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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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El rey de la novela

El otro placer que me deparó la lectura de Trying to Save Piggy Sneed, de John Irving (que en esencia es un libro de cuentos, enmarcados por dos breves ensayos), es su pieza final, The King of the Novel, un artículo dedicado –de la manera más laudatoria, como su título revela- a Charles Dickens. Me encantó no sólo porque comparto su juicio, sino por la convicción y elegancia con que despliega sus argumentos. La primera parte, de hecho, se titula Por qué me gusta Charles Dickens; y por qué a alguna gente no, lo cual significa empezar con el pie derecho, dado que las razones por las que muchos rechazan novelas como David Copperfield y Great Expectations también son elocuentes respecto de la excelencia del viejo escritor; a menudo aquello que despreciamos dice tanto sobre nosotros mismos como aquello que amamos con pasión.

Irving cuenta que Great Expectations fue la primera novela que le hizo pensar que le gustaría haberla escrito de su puño y letra, y que por ende encendió en su alma el deseo de convertirse en escritor. El efecto que le produjo dejó su marca sobre lo que se convertiría en su propia obra, porque lo que Irving sintió fue, “específicamente, el deseo de conmover a un lector de la misma forma que me habían conmovido”. Aquí Irving toma su primera decisión como narrador: está pensando en llegar a otro, a un lector potencial cuya existencia considera y pondera desde el primer momento, y además entiende que no quiere llegar a él para ninguna otra cosa que no sea conmoverlo. Para Irving, Great Expectations “no se desvía nunca de su intención de mover al lector a la risa y a las lágrimas”. Lo cual nos conduce de cabeza a aquello que muchos desprecian en el clásico narrador inglés: “La intención de una novela de Charles Dickens –asegura John Irving- es conmover de manera emocional, no intelectual”.

Vivimos en una época cruel, en la que ningún rasgo es más marcado que la distancia que ponemos –y que deberíamos poner, según insiste el discurso único- entre nuestra persona y todas las demás. En este contexto Dickens no puede más que parecer una rara avis, “porque si hay algo a lo que no le teme –dice Irving- es a los sentimientos”. Dickens no conoce la reserva, no tiene miedo de mostrarse tal cual es, no es nunca cuidadoso. “En los elogios actuales, posmodernistas, que se dedican al oficio de escribir –ensalzando lo sutil, lo exquisito- está la clave: es posible que nos hayamos refinado al punto de despojar al género novelístico de su corazón”, dice Irving. No puedo menos que coincidir. En líneas generales, la novelística actual se caracteriza por su fobia a todo tipo de emoción, lo cual redunda de manera inevitable en la chatura de sus personajes (¡a los que se les prohibe sentir!) y en la endeblez de sus tramas; los relatos de hoy parecen protagonizados por conceptos en lugar de por gente.

En lo que hace propiamente a su escritura, Irving dice que Dickens “no es nunca vano”, y agrega: “Nunca pensó que tenía tan poco que decir como para asumir que el objetivo de la escritura era el lenguaje bonito”. Irving sostiene que los grandes escritores –entre los que cuenta, además de Dickens, a Melville, Tolstoi y Hawthorne- nunca se preocuparon por producir un lenguaje especial, “porque su supuesto estilo es en realidad todos los estilos; ellos los usan todos”. “Para esos novelistas, la originalidad del lenguaje es pura moda; algo que pasará. Pero las cosas que los preocupan de verdad, sus obsesiones –esas durarán: la historia, los personajes, las risas y las lágrimas”, sostiene.

