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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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La pesadilla de Jack Bauer

Ahora estoy en Madrid, pero las noticias me obligan a regresar a la Argentina de manera inevitable. La primera noticia que me reclama es para descostillarse de risa: ya deben haberla oído, las hijas de George W. Bush están en Buenos Aires y a pesar de todo el despliegue agentesecretil (que aunque discreto, porque las chicas querían pasar desapercibidas, no puede haber sido menos que férreo) fueron víctimas en San Telmo de uno de los personajes más temerarios y con más recursos de nuestro país, el "punga", o ladrón de poca monta. Me pregunto qué habrá hecho el pobre hombre cuando sacó las tarjetas de crédito que decían Barbara Bush. Lo más probable es que ni siquiera haya sumado dos más dos, los pungas no suelen ser lo que se dice bien informados en materia de política internacional. Pero imagino que más temprano que tarde habrá visto la noticia en la TV -porque la noticia estaba en todas partes, y casi siempre utilizada para producir humor- y entonces habrá empezado a sudar, imaginando que el agente Jack Bauer (Kiefer Sutherland en la serie 24) aparecería en cualquier momento con sus comandos para torturarlo, preguntándole si el robo formaba parte de una conspiración y si trabaja a sueldo de Al Qaeda.

Lo más gracioso es que las desventuras de las Bush (Barbara y Jenna) no acabaron allí. Un par de noches después fueron a cenar a Palermo con sus amigas argentinas, y mientras comían en una mesa dispuesta en la calle (ya sin ninguna discreción, porque ahora el gobierno de Kirchner, finalmente enterado -que antes no lo estaba- de la presencia de estas chicas, no quiso correr más riesgos y las rodeó de agentes de la Policía Federal), el sonido de una sirena les puso los pelos de punta. Hubo una pequeña escena de pánico, vaya a saber qué pensaron entonces -¿se habrán creído que Bin Laden les clavaría un avión en plena calle?-, hasta que entendieron que se trataba de los bomberos, que acudían a apagar un incendio denunciado a media cuadra del lugar. Las malas lenguas dicen que en su momentánea fuga una de las Bush perdió un zapato, convirtiéndose durante algunos minutos en una suerte de anti-Cenicienta.

Lo dicho: la Argentina es un sitio tan complicado e idiosincrático, que allí hasta Jack Bauer fracasaría.

De la segunda noticia hablaré mañana. Esta roza lo trágico, y prefiero empezar la semana con la ilusión de una sonrisa.

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27 de noviembre de 2006
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Un bebé celeste

Está este amigo mío que vive en Barcelona. (Qué palabra más voluble, amigo. ¿Cuál será su esencia, qué la define? ¿La proximidad física, la frecuencia de las visitas? Hoy diré que para mí describe a una persona en la que confío, y de la cual me siento cerca aunque nos separen miles de kilómetros.) Mi amigo promedia los 40. Hasta ahora no había tenido hijos, en buena medida por la energía que dedicaba a su carrera y también -presumo- porque sobrevivió a duras penas a una de esas familias que se devoran a sus propios hijos a golpes de locura, y no querría reincidir en el drama desempeñando ahora el rol del villano. Pues bien, hace un par de días volví a verlo, esta vez con su hijo en brazos: un bebé de dos meses, durmiendo plácido en una nube de lana celeste. Una imagen que, para ser sincero, nunca había creido posible.

Por la noche fui a ver Children of Men, la película de Alfonso Cuarón inspirada por el relato de P. D. James. Me parece una película inmensa. No sólo por la maestría con que Cuarón hace su trabajo (pintar un futuro cercano con mínimas armas y resultar convincente, obtener grandes actuaciones de los habitualmente competentes Clive Owen y Michael Caine), sino porque su visión ya no es tan sólo la de un artesano sino la de un artista de verdad.

Children of Men transcurre en una Inglaterra imaginaria en 2027, cuando las mujeres han dejado de ser fértiles y la muerte del hombre más joven (un argentino, caray, a quien llaman Diego Ricardo) es vivida como una tragedia mundial. Por una serie de circunstancias, Theo (Owen) se ve obligado a custodiar a la única mujer embarazada del planeta, a quien debe llevar hasta manos amigas evitando que tanto ella como su criatura caigan en manos de facciones políticas opuestas -y complementarias, como suele ocurrir. El mundo que Cuarón describe no es el nuestro, pero lo que nos separa de semejante panorama es bastante más tenue que los 20 años que nos distancian de la trama. Poder concentrado, persecución de inmigrantes, campos de concentración: ¿no suena a una emisión más de cualquier noticiero?

