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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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El llamado de la selva

Pocos días atrás recuperé un trozo de mi historia. Yo sé que los viajes en el tiempo son infrecuentes, y que en la ausencia de máquinas como la de H. G. Wells no hay más trampolín hacia el ayer que la fugaz sensación de un perfume amado o la sonoridad de una canción, pero esta vez lo conseguí gracias a un libro. El diario Clarín está editando compilaciones de clásicos de la historieta, y esta semana fue el turno de Tarzán.

Las historietas de Tarzán figuraron siempre entre mis favoritas. Yo había leído la totalidad de los libros originales de Edgar Rice Burroughs, que todavía conservo, y también veía cuanta película de Tarzán se pasaba por TV (en aquel momento eran muchas, se los puedo jurar), aun cuando ninguno de los Tarzanes cinematográficos me convencía del todo. Siempre detesté a Johnny Weismuller, por ejemplo. En las películas más viejas resulta apenas tolerable, pero en la mayor parte parece una señora gorda a la que un soutien no le vendría nada mal. Y esas selvas de cartón piedra y helechos de plástico nunca me parecieron más frondosas, ni más peligrosas, que el jardín de la casa de mi abuela.

Habiendo digerido ya el Tarzán literario, sólo contaba con las historietas para mantener encendida la flama. Sé que en algún momento leí las viejas planchas dibujadas por Harold Foster, que después dibujó y escribió otra de mis sagas favoritas, la del Príncipe Valiente. Pero mis favoritos eran Burne Hogarth, Russ Manning y Joe Kubert.

Hogarth era un dibujante genial, que cuando se apartó de la tira creó un personaje argentino de breve vida, llamado Drago, que a mí me llenaba de ilusiones: era una mezcla improbable de magnate de las Pampas, atuendo gauchesco incluido, con algo de James Bond. Manning fue el encargado de recrear en paneles la mayor parte de las novelas originales, incluidas aquellas en las que Tarzán encontraba reinos perdidos –y hasta dinosaurios- en el corazón del África. Y Kubert recreó la historia desde los comienzos dándole un feeling más contemporáneo: vibrante, salvaje, cinematográfico.

Tuve todas esas historietas, y a todas conservé con fervor de coleccionista. Hasta que en un momento mi padre sufrió un ataque de limpieza y las tiró todas a la basura sin consultarme. Llevo décadas reprochándoselo; imagino que muchos tendrán cosas más serias que reclamar a sus propios padres, pero yo, que perdí entonces pilas y más pilas de Batman, Superman, Tarzán, D’Artagnan, El Tony, Fantasía, Nippur de Lagash, Tit-Bits y Dennis Martin, conservo vivo ese dolor como si me hubiesen arrancado ambos brazos. Cada vez que logro comprar por segunda vez alguna de esas historias perdidas –hace poco lo hice con Terry y los piratas, como ya les conté-, siento que emparcho agujeros de mi alma.

El librito de Clarín me permitió recuperar parte de esos tesoros. Durante mi lectura rememoré historias que ya había leído una y mil veces sin cansarme, y volví a ser capaz de expresarme en ese idioma presuntamente animal en que Tarzán habla cuando se mueve en la selva, lleno de palabras como tarmangani y expresiones de batalla como kreegah y bundolo. (Admito que en algún lugar me dio un poco de vergüenza, pero en el fondo estaba encantado.) Y muy lejos de hacerme cargo de las acusaciones de imperialismo blanco o falta de realismo, volví a identificarme como millones de chicos lo hicieron en su momento con esta criatura de la que todos se burlaban, en la tribu de grandes monos, por fea, por débil y por inadecuada. En su perpetua inadecuación, en su sensación de no pertenecer del todo ni a un mundo ni a otro, Tarzán es el eterno adolescente. Y como tal me sentí otra vez, una tardecita de Buenos Aires con temperaturas dignas de una selva.

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13 de diciembre de 2006
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La consagración de la impunidad

Yo no le deseo la muerte a nadie, porque la muerte nunca es retribución: nos llega a todos, no es justa ni injusta, simplemente es. Por eso no me alegra ninguna, ni siquiera la de aquella gente que hizo mucho daño en vida, porque la muerte tampoco es solución; si aquel que muere fue dañino cuando estaba entre nosotros, seguirá siéndolo una vez enterrado. Aquellos que en la hora final soslayan los defectos del muerto y escriben panegíricos que recuerdan tan sólo virtudes olvidan esa verdad elemental, somos en la muerte como fuimos en la vida, aquel que derramó amor a su paso seguirá derramándolo, aquel que sembró terror y discordia seguirá inspirándolo aunque sus restos se descompongan bajo tierra.

