchaba, se me ocurrió que la cosa no era hoy tan diferente. Si bien no existe ya la consciencia política de los años 70, en las escuelas de cine se privilegia un estilo despojado (despojado de todo: de historia, de edición, de actuación) que muchos confunden con la verdad. Todo pasa por juntar cuatro adolescentes y seguirlos con la cámara al hombro mientras no hacen nada, o a lo sumo desgranan comentarios que están muy lejos de la prosa de Esperando a Godot. La excusa suele ser que estas películas reflejan una cierta verdad, algo real que ocurriría delante de la cámara, un momento auténtico; la idea es que la ausencia total de acción y de motivación dice algo sobre el estado del alma de los jóvenes de hoy. En todo caso deberían aclarar que se trata del estado del alma de tan sólo algunos, entre aquellos cuyos padres están en condiciones de pagar la matrícula de una escuela de cine. El resto sigue allá afuera, en el mundo verdaderamente real, presentando a diario batallas por la supervivencia cuya violencia no tiene nada que envidiar a las campañas napoleónicas.

¿Realismo? Esta gente pretende que el realismo es esa cosa chata y monocorde, cuando en todo caso la vida es acción pura y constante: nacimientos y muertes, florecimiento y putrefacción, terremotos y supernovas, sexo, pasión, violencia, ternura; esas cosas que ocurren todo el tiempo, todas a la vez.

Habría que decir que el realismo es tan sólo otra forma de contar, cuya relación con la verdad no es más íntima que la del surrealismo, o la de los géneros: se trata de un estilo más, la elección de una cierta mirada, de un punto de vista narrativo. No deja de ser llamativo que en un país cuya producción literaria más excelsa abunda en elementos fantásticos (Borges, Bioy, Cortázar, Horacio Quiroga), produzca un cine tan apegado al deber ser del realismo, más allá de excepciones históricas como la de Leonardo Favio y las de algunas películas de Eliseo Subiela y Pino Solanas. ¿Será que todavía le tememos a las imágenes? ¿Será que es más cómodo pretender que la realidad nos aplasta y determina, cuando –por ejemplo- su transformación por la vía de lo narrativo fantástico sugeriría que podemos cambiarla –cosa que preferimos no hacer?

A mí me interesan las mismas cosas que a todos: las pasiones humanas, el mundo que nos tocó en suerte y el mundo que querríamos dejarle a nuestros hijos. A este respecto no me diferencio en nada de un realista. Sólo que me divierte más explorar esas verdades y hablar de esos temas mezclándolos con figuritas de colores: cohetes, explosiones, viajes en el tiempo y en el espacio, lobos que hablan, el fondo del mar y la estratosfera, el misterio de un crimen y el misterio de la vida, las posibilidades creativas del lenguaje… A veces creo que muchos artistas olvidan el valor de la imaginación. ¿Y para qué quiero la imaginación, sino para vivir todas aquellas vidas y todas aquellas experiencias que no podré vivir por medios naturales? ¿Y para qué quiero la imaginación, si no la uso para ponerme en la piel del otro, del que es distinto a mí? Ya sé que películas como El niño, de los hermanos Dardenne, hablan del mundo por el que estamos transitando. Pero yo soy de los que cree que Matrix también habla de nuestro mundo, ¡y de una forma más divertida e infinitamente más creativa!

A la basura con el realismo. Que es donde le gusta hurgar, dicho sea de paso.

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31 de mayo de 2006
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Héroes al gusto del consumidor

En su edición dominical, el New York Times informaba de la tendencia de las editoriales de comics más populares (DC, la de Batman y Superman, y Marvel, la de Spiderman y X-Men) a crear cada vez más superhéroes que representan a minorías. Parece ser que ahora existe una BatWoman que es lesbiana, y un tal Blue Beetle que extrae su poder de un amuleto precolombino y que en su vida civil, esto es cuando no se disfraza como Blue Beetle, es un muchacho de origen mexicano. Le va a hacer falta ese amuleto y muchos más para revertir la política del gobierno norteamericano hacia los inmigrantes ilegales.