El artista que es Cuarón percibió dos nociones que me parecen fundamentales para nuestra vida, hoy. En primer lugar, la delgada línea que nos separa de nuestros peores instintos, de nuestro egoísmo transformado en máquina asesina. Y después intuyó todo lo que hace falta para marcar la diferencia, el arma secreta con la que contamos aquellos que confiamos en la buena voluntad de la especie: un bebé. El fruto de uno de nuestros actos más irreflexivos, a quien tan a menudo consideramos como una consecuencia indeseada. Ya hace milenios que los fundadores de una fe comprendieron cuán elocuente es el símbolo del recién nacido: porque nos encarna en nuestro momento de mayor debilidad, y porque revela mejor que ningún argumento cuánto dependemos de la amabilidad de los extraños -gente a la que, cuando crecemos, nos enseñarán a odiar y a discriminar.

La película tiene al menos una secuencia antológica: la que narra cómo la sola presencia de ese bebé motiva un alto el fuego espontáneo entre los soldados y los rebeldes. (Tanto unos como otros imaginaban que ya nunca volverían a ver un bebé humano.) La secuencia es magistral porque revela la reverencia que todavía sentimos ante el fenómeno de la vida, y porque además establece cuán breve es nuestra experiencia de la lucidez, ya que instantes después los hombres regresan a lo suyo, a lo que mejor hacen, matarse y morir.

Ese instante de luz dura lo que una bengala en el cielo, pero a pesar de su brevedad es el mejor argumento que tenemos en nuestra defensa: está claro que somos necios y violentos, pero esa ventana de segundos nos concede el beneficio de la duda. Quién sabe, a lo mejor es posible que alguna vez lleguemos a ser mejores; a lo mejor es posible que alguna vez abramos los brazos a los otros en lugar de cruzarlos sobre el pecho como un cerrojo sobre nuestro corazón.

Hoy mi amigo sabe bien de lo que hablo. Hay veces en que todo lo que hace falta para transformarnos es un bebé celeste.

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24 de noviembre de 2006
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Un largo adiós

Hubo un tiempo en que la Tierra estuvo habitada por gigantes, como los que vivían en la isla de Albión hasta que fueron diezmados por las huestes de Bruto. Pensamos en aquellos gigantes con nostalgia porque lo hacían todo de manera diferente, marcando el paisaje con sus hombros enormes, sus brazos de grúa  y sus pies como canoas. Es posible que todavía sobreviva alguno escondido en cuevas o en las montañas, pero en todo caso hoy hay uno menos, desde que Robert Altman murió en un hospital de Los Angeles tomándose un atajo (un "short cut") hacia el otro lado.

Fue un creador desparejo y caótico, que hizo muchos bodrios y unas cuantas películas memorables. Lo que lo torna querible fue que -como los gigantes- hizo cosas que hoy nadie hace, que hoy nadie se atreve a hacer. Reírse de la guerra en Mash, reinventar el western con McCabe & Mrs. Miller, aniquilar a Hollywood en The Player, describir cuán pequeños y mezquinos solemos ser aun en los momentos límites, como lo hizo en Nashville, como lo hizo en Short Cuts. (Hoy los enanos como Paul Haggis usan el esquema de historias cruzadas que Altman patentó en aquellas películas, le ponen un moño bienintencionado al final y ganan Oscars como lo hizo Crash, un film mediocre como pocos.) Porque aun cuando se incendiaba, Altman lo hacía a lo grande: hay que tener cojones para filmar Popeye, o releer a Chandler como lo hizo con Elliot Gould en la piel de Marlowe, o meterse con un símbolo como Buffalo Bill. Los enanos de hoy no vienen con cojones, vienen con canicas en la entrepierna. Van a lo seguro y no se atreven a perturbar al ejecutivo de turno. Como en The Player, los mandamases que rigen nuestras vidas pueden cometer crímenes y salirse con la suya -porque ya no existen gigantes que alboroten su sueño.

Lamento que el viejo haya muerto. La verdad es que le creí cuando recibió el Oscar honorífico de este año (los Oscar honoríficos son aquellos que la Academia de Enanos entrega por izquierda cuando no ha tenido el valor de hacerlo por derecha) y dijo que, tocado por un transplante de corazón que había recibido, planeaba vivir cuarenta años más. Es cierto que hace mucho que no filmaba nada como la gente, pero imagino que su última película, A Prairie Home Companion, funcionará como coda apropiada dado que trata de un viejo programa de radio al que el nuevo dueño de la empresa decide terminar. El programa tiene su última edición, la música suena agridulce, el film termina. Todo lo que sabemos es que vivimos y que moriremos: sobre lo que ocurrirá en el medio no existe ninguna garantía.