No me alegró la muerte de Pinochet, no encuentro nada que celebrar. Estuve en Chile la semana pasada presentando La batalla del calentamiento, y conocí gente maravillosa y cálida y entrañable, pero en medio de la alegría que me inspiró la experiencia descubrí que existía una calle central que se llama 11 de Septiembre. Me produjo un escalofrío: ¿cómo era posible que subsistiese una calle que celebra una fecha fatídica, un día que significa ruptura del orden institucional, secuestros y asesinatos a mansalva y negación de los principios más elementales del derecho? La sensación que me invadió entonces se completa ahora, lo que pensé al viajar por esa calle y lo que siento al enterarme de la muerte de Pinochet es lo mismo, la noción de una oportunidad perdida. Pinochet cometió la misma clase de crímenes que llenan las cárceles de presos comunes: homicidios, defraudaciones y estafas, solo que elevadas a la enésima potencia porque el ejercicio fraudulento de los poderes del Estado es el peor de los agravantes en una República democrática. Pero no murió en la enfermería de la cárcel, después de haber sido juzgado y condenado en abundancia de pruebas, murió como un hombre libre –y para más incordio, como un hombre rico y aún poderoso, a poco de difundido el dato de las toneladas de oro que atesoraría en un banco de Miami.

Para Pinochet esta muerte fue una fuga, un acto de escapismo a lo Houdini: quisieron cargarlo de cadenas y no lo lograron, el viejo consiguió zafar de las ataduras y presentarse en el proscenio para los aplausos, justo antes de que cayese el telón. Se salió con la suya y la República perdió, porque desperdició la oportunidad de hacer justicia en vida, que es la única justicia posible, o por lo menos la única que nos consta de manera efectiva. Aunque más no fuese en beneficio de las futuras generaciones, lo mejor habría sido que el autor de tantas desgracias hubiese sido enjuiciado, sentenciado y purgado condena, por pequeña que hubiese sido y por ende desproporcionada ante tanta desgracia, ante tanto dolor aún abierto, pendiente de cicatrización. Nuestros hijos necesitan entender que viven en un sistema en el cual todo acto genera consecuencias, y todo acto malo amerita castigo. Por el momento les estamos educando en la certeza de que en nuestros países el que hace el mal triunfa y se nos ríe en la cara. Tal como murió, Pinochet nunca será otra cosa que un símbolo de impunidad: fue el que la hizo y que no la pagó, lo cual genera una estela que en algún momento, más temprano que tarde, producirá imitadores.

Que no le tributen honores de Estado no alcanza en este contexto, así como están las cosas no pasa de gesto despechado, un desaire que no disimula lo que no se hizo, lo que faltó. (El viejo tenía 91 años. ¿Qué mierda esperaban, que siguiese viviendo in aeternum hasta que se dignasen completar todo el papelerío legal?) Sólo espero que este regusto amargo que deja la noticia, este sabor a incompleto, a medio hacer, a inconcluso, sirva como recordatorio a nuestras propias autoridades: Videla y Massera tampoco van a vivir para siempre, hay leyes heredadas de la dictadura aún pendientes de derogación y muchos represores que están en libertad, la Ministra de Defensa prometió que los criminales militares irían a dar con sus huesos a cárceles comunes y algunos de nosotros todavía esperamos que esta promesa se cumpla, porque no queremos despertar un día y enterarnos de que Videla hizo la gran Houdini, de que Massera deslumbró en un acto final de escapismo; estos señores no son artistas, estos señores son genocidas y los genocidas no deberían poder escabullirse de las cadenas que se merecen, lo suyo no es el gran truco, es el gran crimen.

Cuando me levanté el lunes tenía un mail de Andrea Maturana, una maravillosa escritora chilena, que tan solo me decía: “Se murió Pinochet en una clínica privada… En fin”. Por suerte no soy el único que se siente burlado.

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12 de diciembre de 2006
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Viaje al corazón de la vida

Estaba tan convencido de que no la iban a estrenar (las películas españolas no suelen llegar a la Argentina, excepción hecha de Almodóvar), que me compré el DVD durante mi última estancia en Madrid. Todavía no había tenido tiempo de verla cuando me sorprendió el aviso, iban a estrenar La vida secreta de las palabras ese mismo jueves, mira qué cosa, si tuve que ver Mi vida sin mí en México para que no se me escapase, aquí en Buenos Aires hablas de Isabel Coixet y tienes que adosar subtítulos a la escena para que te comprendan, se escribe c-o-i-x-e-t, es uno de los secretos mejor guardados del cine mundial, puedes tomarme la palabra. Así que fui al cine primero y me dediqué al DVD después, me había comprado la edición para coleccionistas que incluye además el documental Viaje al corazón de la tortura, donde se habla de la tarea del IRCT (International Rehabilitation Council for Torture Victims) y hasta se ve la cara verdadera de Inge, el personaje que en la película de ficción encarna Julie Christie. 

Lo primero que sentí fue alivio, porque no me había comprado el DVD en vano: La vida secreta de las palabras es de esas películas que vale la pena atesorar, para poder recurrir a ella cada vez que sea necesario, al igual que se abre un libro en plena noche en busca de una frase que nos salve la vida. La suya es una historia llena de silencios. La abismada Hannah (Sarah Polley) es una mujer joven a quien fuerzan a tomarse vacaciones de su trabajo, después de cuatro años de labor ininterrumpida. Desesperada ante los fantasmas que invaden su tiempo libre, decide asumir un trabajo transitorio que la ayude a llenar ese vacío: cuidará a Josef (Tim Robbins), un hombre que se ha accidentado en la plataforma petrolera donde trabaja y que yace, temporariamente ciego y postrado por sus quemaduras, en la más absoluta de las indefensiones; alguien debe hacerse cargo de su rota persona.