En lo que hace a la desmesura de sus personajes (“Los hombres grises de sus libros brillan más que los hombres brillantes de otros libros”, escribió Chesterton alguna vez), Irving coincide con el célebre crítico George Santayana: no sólo cree que existe gente como la que puebla sus páginas, sino que además “nosotros somos esa gente, en nuestros momentos más verdaderos”. Y en lo que hace a la supuesta inverosimilitud de sus tramas, Irving se limita a dar dos ejemplos de la vida real, más increíbles que la mejor ficción. El primero me toca de cerca, ya que atañe al esfuerzo de los militares argentinos en plena Guerra de las Malvinas, que sabiéndose perdidos se obsesionaban con destruir al buque de lujo Queen Elizabeth II, utilizado entonces para el transporte de tropas. Torpedear esa nave no hubiese alterado el resultado de la guerra, pero los milicos argentinos le tenían ganas por su valor simbólico; ya que no podían obtener una victoria bélica, buscaban algo parecido a una disparatada victoria moral. El segundo ejemplo es parte de la vida misma de Dickens. Cuando era niño, caminaba una vez con su padre y se detuvo a contemplar una mansión erigida sobre Gad’s Hill. Dickens padre le dijo que si trabajaba duro, podría vivir allí alguna vez. Dado que su padre estaba en bancarrota y hasta conocía la prisión por dentro, hubiese sido lógico que el pequeño Charles desconfiase de sus palabras. Pero con el correr de los tiempos terminó comprándose la mansión de Gad’s Hill: allí vivió los últimos doce años de su vida, allí escribió Great Expectations y allí murió. ¿No es esta historia digna de las ficciones de Dickens? 

Más allá de su maestría como narrador -esa capacidad suya para involucrar al lector en el destino de sus personajes es casi un arte perdido-, lo que termina de enamorarme en Dickens es el uso que hace de ese poder. Para ponerlo en palabras del ceceoso Mr. Sleary en Hard Times: “Haga lo codecto, y también lo amable, y apele a lo mejor de nozotros; ¡no a lo peor!” Lo que amo de Dickens, y presumo que Irving ama también, es precisamente que apela a lo mejor que hay en nosotros, y nunca a lo peor.

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28 de diciembre de 2006
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Salvando a Piggy Sneed

No siempre la luz llega a nosotros de manera directa: a menudo debe reflejarse en cuerpos ajenos y en otras superficies, hasta que al fin despeja nuestra mirada.

Estaba yo en Barcelona con Rodrigo Fresán, quien me habló de Robertson Davies, a quien yo conocía tan sólo de nombre. “Es el escritor del que habla John Irving en Trying to Save Piggy Sneed”, me dijo. Confesé que tenía el libro de Irving, autor de novelas maravillosas como The World According to Garp y The Cider House Rules, pero que nunca lo había leído. Convencido de su teoría sobre mi afinidad no descubierta con Davies (a lo largo de la vida aprendí a confiar a ciegas en las intuiciones de Rodrigo en materia literaria), me llevó de las narices hasta la librería en que me compré la Trilogía de Deptford, que comprende las novelas Fifth Business, The Manticore y World of Wonders. En el avión de regreso arranqué por el principio y no pude parar. Fifth Business me fascinó. Tanto, que apenas llegado a casa corrí a la biblioteca a buscar Trying to Save Piggy Sneed: John Irving es uno de mis escritores favoritos, y si él decía algo positivo sobre Robertson Davies yo quería saberlo.

Resultó que todo lo que Irving hace con Davies es citar un párrafo de Fifth Business. En este sentido la lectura fue frustrante, pero por culpa de Davies –y por extensión, de Rodrigo- terminé disfrutando de Trying to Save Piggy Sneed, que en esencia es la explicación de Irving sobre por qué llegó a convertirse en escritor. Una explicación que Irving pretende biográfica (de hecho responsabiliza del asunto a su abuela y a un recolector de basura retardado a quien le decían Piggy Sneed), pero que de alguna manera echaba luz sobre mis propias motivaciones a la hora de crear una ficción.

La memoria de un escritor de ficción es especialmente imperfecta a la hora de proveer detalles”, dice Irving. “Siempre imaginamos un detalle mejor que aquel que podemos recordar… El detalle más revelador es aquel que podría haber ocurrido, o que debería haberlo hecho. La mitad de mi vida es un acto de revisión; más de la mitad del acto es realizada con pequeños cambios. Ser un escritor significa un matrimonio agotador entre la observación cuidadosa y la casi tan cuidadosa invención de las verdades que no has tenido oportunidad de ver. El resto es el manejo estricto y necesario del lenguaje; para mí esto significa escribir y reescribir las frases hasta que suenan tan espontáneas como una buena conversación”.