El gigante Altman tuvo la sensatez de recordárnoslo. En lo que a él respecta, entre su nacimiento y su muerte tuvo el tino de crear Mash, y Nashville, y Short Cuts, lo cual marca toda la diferencia. La mayor parte de aquellos que han escrito hoy necrológicas con olor a sorna no han producido nada parecido, al menos hasta ahora.

Los enanos que le sobrevivimos conservaremos sus zapatos, con la tibia esperanza de llenarlos alguna vez.

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23 de noviembre de 2006
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El peligro de las superficies

Estoy en Barcelona, invitado por el MIDA (Mercado Internacional de Desarrollo Audiovisual) para presentar mi novela La batalla del calentamiento ante productores de cine españoles. Me acompaña el director Marcelo Piñeyro, con quien ya trabajé en Plata Quemada y Kamchatka. Marcelo leyó La batalla cuando todavía no era más que un original, y desde entonces manifestó su deseo de dirigir la adaptación al cine.

...Y aquí estamos, pues. Recién llegados, y como siempre pasmados por la belleza de una ciudad de esas que no solo seducen, sino que se comprometen con uno en una historia de amor. Hay ciudades que son pura superficie: bellas, sí, y rebosantes de promesas que casi siempre se traducen en satisfacciones efímeras. Pero hay otras -y Barcelona es una de ellas, al menos para mí- cuyo encanto va mucho más allá de la profundidad de la piel. Lo mismo ocurre con las mujeres: algunas prometen un rato de diversión, pero las que a uno lo iluminan de verdad son aquellas de las que vale la pena enamorarse.

Anoche vimos The Black Dahlia, la película de Brian De Palma que adapta la novela de James Ellroy, inspirada a su vez por un célebre crimen irresuelto. El film tiene sus momentos, aunque en líneas generales es un disparate. Cualquiera que haya disfrutado L.A. Confidential haría bien en salir disparado en otra dirección, para evitarse el sufrimiento. The Black Dahlia tiene problemas de guión y problemones de casting: Josh Harnett, que va de protagonista, no puede sostener una película ni con la ayuda de una estructura de hormigón. (Algunos actores, como Hillary Swank, hacen lo que pueden, pero no les alcanza; me gustó mucho la chica que hace de la actriz asesinada, Mia Kirshner: su tristeza taladra la pantalla.

Pero uno de los problemas principales pasa por la forma en que De Palma maneja la época en que transcurre el relato. Los años 50 son muy tentadores para un cineasta, y más aún si la historia transcurre en Los Angeles: hablamos de Hollywood, del glamour, de las starlets y del trasfondo de droga y corrupción política. Lo que De Palma hace con esa imaginería es tan sólo lo obvio: juega con las figuritas. Sin otra dirección al respecto, los actores se limitan a jugar también. Josh Harnett juega al duro con corazón tierno. Scarlett Johansen juega a la mujer sensual, disfrazada con ropa ceñida al talle y rígidos peinados de peluquería. Ninguno de ellos parece gente viva, tan solo arquetipos, muñecos de cera con movimiento. Interpretan la época y a sus personajes como pura superficie. Librados a su suerte, actores de talento probado como Fiona Shaw se acercan peligrosamente al ridículo.

Ese es el problema con las superficies relucientes. Si uno se obsesiona con ellas, se quedará en la cáscara. The Black Dahlia no nos induce nunca a pensar que estamos viendo la época tal como fue o podría haber sido, sino tan solo una representación epitelial, puro diseño de producción y nada de espíritu. (¿Debería pensar que se trata de un mal generacional, dado que De Palma y Scorsese son coetáneos?)

Barcelona también es hija del diseño (el hotel en que paro es una maravilla funcional, por ejemplo), pero basta con perderme en cualquier callejuela lateral para que me sienta vivo. Es una de esas ciudades en las que no me molestaría nada vivir. Pero nunca viviría en esa ciudad de Los Angeles que pinta The Black Dahlia.

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22 de noviembre de 2006
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El pecado es otra cosa

En El nombre de la rosa, Umberto Eco creó al personaje de un monje terrible, Jorge de Burgos, que estaba convencido de que el efecto de la risa era pernicioso, llegando a rozar lo demoníaco. Tan seguro estaba de que el humor es un signo de impiedad, que era capaz de matar para evitar su propagación, o por lo menos de suponer que era preferible morir a reírse. Según parece, en la Iglesia de hoy hay descendientes de este monje ocupando altos puestos en el Vaticano. El secretario de Benedicto XVI, Georg Ganswein, ha salido a protestar en contra de la existencia de humoristas dedicados al, ¿cómo llamarlo?, humor papal. Ganswein dijo que determinados sketches radiales y televisivos ofenden a hombres de la Iglesia –entre los cuales, habría que aclarar, figura él: la comediante Rosario Fiorello creó un sketch radial en el que Ganswein va a comer a un restaurant llamado La Ultima Cena, pide una porción de pescado que multiplica por veinte y responde a un teléfono móvil que usa como ring tone al Hallelujah de Handel.