La plataforma petrolera es en esencia una isla artificial, apenas poblada por hombres que huyen de sus propios fracasos y de las verdades que no tienen coraje de asumir en tierra firme; uno de ellos confesará, incluso, que nada lo marea más que apartarse del mar. Simón (Javier Cámara), que está a cargo de la cocina, mantiene a raya a la locura inventándose una patria a diario. Martin (Daniel Mays), el oceanógrafo, cuenta olas como otros ovejas, y en su sueño utiliza su conocimiento para lavar las aguas que golpean a diario los pilotes de la plataforma. (La idea de lavar las aguas es sugerente, me dice que hemos ido demasiado lejos, que hemos ensuciado hasta aquello que es limpio por definición, la palabra agua era limpia pero ya no, hemos arruinado hasta las palabras.) Todos han ido allí a lamer sus heridas, a disfrazar su inadecuación debajo de ropas de fajina, a disimular sus propios gritos debajo del bramido de la maquinaria. Pero el accidente que mata a uno de los operarios e inutiliza a Josef obliga a apagar los motores de la plataforma. Hannah y Josef se encuentran, pues, en el momento indicado: cuando ya no pueden llenar su tiempo con actos mecánicos, cuando no les queda más remedio que oír –y por ende que oírse.

La vida secreta de las palabras entró en mi alma por todas sus ventanas. Me llenó de ternura la evocación que Josef hace de La señorita Cora, un cuento de Julio Cortázar en el que, como en el film, las voces narrativas se desdoblan y cuya historia habla de una enfermera que termina recibiendo la misma medicina que acudió a administrar. En algún sentido me recordó también una de mis novelas favoritas, The English Patient, de Michael Ondaatje, porque también va de enfermos y de enfermeras en un sitio apartado del mundo y porque narra con lenguaje poético (la película de Anthony Minghella lo transformaba todo en prosa) una historia que demuestra una verdad elemental que a menudo desdeñamos por creerla romántica: cuánto nos necesitamos los unos a otros, porque así como es cierto que las cicatrices nos las proporcionan otros, no es menos cierto que no podemos curárnoslas en soledad. Vivimos en un mundo que nos dice a todas horas que el otro es una amenaza, y que debemos cerrarle las puertas y levantar muros que nos protejan de aquellos a quienes no queremos ver ni oír; de aquellos con quienes no deseamos compartir lo que creemos ganado en buena ley, cuando el simple hecho de que alguien sufra hambre o tortura relativiza todo mi merecimiento. La vida secreta de las palabras es de esas obras que nos reconectan con la verdad que la naturaleza entera y nuestros propios organismos dicen a gritos: somos parte de algo más grande que nosotros mismos, y los demás dependen de nuestra generosidad con la misma urgencia con que nosotros dependemos de la amabilidad de los extraños.

Me gustan las películas de Isabel Coixet, tanto como creo que me gusta el alma de Isabel Coixet. En algunos creadores alma y obra son dominios separados, pero en Coixet se sostienen la una a la otra de manera amorosa, con la misma delicadeza que Hannah y Josef se dedican a sí mismos.

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11 de diciembre de 2006
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Piedras

Me compré la Trilogía de Deptford, de Robertson Davies (1913-1995), por culpa de Rodrigo Fresán, que sabía lo que hacía. Quedé enganchado al primer libro, Fifth Business, ya desde el estudio introductorio de M. G. Vassanji. "Las tendencias de Robertson Davies como escritor se apartaban de las modas o de los usos de su tiempo", decía Vassanji. Eso ya me gustó: nunca fui de los que se suben al tren de las conveniencias de la hora. Pero lo que me atrapó definitivamente fue lo que decía a continuación. "Cuando la visión preponderante sobre el hombre era, en la literatura, la de una criatura víctima de una desesperanza que no había fabricado; cuando esa criatura era considerada poco menos que un destello involuntario de conciencia, o como alguien condenado a una lucha en contra de un mundo insoportable, o como víctima de circunstancias históricas, Davies escribió una novela sobre la responsabilidad moral".

Fifht Business arranca a comienzos del siglo XX, en un pueblito canadiense llamado Deptford. Allí dos niños, Dunstan Ramsay y Percy Boyd Staunton, juegan en la nieve. Dunstan es hijo de una familia trabajadora, Percy es rico de nacimiento. Como Percy no tolera que su trineo caro y lujoso funcione peor en el terreno que el trineo viejo y casero de Dunstan, se enoja y opta por la agresión: prepara una bola de nieve con una piedra en su interior. El disparo no llega a destino, porque Dunstan intuye el ataque y se agacha a tiempo. La bola pega así en la nuca de la señora Dempster, la mujer del pastor baptista, embarazada de meses. La pedrada induce el parto prematuro y deja a la señora Dempster al filo de la locura. Lo que Fifth Business cuenta a partir de ese comienzo es la vida de Dunstan, de Percy y del prematuro Paul Dempster, cuyas vidas han sido unidas de manera inextricable por culpa de una piedra.

