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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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No hay cura para el amor

Siempre tuve la mayor de las envidias por los poetas y los autores de canciones. Les envidio la capacidad de emocionar con tan poco (tan pocas líneas, quiero decir), y envidio consecuentemente el efecto profundo, ¡y además inmediato!, que producen en sus lectores y oyentes. Truman Capote decía, parafraseando a otro grande, que su trabajo era tomar el árbol y dejarlo reducido a su semilla. Me gusta también la forma en que el escritor Pico Iyer describe la tarea: se trata de “tomar enormes cuadernos y comprimirlos en seis versos ajustados –y destinados a durar”.

En los últimos días, lo habrán notado, me obsesioné con Leonard Cohen. La explicación que me daba (y que repetía ante mis pobres hijas, condenadas a escuchar su música cada vez que se montaban al auto) remitía a la excelencia de sus letras: el canadiense es uno de los más grandes paladines vivientes de la compresión-de-carbón-en-diamante que resulta en una poesía perfecta y una canción inolvidable. Todo aquel que haya vivido una escena sórdida y sublime como la del Chelsea Hotel # 2, todo aquel que haya amado a una mujer medio loca como Suzanne, debe saber de lo que hablo. ¿Quién no ha enfrentado al mundo alguna vez con el ánimo a la vez irónico y desesperado de Everybody Knows? (“Todos saben que la guerra terminó. / Todos saben que los buenos perdieron. / Todos saben que la pelea estaba arreglada. / Los pobres se quedan pobres, los ricos se enriquecen. / Así son las cosas”). ¿Y quién no se elevó alguna vez por encima de su miseria –la personal, pero también la del mundo- para cantar un Hallelujah que encuentra lo celestial en el corazón mismo de la desesperanza? Yo creía que tan sólo ciertas óperas obtenían esa mezcla alquímica de lo triste y lo maravilloso de la vida, hasta que descubrí el Hallelujah en la voz de Jeff Buckley: desde entonces creo que me basta con esa canción, que me enseñó que “el amor no es una marcha victoriosa, es un aleluya frío y roto” que por cierto, siempre vale la pena cantar.

En plena obsesión me fui a buscar su primer disco, Songs of Leonard Cohen, que data de 1967, cuando ya tenía 33 años, y descubrí que había algo en el canadiense que me decía tanto o más que sus palabras: su voz. La mayor parte de nosotros identifica la voz de Cohen con ese bajo profundo, fumador y alcohólico que resuena en Tower of Song (donde él mismo se mofa de su golden voice) o en The Future. Pero en sus primeros discos la voz de Cohen es otra por completo: melodiosa y musical, aguda –o al menos tanto como la de cualquier hombre más o menos corriente. Oír, pues, la paulatina transformación de la voz de Cohen en lo que va de Songs al todavía flamante Dear Heather es una experiencia única. Alguno pretenderá que se trata de un cambio natural, tan sólo un hombre que envejece delante del micrófono, pero yo encuentro algo más en ese tránsito. Ahora que sé que ese hombre sonaba así en los umbrales de la madurez, cuando oigo al Cohen reciente comprendo que madurar de verdad es posible, como le es posible al buen vino; y en consecuencia aliento la esperanza de mejorar con el tiempo, hasta llegar, aunque más no sea arañándola, a esa humanidad que reverbera no sólo en su poesía, sino también en su sonido. Lúcida y frágil en el mismo verso, profética y a la vez desnuda, la de Cohen es una de esas escasas voces a las que uno les cree cuando dicen que el amor es “la única máquina de supervivencia”. Porque resulta obvio que un día, hace muchos años, decidió llegar lejos en su busca de la belleza y en ello sigue, a pesar de haber dejado detrás “mi paciencia y mi familia / Y mi obra maestra sin firmar”.

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27 de septiembre de 2006
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Sobre la identidad (II)

Ayer Nicolás respondió con un comentario muy interesante a mi texto sobre Jorge Julio López, el albañil de 77 años que declaró en un juicio contra su torturador y pocas horas después desapareció. (He enviado este nuevo texto a último momento, y López sigue sin aparecer; si todo sigue igual, mañana miércoles seremos multitud los que marchemos a Plaza de Mayo a reclamar por su vida.) Nicolás se preguntaba si un maltrato como el que López recibió al ser secuestrado –hablamos de torturas a diario, de amenazas de muerte- puede, incluso en su extremismo, arrebatarle a un hombre su identidad. Estoy seguro de que lo primero que pierde un hombre en semejantes condiciones es su dignidad, en esto acuerdo con Nicolás. Pero si he de guiarme por los numerosísimos testimonios de aquellos que sobrevivieron a horrores semejantes, la guerra que los victimarios emprendían contra la identidad de sus prisioneros no podía menos que dejarles cicatrices, menos visibles que las del cuerpo pero más acuciantes y hasta más duraderas.