La semana pasada, un sketch de la televisión italiana satirizó el peso que la figura del difunto Juan Pablo II tendría sobre el actual Papa. Harto de que lo comparen con su antecesor, Benedicto –interpretado por el comediante Maurizio Crozza- estallaba y se ponía a bailar tap y a hacer malabarismos con naranjas mientras preguntaba: “¿Puede el Papa Wojtyla hacer esto? ¿Y esto otro?” Rápidamente Ganswein salió a defender a su empleador, diciendo que las imitaciones de Benedicto “deberían terminar pronto”. El diario L’Avvenire, que pertenece a la Conferencia Episcopal Italiana, llegó a hablar de “fundamentalismo satírico”. Hoy en día el pobre Bin Laden sirve para todo. Por suerte salió el columnista de La Repubblica Francesco Merlo a decir algo que muchos pensamos: “Es difícil resistirse a la tentación de burlarse de un Papa que parece haber sido criado en bibliotecas, en lugar de entre la gente”.

Mientras Ganswein y compañía se desgarran las sotanas, uno que ve de afuera se limita a disfrutar del buen humor. Como el de este chiste que Paolo Rossi contó por TV: “La Santísima Trinidad se gana un viaje gratis y tiene que decidir dónde quiere ir. Dios Padre elige Africa y Jesús Hijo opta por Palestina, pero el Espíritu Santo insiste: quiere ir al Vaticano. Cuando le preguntan por qué, responde con simpleza: ‘Porque nunca he estado ahí’”.

Yo soy de los que cree, más bien, al igual que Guillermo de Baskerville, que el Diablo es la fe sin sonrisa. (La fe sin música, agregaría además, siguiendo a Hildegarde von Bingen, que en su obra Ordo Virtutum sostenía que el Diablo no podía cantar.) Yo soy de los que cree en el Jesús que, invitado a una boda, no tenía empacho alguno en salir a bailar. Yo soy de los que cree que, si en efecto está detrás de la Creación, basta con abrir los ojos para comprender que Dios tiene un gran sentido del humor: ¿de qué otra manera puede interpretarse que los genitales masculinos tengan esa forma tan graciosa, o la existencia del ornitorrinco?

Como la comediante Rosario Fiorello, considero que la sonrisa no puede ser nunca un pecado.

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21 de noviembre de 2006
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Deslizándose sobre la superficie de las cosas

No me extrañaría que le diesen el Oscar, porque Hollywood funciona de esa manera: tratando de compensar omisiones aunque eso implique premiar filmes o actuaciones que distan de ser las mejores obras de los artistas en cuestión. Pero Oscar o no Oscar, The Departed seguirá siendo una de las películas más flojas de Martin Scorsese. Sin ser un fan ni un entendido en cine de Hong Kong, prefiero largamente la película original, Infernal Affairs, porque no tenía otra pretensión que la de ser lo que es: un policial entretenido, construido sobre una trama alambicada que en esencia disimula la ausencia de otra sustancia que vaya más allá del deseo de divertir al espectador. Pero Scorsese no puede permitirse ser ligero, y le agrega al cóctel ingredientes que no estaban y que por cierto, el relato no necesitaba: por ejemplo la intención de propiciar actuaciones memorables (Nicholson lo intenta, Di Caprio también), que en general redunda en sobreactuaciones porque los personajes carecen de riqueza o profundidad alguna; o la invención de un pasado para sus protagonistas del que poder colgar las nociones de culpa y de redención a las que es tan afecto.

Por supuesto, no estoy diciendo que la película sea mala. En el contexto actual de Hollywood, The Departed es un lujo. Hay momentitos brillantes de Nicholson y dos papeles pequeños pero rendidores para Alec Baldwin y Mark Wahlberg. La edición de Thelma Schoonmaker, cómplice histórica de Scorsese, es más filosa que nunca, y las canciones elegidas comentan la trama con la elegancia de siempre. Pero más allá del buen rato que proporciona mientras dura, una vez que The Departed acaba también termina su presencia en el alma. Al menos en Cape Fear, la remake que hizo del original de J. L. Thompson, Scorsese daba una vuelta de tuerca al cuento al sugerir que el bueno de la película era un abogado corrupto y que esa corrupción no era ajena al destino de violencia que golpeaba a su puerta. Pero The Departed no le agrega nada a Infernal Affairs. Si oyen por ahí que la película reflexiona sobre el tema de la identidad, o sobre la delgada barrera que separa la ley del delito, no lo crean: The Departed no reflexiona sobre nada, es apenas un juego de espejos que se consume en sí mismo.