La novela me resultó una gran lectura, por su prosa cálida y precisa y porque me involucré con el destino de sus personajes como si fuesen míos. Me sedujo la debilidad por los santos que Dunstan convierte en obsesión, desde que imagina que la señora Dempster es una santa sui géneris; imaginé que la historia de Giges y del rey Candaules que figura en Herodoto y que Davies retoma en Fifth Business debe haber influido en otro canadiense a quien admiro, Michael Ondaatje, que la utiliza en The English Patient. Pero lo que más me conmovió fue, como Vassanji sugiere, su planteo sobre la responsabilidad moral. Dunstan ni siquiera es aquel que lanzó la pedrada, sino el que la esquivó, un acto reflejo que cualquiera de nosotros encontraría justificable a todas luces. Pero Dunstan, impiadoso consigo mismo, no quiere justificarse ni desvía la mirada: sabe que su reacción hizo posible que la señora Dempster fuese herida y que Paul naciese antes de tiempo, y por ende se siente responsable de algún modo por estos destinos a los que la pedrada lo unió. Dunstan es uno de los personajes inolvidables de la novelística del siglo XX, porque rechaza plegarse al relativismo imperante así como su creador, Robertson Davies, huyó en su momento de las modas y de lo conveniente, y porque nos insta a hacernos cargo de nuestra propia responsabilidad moral en este mundo, una responsabilidad que depende tanto de lo que hacemos como de lo que elegimos no hacer.

La piedra con que Fifth Business comienza y termina es, de algún modo, la misma piedra con la que tantos querían lapidar a la pecadora evangélica. Así como entonces no estábamos libre de pecado, tampoco ahora. Piedras es todo lo que pasa entre nosotros. ¿Cuándo será la hora en que abramos la mano y dejemos caer la piedra, cuándo será el tiempo en que utilicemos la mano abierta para acariciar, para estrechar, para sostener al otro?

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7 de diciembre de 2006
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Bond royale

La nueva de Bond se estrena aquí en Buenos Aires este jueves, pero yo ya la vi. En España la estrenaron antes, y yo, que estaba entonces por allí, no podía perdérmela. (Ah, ese placer tan infantil como intenso de ver o conseguir cosas antes que los demás…) La intuición no me falló: Casino Royale es una pasada, como dirían mis amigos españoles. Por supuesto que no se trata de una película de Ingmar Bergman, pero todos aquellos que ansían ver una peli de acción y de espías que no insulte su inteligencia no deberían perdérsela. (Es mejor que las películas del ciclo de Bourne, por ejemplo, y eso que aquellas eran buenas.) Atrás quedaron los tics de las películas bondianas de las últimas décadas, que tanto aprendimos a odiar: no existe autoparodia, ni villanos over the top decididos a conquistar el mundo, ni gadgets electrónicos improbables. Este Bond no es más que un ex militar ansioso y sobreentrenado a quien le han dado un cargo nuevo en el que le gustaría brillar, aunque todavía esté lejos de poder hacerlo; como M (otra vez Judi Dench) le dice con todas las letras, todavía es mejor peleando, destruyendo y matando que operando como agente. Durante Casino Royale, veremos más de una vez en los ojos del actor Daniel Craig la angustia de un hombre que no está del todo a la altura de su misión, y que sufre por ello. (Tratando de meterse en semejantes zapatos, a Craig no le debe haber costado nada actuar esa angustia.)

La película esquiva cada una de las tentaciones que su camino consabido le pone delante durante el relato. Hay escenas de acción que quitan el aliento (una persecución que ocurre a poco del comienzo es electrizante), de duelo elegante con su enamorada Vesper Lynd (Eva Green, una chica Bond que, ¡por fin!, tiene el talento más grande que las tetas) y hasta de simple suspenso, despojado de todo componente titilante o violento: por primera vez en el cine –así como ocurría en la novela-debut del personaje, titulada como el film-, el momento más tenso en una película de James Bond tiene lugar durante… una partida de naipes.

Hay un villano interesante, que por un lado no aspira a otra cosa que –como los villanos de la vida real- a ganar más dinero y conservar la vida en el proceso, y que incluso en los momentos más proclives al lugar común le hurta el cuerpo al bulto: Le Chiffre (el actor danés Mads Mikkelsen, una inspirada elección de casting) no quiere torturar a Bond con rayos láser o sofisticaciones por el estilo, le basta con una soga con un peso en su extremo. Y además los pequeños momentos de complicidad con el espectador, durante los cuales uno se entera cómo Bond adquirió algunos de sus memorables manierismos –su Aston Martin, por ejemplo- son intensamente disfrutables. Mi favorita es la secuencia en que un barman le pregunta a este Bond a medio hacer si quiere su martini batido o revuelto (la liturgia establece que Bond sólo los bebe shaken, esto es batidos), y 007 lo mira con resentimiento y le dice: “¿Le parezco un tipo al que una cosa así podría importarle?”.

En lo que hace a Daniel Craig… ¡El tipo está muy bien! Supera a todos los últimos Bond con holgura, y aunque no tiene mucho que ver con el prototipo Connery comparte con el escocés la sensación de amenaza que trasunta sin siquiera moverse: una mirada de esos ojos gélidos, y cualquier hombre sensato se echaría a temblar. Tal como M sostiene, se ve como un hombre más tentado de recurrir a la violencia que a la sutileza; en las películas por venir se verá si además es capaz de transmitir la gravedad que sólo se adquiere mediante la experiencia.