A esta gente se la desvestía, después les vendaban los ojos y les prohibían remover las vendas bajo amenaza de fusilamiento. (Los casos de infecciones oculares eran numerosísimos.) Eran encerrados en celdas o cubículos individuales, casi siempre sin camas, sin calefacción, sin vidrios en las ventanas –en el caso de que fuesen tan afortunados de tener una. Apenas se los arrojaba allí se los despojaba de sus nombres y se les otorgaba un número al que debían responder de inmediato. Recién entonces comenzaba la tortura efectiva: picana eléctrica sobre las partes más sensibles del cuerpo desnudo, golpes, violaciones, asfixia con bolsas o en cubos de agua –que podía llegar a estar hirviendo; recuerdo el testimonio de un prisionero que al que se le caía la piel del rostro a jirones. Y ese dolor inenarrable estaba entretejido con la tortura psicológica. ¿Delatar a nuestros compañeros? ¿Mentir, inventar cualquier cosa con tal de detener la tortura? ¿Aceptar la acusación de ser terrorista aun cuando no se lo era? ¿Informar a los torturadores de datos y señales de la propia familia, sin saber si negociarán con ellos nuestra libertad o si los secuestrarán también? Nunca podremos tener información exhaustiva sobre lo que pasó en el alma de esta gente, porque en su inmensa mayoría fueron asesinados. Sus huesos yacen en alguna parte que no conocemos, porque los victimarios se aseguraron de que permaneciesen despojados de su identidad hasta en la muerte.

No digo que la mayoría de los sobrevivientes haya sufrido problemas de identidad, tan sólo sugiero que es posible que así sea. Cuando a uno le arrancan todos los elementos que ha utilizado para construirse (porque la identidad es una construcción, imagino que en esto estaremos de acuerdo), las consecuencias pueden ser graves. Privado de historia y de futuro, privado de nombre, privado de toda sensación de bienestar, privado de todo contacto humano que exceda la violencia, privado de alimento y de bebida (¿alguno de ustedes ha experimentado sed verdadera?) y hasta privado de certezas (después de sesiones maratónicas de tortura, ¿quién podía saber si era quien era en verdad, o era en cambio quien le decían que era?), el edificio de la identidad debe verse conmovido de alguna manera: a veces con temblores que sacuden hasta los cimientos, a veces con derrumbes parciales –o totales. Yo imagino que en circunstancias como esas uno debe necesitar aferrarse a algo, del modo en que Montecristo se aferraba a la idea de venganza cuando estaba encerrado en lo más hondo de su prisión. Quizás Jorge Julio López se haya aferrado a la idea de llevar a su victimario a juicio, de testimoniar en su contra, en suma: de obtener justicia. Y que al llegar al final de ese camino, con el ex comisario Etchecolatz condenado a cadena perpetua, se haya enfrentado por vez primera al vacío del resto de su vida.

Pero en fin, hoy todo es especulación en torno de este hombre. Pocas horas atrás el premio nobel de la paz Adolfo Pérez Esquivel manifestó sus sospechas, expresando que existen sectores de la vieja policía bonaerense todavía dispuestos a recurrir a la violencia. Espero que esté equivocado, sinceramente. Porque querría creer, primero, que el pobre viejo tendrá un destino menos aciago que el de acabar sus días en manos de sus antiguos victimarios. Y porque quiero creer, al fin, que los testigos que esperan en fila para declarar contra los represores de la dictadura no serán, ahora, presa del miedo.

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26 de septiembre de 2006
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La batalla por la identidad

Me quedé enganchado con una frase que el músico Ben Harper atribuía ayer, en el dominical de El País, nada menos que a Kurt Cobain: “Prefiero que la gente me odie por ser quien soy a que me ame por lo que no soy”. No puedo estar más de acuerdo, pero tampoco se me escapa la tremenda dificultad que entraña atenerse a este código: para que la gente pueda llegar a odiarnos o a amarnos por ser quienes somos, lo primero que debemos hacer es tenerlo claro. Y la definición de la propia identidad, que solemos dar por sentada, es por el contrario una tarea prolongada, ardua y seguramente interminable; quizás nunca lo haya sido más que en estos tiempos, tan generosos a la hora de vendernos máscaras con que disimular nuestros rostros desprovistos de rasgos.

A la hora de definirnos solemos recurrir a las señas heredadas: familiares por una parte, nacionales por otra (no es lo mismo ser estadounidense que sudanés, en este mundo), y también sociales. A medida que empezamos a andar solos, cuestiones como la elección de carrera –una decisión a la que el sustantivo elección suele quedarle holgada, cuando el margen de decisión, como en el caso de la enorme mayoría de los mortales, es restringido o nulo- y la formación de una pareja o familia acotan nuestro horizonte de forma casi definitiva; a partir de allí, nuestra identidad queda casi limitada a nuestras opciones como consumidores: somos lo que compramos, lo que comemos, lo que vestimos, somos nuestro iPod y nuestro sitio de vacaciones, somos el color de nuestro cabello y el barrio en que vivimos. Al aceptar este juego olvidamos que la identidad es una búsqueda que se consuma a diario, bajo la espada de Damocles de su propio contrario, el peligro de la pérdida de identidad, de la indefinición, de la disolución en el mar de las mediocridades. Hay algo de batalla en esta lucha cotidiana, la amenaza constante que Leonard Cohen insinúa tan bien en su canción Bird On The Wire: “Como el pájaro que se posa encima de un cable / Como el borracho en el coro de la medianoche / He tratado, a mi manera / De ser libre”. La tensión entre el ser y el no ser queda expresada por la oposición entre el mendigo que le sugiere que no pida demasiado, y la mujer bella que le dice: “Hey, ¿por qué no pedir algo más?”