Después de dar cuenta de estos principios del oficio Irving habla de su abuela, que durante años fue la persona más vieja en haberse graduado en Literatura Inglesa en la Universidad de Wellesley. Según dice, la abuela era cultísima y además amabilísima, una de las pocas personas de Exeter, New Hampshire, en mostrar verdadera misericordia cristiana con el retardado de Piggy Sneed. Como todos los niños del pueblo, Irving revistaba en cambio en filas de la turba que se burlaba a diario del tonto. (Imagino que este apellido forma parte de los pequeños cambios que Irving realiza al recordar: Sneed se parece demasiado a sneer, que designa una burla condescendiente, como para tratarse de un detalle real.)

La cuestión es que un día la cabaña infecta en que Piggy y sus cerdos vivían se incendió. Mientras la gente la veía arder sin remedio e imaginaba el trágico destino de sus habitantes, Irving, que para entonces se había convertido en bombero voluntario, alzó la voz y expresó su convicción de que Piggy no podía estar allí dentro. Era loco, pero no estúpido. Seguramente se había ido del pueblo, harto al fin de los cerdos. Estaría en Florida, el sitio que sin dudas habría elegido para vivir sus últimos años como tantos otros viejos.

De inmediato Irving advirtió que todo el mundo le prestaba atención. La forma en que imaginaba el destino de Piggy Sneed había capturado las voluntades de los presentes, aunque más no fuese por un minuto. Por supuesto, al rato las llamas se extinguieron y los restos de Sneed y de sus cerdos aparecieron entre los despojos.

Años después la abuela de Irving le preguntó por qué se había convertido en escritor. Recurrió entonces al recuerdo de Piggy Sneed y al de la epifanía que lo iluminó al mismo tiempo que las llamas: Irving había comprendido entonces que el escritor necesita al mismo tiempo imaginar el posible rescate de Piggy –y a la vez encender el fuego que lo acosa. Demostrando que ante todo era una mujer de sentido común, su abuela interrumpió su justificación para decir: “Johnny querido, te habrías ahorrado muchos problemas con tan sólo tratar al señor Sneed con un poco de decencia cuando estaba vivo”.

Irving pertenece, pues, a esa clase de escritores a la que me gustaría sumarme, en el improbable caso de hacer alguna vez los méritos suficientes. (Porque hay otras clases de escritores con las que no me gustaría saber nada: están los que tan sólo tratan de salvarse a sí mismos, o de vengarse del mundo, o de engrosar su cuenta bancaria, o de desplegar plumas como pavorreales.) Al igual que Dickens y que su admirado Robertson Davies, Irving es de aquellos escritores que han padecido penurias ciertas y provocado otras tantas, y que en absoluta consciencia de su humanidad (lo cual equivale a decir a sabiendas de sus limitaciones como hombres), escriben tratando de salvar a Piggy Sneed.

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27 de diciembre de 2006
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Mexicanos increíbles, América fantástica

Durante mi último viaje a España vi la película Children of Men, del mexicano Alfonso Cuarón, de la cual hablé maravillas. (Aunque no al punto de creer que es mejor que Blade Runner, como alguien dijo por ahí. En realidad son muy distintas, por lo cual toda comparación sería injusta. Y además eso de meterse con Blade Runner no está nada bien.) Pero también vi en aquellos días otro film que me sacudió con la misma intensidad, y del que no hablé entonces. Se trata de El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro. El hecho de que tanto Cuarón como del Toro sean mexicanos no es la única afinidad entre ambos films; de hecho existe una complicidad entre ambos realizadores, al punto de que Cuarón figura como uno de los productores de este Laberinto.