Por lo pronto, cuando regresé a Buenos Aires hurgué en mi biblioteca por otras razones y descubrí que conservo las viejas novelas de Ian Fleming que pertenecían a mi abuelo, y que yo leía cuando era demasiado pequeño para que me dejasen entrar al cine a ver a Bond seduciendo a Pussy Galore. Mi Bond, pues, siempre fue más literario que cinematográfico. Confieso que estoy tentado de releer aquellos libros. Todo lo que puedo decir, por el momento, es que al menos el Bond de Daniel Craig responde a la descripción de “irónico, brutal y frío” con que su autor imaginó, ¡hace ya tantos años!, a este agente con licencia para seducir.

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5 de diciembre de 2006
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De magia (por arte)

Dos recientes películas sobre magos, The Illusionist y The Prestige, están basadas en materiales literarios: la primera sobre un relato de Steven Millhauser, y la última sobre una narración de Christopher Priest. No leí esos textos, así que no estoy en condiciones de juzgar sus méritos, pero vi ambas películas (corrí a ver The Prestige apenas se estrenó, tal como lo había anunciado semanas atrás), y no albergo duda alguna al respecto: The Prestige es infinitamente superior. Quizás porque, de ambas, es la que entiende mejor cuál es la pulsión que mueve a un ilusionista a llegar a los extremos que llega, y porque procede, en consecuencia, con la certeza de que su narración debe respetar las convenciones de ese arte: la magia de salón, y el cine, y la literatura, son ante todo artificios, un truco –porque nadie cree que lo que lee esté ocurriendo en ese mismo instante, así como tampoco cree que una película le esté enseñando la realidad en directo sino apenas una serie de sombras, luces y sonidos a las que otorga sentido en el interior de su cerebro-, un truco, digo, que nunca se aprecia más que cuando es ejecutado con gracia, elegancia y gusto; lo cual equivale a decir que el mejor de esos artificios es el fabricado por el ilusionista que sabe, y que disfruta, del poder de producir ilusiones.

The Prestige cuenta la historia de dos magos de salón, que compiten entre sí por la realización del mejor truco posible con la misma tenacidad lindante con la obsesión de los duelistas de Conrad. Alfred Borden (magnífico Christian Bale) y Robert Angier (Hugh Jackman) no pueden ser más diferentes entre sí –uno es un joven de clase baja, apenas educado, mientras que el otro es un noble tentado por las luces del show business-, pero la fiebre que los consume es la misma: el deseo de consagrarse como el mago más talentoso de su era. Tal como lo dirigió Christopher Nolan, The Prestige es un relato que procede a partir de los mismos entusiasmos de Borden y de Angier: todo es lícito con tal de asombrar al público –aun cuando eso implique, inevitablemente, la comisión de un engaño.

El guión que Nolan coescribió con su hermano Jonathan tiene una estructura compleja, casi de cajas chinas, que calza como un guante a su historia de fantasmagorías y decepciones. Si uno escarba demasiado es posible que no encuentre mucho por debajo de la superficie, pero a fin de cuentas, ¿qué acto de magia se destaca por su sustancia? Lo de los Nolan es ante todo una celebración de lo ilusorio, un himno al poder de la ficción, que nos encanta y nos eleva y nos transporta aun cuando sepamos, por lo menos la mayor parte del tiempo, que en buena medida estamos siendo embaucados –o, por ponerlo de un modo menos impiadoso, impulsados a creer en una realidad que es tan sólo producto de nuestra imaginación.

Así como en el fondo de cada truco exitoso existe una decepción, Nolan nos frustra cuando recurre a un elemento sobrenatural (que aunque disfrace de científico sigue siendo imposible ante nuestros ojos) para llevar la trama a su conclusión. Pero imagino que esta trampa debe ser aceptada del mismo modo en que aceptamos las otras, cuando acordamos suspender nuestra incredulidad para que el ilusionista de turno nos llevase a otro mundo por el precio de una entrada de cine. El mismo Angier pide disculpas a su manera sobre el final del film, cuando asume ante Borden el móvil común y confiesa que sería capaz de hacerlo todo, ¡todo!, con tal de escuchar las exclamaciones de asombro y ver los rostros asombrados, casi niños, del público que presencia su acto.

No existe narrador de verdad que no concuerde con Angier. Vivimos para encantar, aunque nos vaya la vida en el intento.

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4 de diciembre de 2006
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Sobre los defensores de lo indefendible

En ocasiones, el deseo de ser políticamente correctos hace que algunos se vayan al carajo. Carajo, por si no lo saben, era esa canastita en lo alto del mástil más alto donde pasaban el día los vigías, en los barcos de antaño: un lugar ideal para ver más lejos que ninguno, pero también para enloquecer de pura soledad.

