Marcelo Figueras
Estaba tan convencido de que no la iban a estrenar (las películas españolas no suelen llegar a la Argentina, excepción hecha de Almodóvar), que me compré el DVD durante mi última estancia en Madrid. Todavía no había tenido tiempo de verla cuando me sorprendió el aviso, iban a estrenar La vida secreta de las palabras ese mismo jueves, mira qué cosa, si tuve que ver Mi vida sin mí en México para que no se me escapase, aquí en Buenos Aires hablas de Isabel Coixet y tienes que adosar subtítulos a la escena para que te comprendan, se escribe c-o-i-x-e-t, es uno de los secretos mejor guardados del cine mundial, puedes tomarme la palabra. Así que fui al cine primero y me dediqué al DVD después, me había comprado la edición para coleccionistas que incluye además el documental Viaje al corazón de la tortura, donde se habla de la tarea del IRCT (International Rehabilitation Council for Torture Victims) y hasta se ve la cara verdadera de Inge, el personaje que en la película de ficción encarna Julie Christie.
Lo primero que sentí fue alivio, porque no me había comprado el DVD en vano: La vida secreta de las palabras es de esas películas que vale la pena atesorar, para poder recurrir a ella cada vez que sea necesario, al igual que se abre un libro en plena noche en busca de una frase que nos salve la vida. La suya es una historia llena de silencios. La abismada Hannah (Sarah Polley) es una mujer joven a quien fuerzan a tomarse vacaciones de su trabajo, después de cuatro años de labor ininterrumpida. Desesperada ante los fantasmas que invaden su tiempo libre, decide asumir un trabajo transitorio que la ayude a llenar ese vacío: cuidará a Josef (Tim Robbins), un hombre que se ha accidentado en la plataforma petrolera donde trabaja y que yace, temporariamente ciego y postrado por sus quemaduras, en la más absoluta de las indefensiones; alguien debe hacerse cargo de su rota persona.
La plataforma petrolera es en esencia una isla artificial, apenas poblada por hombres que huyen de sus propios fracasos y de las verdades que no tienen coraje de asumir en tierra firme; uno de ellos confesará, incluso, que nada lo marea más que apartarse del mar. Simón (Javier Cámara), que está a cargo de la cocina, mantiene a raya a la locura inventándose una patria a diario. Martin (Daniel Mays), el oceanógrafo, cuenta olas como otros ovejas, y en su sueño utiliza su conocimiento para lavar las aguas que golpean a diario los pilotes de la plataforma. (La idea de lavar las aguas es sugerente, me dice que hemos ido demasiado lejos, que hemos ensuciado hasta aquello que es limpio por definición, la palabra agua era limpia pero ya no, hemos arruinado hasta las palabras.) Todos han ido allí a lamer sus heridas, a disfrazar su inadecuación debajo de ropas de fajina, a disimular sus propios gritos debajo del bramido de la maquinaria. Pero el accidente que mata a uno de los operarios e inutiliza a Josef obliga a apagar los motores de la plataforma. Hannah y Josef se encuentran, pues, en el momento indicado: cuando ya no pueden llenar su tiempo con actos mecánicos, cuando no les queda más remedio que oír –y por ende que oírse.
La vida secreta de las palabras entró en mi alma por todas sus ventanas. Me llenó de ternura la evocación que Josef hace de La señorita Cora, un cuento de Julio Cortázar en el que, como en el film, las voces narrativas se desdoblan y cuya historia habla de una enfermera que termina recibiendo la misma medicina que acudió a administrar. En algún sentido me recordó también una de mis novelas favoritas, The English Patient, de Michael Ondaatje, porque también va de enfermos y de enfermeras en un sitio apartado del mundo y porque narra con lenguaje poético (la película de Anthony Minghella lo transformaba todo en prosa) una historia que demuestra una verdad elemental que a menudo desdeñamos por creerla romántica: cuánto nos necesitamos los unos a otros, porque así como es cierto que las cicatrices nos las proporcionan otros, no es menos cierto que no podemos curárnoslas en soledad. Vivimos en un mundo que nos dice a todas horas que el otro es una amenaza, y que debemos cerrarle las puertas y levantar muros que nos protejan de aquellos a quienes no queremos ver ni oír; de aquellos con quienes no deseamos compartir lo que creemos ganado en buena ley, cuando el simple hecho de que alguien sufra hambre o tortura relativiza todo mi merecimiento. La vida secreta de las palabras es de esas obras que nos reconectan con la verdad que la naturaleza entera y nuestros propios organismos dicen a gritos: somos parte de algo más grande que nosotros mismos, y los demás dependen de nuestra generosidad con la misma urgencia con que nosotros dependemos de la amabilidad de los extraños.
Me gustan las películas de Isabel Coixet, tanto como creo que me gusta el alma de Isabel Coixet. En algunos creadores alma y obra son dominios separados, pero en Coixet se sostienen la una a la otra de manera amorosa, con la misma delicadeza que Hannah y Josef se dedican a sí mismos.