No niego que la tendencia pueda ser positiva, pero como tantas cosas que hacen los norteamericanos, huele más a mercadotecnia que a buenas intenciones. Si de verdad están tan interesados en representar a las minorías, ¿por qué accionaron legalmente para prohibir una exposición de arte que mostraba a Batman y Robin embarcados en actos sexuales –el uno con el otro? Si aspiran a la corrección política, ¿por qué no permiten que cada tribu urbana se apropie de los héroes clásicos como más le guste?

Estoy seguro de que los departamentos de comercialización de Marvel y DC cuentan con estudios que informan sobre la composición étnica y orientación sexual de su público; deben estar tratando de entregarle a sus compradores lo que imaginan que desean, y por eso alteran sus líneas narrativas y sacan a luz proyectos que habían enterrado. Esta suerte de “creaciones dirigidas”, que tanto tienen de laboratorio, no suelen dar buenos resultados. El artículo informa que muchas series concebidas de esta manera ya han sido discontinuadas, porque el público no respondió como esperaban.

Los cálculos aplicados al arte nunca funcionan bien. Pocos días atrás, el mismo New York Times publicó una encuesta que realizó entre doscientos escritores, críticos y editores en busca de la mejor novela norteamericana de los últimos veinticinco años. El resultado es el paradigma de la corrección política aplicada al arte: triunfó Beloved, de Toni Morrison, por encima de novelas indiscutiblemente superiores como Underworld y Libra de Don DeLillo, la saga de Rabbit Angstrom escrita por John Updike y American Pastoral de Philip Roth. Imagino que la mayoría de los votantes puso Beloved alto en la lista para cubrirse de cualquier sospecha (Toni Morrison es negra, y Beloved habla de la dolorosísima experiencia negra en los Estados Unidos), y al hacer la cuenta final los votos para DeLillo, Updike y Roth resultaron divididos entre muchas de sus novelas y terminó triunfando la culpa (norte)americana por encima de la literatura. Toda la lista final transpira cierta angustia introspectiva, se trata de novelas que aunque más no sea tácitamente intentan responder a la pregunta: ¿Qué fue lo que salió mal? Yo prefiero toda la vida Wonder Boys y The Amazing Adventures of Kavalier & Clay, de Michael Chabon, antes que Beloved.

En lo que respecta a los superhéroes que representan a las minorías, me gustaría decirle a los señores de Marvel y DC que no se preocupen por crear personajes de origen latino, que de eso nos encargamos nosotros.

O por lo menos deberíamos estarlo haciendo.

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30 de mayo de 2006
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La Eternauta

El artículo que José Pablo Feinmann publicó ayer en el diario Página 12 disipó la intriga que yo conservaba desde el acto del 25 de Mayo en la Plaza: ¿quién era esa mujer que aparecía detrás de Kirchner en el escenario, durante el discurso presidencial? Porque había otras mujeres muy fáciles de identificar: la propia Cristina Fernández de Kirchner, y las inconfundibles Hebe de Bonafini y Estela Carlotto, en representación de una agrupación de Madres y de las Abuelas de la Plaza. Pero esta otra mujer, con el rictus de dignidad en el rostro que sólo confiere un dolor extremo, ¿quién era? Feinmann me lo confirmó: era Elsa Oesterheld, la viuda de Héctor Oesterheld, el creador de historietas inolvidables como El Eternauta, Ernie Pike y Sargento Kirk. Oesterheld es uno de los treinta mil desaparecidos durante la dictadura. Pero no es el único Oesterheld en esa lista, como Elsa puede confirmar. Hay otros cuatro Oesterheld desaparecidos: sus cuatro hijas.