La cuestión de la identidad volvió a mi mente con el caso de Jorge Julio López, nuestro nuevo desaparecido. López tiene 77 años, fue albañil toda su vida; eso es lo que era, de hecho, cuando lo secuestraron los secuaces del policía Miguel Etchecolatz a mediados de los años 70. El testimonio de López, que recordaba a la perfección la voz de su cancerbero reclamando que subiesen el voltaje de la picana que lo torturaba, fue fundamental para obtener la condena a prisión perpetua que se le otorgó a Etchecolatz la semana pasada. El día que se conoció el veredicto López no acudió al juzgado. Escribo esto en la medianoche del domingo, cuando López sigue sin aparecer desde hace una semana y el gobierno de la provincia ofrece $200.000 por información sobre su paradero.

Existe la posibilidad de que alguien lo haya secuestrado para pagarle con violencia su testimonio en contra del célebre represor; es una opción que trato de no considerar demasiado, porque de ser cierta implicaría que estamos a una distancia del horror mucho más corta de la que creía. Pero también existe otra opción, no menos terrible, que es la que sostienen sus familiares, por ejemplo su hijo Gustavo. Según Gustavo López, las consecuencias psicológicas de la experiencia de los 70 fueron tremendas para su padre, y la necesidad de revivirlas para el juicio, que además lo obligaba a enfrentarse cara a cara con su torturador, puede haberlo hundido en una crisis que lo movió a escapar de su casa, en posesión de un pequeño cuchillo que ya no está entre sus cosas y calzado con unos borceguíes que no solía usar.

Entre la gente abocada a su búsqueda hay un grupo de psicólogos, lo cual no debería sorprender a nadie. Buena parte de los sobrevivientes de los campos de concentración eran gente de clase media, que se procuró acceso a tratamientos psicológicos para sobreponerse al horror vivido; López, en cambio, era un hombre sencillo (sólo pudo completar el segundo grado de la escuela primaria) que casi no hablaba de aquella experiencia pero que alimentaba el deseo de ver preso a aquel que lo desposeyó de su identidad para convertirlo en un número primero y en un guiñapo después. Es fácil imaginar que durante décadas López rearmó su propia identidad, depositándola sobre el andamio de su reclamo de justicia; y que la finalización del juicio a su verdugo le haya robado de alguna manera su razón de ser. De ser así, sería otra muestra más de la perversión asumida por las prácticas represivas de la dictadura: Etchecolatz le quitó a López su identidad en los 70, al secuestrarlo, confinarlo en una prisión clandestina y torturarlo hasta el borde de la razón; y hoy, treinta años después, habría vuelto a ponerlo al filo de la locura.

Ojalá me levante hoy lunes para oír la noticia de que ha aparecido vivo.

Cuando vivimos en países como los nuestros, las noticias obligan a replantearnos cada día quiénes somos, y quiénes queremos ser.

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25 de septiembre de 2006
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Manifiesto del artista como santo

Nos tocó en suerte un mundo jibarizado. Pocos siglos atrás Shakespeare era un autor popular, el entertainer que convocaba al grueso del público londinense durante el fin de semana. Hoy los ingleses consumen American Idol o cosas por el estilo; lo que va de Elizabeth I a Tony Blair, american idol por mérito propio. Tampoco olvidemos que además se achicó el planeta, por obra de los aviones, de Internet y de la televisión, que nos permite espiar Darfur o Thailandia por su cerradura en el instante en que algo exótico ocurre. También se achicaron los paraguas y los apartamentos y los teléfonos. Y los sueldos y los autos y las mujeres, que si no vienen Extra Small de fábrica se recortan a medida por motu proprio. Las familias también se achicaron. (Y qué decir de los matrimonios. Y de las pasiones, que los médicos recomiendan consumir tan sólo en versión light). Se achicaron las salas de cine y el cine también, así como encogieron los equipos que reproducen música -y por supuesto la música.

Cada vez que veo a George Bush, con esos ojitos mezquinos que brillan con luz de escaso wattaje, me pregunto qué fue de los Salomón, los Kublai Khan, los Napoleón. ¡Esos sí que eran monarcas! Si uno va a ser regido, y aun si va a ser sojuzgado, ¿no sería preferible que lo fuese por figuras coloridas y melodramáticas, más grandes que la vida misma? Yo preferiría rabiar contra un Macbeth, conspirar contra un Ricardo III. Todo lo que puedo hacer hoy cuando veo los noticieros es gruñir por lo bajo, ¡este villano parece salido de Los Dukes de Hazzard! Por eso me apiado de los que aspiran hoy al sitial de Shakespeare: van a tener que hurgar en el pasado, porque los monarcas actuales no dan la talla para el drama imperecedero. Resulta natural que una actriz magnífica como Helen Mirren interprete a Elizabeth I, pero para interpretar a Blair alcanzaría con Mike Myers.   

También pienso en esto cuando hojeo libros nuevos y me parecen pequeños y faltos de ambición. (Me refiero a la verdadera ambición, la de poner el mundo patas arriba y generar una belleza inédita, tan distinta de la ambición de trepar listas de best sellers o impresionar a los alumnos de la Facultad de Letras.) Y también le doy vueltas al asunto cuando descubro que la música que compro es casi toda vieja, o en su defecto hecha por los gigantes que aun habitan entre nosotros. Que Bob Dylan titule Modern Times a su álbum nuevo no deja de ser un latigazo. Dylan suena más atemporal que nunca, como si sugierese que la única forma de ser moderno en estos días es poner toda la distancia posible entre uno mismo y este mundo banal.

