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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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¿Indignación o hipocresía?

Cierta gente de los Estados Unidos tiene una neurosis tan grande que linda con el delirio. El domingo pasado se estrelló un avión en Kentucky, a causa de lo que aparece como error humano: haber utilizado una pista demasiado corta para despegar. Murió mucha gente, lamentablemente. Esa misma noche tenía lugar la entrega de los Emmy, el premio mayor de la TV de ese país. La transmisión se inició con un sketch a cargo de Conan O’Brien, que era el animador de la velada. Ese corto, obviamente filmado con antelación, se iniciaba con una variación humorística sobre la serie Lost: O’Brien viajaba en un avión que se caía, yendo a parar a una isla desierta en la que se encontraba con uno de los personajes de la historia. En la isla encontraba una escotilla que lo conducía al universo de otra serie, The Office, y de allí saltaba a meterse en House, y después en 24… Una forma divertida de iniciar la ceremonia, y poco más.

El lunes por la mañana, entre la información y los comentarios sobre quién había ganado y quién no, se alzaron voces que criticaban a la cadena NBC por el presunto mal gusto que habría constituido la porción del sketch que mostraba a O’Brien en el avión. En todo caso habría sido de mal gusto hacer algo así en vivo, dadas las circunstancias del accidente real. Pero imagino que O’Brien y la NBC habrán entendido que mutilar el sketch era inviable, porque habrían tornado incomprensible su lógica; y que levantarlo del todo hubiese despojado a la ceremonia de su único comienzo. Por lo demás era evidente que el sketch había sido filmado y editado mucho antes del domingo. No me parece mal que la gente se solidarice con el dolor ajeno, pero también es posible exagerar en la materia. Los parientes de las víctimas no habrán dedicado su domingo por la noche a ver la entrega de los Emmy, de eso estoy seguro, y en consecuencia no deben haber tenido oportunidad alguna de sentir más dolor del que ya padecían.

De cualquier forma la cadena NBC salió ayer a pedir disculpas por el error que, al menos eso creo yo, nunca cometió. Qué quieren que les diga, yo desconfío de la gente que protesta por un sketch y no dice nada cuando su país invade a otro, masacra civiles y mantiene prisioneros sin derecho a representación legal. No puedo fiarme de personas que arman escándalos por causa de un segmento televisivo y dejan a los pobres de su nación librados a su suerte, en medio de un huracán. Recuerdo que, durante los años del menemismo, trataba de poner coto a mis propias quejas diciéndome que merecíamos lo que nos pasaba dado que habíamos –yo no, pero la mayoría sí- votado a esa criatura infame y dañina. Ahora tengo la tentación de decir algo semejante a los amigos del norte, pero ni siquiera estoy seguro de que se ajuste a la verdad. No soy el primero ni el único en tener dudas sobre el proceso electoral que encumbró en su cargo al actual presidente, un sitial que Roosevelt ocupó alguna vez y que hoy, para pesar del mundo, se cubre a diario de indignidad.

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30 de agosto de 2006
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El retorno de Peter Pan

¿Qué es de la vida de los personajes que amamos, más allá de la frontera del The End? Me he preguntado muchas veces qué fue de Rick Blaine después de la partida de Ilsa, lo que es igual a preguntarse cómo sería una segunda parte de Casablanca. Me pregunto si Deckard conoció la felicidad después del final que muestra Blade Runner. Y qué fue de Edgar después del telón de King Lear. Y si la vida fue amable o no con el Oliver Twist adulto. La mayoría de las veces que trataron de responder a estas preguntas, retóricas en su esencia, no se consiguió otra cosa que arruinar el encanto. En algún momento de los 80, si no recuerdo mal, Casablanca se convirtió en una serie de televisión que no tuvo éxito: está claro que David Soul (conocido como Starsky, o bien como Hutch; nunca los distinguí del todo) no es ni será nunca Bogart. Y ha habido docenas de intentos de retomar el personaje de Sherlock Holmes, pero nunca me topé con ninguno que estuviese a la altura del original. (Michael Chabon intentó darle una vuelta de tuerca en The Final Solution, pero a mi entender no lo logró del todo.)

El próximo 5 de octubre Simon & Schuster publicará en los Estados Unidos Peter Pan in Scarlet, la primera continuación “oficial” de las aventuras de Peter Pan creadas por J. M. Barrie. La oficialidad del intento deriva de la aprobación de los dueños de los derechos, que Barrie cedió en su momento al Great Ormond Street Hospital for Children de Londres. Los responsables del hospital organizaron un concurso en 2004, en busca del autor adecuado. La ganadora fue Geraldine McCaughrean, de 55 años, autora de otros ciento veinticinco libros infantiles, algunos de ellos ganadores de premios prestigiosos como el Whitebread Children’s Book Award. Peter Pan in Scarlet es el resultado de aquella selección. La historia de McCaughrean transcurre en 1926, varios años después de la acción original: los “Lost Boys” son aquí “Old Boys”, y Wendy Darling se ha convertido en esposa y madre. Pero una serie de extraños sueños que le llegan desde Neverland la obligan a emprender el regreso, para lo cual no le queda otro remedio que volver a ser niña, cosa que hace con la ayuda de un hada llamada Fireflyer. (De Tinkerbell, o Campanita, ni noticias.)