Dice Feinmann que Elsa fue siempre antiperonista, furibunda, cerrilmente antiperonista. Y que por eso su tragedia es doble: no sólo perdió a sus seres amados, sino que además no comprendió en su momento la causa por la que ofrendaron la vida. Sin embargo Elsa aceptó la invitación a participar del acto, y a subir al escenario en el que no había ningún signo de la liturgia peronista; tan sólo un cartel que rezaba La Patria somos todos. Dice además Feinmann que la llamó esa noche y que la encontró contenta. Según contaba Elsa, al subir al escenario Kirchner le dijo que bajase la cabeza para que no se golpease con un caño, y ella replicó: “Vea, Presi, nunca un presidente me había cuidado la cabeza. Al contrario, si me habrán golpeado ahí y en todas partes…”

Elsa tiene 81 años y está entera. Le dijo a Feinmann que en un momento del acto del 25 miró a la multitud y le pareció que en cada chico de la multitud veía a sus hijas. Todo lo que les queda de ellas es un nieto llamado Fernando, que está en Alemania, y otro llamado Martín, que le ha dado un bisnieto llamado Tomás. Y por supuesto, también estamos todos aquellos que crecimos venerando las historietas de Oesterheld. Sería justo que nos considerase su familia extendida, porque los relatos de Héctor fueron parte vital de nuestra educación. Oesterheld escribía aventuras protagonizadas no por superhéroes, sino por hombres parcos y siempre dignos. No eran héroes de profesión, sino tipos que llegado el momento decidían estar a la altura de su propia Historia. Como el mismo Héctor, en suma.

Su obra más conocida, El Eternauta, tiene como protagonista a Juan Salvo, un hombre común y corriente a través de cuyos ojos vemos una invasión extraterrestre. Salvo, su mujer y su hija sobreviven por casualidad a una nevada mortífera que los extraterrestres envían sobre Buenos Aires. Cuando comprueba que también hay otros sobrevivientes, Salvo se integra a la resistencia. La lucha es desigual, en aquel Buenos Aires de los años 60 no existen medios para combatir contra una tecnología tan superior. Pero Salvo y los otros perseveran hasta obtener una triste victoria. Al término de esa batalla, Salvo comprende que su hija y su mujer han desaparecido. De allí en más se dedica a buscarlas por toda la eternidad, por eso es un eternauta, porque navega el tiempo en busca de los seres amados que ha perdido y con los que, está seguro, terminará reencontrándose en algún momento.

Siempre pensé que había mucho de Oesterheld en Juan Salvo, pero ahora creo que existe otra lectura posible, más cercana a la verdad: Juan Salvo es Elsa. Ella es La Eternauta.

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29 de mayo de 2006
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(Continuará.)

A veces me pregunto cómo sería aquella época en que los lectores esperaban la aparición del nuevo episodio de una ficción serializada; como los estadounidenses que aguardaban la llegada del barco que llevaba los últimos capítulos de The Old Curiosity Shop, de Charles Dickens, y que le preguntaban a los marineros aun antes de atracar: “¿Ha muerto la Pequeña Nell?” Pero no tengo muchas dudas al respecto, porque salvando las distancias históricas y tecnológicas, puedo entender la ansiedad y el dulce placer de una espera que es también dolorosa. Yo soy de los que espera cada semana la emisión del nuevo capítulo de la serie Lost.

Se trata de un arte que los escritores ya no practican, y que ha quedado por completo en manos de la gente que produce seriales o melodramas: el de terminar cada capítulo satisfaciendo al espectador y a la vez produciéndole deseos de saber más. Los creadores de Lost tienen claro que Dickens ha sido su precursor en la persecución de ese delicado equilibrio: en el último episodio de la segunda temporada, que acaba de ser emitido en los Estados Unidos, un personaje clave lleva siempre consigo un ejemplar de Our Mutual Friend. (Según declararon a The New York Times, se trataba de un homenaje a dos bandas: a Dickens, por las razones ya explicitadas, y a John Irving, otro discípulo del maestro, que dijo a la prensa que no había leído Our Mutual Friend “porque quería guardarse para el final” la única novela de Dickens que no ha leído aún.)