¿Por qué no aparece un Leonard Cohen joven, sin ir más lejos? Me la paso escuchando la banda sonora de I’m Your Man, el documental sobre Cohen dirigido por Lian Lunson, y cada vez que lo hago me pregunto por qué ya nadie escribe canciones como estas –nadie que no sea Leonard Cohen, en todo caso, que gracias al cielo sigue vivito y coleando, como lo demuestra su último álbum, Dear Heather.

En un párrafo de Beautiful Losers (1966), Cohen se pregunta qué es un santo. “Un santo es alguien que ha alcanzado una posibilidad humana remota”, dice, para a continuación aclarar que la definición de esa posibilidad es algo que está fuera de su alcance. Todo lo que puede sugerir es que tiene algo que ver con “la energía del amor”. Y a continuación dice: “Contactarse con esa energía resulta en el ejercicio de una suerte de balance en el caos de la existencia”. Es obvio que yo no busco tan sólo artistas a secas, también necesito artistas-santos que me ayuden a encontrar el balance en esta vida caótica, artistas que dejen la seguridad de su hogar en busca de esa posibilidad humana remota –y que por ende corran los riesgos del caso. He encontrado muchos a lo largo de la Historia, pero también necesito contemporáneos, gente que ilumine este paisaje del tiempo que compartimos. No cuento más que con un puñado, y son toda gente grande: Dylan, Cohen, Caetano Veloso. Entre los que vienen detrás hay gente valiosa, pero ninguno que haya respirado el aire de semejantes alturas. A mi manera, rezo a diario para que surjan muchos que recojan la antorcha.

“En todas las cosas hay alguna rajadura. Es así como entra la luz”, canta Cohen en Anthem (o sea Himno, vaya título más apropiado). Yo creo que los artistas-santos funcionan como estas rajaduras de las que Cohen habla. Cuando contamos con menos artistas como ellos -y hoy hay pocos, ya lo creo-, menos luz entra.

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22 de septiembre de 2006
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El señor del Infierno

Confesémoslo: la mayoría de nosotros lleva adelante una vida esquizofrénica. Por una parte nos consta que el universo que habitamos es frío e indiferente, en su vasto marco lo humano constituye apenas un fenómeno marginal: todo lo que podemos agradecerle es que haya adoptado el rumbo que hizo posible nuestra existencia, pero no es sensato esperar que nos conceda alguna otra gracia. Por  otra parte, nos gusta creer a diario que existe en nuestra vida algo así como una tensión de finalidad: una dirección que no es tan solo la del camino a la muerte, sino la del sentido. Amamos pensar que las cosas ocurren por algo y para algo, nos gusta pensar que construimos, que aprendemos, que avanzamos –aun cuando el universo irrumpe también a diario para sugerirnos, o enrostrarnos a lo bruto, que las cosas simplemente son, y porque sí.

Que el universo me perdone el atrevimiento, pero hoy es de esos días en que estoy convencido de que existe un sentido. La condena a cadena perpetua del represor Miguel Etchecolatz significa un triunfo de los mejores rasgos de nuestra especie: la perseverancia en la verdad, el rechazo a toda violencia y la búsqueda de justicia. Durante la dictadura Etchecolatz manejó una veintena de campos de concentración de la provincia de Buenos Aires, lo cual lo convierte en responsable por el destino de miles de argentinos que fueron secuestrados, torturados, violados, asesinados e incluso algo peor: despojados de su identidad, como los bebés que fueron arrancados a sus padres para ser entregados sotto voce, es decir ilegalmente, a nuevas familias. Entre los campos que Etchecolatz dirigía estaba el Pozo de Bánfield, al que también se llamaba El Infierno. Allí fueron encerrados y después fusilados, entre tantos otros, los adolescentes que habían tenido el descaro de reclamar que los estudiantes pagasen menos al usar el transporte público, un episodio ignominioso al que todavía se llama La Noche de los Lápices. Que la condena de Etchecolatz haya llegado a treinta años de aquel crimen imperdonable es algo que huele a (perdóname, universo) justicia poética.

Más allá de la pena otorgada a este monstruo, el dictamen incluyó un elemento que resultará importantísimo en los juicios que de aquí en más se sustanciarán a otros represores: la especificación de que Etchecolatz no cometió, ordenó o permitió esos crímenes de acuerdo a su antojo personal, sino “en el marco de un genocidio”. Desde el comienzo la Fiscalía apuntó a demostrar que todos esos delitos de lesa humanidad habían sido perpetrados para cumplir con un plan específico, a cuyos efectos se había organizado una fuerza ad hoc con efectivos de las Fuerzas Armadas y de los organismos de seguridad del Estado. Si existe la intención de matar a miles y si se organiza una pandilla para hacerlo, ya no se trata de delitos aislados sino de genocidio: exterminio sistemático de un grupo por motivos de raza, religión o políticos, reza mi diccionario, nunca más apropiado. Ahora que al fin ha sido impuesta, la calificación legal de genocidas dificultará a los represores esquivar sus condenas mediante los artilugios doctorales que hasta hoy habían intentado utilizar en su favor.