El libro de McCaughrean no es el primero en retomar a Pan y sus amigos. Las leyes del copyright internacional establecen que los personajes de Barrie sólo deben ser usados con autorización del Ormond Street Hospital en Gran Bretaña. En los Estados Unidos, por el contrario, son figuras de dominio público, lo cual dio pie a Dave Barry y Ridley Pearson para que escribiesen dos libros con Peter Pan de protagonista que se han convertido en best sellers. El segundo de ellos, Peter and the Shadow Thieves, ya vendió 350.000 ejemplares desde su debut en julio. Estas novelas son lo que en cine se denomina prequels, aventuras que transcurren con anterioridad a la historia escrita por J. M. Barrie. Según dicen tienen un tono más contemporáneo, lleno de humor elemental y escenas de persecuciones. El libro de McCaughrean, por el contrario, sería una suerte de prolongación del estilo del original, con un Peter que también sería más fiel a Barrie en su egoísmo: al releer el clásico, McCaughrean se sorprendió por su oscuridad. “Es despiadado, y no muy correcto políticamente,” dijo la escritora al New York Times. McCaughrean efectuó sus propias correcciones al concebir a una Wendy más feminista, y dotó a la historia de un tinte ecologista al pintar una Neverland arrasada por la polución.

Lo peculiar del caso es que este libro es la última oportunidad que tiene el Great Ormond Street Hospital para hacer algo de dinero gracias a Peter Pan, dado que los derechos cedidos por Barrie caducan en el año 2007. Esto significa que desde el año que viene, cualquiera de nosotros puede escribir su propia aventura protagonizada por Peter, Wendy y los Lost Boys. Lo cual no se aleja demasiado de lo que ya ocurre en la práctica. Las historias que amamos de verdad son reescritas una y mil veces en nuestros corazones, y encuentran ecos en los hechos más trágicos y más maravillosos de nuestras vidas.

A veces pienso que son ellas las que nos escriben a nosotros.

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29 de agosto de 2006
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Un país rico en madres

Yo soy de los que creen que los ciclos que no se cerraron tienden a repetirse. Ayer leía un artículo sobre Cristina Rosa Herrera, madre de dos jóvenes que murieron a causa del temible “paco” (la pasta de cocaína invierte la convención de las películas de terror, porque convierte a los chicos en zombies primero y en cadáveres después) y no podía dejar de pensar en otras madres, las de Plaza de Mayo. Hace treinta años, una dictadura militar arrancó a miles de mujeres de sus casas, lanzándolas a calles, juzgados, comisarías y cuarteles en busca de sus hijos. Tres décadas después esa búsqueda encuentra eco en esta de hoy: miles de mujeres humildes se ven obligadas a dejar sus viviendas noche tras noche, para rastrear a los hijos a los que el paco ha sumido en algún infecto agujero.

El eco se torna perverso cuando uno piensa que los jóvenes de entonces eran obreros, profesionales, gremialistas e intelectuales, sin dudas lo mejor de aquella generación, y que las víctimas de hoy suelen ser chicos de la villa, que no han completado su educación y que no consiguen trabajo o bien no se resignan a esclavizarse por un jornal que no alcanza ni para dos platos de arroz. Es un eco perverso por su deliberación: en los 70 se eliminó a los que trabajaban para convertir a este país en un sitio más justo, y hoy se elimina a los que el sistema considera sobrantes, aquellos que no sirven para producir ni para consumir. Se trata de dos momentos complementarios de las misma estrategia político-económica: aquel para conservar el statu quo, éste para ser consecuente con su darwinismo social.

Pero que nadie dude, más allá de las diferencias superficiales aquellas madres y estas madres son la misma cosa, mujeres que sin más armas que su amor y su voluntad luchan contra el molino de viento de la violencia estatal (en los 70) o bien económica y social (hoy). Aquellas madres se enfrentaban a una cruel máquina de destrucción, cuyos responsables todavía no terminaron de rendir cuentas a la justicia. (He aquí el ciclo que no se ha cerrado como debía.) Estas de hoy ni siquiera tienen el consuelo de identificar a los verdugos de sus hijos. En este sentido la perversión del sistema se perfeccionó: ya no hacen falta verdugos que secuestren, torturen y fusilen, basta con condenar a las víctimas a vivir en condiciones inhumanas, tornar imposible que se eduquen, despojarlos de toda esperanza de mejora y entonces, cuando estén caídos, ofrecerles unos minutos de felicidad intensa en la forma de una pipa de paco, al irrisorio precio de un peso cincuenta: ¡treinta centavos de euro!

El artículo de Cristian Alarcón en Página 12 (soberbio, como todas sus crónicas sobre los condenados de esta tierra) no necesita adjetivar porque cuenta con la elocuencia de los hechos. El primer hijo que Cristina perdió, a quien llamaban Ro, se suicidó en medio de un ataque de abstinencia. El otro, Matías, murió de un balazo en la sien al negarse a compartir su pipa. (He ahí el precio de una vida en mi país, cotizado con precisión: alguien puede morir por negarse a entregar algo que compró por un peso con cincuenta.) Si bien es cierto que muchas cosas se están haciendo bien en la Argentina de hoy –la insistencia en llevar a juicio a los genocidas de los 70, algunas políticas económicas y sociales-, a nadie escapa que la tortilla que hay que dar vuelta es grande y pesada. Hasta los más optimistas sabemos que el camino hacia una Argentina más justa, retomado después de un hiato de treinta años, no se recorrerá en un soplo. 

Mientras tanto las madres siguen con su búsqueda. Aquellas madres, respetadas y veneradas pero todavía hambrientas de justicia. Estas madres, casi tan solas y desamparadas como aquellas lo estaban cuando comenzaron a andar en torno de la Plaza. Yo las encuentro bellas a todas, hay algo de justicia poética en esto de haber perdido a mi madre pero vivir en una tierra que es riquísima en ellas, en la que nunca faltan.

Ayer por la tarde, mientras la historia de Cristina me asolaba el alma, vi una película en la que un personaje disuadía a otro de su suicidio diciendo que no vale la pena perderse un mundo donde existe tanta belleza. Yo estoy de acuerdo, es por eso que sigo aquí, es por eso que trabajo a diario. Sólo que a veces desearía que la belleza de este mundo no fuese tan desgarradora.