Yo mido mi semana de acuerdo a estas ficciones adictivas: el lunes, por ejemplo, no es el primer día de la semana laboral sino el día de Lost. Envidio a aquellos que, como el cineasta Marcelo Piñeyro, tienen la presencia de ánimo de esperar la salida de la temporada completa en DVD. (Parsimonia que esconde una glotonería peor que la mía, ya que se trata de tener a mano la temporada completa para poder ver capítulo tras capítulo sin parar.) Y manifiesto un cierto desprecio por aquellos que como mi amigo Nico Lidijover se los bajan de internet apenas los transmiten en USA; yo pretexto que los ven de manera horrible, con saltos e imagen granulada, cuando en realidad siento una terrible envidia porque no sé cómo bajármelos…

Lo que más me tienta de la idea de producir alguna vez para la televisión es el deseo de generar en otros esta ansiedad a la vez horrible y maravillosa que tanto disfruto como espectador. Mientras tanto me limitaré a tratar de producirla con mis novelas. Creo que en la nueva, La batalla del calentamiento, se me ha colado algo de esta intención. Y cada vez estoy convencido de que será un elemento clave en la novela que ya empecé a organizar. Lo ideal sería poder editarla en partes; ya sé que el esquema es anacrónico, ¡pero a Stephen King no le fue nada mal con The Green Mile!

(PD I: mientras escribo esto, jueves por la tarde, soy consciente de que en el fondo de mi mente existe la consciencia de que hoy es el día E.R., serial que vengo siguiendo adictivamente desde hace, ugh, er… ¡doce años!).
(PD II: a veces me pregunto si lo que más me gusta de este blog no será el mecanismo adictivo, la generación de una curiosidad diaria. Ya sé que se los ha usado alguna vez para colgar ficciones serializadas, pero en general están teñidas de una modernidad que parece inevitable dada la propia modernidad del medio. Lo que me pregunto es si un blog no sería el mejor medio posible para colgar una ficción adictiva con corazón decimonónico…).

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26 de mayo de 2006
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¿Qué hay detrás de un libro?

Conocemos las obras terminadas de los escritores, y sus textos nos permiten inferir, o cuanto menos imaginar, la ambición literaria que pusieron en juego durante su escritura. Pero en general no sabemos cuál era la expectativa humana detrás de la publicación de esos libros. ¿Dinero? ¿Fama? ¿Una saludable combinación de ambas? ¿O simplemente un reconocimiento a la batalla presentada?

En febrero de 1836, Charles Dickens comenzó a escribir lo que se convertiría en su primera novela, The Pickwick Papers. En aquel entonces era un periodista cuyas crónicas de costumbres, firmadas con el seudónimo de “Boz”, le habían granjeado una cierta notoriedad. Trabajaba como un perro y ultimaba detalles de su inminente boda con Catherine Hogarth cuando William Hall le propuso que escribiese una ficción serializada. Nadie podía prever que Pickwick se convertiría en el éxito popular que fue. Sin embargo la contemplación del manuscrito original, con su letra firme y decidida y con sus párrafos casi desprovistos de correcciones, nos sugiere que Dickens intuyó que había encontrado, en el trabajo minero de aquella escritura, una veta riquísima que no podía dejar de explorar compulsivamente–cosa que haría hasta el último día de su vida.

Poco después, un Herman Melville que también acababa de casarse acometió la escritura de Moby Dick. Como a Dickens, la vida parecía sonreírle. Sus libros con recuerdos de su vida como marino, Typee y Omoo, habían sido bien recibidos por la crítica y el público. Tan confiado se sentía en su futuro, que en 1850 adquirió una finca en Pittsfield, Massachussetts, a la que bautizó Arrowhead.

Cualquiera que hojee Moby Dick comprenderá la enorme ambición literaria de Melville: se trataba de un salto cualitativo infinito respecto de sus libros anteriores. Pero al ser editada en Gran Bretaña en octubre de 1851, bajo el título de The Whale (La ballena), la novela no vendió ni siquiera trescientos ejemplares en los primeros cuatro meses de venta. Y en los Estados Unidos, su patria, vendió poco más de dos mil ejemplares de una tirada de cinco mil; el único cheque por derechos que cobró no llegaba a los seiscientos dólares. Melville trabajó los últimos años de su vida como inspector de aduanas. A su muerte, los diarios lo recordaron apenas como el autor de Typee. El New York Times tuvo el descaro de dedicarle una necrológica en que no lo llamaba Herman Melville, sino Henry Melville.

