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No hay cura para el amor

Por 27 de septiembre de 2006 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Siempre tuve la mayor de las envidias por los poetas y los autores de canciones. Les envidio la capacidad de emocionar con tan poco (tan pocas líneas, quiero decir), y envidio consecuentemente el efecto profundo, ¡y además inmediato!, que producen en sus lectores y oyentes. Truman Capote decía, parafraseando a otro grande, que su trabajo era tomar el árbol y dejarlo reducido a su semilla. Me gusta también la forma en que el escritor Pico Iyer describe la tarea: se trata de “tomar enormes cuadernos y comprimirlos en seis versos ajustados –y destinados a durar”.

En los últimos días, lo habrán notado, me obsesioné con Leonard Cohen. La explicación que me daba (y que repetía ante mis pobres hijas, condenadas a escuchar su música cada vez que se montaban al auto) remitía a la excelencia de sus letras: el canadiense es uno de los más grandes paladines vivientes de la compresión-de-carbón-en-diamante que resulta en una poesía perfecta y una canción inolvidable. Todo aquel que haya vivido una escena sórdida y sublime como la del Chelsea Hotel # 2, todo aquel que haya amado a una mujer medio loca como Suzanne, debe saber de lo que hablo. ¿Quién no ha enfrentado al mundo alguna vez con el ánimo a la vez irónico y desesperado de Everybody Knows? (“Todos saben que la guerra terminó. / Todos saben que los buenos perdieron. / Todos saben que la pelea estaba arreglada. / Los pobres se quedan pobres, los ricos se enriquecen. / Así son las cosas”). ¿Y quién no se elevó alguna vez por encima de su miseria –la personal, pero también la del mundo- para cantar un Hallelujah que encuentra lo celestial en el corazón mismo de la desesperanza? Yo creía que tan sólo ciertas óperas obtenían esa mezcla alquímica de lo triste y lo maravilloso de la vida, hasta que descubrí el Hallelujah en la voz de Jeff Buckley: desde entonces creo que me basta con esa canción, que me enseñó que “el amor no es una marcha victoriosa, es un aleluya frío y roto” que por cierto, siempre vale la pena cantar.

En plena obsesión me fui a buscar su primer disco, Songs of Leonard Cohen, que data de 1967, cuando ya tenía 33 años, y descubrí que había algo en el canadiense que me decía tanto o más que sus palabras: su voz. La mayor parte de nosotros identifica la voz de Cohen con ese bajo profundo, fumador y alcohólico que resuena en Tower of Song (donde él mismo se mofa de su golden voice) o en The Future. Pero en sus primeros discos la voz de Cohen es otra por completo: melodiosa y musical, aguda –o al menos tanto como la de cualquier hombre más o menos corriente. Oír, pues, la paulatina transformación de la voz de Cohen en lo que va de Songs al todavía flamante Dear Heather es una experiencia única. Alguno pretenderá que se trata de un cambio natural, tan sólo un hombre que envejece delante del micrófono, pero yo encuentro algo más en ese tránsito. Ahora que sé que ese hombre sonaba así en los umbrales de la madurez, cuando oigo al Cohen reciente comprendo que madurar de verdad es posible, como le es posible al buen vino; y en consecuencia aliento la esperanza de mejorar con el tiempo, hasta llegar, aunque más no sea arañándola, a esa humanidad que reverbera no sólo en su poesía, sino también en su sonido. Lúcida y frágil en el mismo verso, profética y a la vez desnuda, la de Cohen es una de esas escasas voces a las que uno les cree cuando dicen que el amor es “la única máquina de supervivencia”. Porque resulta obvio que un día, hace muchos años, decidió llegar lejos en su busca de la belleza y en ello sigue, a pesar de haber dejado detrás “mi paciencia y mi familia / Y mi obra maestra sin firmar”.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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