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28 de agosto de 2006
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Pequeñas Joyas de la Imbecilidad Humana

Esto ya es vox populi: después de recibir quejas de parte de un televidente, el ente británico regulador de los medios de comunicación –llamado Ofcom- decidió censurar dos episodios del dibujo animado Tom & Jerry, Texas Tom y Tennis Chumps, en los que se mostraba a los personajes fumando. Según Ofcom, la empresa Turner Broadcasting, dueña de la licencia sobre Tom & Jerry, propuso “editar cualquier escena o referencia que en la serie parezca condonar, aceptar o glamorizar el acto de fumar”. Escenas en las que se fuma también serán censuradas en Los Picapiedras y Scooby-Doo.

A mí esto me parece un disparate, qué quieren que les diga. Los padres que se quejan y las empresas que mutilan films, con la excusa de proteger la salud de los niños e impedir que la imitación los conduzca al tabaquismo, son tan sólo otra muestra de cuán profundamente está arraigada la imbecilidad en el espíritu humano. ¿Les parece preocupante que los chicos imiten al gato Tom en su vicio de fumar, pero encuentran natural que el perro y el gato se ataquen a cada minuto con waffleras de hierro, bates de béisbol y pianos de cola? En todo caso, si de algo deberíamos proteger a nuestros pequeños sería de la presentación de la violencia como la cosa más natural del mundo. Pero en ese caso deberíamos prohibirles la mayor parte de las series, de las películas y ni hablar de los noticieros.

Este sendero de la imbecilidad es preocupante, en la medida en que sienta un precedente sin retorno. ¿Vamos a revisar ahora la historia del cine y de la televisión, para censurar todo lo que nos parezca políticamente incorrecto? En la columna que escribió para Entertainment Weekly, Dalton Ross menciona un ejemplo de arte elevado (El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith) y otro de arte popular (el serial televisivo de Batman que data de 1943) en los que el racismo de sus protagonistas, hacia los negros en un caso y hacia los japoneses en otro, es rampante. ¿Deberíamos expurgar a Griffith y cortar de este Batman hecho en tiempos de guerra toda referencia despectiva hacia los “ojos rasgados”? ¿No son estos relatos una muestra de su tiempo y de la circunstancia en que fueron concebidos, objetos históricos al igual que lo es la Piedra de Rosetta, y merecedores por ende de respeto a su integridad?

Aquí en la Argentina sabemos bien lo que ocurre cuando se trata de corregir la historia retroactivamente. A mediados de los 80, poco después de caída la dictadura, hice un informe para un programa de TV sobre la censura al cine en tiempos militares. Las flamantes autoridades democráticas me abrieron el sótano del Instituto del Cine en que habían quedado las tiras cortadas por los censores de las películas originales: kilómetros y kilómetros de celuloide. Lo llamativo es que estos censores no sólo se habían ocupado de tijeretear las películas del presente (recuerdo que habían cortado ¡cuarenta y cinco minutos! de Bound for Glory, la película sobre el cantante folk Woody Guthrie), sino que se habían tomado el trabajo de cortar hacia atrás: habían mutilado casi la mitad de El acorazado Potemkin, el clásico de Eisenstein. Desde entonces lo tengo más que claro: desconfíen de todo el que altera una obra de arte escudándose en sus presuntas buenas intenciones. Detrás de ese comisario ideológico siempre hay un fascista a punto de enseñar las garras –y el padre que emitió la queja contra Tom & Jerry, ustedes disculpen, tiene alma de Duce.

También pensaba en la gente con alma de Duce cuando leí las últimas noticias sobre L. M. R., esta chica discapacitada, violada y embarazada sobre la que hablé aquí mismo hace pocos días. La Justicia, la casta médica y los grupos católicos hicieron lo imposible para impedirle abortar, pero al fin apareció un profesional que practicó la intervención. La gente que trata a diario a L. M. R., que además es menor de edad, dice que ha vuelto a sonreír y a jugar, que es lo que corresponde a su edad mental de ocho años. La chica ha salido relativamente bien parada de la terrible experiencia vivida (¿quién podrá quitarle el mal trago de la violación?), pero ahora existe otra chica en condiciones similares: menor de edad, discapacitada y embarazada mediante violencia, con el agravante de que ingiere a diario medicación que malformaría al feto. La Brigada de Imposibilitadores volvió a actuar con el pretexto de una piedad religiosa que apenas esconde su tradicional furia: acudieron a la Justicia, y al verse frustrados empezaron a amenazar por teléfono a los médicos y obligaron a evacuar un hospital por amenaza de bomba. Linda gente ésta, que dice defender la vida y amenaza con volar un hospital.

A veces creo que la compasión debería convertirse en una materia escolar, porque es evidente que el género humano no está del todo preparado para ejercerla naturalmente.

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25 de agosto de 2006
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Sobre el encanto de las revistas

La cuestión del aniversario de la Rolling Stone me hizo pensar en las otras revistas que me acompañaron durante mi historia. ¿Alguien recuerda cuáles fueron las primeras revistas que hojeó? Yo no, al menos; por fortuna borré la mayoría de los recuerdos de esa época en que uno no podía ejercer su propio criterio. (Aunque creo recordar la lectura de muchas revistitas producidas por el imperio Disney. La cuestión era un poco esquizofrénica, porque en algunas revistas los sobrinos de Donald eran Hugo, Paco y Luis, y en otras eran Huguito, Dieguito y Luisito. No importa. Sigo). Mi tía abuela me compraba todas las Navidades El Libro de Oro de Patoruzú, siendo Patoruzú un indio que tenía su propia historieta y hasta su versión infantil, Patoruzito, que recientemente ha protagonizado dos películas, la segunda de las cuales acaba de fracasar con todo éxito. (En realidad mi tía le compraba El Libro de Oro a su hija Ana, que aunque me llevaba veinte años me prestaba la revista a duras penas y después me la quitaba para archivarla bajo llave en su placard secreto. Siempre fue medio estreñida, Ana. Sigo).