¿Se acuerdan de Mean Streets, la película que lo puso en el mapa a comienzos de los ’70? A veces creo que toda la filmografía de Scorsese puede interpretarse a la luz de los personajes de aquel film. Mientras el que dominó su alma fue Charlie, el personaje de Harvey Keitel, sus películas valieron la pena: en aquel entonces Scorsese vivía en una tensión insoportable entre sus deseos de hacer buena letra y su propensión a la violencia y a los excesos, entre la omnipresencia de sus afectos y su incapacidad de comprometerse emocionalmente, entre lo inasible de la redención buscada y la aplastante realidad de la culpa. El Travis Bickle de Taxi Driver y el Jake La Motta de El toro salvaje y el Henry Hill de Goodfellas son hijos de esa misma tensión. Pero cuando en el alma de Scorsese empezó a primar Johnny Boy, el personaje que en Mean Streets interpretaba un jovencísimo De Niro, sus películas empezaron a irse en picada. Johnny Boy es un personaje desatado, que sabe que se encamina sin desvíos ni dilaciones hacia su autodestrucción y aun así no puede hacer otra cosa que apretar el acelerador. Charlie es consciente de que el sufrimiento es parte esencial de la vida, y lo asume como quien carga con su cruz; Johnny Boy huye del sufrimiento como de la peste. Después del dolor que parece haberle producido el proceso de creación de sus obras mayores, Scorsese parece determinado a ya no sufrir más. Algo similar a lo que le pasó a Brando después del Último tango: habiéndose asomado al abismo del alma, el pobre Marlon no quiso visitarlo nunca más –aun al precio de no volver a hacer una película decente. 

Con Gangs of New York, con El aviador y con The Departed, Scorsese filma cada vez más de la manera en que Johnny Boy vive: a mil por hora, deslizándose sobre la superficie de las cosas, como si su único deseo fuese el de poner fin a este tormento.

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20 de noviembre de 2006
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El retorno de Bond

Siempre sentí debilidad por James Bond. De pequeño representaba lo prohibido, todo lo que a esa edad estaba fuera de mi alcance: la virilidad y por ende las mujeres, la elegancia del hombre de mundo, la madurez (sus películas eran calificadas para mayores, lo cual me descalificaba de la peor manera) y la libertad que entraña –o que yo suponía entonces que entrañaba- la llegada a la adultez: la célebre licencia para matar era, en esencia, una licencia para hacer cualquier cosa que uno quisiese. En mi cabeza infantil equivalía a la libertad de la que gozaban todos los grandes, que habían tenido el buen tino de crecer.

Como no podía ver las películas, me contentaba con leer las novelas de Ian Fleming que estaban en la biblioteca de mi abuelo. Estoy seguro de que entendía poco y nada (las minucias de la Guerra Fría se me escapaban por completo), pero por lo menos me hacían sentir más grande. Recuerdo haberme pasado horas contemplando una producción de la revista Life, llena de fotos del rodaje de lo que aquí se llamó Operación Trueno. Me pregunto si mi fascinación con el buceo –porque allí Bond libraba su batalla más compleja bajo el agua- no habrá comenzado entonces.

Quise a Roger Moore porque venía de ser El Santo, y porque fue el primer Bond al que pude ver en el cine. Pero admito que hoy no soportaría volver a ver ninguna de esas películas, ese Bond es al verdadero Bond lo que el Batman televisivo de Adam West es al Batman que me gusta: una autoparodia, que se pasa del pop para entrar de lleno en el territorio del kitsch. Moore era demasiado educado (¿demasiado amanerado?) para ser Bond. Al igual que el comercialmente exitoso Pierce Brosnan, carecía de la oscuridad, de la violencia y del componente psicótico que Bond necesita para sostener el equilibrio entre su elegante exterior y su compulsión homicida. En algún sentido Bond es el antecedente más directo de Hannibal Lecter: sibarita y asesino por naturaleza al mismo tiempo, con la ventaja de haber encontrado trabajo dentro de la ley.

Bond era Sean Connery, sin dudas, aun después de asimilar la infausta noticia de que usaba peluquín. (Su prematura calvicie tan sólo lo volvía más humano.) La clase de tipo que es capaz de imponer respeto, y hasta producir miedo, sin necesidad de levantar la voz: bastaba una mirada y una sonrisa para sugerir que estaba más que dispuesto a devorarse a sus enemigos y escupir sus huesos como los carozos de las aceitunas del martini. (Connery nunca diría spit, escupir, sino sh-h-pit, con ese delicioso acento galés que nunca pudo quitarse ni siquiera cuando interpretaba al nada galés rey Arturo. Ahora que escribo esto recuerdo que lo entrevisté en Londres por el estreno de First Knight. No me acuerdo nada de la entrevista. Se ve que para entonces ya había dejado de impresionarme. O quizás se debió simplemente a que yo ya había crecido.)