Para ser sincero, cuando lo pienso bien me digo que en realidad no somos tan esquizofrénicos. Es verdad que el universo no sabe nada de justicia humana, pero el texto que recita a diario debería inspirarnos: existimos en un sistema solar que favorece la vida, una vida que brota por doquier y se multiplica con pasión; este fenómeno depende, además, de la armonía entre infinidad de componentes, de su sociedad siempre perfectible. Si los humanos leyésemos más a menudo ese texto original, privilegiando la vida tal como lo hace el universo y entendiendo que la armonía entre las partes es condición sine qua non, nos iría mucho mejor. Por lo general ignoramos lo que el universo nos cuenta y reescribimos la existencia caprichosamente, convirtiendo la excepción –por ejemplo la violencia que este universo sufrió pocas veces en milenios, como ajuste para reformular su equilibrio- en norma, y atacando la vida que el universo consagra. Al menos esta vez, el fallo de los jueces Rozanski, Insaurralde y Lorenzo reescribió la Historia siguiendo el libreto que el universo tuvo la grandeza de inspirarnos.

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21 de septiembre de 2006
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El retorno de Hannibal

Durante algún tiempo Hannibal Lecter fue nuestro villano favorito: desde el momento en que descubrimos las maravillosas novelas de Thomas Harris Red Dragon y The Silence of the Lambs (qué época, aquella, cuando el más sibarita de los caníbales todavía era un secreto compartido por pocos) y el éxito mundial de la película protagonizada por Jodie Foster y Anthony Hopkins. Entonces Lecter se ganó un Oscar y se convirtió en el personaje de cine más imitado por los cómicos, desde aquel autista que Dustin Hoffman interpretaba en Rain Man. Era como si necesitásemos reírnos de los manierismos de Hopkins hasta producirnos una hernia, para que esa risa banalizase el horror que nos producía –la clase de horror que nos mantiene en vela durante las noches.

En algún sentido imitábamos el recurso de Thomas Harris: habíamos entendido que sólo puede mirarse a Lecter de soslayo, o en la superficie de un espejo que deforma la imagen, porque no estamos preparados para contemplarlo in toto, en todo su perverso esplendor. No en vano su creador lo colocaba siempre en un segundo plano, Hannibal siempre era el villano en las sombras, en Red Dragon el villano principal era aquel a quien llaman Tooth Fairy, el Hada de los Dientes, y en The Silence era el despellejador a quien le dicen Buffallo Bill. Este era un recurso sensato, en parte porque Lecter asusta más cuando menos se lo ve, pero también porque poner a Lecter en primer plano hubiese hecho saltar por los aires las convenciones del género. Hannibal era demasiado grande, demasiado complejo para las constricciones de un policial, por excelso que fuese. Cuando Harris puso a Lecter como protagonista, la novela resultante, Hannibal, ya no era un policial perfecto como los otros, sino un relato gótico y por ende desmesurado, deforme, too much. (Recuerdo lo que pensé cuando me llegó por vía aérea mi ejemplar hardcover y llegué al final en que Hannibal y Clarice se ocultan en Buenos Aires: han hecho bien, me dije, esta es una ciudad en la que los monstruos se mueven a sus anchas).

Ahora Lecter regresa en una novela llamada Hannibal Rising, que cuenta la vida de Lecter entre los 6 y los 20 años. En los Estados Unidos se la conocerá a comienzos de diciembre, dos meses antes del estreno de la película del mismo nombre, protagonizada en este caso –dado que se trata del young Hannibal, y no de su versión adulta- por el francés Gaspard Ulliel. Yo no tengo la más mínima esperanza sobre las bondades de estos productos, me imagino que serán bodrios como ya lo fueron Hannibal y su traslación al cine. (Por lo menos la novela era un bodrio con coraje, creo que Harris enloqueció y quiso escribir el más desmesurado de los libros de horror, triunfando tan sólo a medias; pero al menos era amoral hasta el final, cosa que la película de Ridley Scott no tuvo el coraje de ser). Aun cuando se tratase de obras decorosas creo que llegan demasiado tarde, el efecto que Hannibal nos producía caducó, ya no es el monstruo que era. En aquel entonces nos inquietaba el hecho de que alguien tan culto y tan inteligente, ¡y para peor graduado de psiquiatra con honores!, no encontrase falta alguna en su debilidad por la violencia y por la carne humana: se trataba de criatura racional, capaz de defender sus acciones con argumentos sólidos. ¿O acaso no era Hannibal una criatura de su siglo, el producto de una masacre familiar producida en Europa Oriental durante la Segunda Guerra Mundial que no solo lo dejó huérfano, sino que lo expuso al fenómeno de la antropofagia? Hannibal nos aterraba porque transparentaba la lógica que mueve a este mundo, a la que habitualmente vemos solo de soslayo, o en el espejo deformante de nuestras pretensiones de moralidad: ninguno de nosotros es capaz de mirar de frente al horror que ocurre a diario en este planeta, de asumirlo in toto.

Los motivos por los que Hannibal ya no asusta son dos. El primero es su sobreexposición, la especie humana se acostumbra a todo, hasta a sus monstruos: una vez que la bestia se vuelve familiar pasa a formar parte del paisaje cotidiano. Y el segundo es la competencia. A fin de cuentas Lecter es un trabajador independiente, casi un artesano, en un mundo que abunda en monstruos que devoran a miles de inocentes cada día: los presidentes de tantos países, los CEOs de tantas empresas, los traficantes de armas y de drogas. No es que Hannibal se haya empequeñecido, es que la maldad en el mundo se volvió rampante.