Las primeras revistas en volverme loco fueron las mexicanas de Editorial Novaro, dedicadas a los héroes de DC Comics: Superman, Batman, Linterna Verde, Flecha Verde… Llegaban de manera quincenal, lo cual significa que cada dos semanas estaba yo allí, al pie del kiosko. Los kioskos que frecuentaba eran dos: el de Fernández, en la esquina de mi casa, y el de Pepe, en la esquina de mi tía abuela. Fernández era antipático y me intimidaba. Pepe era tan simpático y generoso como mi tía abuela. Debo haber llegado a tener miles de esas revistas. (Me pregunto dónde habrán ido a parar. Prefiero no responderme todavía. Sigo).

Después empezaron a fascinarme las revistas de una empresa local, la Editorial Columba: se llamaban D’Artagnan, El Tony y Fantasía, y su ventaja era que incluían un montón de aventuras de personajes diferentes. Los que más me gustaban eran dos: Nippur de Lagash, que era un guerrero sumerio a quien llamaban El Errante y que en buena medida se convirtió en mi primer maestro de ética, y Dennis Martin, que era un agente secreto a la James Bond pero más moderno (pelilargo, pantalones con botamanga de elefante) y con más sentido del humor. Recuerdo que me tomaba el trabajo de arrancar las aventuras de Nippur y de Dennis Martin de sus revistas originales y de armar volúmenes sui generis atados con piolines. (Yo sé dónde fueron a parar estos incunables. Mi padre los tiró a la basura, el mismo destino que deben haber corrido mis revistas de Batman. ¿Cómo hace para lidiar uno con las cosas terribles que nos hace la gente buena, a la que además amamos? Todo un tema para el futuro. Sigo).

Nippur y Dennis Martin tuvieron tanto éxito que se ganaron sus revistas individuales. Mi padre las tiró también, pero esta vez el tiempo ofreció revancha. Me compré tres compilaciones de las aventuras de El Errante que conservo entre mis posesiones más preciadas, junto con el dibujo original de Nippur que me regaló el maestro Lucho Olivera, su creador, poco antes de morir. Y en una librería de reventa encontré varios ejemplares de las revistitas de Dennis Martin, que también atesoro. (Es culpa de Dennis que yo haya obsequiado rosas amarillas a las mujeres de mi vida, eran sus favoritas y se convirtieron en las mías. También fue su culpa que usase pantalones con botamangas anchas, pero esta es una manía a la que me sobrepuse. Sigo).

Después aparecieron otras revistas de historietas, como Skorpio y Tit Bits (reedición de un título clásico), que me permitieron descubrir al Corto Maltés y a joyas históricas como Terry & The Pirates, de Milton Caniff. En la Skorpio también había un personaje llamado Henga, que me interesaba mucho porque Zanotto dibujaba unas mujeres prehistóricas que te dejaban sin aliento. (Esto me hace acordar de algo. Mi tío Tito escondía en el placard de su adolescencia algunas revistas de mujeres semidesnudas que se llamaban Adán. Hoy mi tío es del Opus Dei, vive en Washington y adora a Bush. Es una suerte que aquellas revistas no me hayan producido el mismo efecto. Sigo).

La adolescencia supuso también la llegada de la música. Me compraba una revista llamada Pelo, que era medio pava pero tenía información. (Mi número favorito fue uno especial dedicado a los conciertos de Génesis en Brasil. ¡Era como haberlos tenido cerca!). Pero mi favorita era el Expreso Imaginario, que además incluía artículos sobre cine, filosofía, ecología y demás derroteros del post-hippismo. Allí escribían algunos de mis maestros del periodismo, como Alfredo Rosso y Claudio Kleiman, con los que llegué a trabajar con el tiempo: este es un hecho que me llena de orgullo. Imagino que parte del entusiasmo que me produjo escribir en revistas tuvo que ver con el haberme vuelto parte de este medio tan amado. Con los años terminé dirigiendo Fierro, que durante su primera etapa seguí como lector y que era la revista de historietas más cool que tuvo la Argentina. Estaba tan fascinado con el hecho de ser parte de Fierro que me creí el cuento que me metió el editor: que el director histórico de la revista, Juan Sasturain, había decidido bajarse del barco. Entonces yo fui y escribí un editorial que homenajeaba a Sasturain como maestro, en el que prometía tratar de seguir sus pasos. Lo único que conseguí fue que Sasturain quisiese matarme, porque en realidad no se había ido por propia voluntad, sino a consecuencia de (creo, a ver si meto la pata otra vez) un conflicto gremial o un pedido de aumento no concedido. Estoy seguro de que Sasturain me odia todavía. Aprovecho para pedirle perdón nuevamente. (Ya había salido al mundo y empezado a hacer cagadas, lo cual significa que me había hecho adulto. En este menester sigo).

Con el tiempo llegarían Cahiers du Cinema, Rolling Stone, Esquire, Vanity Fair. A algunas de estas todavía las sigo, a veces por internet, comprándolas siempre cuando viajo. Lo importante es que sigo amando el formato de revista, que sin llegar a la trascendencia que han tenido y tienen los libros (que son como esos amigos que nos iluminan la vida), siempre han sido buenas compañeras. (Vendrían a ser como esos amigos en quienes uno confía siempre para pasarla bien o enterarse de lo último, una función nada desdeñable). Estoy seguro de que rastrear las revistas que uno ha leído es una manera interesante de revisar la propia historia: prueben y me dicen.