A su manera, ambos escritores huían del mismo fantasma: el del fracaso económico, que a su tiempo había acabado con sus padres. La realidad los había convencido de que podrían lograrlo si seguían escribiendo, cosa que habían empezado a hacer suscitando el entusiasmo del público. Y allí sus caminos comenzaron a separarse. Con Pickwick, Dickens descubrió su vocación y las mieles del éxito. Con Moby Dick, Melville halló su voz de profeta –y se condenó a vivir los cuarenta años restantes de su vida en el desierto, donde no halló dinero, ni fama ni reconocimiento alguno.

Uno se contenta diciendo que Moby Dick terminó obteniendo reconocimiento. Pero no puedo dejar de pensar que el pobre Melville merecía algo mejor que la gloria póstuma. Debe haber marchado hacia la muerte sintiendo que el capitán Ahab se le reía en la cara, porque le tocaba compartir el destino aciago que imaginó para él en aquel libro que creyó importante sin que nadie, ¡nunca!, le diese la razón.

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25 de mayo de 2006
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Shakespeare en mi heladera

Adoro las malas palabras. Pocos placeres más exquisitos que el de una palabrota bien empleada. Siempre fui un boca sucia, a lo que debo el dudoso privilegio de haberle enseñado a mi hermano menor su primer vocablo –que no fue mamá, por cierto.

Me encanta aprender insultos en otros idiomas. La capacidad de síntesis del inglés, ya de por sí notable, se supera a sí misma en el insulto que contiene la tragedia de Edipo en un único término: motherfucker. Hay palabrotas en francés y en alemán que me parecen deliciosas: merde, scheisse –que significan lo mismo. Pero ningún idioma ofrece tal profusión en la materia como el nuestro. Por eso disfruté la presentación con que Roberto Fontanarrosa abrió el último Congreso de la Lengua en Rosario, dedicada por completo al tema. Cada país o región de nuestro continente idiomático ofrece sus propias invenciones. Mi amigo Pasqual, catalán y fotógrafo (en ese orden), me enseñó que en México, donde vivió algunos años siguiendo las andanzas del subcomandante Marcos, se le dice joto a lo que nosotros, en la Argentina, denominamos puto. Anoche Santiago Roncagliolo, que está en Buenos Aires en plena gira del premio Alfaguara, aportó algo que le dijeron en Cuba y que suena similar a chichirimichi, aunque no pudo dar precisiones respecto de su significado.

Con otro amigo, el productor mexicano Matthias Ehrenberg, nos juramos que algún día armaríamos un diccionario de insultos del habla hispana. Nos ganó de mano un par de autores, que acaban de editar aquí una compilación sobre el tema. (Me guardaré sus nombres por despecho, y además porque no los recuerdo.) Pero aunque su libro coleccione palabrotas, presumo que no debe incluir expresiones insultantes, que suelen ser aún más coloridas y creativas que las palabras a secas. La que más nos hacer reír a Matthias y a mí es una mexicana: decir que a alguien le hace agua la canoa es mucho más simpático que decirle joto a secas. (Pido perdón por la incorrección política de quien escribe, pero es difícil manejar insultos sin salpicar a nadie. Si alguien se ofende, aceptaré sus insultos con la mayor gracia posible.)

Resultan llamativos los casos en que los insultos pierden su valor agraviante para convertirse en otra cosa. Aquí el término descamisados, con que cierta clase social insultaba a los peronistas de los años 40, terminó reivindicado como una bandera. El tan argentino boludo se transformó en la palabra más usada por los adolescentes de hoy, reeditando la ubicuidad del che de otras épocas. Y las que más usan el término son, paradójicamente, las mujeres: se la pasan todo el tiempo diciendo boluda, ¿viste?, no sabés, boluda, ay, boluda, ¡cómo te quiero!