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20 de septiembre de 2006
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Dostoievski en Baltimore

Era de madrugada cuando terminé de ver el último capítulo de The Wire, y me costó mucho conciliar el sueño. No sé ustedes, pero cuando yo me encuentro con una obra que me entusiasma (libro, película, historieta, serie televisiva: da igual) la adrenalina fluye por mi cuerpo como si me hubiese lanzado al vacío en paracaídas. Mientras reviso una y mil veces las escenas, los personajes y las situaciones (y reboto de pared a pared, como un niño que consumió demasiada azúcar), mezclo el placer que siento con el deseo y me pregunto si alguna vez podré producir una ficción tan atrapante como la que acabo de disfrutar. Los pactos fáusticos, se sabe, no surgen de la nada.

The Wire es una miniserie policial creada por David Simon, que va por su cuarta temporada en HBO. Yo llegué tarde a este tren, acabo de ver el último capítulo de la temporada inicial. Pero los tambores seguían batiendo en su favor con tanto entusiasmo (Stephen King escribió hace poco que The Wire ya había dejado de ser muy buena televisión para convertirse en televisión clásica, “junto con The Prisoner y las primeras temporadas de The Sopranos”), que me decidí a combatir mi empedernida ignorancia y empecé por el principio. Fue una buena inversión. The Wire cuenta una historia que no brilla por su originalidad (la lucha de una división especial de la policía contra un traficante de drogas de Baltimore), pero eso es lo de menos: lo importante es cómo la cuenta. Viendo The Wire uno comprende que, aunque ya casi no existan las novelas que pintan el mundo entero al pintar una aldea en su complejidad, la miniserie televisiva se ha convertido en el heredero natural de ese formato literario. Al disponer de un tiempo narrativo tan generoso (las temporadas oscilan entre los once y los trece capítulos, lo cual equivale a igual cantidad de horas), las miniseries pueden darse el lujo de ver todo el espectro social, desde el adolescente que vende drogas para mantener a sus hermanitos hasta el senador corrupto que recibe contribuciones de un traficante para su campaña. The Wire transcurre en Baltimore pero podría ocurrir en Buenos Aires, Madrid, el DF o Río –o, como sugiere Stephen King, en el Inferno de Dante.

No es una miniserie que aspire a ser cool, su estilo es naturalista, por completo desprovisto de afectaciones. Lo que le importa a David Simon es otra cosa, su mirada es la del tipo que contempla la violencia de una gran ciudad, que se pregunta si hay algo que podamos hacer al respecto –y que se arremanga para al menos intentarlo, aun cuando sabe que la codicia del hombre y la podrida médula del sistema lo han derrotado antes de comenzar. Imagino que la riqueza de su relato coral y la compasión que destila fueron algunas de las causas que acercaron a The Wire a grandes de la narrativa policial como George Pelecanos, Richard Price (Clockers, Freedomland) y Dennis Lehane (Mystic River), que se convirtieron en colaboradores de Simon sin pensarlo dos veces. Desde el punto de vista de un escritor, esta línea de fuerza de Dostoievski-en-Baltimore-post 9/11 que encarna The Wire resulta un atractivo irresistible.

Al meterme esta mañana en la red me encontré con la buena noticia de que HBO acaba de contratar a Simon para que produzca una quinta, y aparentemente final, temporada de The Wire. Mientras espero que HBO transmita la cuarta temporada en Latinoamérica tengo tiempo para comprar la segunda y tercera, ya editadas en DVD. ¿Existe algo más maravilloso que la anticipación del disfrute que, en casos como el de The Wire, sabemos que nos espera en algún punto del futuro?

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19 de septiembre de 2006
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Sobre La Noche de los Lápices

Este sábado fue una de las raras ocasiones en que el Obelisco sirvió para algo. El tan tradicional como algo banal símbolo de Buenos Aires se disfrazó de lápiz, para conmemorar los treinta años de uno de esos hechos que contribuyeron a despojarnos de nuestra inocencia: la Noche de los Lápices. A mediados de septiembre de 1976, grupos de operaciones de la policía bonaerense secuestraron a varios adolescentes de entre 16 y 18 años, que habían destacado en su reclamo en pos de la instauración de un boleto estudiantil. Esto es: chicos que reclamaban que los estudiantes pudiesen pagar menos por el uso del transporte público, tal como era costumbre hasta que se instaló la dictadura. Se ve que los represores consideraban que del boleto estudiantil al triunfo del comunismo mediaba un solo paso, por lo que decidieron hacer tronar el escarmiento. Enviaron a los perros negros en su busca, los arrancaron de sus casas, los encerraron en cárcel clandestina (el sábado también hubo un homenaje en el Pozo de Bánfield, el campo de concentración donde vivieron sus últimos días: un monumento al horror que todavía está de pie), los torturaron en cuerpo y alma (porque además de la violencia física los sometieron a simulacros de fusilamiento) y finalmente los fusilaron de verdad.

Disculpen que me ponga obvio, pero necesito subrayar el dato: hablo de chicos y chicas de la edad de mis hijas, o sea a medio cocer, de ojos tan grandes como inocentes, todavía inseguros, puro tallo, de esos que aun no logran manejar bien el cuerpo nuevo y a los que la voz les tiembla, llenos de generosidad y de torpeza y por eso indignos de cualquier otra cosa que no sea cuidado y ternura. Pero para las bestias que entonces tenían el poder eran enemigos del Estado, o cuanto menos enemigos en potencia; imagino que decidieron arrasar con ellos para que su destino disuadiese a otros de imitarlos.