Habrán notado que no mencioné ni una sola revista deportiva. Siempre fui un bicho raro.

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24 de agosto de 2006
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Ficciones en simultáneo

Pocos días atrás, comentando mi texto sobre la bondad de las series televisivas, Serpiente Suya hablaba de un fenómeno novedoso: el de la simultaneidad de los relatos. El desarrollo tecnológico, aunado con el éxito de las empresas trasnacionales, hace que millones de seres humanos veamos y leamos los mismos relatos prácticamente al mismo tiempo. “A veces pienso cómo será la generación mundial de niños que han sido lectores del primer Harry Potter”, decía Serpiente Suya. “Nunca ha habido tantos niños leyendo a la vez en el mundo el mismo libro… igual que nunca ha habido tanta gente viendo las mismas series, es decir compartiendo las mismas historias, las mismas ficciones, las mismas mitologías”.

Para uno, que además de público y lector de ficciones también las crea, este panorama genera entusiasmo: ¿quién no fantasea con que uno de sus libros o de sus películas dé la vuelta al mundo? (Aunque en esta región del planeta estamos un poco fregados, por el simple hecho de hablar en español. Si nos expresásemos en inglés tendríamos más posibilidades. Hemos sido tan tontos, dejando que nos fragmentasen y aislasen entre nosotros, que hasta el hecho de que nuestros libros y películas recorran la totalidad de Hispanoamérica suena a quimera. Les juro, ¡más de una vez coqueteé con la idea de hacer la gran Conrad y empezar a escribir en inglés!). 

Aun así, la idea de gozar en simultáneo de las ficciones que nos gustan resulta positiva; le sugiere a uno la idea de comunidad, saber que el simple hecho de haber disfrutado de, por ejemplo, la serie Lost (dicho sea de paso, ayer vi el capítulo final de la segunda temporada: ¡cómo pueden dejarnos en semejantes ascuas hasta el 2007!). facilitaría que nos entendiésemos con un japonés y con un ruso aunque más no fuese por señas; el relato común nos convertiría en familiares, porque pasaría a ocupar el sitial del lenguaje común. Este hecho me lleva a soñar con algo todavía más ambicioso: me pregunto si la difusión de determinadas obras –algunas ya existentes, otras nuevas- no ayudaría a la popularización de valores que han caído en baja o bien nunca han ocupado el lugar que les correspondería en el mundo de hoy: por ejemplo la solidaridad, o la preservación del planeta que todavía tenemos debajo de los pies.

Digo esto, porque a diferencia de Serpiente Suya creo que en este mundo los relatos más difundidos no son los de Harry Potter ni los de las series que tanto nos gustan, sino los que conciernen al orden político mundial, inseparable de la política del miedo. El relato que compartimos en simultáneo latinoamericanos, asiáticos y africanos es el de la supremacía de los Estados Unidos –que no por nada son la principal fábrica de ficciones del orbe, gracias a Hollywood, la TV y el mecanismo difusor de best-sellers. Todos estamos convencidos de que las cosas son así, no en vano nos machachan a diario con la idea de que cualquier modificación del statu quo sería desastrosa porque nos arrojaría en manos de la barbarie fundamentalista. (Como si los que manejan el poder hoy en E.E. U.U. no fuesen fundamentalistas a su vez.) Por eso toleramos el estado de cosas como natural, y lidiamos con nuestras obras artísticas como expresiones minoritarias y por ende marginales, y el hecho de saber más de Cruise que de Bardem y de Grisham que de Saramago nos parece neutro, una cosa más, cuando debería llenarnos de vergüenza.

Por fortuna el Relato Único está mostrando sus rajaduras. Aquí, allá y en todas partes (lo cual incluye a Estados Unidos, por supuesto), la gente percibe que lo que se cuenta no es verdad y que lo que se defiende no es lo que se arguye, porque no se protege la democracia con métodos fascistas, ni se impone la libertad mediante la violencia. En todo caso el cuento que hoy compartimos es uno más viejo, el de las ropas nuevas del emperador, a quien todos percibimos desnudo. Mientras tanto confío en que también compartamos la sensación de que es preciso generar nuevos relatos, historias que nos emocionen en simultáneo, y que nos convenzan de que el otro es en principio alguien a quien tengo la obligación de conocer, y no alguien a quien reprimir, sojuzgar o eliminar tan sólo porque lo intuyo distinto o lo imagino como competidor. Si yo fuese político trabajaría directamente sobre el tema. Como soy tan sólo un escritor, mi única esperanza es la de crear ficciones tan poderosas que persuadan a mucha, mucha gente de que no hay instinto más humano que el de la solidaridad, porque compartimos un planeta que es una nave sin repuestos y en esa nave nos salvamos todos o no se salva nadie.

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23 de agosto de 2006
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Mil versiones de la Rolling Stone

La revista Rolling Stone significa mucho en mi vida. Empecé a comprar la edición original a fines de los 70, cuando daba mis primeros pasos independientes; todavía conservo el ejemplar que tenía a los Blues Brothers en la tapa, con sus rostros pintados –precisamente- de azul. En realidad conservo toneladas de ejemplares, todos y cada uno de los que compré –y durante una larga época, cuando ya podía disponer de dinero de manera regular, los compraba mes tras mes de manera inexorable. ¿Qué hacen ustedes con las revistas viejas que alguna vez leyeron con fervor? Yo no puedo deshacerme de ellas, por más lugar que ocupen: tengo cajas y más cajas llenas de ejemplares de Rolling Stone, y de Esquire, y de Vanity Fair, y del viejo Expreso Imaginario, que durante muchos años fue lo más parecido a la Rolling que tuvimos aquí en la Argentina.