Tengo muchas ganas de ver Casino Royale, la nueva película de Bond, que se estrena hoy en los Estados Unidos. Lo cual significa que es la primera vez en muchísimos años que tengo ganas de ver una de Bond, o por lo menos una que no figure entre los clásicos de Connery. Daniel Craig me da buena espina, a pesar de que los bondófilos le bajaron el pulgar apenas lo eligieron porque veían con malos ojos, por ejemplo, que el pobre fuese rubio. Me parece un buen actor, que invita a imaginarse qué hubiese hecho Steve McQueen con ese rol. Atractivo pero no bello, capaz de transmitir la dosis adecuada de amenaza sin siquiera mover un músculo. La elección de Eva Green como su interés romántico es otro plus: ella es lo más parecido a una chica Bond para el hombre pensante que ha habido desde Diana Rigg.

Las primeras críticas hablan muy bien de la película de Martin Campbell. La idea de mostrar a un Bond que aún no es del todo Bond, una suerte de prequel a toda la saga –aunque transcurra en tiempo contemporáneo-, es inteligente: se trata de pintar a un Bond que todavía no ha llegado a ser la figura cool y en perfecto dominio de sí mismo que uno identifica con el personaje; se trata de un Bond en formación –como lo es Daniel Craig.

En caso de que Casino Royale tenga éxito, me pregunto qué clase de archivillanos le imaginarán de aquí en más. Porque Bond podrá ser el mismo, pero el mundo ya no lo es. En nuestro tiempo Goldfinger es Ministro de Economía de algún país del Grupo de los Ocho y el Doctor No gobierna Corea del Norte. Y aunque lo envíen a asesinar a algún miembro prominente de Al Qaeda, todos sabemos que sus propios jefes –y sus aliados de allende el océano- dejaron hace ya mucho de representar al bando de los buenos.

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17 de noviembre de 2006
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Las historias, los japoneses y sus parques

Anoche alguien me preguntó cómo decidía qué historia era apropiada para una novela y qué historia tenía destino de guión de cine. Muchas veces el inicio es confuso, la primera novela que escribí era en su origen una historieta. A veces creo que algunas historias merecen versiones en más de un registro: estoy orgulloso del artículo que escribí hace algunos años sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense, y que publicó en España una revista que se llamaba Planeta Humano, pero estoy seguro de que esa historia merece también ser contada como libro, o como película. (La idea me ronda desde entonces; créanme, se trata de una historia tan increíble como inolvidable.) 

En los últimos tiempos me ocurre que, aun cuando me consta que estoy trabajando en una idea para el cine, trato de escribir primero una versión literaria. Una idea que me sugirió el actor Adrián Navarro se convirtió en un cuento, que imagino se transformará en guión más temprano que tarde. Siento que escribiendo un cuento o una novela voy directo al corazón de la historia: quizás por (de)formación literaria, este tipo de narración me garantiza que todo lo que tengo que saber de los personajes, de su alma y hasta de la trama estará allí, y que en todo caso, una vez que aparezca ese relato podré aprovechar aquellos elementos que me resulten útiles para el otro lenguaje, el del cine. Escribir ficción literaria es la forma en que pienso mejor, en que “conozco” mejor. Un cuento o una novela me garantizan, además, que crearé sin condicionamiento alguno: no voy a estar forzándome para imaginar a un actor equis, o preguntándome si alguien podrá financiar una secuencia tan cara. De ese modo no me cuestiono cómo abriría la secuencia, si es demasiado larga o no y dónde debería venir el corte. Simplemente dejo que la historia siga su curso, que haga lo que necesita, que se tome todas las libertades que requiera: las adaptaciones vendrán después. Si el cuento o la novela salen bien, el guión saldrá bien por añadidura.

Por supuesto, nunca escribiría una novela tan sólo para transformarla en un guión: sería un trabajo demasiado arduo. Pero me consta que cuando las ideas cinematográficas son ricas, si se las deja fermentar acaban en una novela. Hasta hace poco más de un mes estaba seguro de que mi próxima novela iba a ser una que tenía muy pensada: una historia fantástica y de aventuras, con el espíritu del folletín. Pero en las últimas semanas resurgió en la superficie otra vieja idea, que en su origen era una película. Hace ya algunos años alguien me propuso que pensase algo para dos actores muy populares, uno español y el otro argentino. La propuesta quedó en nada entonces, uno nunca funciona demasiado bien cuando se mueve por encargo: las ideas no son trajes cortados a medida, son cosas que ocurren o no. Tiempo después, cuando ya nadie me la pedía, se me apareció una historia. La archivé en mi cabeza suponiendo que en algún momento podía convertirse en una película. Y ahora, hoy, por esas cosas inefables del acto creativo, estoy convencido de será mi próxima novela.