Hace algún tiempo cobró notoriedad aquí en la Argentina el caso de una chica que, al término de un embarazo debido a una presunta violación, asesinó a su bebé recién nacido. Romina Tejerina (tal es su nombre) fue detenida y llevada a juicio, al cabo del cual se la consideró culpable y se la condenó a prisión. Su caso se convirtió en causa célebre, en tanto la condena a prisión simple ignoraba los atenuantes de la alegada violación, de la presión social, de la inexistencia de la posibilidad legal de hacerse un aborto y, finalmente, del estado de alteración mental de la acusada. Hace pocas semanas un organismo superior de la Justicia invalidó el fallo por un defecto técnico, que no de fondo, lo cual abrió la posibilidad de que Romina sea liberada por lo menos hasta que se le sustancie un juicio que no incurra en nuevos vicios de nulidad. Yo estoy convencido de que mujeres, viejos y niños son las grandes víctimas de nuestras sociedades, y creo que con la prudencia del caso debería legalizarse el aborto en la Argentina. Pero también creo que Romina dejó de ser víctima en el momento en que se convirtió en victimaria. Ese bebé recién nacido era inocente de toda culpa. Desde el momento en que mató, aun cuando hubiese sido presa de una emoción violenta, estimo que Romina demostró que no puede moverse libremente en sociedad, al menos por un lapso estimable. Quizás no merezca culpa criminal dada su circunstancia, sin embargo se me hace que sería bueno que permaneciese bajo un régimen de internación, o supervisión psiquiátrica estricta, para minimizar las posibilidades de que vuelva a dañar a alguien –o de que se dañe a sí misma.

En el fragor de la defensa de Romina, alguien llegó a dedicarle una canción que la llamaba santa. Puede que yo haya entendido mal las historias de santos que llegaron a mis oídos, pero hasta donde registré no existen santos que maten niños, y mucho menos a sus propios hijos. El acto de Romina, humanamente comprensible aunque nunca justificable, está en las antípodas de cualquier noción de santidad. Es verdad que Romina merece defensa justa, es verdad que su caso debe ser estudiado no sólo en lo particular, sino en la medida en que simboliza la cruz que padecen tantas otras mujeres indefensas, es verdad que expone llagas sociales que reclaman tratamiento político y legal urgente. ¿Pero santa?

Ahora apareció otra jovencita, Elizabeth Díaz, que mató a su bebé después de parirlo. Según parece el padre de la criatura violaba a la chica de 19 años desde que ella tenía diez, edad en la que empezó a trabajar como empleada en su casa. Elizabeth fue a juicio en su provincia natal, Córdoba (que se caracteriza por tener sistema de jurados, como en los Estados Unidos), y fue absuelta del crimen por el dictamen de sus pares. Como yo no quiero cometer el mismo error del vigía solitario, no voy a sacar conclusiones apresuradas ni a repartir culpas a lo bobo. Lo único que haré será preguntarme en voz alta algo que por supuesto no hallará respuesta inequívoca: si Elizabeth hubiese hecho lo que hizo de no haber existido la glorificación de Romina Tejerina, y también si el jurado hubiese fallado como lo hizo dada la misma circunstancia, devolviendo a su casa como si nada a una chica que transpasó un límite del alma del que no se vuelve así nomás, a no ser que medie mucho tiempo y una atención profesional constante.

La vida está llena de grises, y nos conmina a caminar con el cuidado de los equilibristas para no caer en abismos maniqueos.

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1 de diciembre de 2006
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La rebelión de los fumadores

Desde que rige la prohibición de fumar en los sitios públicos de Buenos Aires, Marcelo Piñeyro se convirtió en una suerte de party planner, o bien dinner planner, tan efectivo como un profesional: apenas se aproxima la ocasión o la hora, salta al ruedo lleno de sugerencias sobre el lugar tal o cual, cuyo menú puede describir al detalle. Sin ir más lejos hace un par de semanas, después de la presentación de mi novela, fuimos casi veinte los que terminamos en un restaurant llamado Bond (juro que por entonces Piñeyro nada sabía de mi fanatismo infantil por 007), tan sólo por aceptar una entre sus muchas sugerencias de lugar. A esta altura ni mis amigos ni mi familia plantean otras opciones, porque saben que Piñeyro el dinner planner obra así por necesidad: todos los restaurants que sugiere poseen indefectiblemente salón para fumadores. Apenas entró en vigencia la ley, Piñeyro se tomó el trabajo de investigar dónde podría cenar de allí en más, al calor del tizón de su cigarrillo light. Desde entonces dice en broma –aunque debería pensarlo en serio- que va a editar una guía de restaurants para fumadores y que se va a llenar de dinero.

Ahora que anduvimos juntos por Barcelona y por Madrid, comprobamos que las medidas antitabaco son allí mucho más tolerantes que en Buenos Aires. (Aquí siempre tenemos tendencia al jacobinismo. Será porque nos cayó del cielo un intendente que se precia de ser afrancesado.) La investigación que Piñeyro planeaba hacer in situ se cortó de cuajo, cuando descubrimos que la mayor parte de los restaurants tenían un reservado para fumadores. Por cierto existen sitios con carteles que anuncian su pureza total, pero no es necesario que los pobres fumadores peregrinen kilómetros para dar con un sitio donde cobijar sus pobres huesos, siempre aparece alguno en esta cuadra o en la próxima: en Madrid y en Barcelona, cuanto menos, los fumadores no se sienten del todo parias.

Pocos días atrás, la viñeta del genial Miguel Rep en la contratapa de Página 12 decía: “Primero fue en los aviones. Después en las reparticiones públicas. Luego en los bares y restorantes me mandaron a fumar afuera. Finalmente, sabía que esto iba a llegar”. El dibujo muestra al planeta Tierra y al fumador malhumorado que, cigarrillo en mano, flota en el espacio donde nadie lo persigue –al menos por ahora.