Dejé de comprarla de forma regular a mediados de los 90. Mi vida se había complicado, vivía en un sitio donde no había lugar para una revista más y además Kurt Cobain, la última esperanza blanca del rock and roll, había muerto. Por entonces sentía que la Rolling había perdido el rumbo; ya no tenían la mano sobre el pulso del tiempo, querían complacer a las nuevas generaciones y por eso sacaban tapas con N’Sync, Britney Spears y porquerías semejantes, no eran ni chicha ni limonada: parafraseando a Jethro Tull, se habían vuelto demasiado viejos para el rock and roll aún cuando eran demasiado jóvenes para morir. El legendario Jann Wenner, uno de los fundadores y director de la revista, bajaba de peso y se vestía de yuppie para actuar junto a John Travolta y Jamie Lee Curtis en una película sobre la manía de los gimnasios llamada Perfect. ¿Qué demonios pasaba por su cabeza por entonces? Algo parecido, imagino, a lo que pasaba por la mía; todos perdimos un poco el norte en aquella década horrenda.

Volví a prestarles atención cuando salió la edición argentina. Estoy convencido de que en muchos sentidos, la Rolling local estaba más cerca del espíritu original que la versión americana que seguía editándose simultáneamente: Victor Hugo Ghitta, Ernesto Martelli y el resto del equipo realizaron una inteligente selección de los materiales originales y le agregaron el condimento de lo que ocurría aquí, tanto en lo musical como en lo cultural y por supuesto en lo político –que nunca podía ser poco en la Argentina de la crisis, que incineraba a sus jóvenes como lo hizo durante ese concierto en un local llamado –adecuadamente, en tantos sentidos- República de Cromagnon. Cualquier vistazo a las tapas originales de la edición local, diseñada por el talentosísimo Fabián Di Matteo, persuadiría a cualquiera de que esta Rolling sudaca está a la altura de la historia grande de la revista.

Ahora me compré el número extraordinario que celebra las mil ediciones. Su tapa es un collage a lo Sgt. Pepper, con Cobain y el célebre Hunter Gonzo Thompson como ángeles rectores y otras ciento cincuenta y dos figuras que representan la compleja y multiforme cultura de estos casi cuarenta años, desde Timothy Leary a Bart Simpson, desde Elvis Presley y Muhammad Ali hasta Darth Vader. Leerla fue un placer, no sólo por su revisión de tantas historias de tapa escritas por autores como Greil Marcus, Cameron Crowe y Jonathan Lethem, sino porque me permitió reevaluar su rol en mi propia vida. Las primeras noticias sobre muchos de los artistas que hoy admiro las obtuve en los artículos de Rolling Stone, que oficiaron de faro. A veces extraño la falta de medios a los que abrazarse incondicionalmente, a sabiendas de que van a llevarnos por un buen camino; en el mundo de hoy la luz es mucho más fragmentaria, hay que buscarla de manera más denodada en infinidad de medios –como éste, por ejemplo-, extraerla del barro, limpiarla y considerarla otra vez, para ver si resiste el nuevo análisis. Pero todavía hoy, aunque más no sea de tanto en tanto, sigo encontrándola en la vieja Rolling Stone.

Estoy orgulloso de haber colaborado en sus páginas.

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22 de agosto de 2006
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Maldito Sigmund Freud

Ayer me desperté enojadísimo con Robert Redford. Mi enojo no se debía, por cierto, a la visión de sus últimas películas como actor o director, que hubiese sido una buena razón en sí misma; ni a la reciente lectura de Down and Dirty Pictures: Miramax, Sundance and the Rise of Independent Film, el libro de Peter Biskind que cuenta el lado oscuro de este abanderado del cine hecho a espaldas de Hollywood. En realidad todo fue culpa de un sueño. En mi sueño (que según se desprende de su trama debía ocurrir durante el célebre festival de Sundance, o en algún taller paralelo), Redford venía a buscarme para que le mostrase un material que yo debía haber preparado para entonces: digamos que podía tratarse de un cortometraje, o de secuencias aisladas de un work in progress. Me arrebataba el par de DVDs que yo llevaba entre manos y metía el primero en un ordenador, con la intención de ver las imágenes que yo debía haber filmado. Mientras el pobre Redford cliqueaba en vano, yo, que sabía perfectamente que los DVDs estaban vacíos (todo lo que yo había preparado era, cuándo no, un guión), balbuceaba excusas ininteligibles. Como era de esperar, Redford advertía enseguida que no había cumplido mi promesa y me decía de todo, para después darme la espalda e irse.

Todavía a medio despabilar, interpreté el sueño como la forma que mi inconsciente encontró para lidiar con las frustraciones en la búsqueda de financiamiento para mi película, una que además de haber escrito quiero dirigir. Conseguir ese dinero es un proceso largo, engorroso y siempre humillante, créanme. Mientras abría la heladera en busca de un yogur, me descubrí farfullando en voz alta la clase de protestas que ya me son familiares. ¿Por qué los productores cinematográficos asumen siempre que un éxito se debe a las estrellas del film, y en todo caso a su director, pero nunca, ni siquiera proporcionalmente, a su guionista? El hecho de haber escrito cuatro películas que funcionaron más que bien no me garantizó el crédito del que gozan hoy, con sus bemoles, los directores y actores de las películas que escribí. Era domingo por la mañana y yo sentía que la vida era injusta. Y eso que todavía no había leído los diarios.