La historia se desarrolla en España poco después del fin de la Guerra Civil. Su protagonista es una niña al filo de la adolescencia, que llega al puesto militar fronterizo liderado por el Capitán (un siniestrísimo Sergi López), que es además el nuevo marido de su madre –y el padre del hermanastro que la mujer lleva en el vientre. Ya desde el mismo comienzo la narración se bifurca. Por un sendero va la historia “real”, que compete al sufrimiento de la niña bajo la égida dictatorial de su padrastro y al enfrentamiento de los nacionales con una banda republicana que resiste en los bosques. Y por la otra vía se mueve la historia “fantástica”, disparada por la aparición de un insecto-hada y de un fauno que revela a la niña que ella es en verdad la princesa de un reino encantado: para recuperar su condición original, deberá llevar a cabo diversas pruebas de las que es necesario que salga airosa.

Children of Men y El laberinto del fauno comparten su libertad narrativa: eligen hablar de males concretos y tangibles del mundo de hoy, pero lo hacen sin sentirse atadas en lo más mínimo a la tierra plana del realismo. Children opta por la ciencia ficción, es lo que suele llamarse una distopía, una suerte de anti-utopía; como en realidad los males imaginarios que plantea están separados de nuestros males por una delgada línea (que el relato sitúa en un futuro del que sólo nos distancia veinte años), Cuarón hace bien al quedarse lo más próximo posible a las estéticas del presente. El laberinto del fauno, en cambio, ocurre en el pasado, y sus divergencias con el realismo vienen de un pasado aun más remoto: hablo de elementos y figuras míticas como laberintos y faunos, raíces de mandrágora y monstruos consagrados a los sacrificios humanos.

A partir de allí empiezan a diferenciarse. Children emplea sus primeros minutos en convencernos de que ese mundo que cuenta es verosímil, y una vez triunfante en su cometido nos deja allí. En cambio El laberinto del fauno juega de manera constante con los dos mundos simultáneos que describe: cómo uno se funde con el otro, y cómo sus hechos se retroalimentan. Donde Cuarón sugiere que este es un mundo único que no ofrece escapatoria, del Toro apela a los espejos deformantes y pretende que existen muchas cosas que nuestros ojos no suelen ver y que nuestro entendimiento no acostumbra a considerar. La violencia fascista del mundo real no se ablanda al convivir con lo fantástico, muy por el contrario: la fantasía revela cuánto de nuestra historia real puede ser interpretado en clave de miedos atávicos y de arquetipos junguianos.

Es necesario elogiar a del Toro por la maestría con que maneja los efectos especiales: están tan bien hechos que entregarse a la fantasía no cuesta esfuerzo alguno. Pero el elogio mayor debería resaltar su talento como narrador a secas. El mundo en apariencia dicotómico que propone funciona a la perfección, y el combate único que describe (que para ponerlo en términos que me son afectos definiría como imaginación versus violencia) encuentra en este tono de cuento de hadas negro su mejor forma.

Me parece magnífico lo que estos dos tipos están haciendo: tanto Cuarón como del Toro hablan de sus más profundas obsesiones, pero para hacerlo optan por escapar de las convenciones del realismo, recurriendo en cambio a la imaginación desbordada tan característica de la América Latina, que arranca con el Popol Vuh y llega hasta Borges y (en una vena completamente distinta) García Márquez. Siempre creí que la mayor parte de las películas sobre la Guerra Civil y sus consecuencias se equivocaban al narrar de la manera seca y adusta que yo no podía menos que asociar con la estética franquista. (El espíritu de la colmena sería una de esas excepciones que me da la razón.) Déjenme pensar que Cuarón y del Toro están llevando esta característica nuestra al primer plano en el cine, y convirtiéndose, al hacerlo, en puntas de lanza de un movimiento que debería llevar a nuestros narradores (cineastas, escritores, dramaturgos) al sitio de preeminencia internacional que sin duda alguna merecen.

