Marcelo Figueras
Una de las alegrías que me deparó mi breve viaje a España fue el hallazgo de una edición en forma de libro de Terry y los piratas, de Milton Caniff. Terry es una de mis historietas favoritas de todos los tiempos. Recuerdo haberla leído en mi infancia, en una revista llamada Tit Bits que en los años 70 publicaba lo que ya en ese entonces eran clásicos del género. (Terry apareció en los Estados Unidos entre 1934 y 1946, a modo de tira diaria.) La impresión que me dejó entonces fue tan vívida, que no sólo me recuerdo a mí mismo en el acto físico de la lectura (soy muy pequeño, estoy sentado en la escalera que da al patio de mi casa con Tit Bits entre las manos), sino que además, al releer las primeras aventuras en un cafetín de Madrid, descubrí que todavía recordaba cada pormenor de la trama: ¡hasta la parte en que el Viejo Pa no logra tirar del gatillo porque tiene la mano vendada! A eso sí que puede llamársele impresión perdurable.
Parte del atractivo de la historia estaba resumido en su título: la mezcla de lo común y cotidiano (Terry es un nombre simple, que era aplicado a un protagonista preadolescente –esto es, gente como uno) con la aventura concebida en su marco más exótico: llegado a la China para buscar un tesoro con la ayuda de un mapa que su abuelo le legó, el jovencito Terry se cruza una y otra vez con los piratas del título. Pero no lo hace solo, y es allí donde ya empieza a operar la maestría narrativa de Caniff. Lo acompaña en primer lugar Pat Ryan, un escritor y periodista free lance con cierta experiencia aventurera. Ryan es apuesto, fuerte, valiente y también listo; una figura tan idolatrada que revela sin ambages la mirada ingenua del Terry narrador. Pero también los acompaña George Webster Confucio, alias Connie, el chinito que se les ofrece como traductor y después se convierte en socio todoterreno. Connie puede resultar hoy algo parecido a un estereotipo racista (está allí para ofrecer alivio cómico, tiene unas orejas tamaño plato que convierten al príncipe Charles en un hombre discreto), pero también es cierto que en el transcurso de la historieta Caniff introduce tantos villanos orientales como occidentales, y que ya en la tira inicial Pat Ryan se encarga de dar la perspectiva de respeto con que se acerca a su objeto: “Los chinos ya eran un pueblo antiguo antes de que se descubriera América… China es el origen de nuestra cultura moderna”.
Y ya que hablamos de villanos, ellos también forman parte vital del atractivo de la tira. Caniff los creó inolvidables, desde el educado pirata Judas hasta la misteriosa –y bellísima- Burma. Quizás el más memorable de sus malvados sea una mujer, cuyo nombre pasó a formar parte de la cultura universal como sinónimo de la mujer oriental peligrosa y llena de misterio: Dragon Lady, la Dama Dragón.
Pero el arma secreta de Caniff son sus dibujos. Precursor de lo que más tarde se llamó línea clara, Caniff es un artista excepcional: por la nitidez y la humanidad de su trazo, por el detalle con que enriquecía los pequeños cuadros y por la energía cinematográfica que anima todas sus tiras. Cuando vi por primera vez la saga de Indiana Jones, sentí de inmediato que la deuda de Spielberg con Caniff era inmensa. Ahora mismo, en mi cafetín madrileño, descubrí en el segundo volumen de la saga –que no había leído en mi infancia- que en el combate a puño limpio de Pat Ryan contra los hombres de Papa Pyzon estaban comprendidas todas las escenas de pugilato del Corto Maltés; en esas viñetas el Corto y Pat se parecen hasta físicamente –a Pat sólo le falta la argolla en la oreja para convertirse en la criatura de Hugo Pratt.
La edición española está muy bien, más allá de los inevitables extrañamientos que produce la traducción. (El humor de Connie resalta cuando una de sus muletillas en el inglés original se transforma en: “¡Está todo muy fetén!” Hasta hoy yo hubiese jurado que la expresión fetén era puro lunfardo porteño, yo creía que sólo mis abuelos y mis tías gordas decían que algo estaba fetén, fetén. Pero en fin, la vida te da sorpresas.)
Mi presupuesto alcanzó para comprarme sólo dos volúmenes, cuando hay como dieciséis. No es que necesitase más argumentos para regresar a España –cosa que haré en febrero, para presentar La batalla del calentamiento-, pero es bueno saber que tengo como catorce excusas más para justificar mi entusiasmo al subir al avión.
Todos aquellos que amen la aventura en estado puro, con el aderezo de una pizca de nostalgia (etiqueta que abarca desde Gunga Din hasta el moderno Indiana), tienen con Terry y los piratas una cita obligada.