  Llegó el café, y aun en medio de la lectura dominical (llena de muertos y de publicidad) mi cabeza seguía rumiando el sueño de marras. A medida que la niebla de mi malhumor se despejaba, comprendí que mi inconsciente había expuesto con narrativa clara e irrebatible el verdadero estado de las cosas, del que no eran responsables ni los productores en general ni Redford en particular. Mi cabeza me revelaba que yo estaba muerto de miedo, y que en consecuencia me resistía a dar el salto que implica abandonar la seguridad de la escritura de un guión –un registro creativo con el que me siento cómodo y confiado- para lanzarme a la realización de las imágenes en sí mismas, lo cual supone zambullirme en las aguas procelosas de la dirección cinematográfica.

Vivir es, en buena medida, la experiencia de lidiar con los miedos. La vida está llena de miedos sensatos, pero también existen miedos paradójicos: por ejemplo, los que se sienten antes de hacer algo que uno desea intensamente. Una cosa es temerle al dolor y a la muerte, y otra muy distinta es temerle a lo mismo que uno busca con toda su alma. Ese es el miedo que explica los temblores del actor antes de salir a escena, y también el temblor de aquel que está a punto de casarse con la persona a quien ama, o de ser padre por primera vez, o de publicar su primera novela. (O la segunda después de que alguien asesinó su debut, como fue mi caso. O la cuarta, como está a punto de sucederme.)

Sigmund Freud perdió lustre en los últimos tiempos, pero este sueño dominical reivindica la más grande de sus intuiciones. La ficción escrita por mi inconsciente (dicho sea de paso: gracias, Redford, por sumarse al cast sin haber cobrado nada) me obligó a enfrentarme al miedo que me define en estos días, poniendo en boca de Redford las líneas del guión que me conviene decirme antes que otro lo haga con mayor brutalidad: no te animas a hacerlo (todavía). Sé que antes de fines de año estaré dirigiendo un cortometraje, porque a fin de cuentas mi deseo es mucho más fuerte que mi miedo, pero no quiero dejar pasar esta oportunidad sin agradecerle al viejo Sigmund la claridad que arrojó sobre mi sueño. Lo cual no impide que también lo maldiga un poco al mismo tiempo, como se maldice al espejo que nos devuelve la peor de nuestras imágenes.

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21 de agosto de 2006
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La TV bate al cine por paliza

Creo haberlo ya dicho alguna vez en este mismo lugar, pero la columna que Dalton Ross escribió esta semana para Entertainment Weekly certifica mi convicción: la TV es hoy superior al cine, y por mucho. Para ser preciso: cuando hablo de la TV me refiero a la ficción televisiva, y no a productos degenerados –esto es, que traicionan a su génesis- como los reality shows. Y para ceñir aún más el análisis, cuando hablo de la ficción televisiva me remito a las series norteamericanas, con alguna intervención de la televisión británica. No sé cómo será la cosa allí donde están ustedes, pero la ficción televisiva argentina es paupérrima. Tienen éxito cosas como Sos mi vida (comedia costumbrista), Montecristo (culebrón con pretensiones ideológicas) y Casados con hijos (la versión local de la vieja comedia yanqui, simplemente detestable), pero más allá de estos subgéneros tan probados y por ende trillados, no existe sitio donde hincar el diente.

Lo que Ross hace es simple. Primero echa un vistazo panorámico a las películas más promocionadas del verano en Estados Unidos: Piratas del Caribe II, Superman Returns, Cars. En el mejor de los casos se trata de películas efectivas, lo cual significa que cumplen con el mínimo objetivo de entretener. No lo dice Ross pero lo digo yo: la infinita mayoría de los estrenos de esta temporada –nos guste o no, los films que vienen de Hollywood constituyen la infinita mayoría de los estrenos en cualquiera de nuestros países- son películas convencionales, blandas, que pisan sobre seguro.

Acto seguido Ross vuelve la mirada a la pantalla televisiva. A diferencia de lo que ocurre con el cine, que reserva para el verano sus apuestas más ambiciosas (en lo comercial, queda claro), esa temporada suele ser la más débil para la TV, que se limita a repetir series o lanzar títulos en los que no confía demasiado. Y sin embargo, aún en la fría pantalla del verano estadounidense se están emitiendo capítulos nuevos de series como Weeds, Deadwood (gracias a Dios por haber creado HBO), Entourage y Rescue Me. También causa sensación una serie inglesa que transmite BBC America, Life On Mars, en la cual un detective padece un inexplicable desfasaje temporal. Y por supuesto, apenas asome el otoño volverán los pesos pesados: Lost, 24, Battlestar Galactica, Los Soprano

La TV de los últimos años abunda en títulos que expandieron las fronteras creativas del medio, y que de paso se animaron a hacer cosas que el cine de Hollywood ya no se atreve a hacer. Ya mencioné a The Sopranos y al western Deadwood, pero debería mencionar asimismo Six Feet Under, The Wire, Roma y también clásicos que siguen vigentes como Prime Suspect (ya lo avisé, se viene la Parte 7). Sin olvidar placeres culpables como Veronica Mars, Prision Break, Gilmore Girls, E.R. y hasta Desperate Housewives.

Existen muchas razones para la presente superioridad de la TV por encima del cine, pero creo que una de ellas es fundamental. Los ejecutivos de la TV saben, porque lo han probado temporada tras temporada, que lo que les da resultados es poner a cada serie a cargo de un creativo; por lo general es un guionista. Los ejecutivos de Hollywood, en cambio, le otorgan el poder de decisión a los contadores. Y los contadores no creen en los riesgos (que es de lo que se trata la creación), sino en los balances positivos.

Por cada película de Wong Kar Wai, Michael Haneke e Isabel Coixet, que tampoco estrenan todos los años, existen docenas de series que nos alimentan el alma semana tras semana. Menos mal que existe el DVD, que nos permite revisar clásicos y emparejar la balanza para que el cine no pierda por paliza. Porque el score expresa una disparidad enorme, eso es obvio. El artículo de Ross lo expresa categóricamente y su revista no teme anunciarlo de esa forma: “La TV le está rompiendo el culo al cine”.