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26 de diciembre de 2006
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The King of Books

Stephen King también eligió los mejores libros que leyó en este año y los difundió en la revista Entertainment Weekly, pero aquí se tomó otras libertades con el criterio de selección. Es verdad que en materia de cine dependemos más de las novedades –todos tenemos una noción más o menos aproximada de qué se estrena cada semana: la cara de la ciudad, llena de afiches promocionales, lo pone a uno en onda aunque no quiera-, y que en materia de literatura nos manejamos de forma más caprichosa y hasta aleatoria. (Por lo pronto, en mi ciudad no abundan los afiches callejeros que promocionan libros.) Como de costumbre, los comentarios previos de King son jugosos: por ejemplo, cuando sostiene que los libros todavía tienen futuro en nuestro mundo porque “son portátiles, no contienen publicidad, son reciclables, no requieren baterías y además, a diferencia de tu Game Boy, no te los van a sacar si te descubren leyendo uno en clase –uno siempre puede pretender que estaba preparando una tarea”.

King es tan desprejuiciado que hasta se da el lujo de elegir un libro de poemas entre sus favoritos de 2006: Night Mowing, de Chard Deniord. (Yo nunca lo había sentido nombrar, ¿y ustedes?) Después de subrayar que se trata no necesariamente de libros editados durante este año, sino de libros que él leyó durante 2006, se lanza a enhebrar una lista que está llena de gente a la que también desconozco. Bentley Little, por ejemplo, autor de Dispatch, una novela en la que un joven solitario escribe cartas a medios y a gente famosa y descubre que sus mensajes transforman la realidad. O Arthur Phillips, autor de The Egyptologist, novela en la que un mentiroso patológico enloquece mientras busca una tumba en el desierto, poco después de la Primera Guerra Mundial. O James Meek, autor de The People’s Act of Love, relato sobre un fugitivo en plena Revolución Rusa, cuyo impulso narrativo es, según King, simplemente asombroso.

El quinto puesto lo reserva para The Ruins, de Scott Smith, autor además de A Simple Plan, novela que en su momento se convirtió en una buena película de la mano de Sam Raimi. Para King, que algo sabe del asunto, The Ruins es “la mejor novela de horror del nuevo siglo”; habla de estadounidenses perdidos en una montaña mexicana que se encuentran con algo que no esperaban hallar. (Lo cual resume, en buena medida, los últimos años de política exterior del gobierno de Bush.)

Los puestos más importantes se los consagra a The Night Gardener, de George Pelecanos –un escritor del género policial que a King le encanta además porque escribe para la serie The Wire, a la que adora-, a American Pastoral de Philip Roth (una novela de 1997, pero cuya tristeza insondable respecto del Sueño Americano hace comprensible que se la digiera mejor ahora), y a The Road, de Cormac McCarthy, un autor con el que tarde o temprano voy a tener que cruzarme. King dice que esta historia de un hombre que trata de mantener vivo a su hijo en medio de un gran desastre es “el logro mayor de la carrera de McCarthy”, lo cual debería significar mucho tratándose de un escritor tan respetado y laureado en EE. UU.

Si yo tuviese que armar mi propia lista, no podría prescindir de los libros de Haruki Murakami: especialmente Kafka On The Shore, Sputnik Sweetheart y Norwegian Wood. Ni de la Trilogía de Deptford de Robertson Davies (OK, todavía voy por la mitad del libro final, World of Wonders, pero a esta altura pongo las manos en el fuego). Ni de Atonement, de Ian McEwan, por más que hayan intentado enlodarlo hablando de plagio. Quizás debería mencionar también el placer de tantas relecturas: las de V for Vendetta y Terry y los piratas, las de Nine Stories de Salinger y La balada del café triste de Carson McCullers. Me quedaron para el verano On Beauty, de Zadie Smith, El rey de los alisos de Michel Tournier, Pigtopia, de Kitty Fitzgerald y el ocasional Dickens, que me voy guardando porque comparto la teoría del personaje de Lost que se reserva Our Mutual Friend para antes de morir. De eso se trata la vida, en buena medida: de ir encontrando libros para no dejar de leer nunca, de que jamás nos falte una novela que encienda nuestro deseo.