Yo creo que fumar hace daño (mi madre, fumadora empedernida, murió de un cáncer de pulmón galopante) y también creo que los no fumadores tienen derecho a protegerse. Pero no puedo evitar sentir que toda esta campaña, tanto debate y tanta legislación son un poco too much. Una cosa es cuidar a los que no fuman, y otra muy distinta marginar a los que eligen hacerlo. Tengo la extraña sensación de que por el embudo que lleva a la persecución de este vicio se cuelan, además de la correcta, algunas intenciones que se meten en el baile sin haber sido invitadas: intereses políticos, moda, deseo de sacar carné de bienpensantes y patente de corso para discriminar a otros –hay gente para la cual discriminar es un deporte full contact- y quedar como duques en el intento. ¿No les parece a ustedes un tanto exagerada la historia? ¿No les parece un tanto histérica la conversión de tantos al evangelio de la buena salud? ¿No les parece que es demasiada energía dedicada a una causa que solo reclamaría un módico de prudencia?

A veces pienso que si nos opusiésemos a la violencia con el mismo fervor que se dedica a perseguir fumadores, el mundo daría un salto cualitativo hacia el (buen) futuro. Al paso que vamos, las bombas nucleares, el hambre y el polonio 210 no nos dejarán margen para pudrir nuestros pulmones como Dios y Marlboro mandan.

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30 de noviembre de 2006
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Terry, los piratas y yo

Una de las alegrías que me deparó mi breve viaje a España fue el hallazgo de una edición en forma de libro de Terry y los piratas, de Milton Caniff. Terry es una de mis historietas favoritas de todos los tiempos. Recuerdo haberla leído en mi infancia, en una revista llamada Tit Bits que en los años 70 publicaba lo que ya en ese entonces eran clásicos del género. (Terry apareció en los Estados Unidos entre 1934 y 1946, a modo de tira diaria.) La impresión que me dejó entonces fue tan vívida, que no sólo me recuerdo a mí mismo en el acto físico de la lectura (soy muy pequeño, estoy sentado en la escalera que da al patio de mi casa con Tit Bits entre las manos), sino que además, al releer las primeras aventuras en un cafetín de Madrid, descubrí que todavía recordaba cada pormenor de la trama: ¡hasta la parte en que el Viejo Pa no logra tirar del gatillo porque tiene la mano vendada! A eso sí que puede llamársele impresión perdurable.

Parte del atractivo de la historia estaba resumido en su título: la mezcla de lo común y cotidiano (Terry es un nombre simple, que era aplicado a un protagonista preadolescente –esto es, gente como uno) con la aventura concebida en su marco más exótico: llegado a la China para buscar un tesoro con la ayuda de un mapa que su abuelo le legó, el jovencito Terry se cruza una y otra vez con los piratas del título. Pero no lo hace solo, y es allí donde ya empieza a operar la maestría narrativa de Caniff. Lo acompaña en primer lugar Pat Ryan, un escritor y periodista free lance con cierta experiencia aventurera. Ryan es apuesto, fuerte, valiente y también listo; una figura tan idolatrada que revela sin ambages la mirada ingenua del Terry narrador. Pero también los acompaña George Webster Confucio, alias Connie, el chinito que se les ofrece como traductor y después se convierte en socio todoterreno. Connie puede resultar hoy algo parecido a un estereotipo racista (está allí para ofrecer alivio cómico, tiene unas orejas tamaño plato que convierten al príncipe Charles en un hombre discreto), pero también es cierto que en el transcurso de la historieta Caniff introduce tantos villanos orientales como occidentales, y que ya en la tira inicial Pat Ryan se encarga de dar la perspectiva de respeto con que se acerca a su objeto: “Los chinos ya eran un pueblo antiguo antes de que se descubriera América… China es el origen de nuestra cultura moderna”.

Y ya que hablamos de villanos, ellos también forman parte vital del atractivo de la tira. Caniff los creó inolvidables, desde el educado pirata Judas hasta la misteriosa –y bellísima- Burma. Quizás el más memorable de sus malvados sea una mujer, cuyo nombre pasó a formar parte de la cultura universal como sinónimo de la mujer oriental peligrosa y llena de misterio: Dragon Lady, la Dama Dragón.

Pero el arma secreta de Caniff son sus dibujos. Precursor de lo que más tarde se llamó línea clara, Caniff es un artista excepcional: por la nitidez y la humanidad de su trazo, por el detalle con que enriquecía los pequeños cuadros y por la energía cinematográfica que anima todas sus tiras. Cuando vi por primera vez la saga de Indiana Jones, sentí de inmediato que la deuda de Spielberg con Caniff era inmensa. Ahora mismo, en mi cafetín madrileño, descubrí en el segundo volumen de la saga –que no había leído en mi infancia- que en el combate a puño limpio de Pat Ryan contra los hombres de Papa Pyzon estaban comprendidas todas las escenas de pugilato del Corto Maltés; en esas viñetas el Corto y Pat se parecen hasta físicamente –a Pat sólo le falta la argolla en la oreja para convertirse en la criatura de Hugo Pratt.

La edición española está muy bien, más allá de los inevitables extrañamientos que produce la traducción. (El humor de Connie resalta cuando una de sus muletillas en el inglés original se transforma en: “¡Está todo muy fetén!” Hasta hoy yo hubiese jurado que la expresión fetén era puro lunfardo porteño, yo creía que sólo mis abuelos y mis tías gordas decían que algo estaba fetén, fetén. Pero en fin, la vida te da sorpresas.)