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18 de agosto de 2006
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El retorno del hombre sin cabeza

Ayer volví a verlo en TV por enésima vez, y me pregunté si la imagen no produciría pesadillas a los niños. Para los adultos se trata de una escena habitual en la Argentina, el detenido a quien se traslada de la cárcel al juzgado o viceversa, con las manos esposadas a la espalda y la cara cubierta por una chaqueta o un pullover. Pero para los niños -si es que los niños siguen pareciéndose en algo al niño que yo fui-, la visión de un hombre sin cabeza es aterradora. Ayer Martín Ríos, de 27 años, fue trasladado de un sitio a otro con una chaqueta abrochada hasta el cuello –por encima de la cual no existía cabeza alguna.

Ríos está acusado de haber enloquecido en plena calle y disparado a mansalva a los transeúntes, hiriendo a varios y matando a un joven; según parece, no es la primera vez que estallaba en un frenesí de disparos (se sabe de una balacera contra un ómnibus, y de otra contra los cristales de una confitería llena de gente), pero esta fue la primera vez que el estallido culminó con un muerto. Por lo general solemos asociar estos crímenes de naturaleza freak con los Estados Unidos, o con cualquier otro país donde la abundancia pueda transformarse en anomia. Pero se ve que ya no sólo importamos películas, ropa, Barbies y maquinaria: ahora en la Argentina también importamos crímenes.

El reflejo más obvio sería el buscar la tranquilidad, pretendiendo que el caso de Ríos –de resultar culpable- es tan sólo una excepción a la regla, el exabrupto de un loquito. Pero todos sabemos que un “loquito”, aun cuando esté clínicamente certificado como tal, es además una manifestación del grupo social al que pertenece. Siempre recuerdo que en ocasión del estreno de Pixote, aquella estremecedora película de Héctor Babenco, escuché al abandonar la sala que una señora decía: “¡Qué barbaridad, las cosas que ocurren en Brasil!” Estuve a un tris de explicarle a la señora que esas “cosas” –los niños que crecen en el abandono y la miseria y por ende caen en la droga, en el delito- ocurrían a tan sólo minutos de donde estábamos, y quizás a la vuelta de la esquina. Pero callé, y esa noche la señora debe haber dormido sin sobresaltos, arropada por su negación. Me pregunto si desde aquel entonces habrá sido asaltada en la calle por alguna de esas “cosas” bárbaras que tan sólo ocurren en Brasil. La verdad puede tardar, pero siempre encuentra alguna forma de arañarnos la piel.

Hasta que saltó a la notoriedad, Martín Ríos parecía cualquier cosa menos una excepción. Hijo de una familia de clase media, vecino del acomodado barrio de Belgrano, alumno de colegio privado. Ahora se dice que tenía un historial de problemas psicológicos; conozco a alguien que dice haber sido compañero de Ríos en la secundaria, y que confirma la versión de su adicción a la cocaína –un vicio inalcanzable para los pobres. Lo singular es el hecho de que a pesar de este presunto historial, Ríos haya obtenido permiso oficial para comprar un arma, la misma pistola que utilizó para herir a tantos y matar a un joven de su misma edad, a quien nunca antes había visto. Este permiso, esta arma, son la prueba de una doble complicidad con el crimen. En primer lugar, la de la familia que conociendo íntimamente a Martín y por ende a su conflictiva historia, consideró sensato que estuviese en posesión de un arma. En segundo lugar, la del Estado que le concedió alegremente el permiso para comprarla.

Ahora Ríos, mi hombre sin cabeza, va a diario de aquí para allá, entre declaraciones que se niega a dar, estudios psiquiátricos y pruebas neurológicas. Terminará con sus huesos en la cárcel o en un loquero, pero su drama no acabará entonces. Aun cuando esté encerrado de por vida, la sociedad enferma de miedo que hizo posible el actual boom de la venta de armas seguirá en pie y funcionando. Aun cuando el Estado salió a cumplir su parte proponiendo un Plan de Desarme, lo que demostró es que nuestro país sigue en emergencia y que en esa emergencia el Estado es apenas un bombero: todo a lo que puede atinar es a apagar el fuego una vez que ha estallado. Y aun cuando una condena extirpe a la manzana podrida de su seno, la familia de Martín seguirá siendo lo que es: un grupo enfermo, que apañó y escondió a su hijo negándose a la verdad de su condición –hasta que fue demasiado tarde.

No es un disparate suponer que esa familia forma parte del tejido de clase media cuyo silencio hizo posible el genocidio de los 70. El reflejo fue el mismo de siempre, aquel de la señora gorda que vio Pixote conmigo: negar la realidad, suponer que mientras no me toque a mí en persona no me importa nada de lo que ocurra alrededor, ocultar la mugre debajo de la alfombra. ¿Será por eso que ahora importamos crímenes: porque empezamos a parecernos a esas sociedades que tienen tanto que ocultar? Martín terminará encerrado, pero todos aquellos que hicieron posible que matase –sus relaciones de sangre y los funcionarios del Renar, la oficina que otorga permisos para la compra de armas- seguirán libres.

Este hombre sin cabeza es simplemente eso, un monstruo, el emergente de una sociedad que lo creó y que ahora lo rechaza porque supone que al hacerlo se distancia de su propia enfermedad. Martín Ríos es además una figura triste, como la de la mayoría de los monstruos. Y una víctima de su circunstancia, como también lo eran Frankenstein y Drácula. Ignoro si los niños que lo ven pasar a diario en sus televisores tendrán o no pesadillas, como yo imagino; pero si las tuviesen, no estarían equivocados.

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17 de agosto de 2006
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El Boomeran(g)
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