La semana pasada me conmovió el testimonio de Pablo Díaz, uno de los sobrevivientes, que hoy roza los cincuenta años. Las cámaras de Telenoche, el informativo de Canal 13, lo acompañaron en su regreso al Pozo de Bánfield. Se acordaba del sitio a la perfección, y podía identificar cada una de las celdas infectas en que vivieron semidesnudos, durante aquel tiempo que tan sólo para Pablo no fue el último. Verlo quebrarse como se quebró me partió el alma: la forma en que parecía volver a los 18 al hablar de aquellos compañeros que nunca crecieron, la culpa del sobreviviente que prometió a todos que los sacaría de allí y fracasó en su cometido. (Díaz salió del Pozo de Bánfield para ser blanqueado como prisionero del Estado, y pasó preso otros tres años.) Tal como me ocurre cada vez que rememoro el hecho, no puedo dejar de pensar que ellos tenían pocos años más que yo; pero yo provenía de una familia apolítica, y tenía un interés todavía escaso en el mundo real (vivía en una nube de fantasías, ya por entonces no ansiaba otra cosa que ser escritor), y de alguna manera este desapego me protegió. Si la dictadura hubiese llegado unos años después, cuando yo ya había despertado al mundo y respondido al deseo de convertirlo en un sitio mejor, seguramente no sería yo quien escribe hoy en este espacio.

Para aquellos tentados de desdeñar esta historia como parte de un pasado remoto, valga el relato de lo ocurrido la semana pasada. Durante algunas horas, la entrada que la enciclopedia online llamada Wikipedia dedicaba a La Noche de los Lápices describió el hecho como “un invento creado por las organizaciones terroristas que reclutaban jóvenes secundarios y universitarios para llevar a cabo sus delitos de lesa humanidad”. Es decir que existe alguien hoy que abusó del mecanismo liberal de la Wikipedia, que permite a sus usuarios modificar los contenidos que brinda, para justificar el secuestro y asesinato a sangre fría de un grupo de adolescentes. Lo cual equivale a decir que sigue existiendo gente que si tuviese oportunidad, volvería a perpetrar horrores como los ya cometidos.

Por eso quiero mencionar por sus nombres a María Claudia Falcone, Horacio Ungaro, Claudio de Acha, María Clara Ciocchini, Francisco López Muntaner y Daniel Racero. Porque aunque sus asesinos se hayan empeñado en esconder sus cuerpos, yo quiero que en este sitio los chicos no sean desaparecidos, sino aparecidos.

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18 de septiembre de 2006
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El sueño del libro propio

No puedo decir cuándo alenté el sueño por primera vez, pero sé que era muy, muy pequeño. La mayor parte de mis coetáneos soñaba con convertirse en el futbolista tal o cual, pero yo soñaba con escribir libros. Y no me quedaba en la fantasía: escribía mis novelitas, las ilustraba (porque en esa época de la vida las ilustraciones en los libros son condición sine qua non) y las armaba con cola, hilo y una torpeza impar; mi admiración por los encuadernadores data de aquel entonces.

Creo que a pesar del tiempo transcurrido, nada cambió demasiado. ¿Cómo explicarles lo que siento cuando suena el timbre y un amable señor del correo me entrega una caja llena de ejemplares de mi nueva novela? A esta altura del partido debería estar fogueado, sin embargo la alegría y la excitación persisten, como si mis libros, en vez de sucederse uno a otro, se reemplazasen en el papel del primero. Lo más parecido que he visto a la escena es el final de Back to the Future: después de rearmar su pasado Marty McFly regresa a un presente idílico, en el que su padre ya no es el inútil de siempre sino un popular escritor de ciencia ficción que recibe, de manos de su viejo-enemigo-convertido-en-sirviente, la caja con los ejemplares de su nueva novela. Yo quiero creer que no soy tan nerd como George McFly (no escribo ciencia ficción, ni gané lo suficiente para comprarme una casa como la suya), pero en esencia la escena es igual: abro la caja (no sé qué ocurre con los libros de los demás, pero los míos siempre tienen un perfume fascinante), mi familia se reúne, intercambiamos ohs y ahs y los objetos tan preciados circulan de mano en mano; durante un buen rato, todos somos felices al mismo tiempo.

Hace pocas horas recibí ejemplares de mi primer libro para chicos, Gus Weller rompe el molde, que sale en España en octubre y durante el 2007 en mi país. Como ven, siempre me las arreglo para que cada libro nuevo sea el primero en algún sentido. La metáfora del libro-como-hijo está tan trillada que ya no queda grano en esa espiga, pero de alguna forma sigue funcionando, porque aunque amamos a todos nuestros hijos por igual las razones por las que cada uno nos seduce son distintas en cada caso. Gus Weller, por ejemplo, es mi primer libro ilustrado. Parte de mi alegría, pues, se debe a los dibujos de Jokin Michelena, que encontró lo que yo buscaba y le agregó elementos maravillosos que ni siquiera había imaginado. (Esa es la gracia de la creación en conjunto, que hasta hoy yo sólo asociaba a mi trabajo en cine.) El mérito de haberme conectado con Jokin es de Marta Higueres Díez y del equipo de Alfaguara Infantil, que obviamente sabían lo que hacían. La imagen de Gus Weller (dicho sea de paso, Gus es un grillo) era vital para mí, porque Gus nació como personaje de una película que quiero dirigir y en consecuencia nada era más importante que poder “verlo”. Jokin lo vio por mí, y no puedo hacer otra cosa que quitarme el sombrero en su presencia.