Supongo que, en esencia, esa es la mejor forma de descubrir cuál será el mejor registro para contar una historia: darle tiempo, dejarla madurar, desarrollar su propia piel. En algún sentido se trata de la misma estrategia que aplican los japoneses en sus parques: nunca trazan los caminos de antemano, dejan que los caminantes los marquen sobre la gramilla con sus pies y recién entonces los construyen.

Una sabiduría milenaria que sería tonto desoír.

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16 de noviembre de 2006
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Un filósofo llamado Bullitt

Me gusta la imagen de la perla, el tesoro que uno halla en el más impensado de los lugares. Quizás porque me sugiere la necesidad de estar siempre atento, de no llevarme por las apariencias: se puede encontrar oro entre el barro del fondo del mar. O tal vez porque me ayuda a permanecer en el estado de discreto asombro que me parece la mejor manera de existir: ya llevo una regia cantidad de años en este mundo, y aun así no deja de sorprenderme lo providencial del fenómeno de la vida.

  Pocos días atrás me compré el DVD de Bullitt, el clásico policial dirigido por Peter Yates: una edición de lujo, con documentales sobre Steve McQueen y la mar en coche. (Ya sé que se están preguntando cuál es la relación entre Bullitt, las perlas y el fenómeno de la vida, pero ténganme paciencia.) Me puse a ver la película el domingo. Lo que primero me llamó la atención fue lo más obvio: la parquedad del relato –no se cuenta nada que no sea estrictamente necesario, Bullitt está a centímetros de ser una película muda-, la aparición de Robert Duvall en un papel menor, la elegancia con que Yates narra toneladas en un único plano (cuando Bullitt llega a una reunión de mujeres de sociedad, por ejemplo, y lo vemos pequeñísimo, atrapado por el marco de la puerta y por las polleras y abrigos de piel de las mujeres gigantes que figuran en el primer plano) y por supuesto la persecución automovilística por las calles de San Francisco, que como el buen vino sólo mejora con el tiempo. Me sorprendió también la cacería final entre las pistas del aeropuerto: la tenía totalmente olvidada, y registré entonces cuánto le debe Michael Mann, que la recreó para el climax de Heat.

Ya pasada la mitad del relato, Bullitt tiene una escena con su novia, interpretada por la bellísima Jacqueline Bisset. No es mucho lo que sabemos de esa relación, más allá de que ella es una profesional liberal, arquitecta o algo así, y cuán incómodo se siente Bullitt cada vez que debe acompañarla a alguna reunión. Entonces llega el momento en que ella debe sumergirse en el mundo de él, atisbando la violencia que Bullitt frecuenta a diario. Entra en estado de shock, se cuestiona la sensatez de su relación: le pregunta a Bullitt qué será de ellos con el tiempo. Y entonces Bullitt, que es de los que no abre la boca ni siquiera cuando va al médico a que le revisen la garganta, dice la frase que clausura la secuencia: Time starts now. El tiempo comienza ahora.

Lo primero que me sorprendió fue la impropiedad de la frase en esos labios. Nada de lo previo hace suponer que Bullitt es capaz de decir algo que sonaría más adecuado en boca de, por ejemplo, Baruch Spinoza. Pensé que la frase también era correcta en lo científico: si el tiempo fluye en dos direcciones a la vez, hacia delante y hacia atrás (por más que nosotros sólo podamos experimentarlo hacia delante), eso significaría que forma una suerte de loop, de cinta interminable, de la cual cada punto puede servir igualmente como principio. Pero lo que más resonó en mi alma fue otra lectura de la frase, una que podría utilizarla como principio de vida. Se me ocurrió que el tiempo comienza ahora es una manera de decir que somos libres de decidir sobre nuestra vida a cada momento, que podemos construir nuestro propio tiempo cada vez que lo deseemos, cada vez que sea necesario. Por supuesto que la parte ya vivida de nuestro tiempo viaja hacia nuestro futuro como parte del loop, y por ende contribuyendo con la noción del karma, aquello de que todo vuelve; pero modificar nuestro presente sigue siendo una opción válida, la condición misma de nuestra libertad.