En lo que presumo un acto de justicia poética, mi hermano, que acaba de regresar de su primer periplo europeo, me trajo un montón de imanes para la heladera que reproducen insultos shakespirianos. Porque la inventiva del William también era elefantiásica en esta materia. Me encantan expresiones como bolting-hutch of beastliness, de Henry IV, Part I. Y Thou crusty batch of nature, de Troiluis and Cressida. Y cream faced loon, de Macbeth. Y Thou elvish-mark’d, abortive, rooting hog, de Richard III. Lástima que mi favorito entre los insultos shakespirianos no figura en ninguno de los imanes: es el You base football player que Kent profiere en el primer acto de King Lear. Decirle a alguien que es un vulgar futbolista es mi idea de un insulto perfecto, dado que detesto el fútbol. (Y en la inminencia del mundial, mucho más.)

Sí, ya lo sé. Soy un argentino extraño.

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24 de mayo de 2006
Blogs de autor

El copyright de Dios

Una de las cosas que siempre me sorprendió del Antiguo Testamento es la siguiente: que sus exégetas se la hayan apañado para convencer a media humanidad de que ese Dios iracundo, injusto e imprevisible que está tan patente en el texto es en verdad un Dios omnisciente y perfecto, que jamás se equivoca y que rezuma amor. En todo caso es un Dios que aprende a la par que sus creaciones, que es permeable al diálogo con el hombre y que finalmente se aparta del mundo, para dejarlo crecer en libertad –o para ocultar su verguenza. (El libro God, A Biography, de Jack Miles, es sublime en su análisis del Creador como personaje literario; ignoro si hay traducción al español.) Si los intérpretes religiosos hubiesen sido más fieles a la letra del libro, seguramente habrían sido más tolerantes con la criatura humana, que también aprende a medida que camina. Pero en ese caso se habrían probado prescindibles, ya que a nadie le cuesta trabajo comprender que A es A, y por eso se dedicaron a convencernos de que A en realidad es B, y que sólo ellos pueden explicárnoslo.

Después vino el Nuevo Testamento, cuyo texto es inequívoco en su mensaje de amor y de tolerancia; y aún así sus exégetas se las apañaron para convencernos de que la defensa de ese credo justificaba las guerras, la tortura, la pena de muerte, la persecución y la censura. Aunque moderados, ya que el tiempo no avala inquisiciones ni hogueras, los debates suscitados hoy por El código Da Vinci siguen teniendo esa impronta de la intolerancia con el que disiente. A aquellos que, como yo, llegamos a la discusión recién con el estreno de la película, no deja de extrañarnos la ofensa que muchos expresan ante una ficción que nunca cuestiona la esencia del mensaje cristiano –tan sólo su hojarasca.

La película El código Da Vinci no niega jamás la existencia de Jesús, ni sus palabras ni sus obras. Esto es, no se mete con su mensaje ni con su ejemplo de vida. Tan sólo imagina que estuvo casado con María Magdalena y que procreó una hija. Es verdad que no existe evidencia histórica para suponer que esto es cierto, pero tampoco la hay para proclamar lo contrario. Habría que decir que la Iglesia institucional creó su propia ficción en torno de Jesús, en la que puso elementos fantásticos como la inmaculada concepción de María y la resurrección, y la convirtió en artículo de fe: no se puede discutirla, tan sólo hay que creerla. Después vendrían las otras ficciones: el celibato de los religiosos, la consagración del sacerdocio masculino, los preceptos morales traídos de los pelos… Todavía hoy, la imagen de un grupo de cardenales dedicando tiempo a discutir sobre la esencia pecaminosa de los preservativos me mueve a risa.

En todo caso, se trata de gente que pretende que su ficción es mejor que la otra. Gente que le niega a otra el derecho a imaginar algo más sobre Jesús, como si fuese dueña del copyright de Dios. Y que no puede dar más prueba de la verdad sobre lo que dice que la que incluye Dan Brown en su novela: en ambos casos se trata de especulaciones sin evidencia histórica concluyente. Aquellos que tienen fe deberían darse por satisfechos con la comprobación de que la figura de Jesús sigue teniendo popularidad. Y aprovechar la oportunidad para desplazar el foco hacia su mensaje evangélico, en un mundo que nunca parece haber estado más necesitado de tolerancia en toda su historia.

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23 de mayo de 2006
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El Boomeran(g)
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