Otra cosa que me llena de orgullo es sumarme a la colección de la que forman parte, por ejemplo, las traducciones de Roald Dahl al español. Esos eran los libros que yo leía a mis hijas de pequeñas: Las brujas, Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda… Sentirme cercano a Dahl, aunque más no sea por proximidad en el estante, es otra de las razones que explican esta sonrisa idiota de la que no logro desprenderme. Estoy reblandecido, ya se habrán percatado. Me descubro diciéndole a cada persona adulta con quien hablo que por favor lean Gus Weller aunque sea un libro para niños, garantizándoles que se van a divertir, que tiene humor y aventura, que crea un mundo totalmente nuevo… Qué vergüenza. Creo con sinceridad que es de lo mejor que escribí (ah, la libertad que se siente al desprenderse de las pretensiones de la escritura “para grandes”…), pero debería controlarme un poco más para no hacer tantos papelones.

En fin, mis disculpas. Ojalá pasen un fin de semana tan beatífico como el que a mí me espera, en compañía de mis libros fragantes y de mi grillo favorito.

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15 de septiembre de 2006
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Mujeres al borde de un ataque de genio

Siempre he creido que las mujeres son nuestra última esperanza en este mundo. Es verdad que mi juicio dista de ser objetivo, porque adoro a las mujeres en general y además tengo tres hijas, lo cual no me deja mucho margen de elección. Pero creo que la Historia me va dando la razón. Con escasas excepciones, como las de Margaret Thatcher y Comepizza Rice (que no sólo es una vergüenza para las mujeres en general, sino también para los negros de los Estados Unidos, cuyo dolor, ay, nunca termina), han sido las mujeres las que echaron luz sobre los rincones más oscuros de la realidad.

En nuestro país las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo señalaron el único camino digno y efectivo para reclamar justicia: rechazando la tentación de la violencia e insistiendo sin bajar los brazos, aun cuando todo parecía jugarles en contra. Cuando los hombres se mezclaron en reclamos similares, la cosa siempre se enturbió. Miren lo que ocurre con el caso de Cromagnon, por ejemplo. Cromagnon es el local de conciertos de Buenos Aires que se incendió hace un tiempo, acabando con la vida de casi un centenar de jóvenes. Los que reclaman justicia son aquí madres y padres (o sea: mujeres y hombres). ¿Será casualidad que estos padres hayan enturbiado su reclamo recurriendo a amenazas telefónicas, actitudes patoteriles y hasta agresiones físicas –nada menos que a Estela Carlotto, una de las Abuelas de Plaza de Mayo?

Les doy otro ejemplo, el del caso Blumberg. Axel Blumberg era un joven que resultó víctima de un secuestro extorsivo y terminó asesinado, en buena medida a causa del deficiente –por corrupto, en especial- accionar de la policía. Axel tiene una madre, pero quien se puso al frente del reclamo fue su padre, Juan Carlos Blumberg. Lo que hizo este hombre fue capitalizar la ola de simpatía popular que despertó su dolor, aprovechando su cuarto de hora mediático para pedir más policía, penas más duras y la criminalización de los adolescentes. Estoy seguro de que si hubiese sido la señora Blumberg la que tomaba la iniciativa, su reclamo de justicia hubiese sido distinto; menos enamorado del poder de la violencia (ah, los hombres y nuestra debilidad por la dialéctica del garrote…), lo cual equivale a decir más humano.

Pensaba en todo esto cuando leí una noticia que ocurrió en Colombia, y de la que dio cuenta el diario español El País. Las esposas, novias y compañeras de más de cien pandilleros de la localidad de Pereira, a 350 kilómetros de Bogotá, decidieron tomar la iniciativa para poner fin a la violencia y sometieron a sus amados a una huelga de piernas cruzadas: nada de sexo hasta que abandonen la senda del delito. Esta decisión fue tomada el fin de semana pasada, durante una asamblea, y de inmediato obtuvo el apoyo de la alcaldía y del asesor de seguridad de la ciudad, Julio César Gómez, que lidera una campaña llamada Pereira con vida, cuyo objetivo es el desarme de las pandillas. Con 450.000 habitantes, Pereira es víctima de su proximidad al mayor cartel de droga del momento, el del norte del Valle: su tasa de homicidios es la más alta del país, noventa por cada cien mil habitantes.

Ignoro si la medida tendrá el efecto que buscan (me consta que, privados de sexo, los hombres solemos alterarnos más que de costumbre), pero no puedo dejar de saludar la imaginación de estas mujeres, su paso al frente y la intuición que es el espíritu mismo de la “huelga”: revelarles a esas bestias irracionales y autodestructivas (o sea nosotros), mediante el uso del rigor que es lo único que parecemos comprender, que sin las mieles del amor todo – y cuando digo todo, quiero decir todo- pierde su sentido.

Ojalá resulte. Si los hombres capitulan como deben, imagino que esa misma noche Pereira dejará de ser la capital del crimen para convertirse en la capital del amor.

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14 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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