Me pregunto cómo resonará en ustedes esta frase, cuál será su vivencia del tiempo. Yo sentí entonces que Bullitt decía la verdad, y lo siento ahora, en este preciso instante en que mi tiempo comienza. (Otra vez.) Algo en mi alma me dice que esa frase es todavía más importante de lo que puedo vislumbrar en este momento.

A Bullitt, por lo pronto, le sirvió para volver a acostarse con su bella novia.

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15 de noviembre de 2006
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Sting, Karamazov, Dowland: belleza pura

Hacía miles de años que no me compraba un disco de Sting, pero este me resultó irresistible. Songs from the Labyrinth señala el encuentro entre la voz del ex líder de The Police, el laudista Edin Karamazov (apellido karmático, si los hay) y las canciones del isabelino John Dowland, contemporáneo de Shakespeare –y como él, temeroso de que su fe cristiana le valiese el destino de María Estuardo, en tiempos del protestantismo triunfante. Es música que nos transporta a otros tiempos pero no música vieja, porque de sus versos galantes y de su melancolía no se desprende olor a naftalina, sino a eternidad.

En el librito que acompaña la bella edición Sting narra su paulatino acercamiento a la música de Dowland. En 1982, el actor John Bird oyó cantar a Sting en solitario e hizo la mágica conexión: algo en la voz brillante e intemporal del cantante le recordó las obras del músico isabelino, a quien Sting define como “uno de los primeros cantautores” de la Historia. La asociación hecha por Bird intrigó al músico, que se compró una colección de las canciones de Dowland interpretadas por Peter Pears y Julian Bream. Diez años después, cuando la pianista Katia Labeque le sugirió que las canciones de Dowland eran ideales para su voz carente de entrenamiento clásico, Sting ya sabía de qué le estaban hablando. “Y sólo por diversión aprendí tres de las canciones bajo su tutela: Come, heavy sleep, Fine knacks for ladies y Can she excuse my wrongs?, con la bella y exótica Katia acompañándome en el pianoforte en un par de informales veladas musicales”, cuenta Sting. ¿Pueden imaginar la magia de esas veladas, con estos dos monstruos abriendo en el presente una puerta al siglo XVI?

Pasaron más años, hasta que el guitarrista habitual de la banda de Sting, Dominic Miller (dicho sea de paso, nacido en la Argentina: de niño lo llamaban Domingo Miller) le regaló a su jefe un laúd que tenía en su caja el grabado de una rosa en medio de un laberinto. Sting dice que el laberinto es una figura que lo obsesiona, al punto de que se hizo grabar uno sobre el suelo de los jardines de su casa: “Camino a diario por allí, diciéndole a la gente que calma mi mente”. También fue Dominic Miller quien le presentó al laudista Karamazov, nacido en Sarajevo. Al rato de conversar, Karamazov le preguntó a Sting si conocía la canción de Dowland In darkness let me dwell (“Déjenme permanecer en las tinieblas”, un título digno del recientemente fallecido William Styron), diciéndole: “Es la mejor canción que se haya escrito nunca en el idioma inglés”.

Ya habían trabado relación humana y musical cuando Karamazov le confesó a Sting que sus senderos se habían cruzado mucho tiempo atrás. Una vez Sting y su mujer Trudie Styler asistieron a una performance del Circus Roncalli en Hamburgo. Allí vio a un grupo musical que interpretaba el Rondo alla turca de Mozart entre un acto de trapecio y un contorsionista de Mongolia. Sting se sintió tan impresionado, que les mandó preguntar si no querían ir a Inglaterra a actuar en una fiesta de cumpleaños. El mensaje regresó enseguida: el grupo informaba que no actuaría para ellos, porque se consideraban músicos de verdad y no monos que saltaban al oír la voz de comando de un rockero y de su esposa. Karamazov era uno de esos músicos rebeldes.

Finalmente Karamazov acudió a Inglaterra, y Songs from the Labyrinth es el resultado. El disco alterna canciones en la voz de Sting con piezas de laúd en solo, y la lectura de pasajes de las cartas de Dowland: la superposición es encantadora. No dejen de prestarle sus oídos, aunque más no sea traten de bajarse In darkness let me dwell y Can she excuse my wrongs?, donde Sting se desdobla en múltiples voces que crean magia verdadera. (Can she excuse my wrongs? significa ¿Podrá ella perdonar mis errores?, lo cual expresa peculiar ironía, dado que los versos se atribuyen a Robert Devereux, alias Essex, amante de Isabel I hasta que el verdugo lo decapitó –dando respuesta a la pregunta del título.)

Para ponerlo en palabras de otro grande, Caetano Veloso: belleza pura.

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14 de noviembre de 2006
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El Boomeran(g)
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