Mi presupuesto alcanzó para comprarme sólo dos volúmenes, cuando hay como dieciséis. No es que necesitase más argumentos para regresar a España –cosa que haré en febrero, para presentar La batalla del calentamiento-, pero es bueno saber que tengo como catorce excusas más para justificar mi entusiasmo al subir al avión.

Todos aquellos que amen la aventura en estado puro, con el aderezo de una pizca de nostalgia (etiqueta que abarca desde Gunga Din hasta el moderno Indiana), tienen con Terry y los piratas una cita obligada.

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29 de noviembre de 2006
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El último desaparecido

Comía con amigos en Madrid, el otro día, y uno de ellos me preguntó "qué había sido de ese señor" desaparecido sobre el que yo había escrito algunas veces aquí, meses atrás. Comprendí entonces que era posible que hubiese mucha gente fuera de la Argentina que no tuviese más noticias sobre el destino de Jorge Julio López que las que yo proveía al pasar, en el contexto del blog. Y sentí una responsabilidad tremenda. Leyendo por Internet los diarios de mi país había recibido una noticia inquietante. (La segunda noticia a la que aludía ayer.)

Cuando desapareció de su casa, hace ya más de dos meses, se decía que si López había salido de allí por sus propios medios, como muchos -su familia incluida- pretendían, lo extraño era que no había cumplido con uno de sus ritos diarios: cerrar con llave al salir, y arrojar el llavero al interior de la casa por una ventana. Las llaves no estaban. Finalmente aparecieron, más de dos meses después. Estaban en el jardín. Los peritos científicos las analizaron de inmediato, llegando a dos conclusiones que ponen la piel de gallina. En primer lugar, no hay una sola huella digital, ni siquiera sobre la tira de cuero del llavero, lo cual implica que el objeto fue limpiado concienzudamente. Y en segundo lugar, que el estado de llaves y llavero sugiere que no hace dos meses que estaba en el jardín, sino un tiempo menor, quizás no superior a los quince días. Lo cual sugiere que cuando alguien lo arrojó, López ya llevaba mes y medio desaparecido. Si esto no es un mensaje mafioso, no sé bien qué es.

Una de las cosas que más me revuelve las tripas desde que López desapareció es el efecto de su fantasma sobre mi alma. Se trata del insidioso poder de la figura de la "desaparición", al que de alguna manera, pasado ya tanto tiempo desde la dictadura y en plena consciencia de que aquellos desaparecidos de los años 70 están muertos, había olvidado. La perversión del método de la desaparición es siempre la misma: como en los demás existe la duda sobre su estado -la familia de López insistía en que podía haber sufrido un shock emocional, imaginábamos a López sintiéndose paranoico y escondiéndose en un hueco-, la intensidad de nuestro reclamo y de nuestra preocupación disminuye. Uno no sale a la calle y manifiesta con la misma intensidad, si en el fondo sospecha que es posible que López aparezca en cualquier momento, mostrándose confundido. Si hubiese habido alguna prueba de que había sido secuestrado el país entero habría salido a la calle, en cantidades infinitamente superiores que las que asistimos a las primeras marchas. Pero no había pruebas, tan sólo una desaparición y ninguna pista, ningún testigo. Al menos hasta ahora.

En este sentido, la aparición del llavero es providencial. Porque en su envanecimiento, en el éxito de su primer cometido, es posible que uno de los secuestradores haya incurrido en un error garrafal. No digo que la vida vaya a seguir los derroteros de CSI y que en breve lapso los investigadores logren dar con López; no, yo soy de los que prefieren pensar lo peor y construir desde allí. Pero el mensaje mafioso del llavero, esa forma de decir "lo tenemos, y lo tendremos", me importa porque derrumba buena parte del castillo de terror construido por los violentos de la Argentina. En las películas de horror, el monstruo asusta más cuando no lo vemos. Al mostrarse sobre el final, el disfraz y el efecto digital y el encuadre mismo lo achican, lo vuelven posible, el horror de un organismo físico siempre es menos impresionante que los horrores que construimos en el interior de nuestras mentes. Y ahora estos monstruos se han mostrado. Ya sabemos que son ellos, nuevamente. Todavía no conocemos sus nombres ni sus edades (¿son parte de la vieja guardia militar, o son gente de las nuevas camadas, aquellos jóvenes a quienes el ex dictador Reynaldo Bignone conminó a "terminar con lo que nosotros no pudimos"?), pero ya sabemos que son ellos, los mismos de siempre. Sabemos cómo piensan y qué buscan. Encontrarlos y hacer justicia es sólo cuestión de tiempo. Si hay algo que el accionar de los organismos de derechos humanos nos ha enseñado, es que si uno persiste con paciencia de hormiga la justicia al fin llega.

En mi cabeza, y en la de millones de otros, López ya es un desaparecido más, al igual que aquellos de los años 70. Nuestra lucha, ahora, será la de lograr que sea el último. El último desaparecido de la historia argentina. Como dijo Estela Carlotto, la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo: si no dejamos de luchar por la verdad y la justicia en plena dictadura, mucho menos ahora.

No les tenemos miedo.

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28 de noviembre de 2006
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El Boomeran(g)
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