En fin: ahora les toca a ustedes.

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Y por supuesto, muy pero muy felices Navidades para todos.

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22 de diciembre de 2006
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Una sombra ya pronto serás

Ayer se cumplieron cinco años de la represión desatada por el entonces presidente Fernando de la Rúa en un vano intento de preservar su poder. El despliegue de fuerza que ordenó en su desesperación se cobró la vida de cinco personas de entre 23 y 57 años, todos muertos por balas de plomo disparadas por la Policía Federal. Pocas horas después de cometidos esos crímenes, De la Rúa firmó la renuncia al cargo y dejó la Casa Rosada en helicóptero, dando la espalda por última vez al pueblo que lo había elegido democráticamente y al que traicionó sin cesar desde que asumió el cargo.

Hoy los muertos siguen muertos, De la Rúa continúa libre y los funcionarios que respondían a su mando, responsables políticos de los hechos, también. Los únicos acusados por el caso, esto es los tres comisarios a quienes se les endilga el homicidio de tan sólo uno de los manifestantes, esperan juicio oral en sus casas, tranquilos como ciudadanos comunes. Seguramente en estas horas se estarán preparando para celebrar las Navidades. Tienen una suerte que los familiares de Carlos Almirón, Diego Lamagna, Gastón Riva, Gustavo Benedetto y Alberto Márquez ya no pueden reclamar: la de festejar en compañía de los suyos. Martín Galli, que sobrevivió de milagro, seguramente celebrará, pero deberá hacerlo con la prudencia que su salud quebrada reclama: la bala que tiene alojada en la cabeza le produce espasmos epilépticos, que sólo controla mediante la ingesta diaria de once –once- pastillas.

La tragedia del 20 de diciembre de 2001 había comenzado la noche anterior, con el cacerolazo que sacó a tanto pueblo a la calle para protestar primero por el arbitrario congelamiento de todos los depósitos bancarios –justo antes de las Navidades y en la inminencia de las vacaciones de verano, el gobierno no tuvo idea más feliz que confiscar toda la plata de la gente-, y después para repudiar la instauración del Estado de Sitio que De la Rúa firmó para tratar de contener a tanto díscolo. Los radicales (De la Rúa siempre fue hombre de la UCR, Unión Cívica Radical, por más que llegase al poder gracias a una alianza con otra fuerza política, hoy desaparecida) todavía siguen arguyendo que el entonces presidente quiso despejar la Plaza de Mayo para poder negociar en mejores condiciones con el peronismo, algunos de cuyos dirigentes fogoneaban el descontento. El argumento queda viciado de nulidad cuando uno advierte que todas las víctimas fueron abatidas lejos de la Plaza: el más cercano murió a dos cuadras y los demás a más de seis, sobre la avenida Nueve de Julio que los porteños pretendemos “la más ancha del mundo”.

La insólita demora en los procesos y la sospechosa ausencia de pruebas y de pericias no produce grandes esperanzas de obtener justicia. Algunas imágenes de TV, como la que muestra al entonces comisario inspector Omar Oliverio disparando balas de plomo contra manifestantes que descansaban sobre una de las placitas de la Nueve de Julio, fueron importantes para lograr las pocas acusaciones que hoy existen. Pero todavía hay pericias que faltan para hacer posible la realización de los juicios, ya que no existen registros fehacientes de, por ejemplo, el lugar exacto en que cayeron las víctimas, lo cual dificulta los análisis de ángulos de tiro. La Justicia dice que es necesaria una nueva reconstrucción de los hechos. La pregunta es: ¿cuánto podrán recordar los testigos, cinco años después de lo vivido?

  Esta es tan sólo una más de las infinitas historias de injusticia que ha producido y produce nuestro continente. Pero la abundancia de tragedias no nos volvió inmunes al dolor, como tantos esperaban; y las deficiencias del sistema legal tampoco lograron que bajásemos los brazos: forjados en el ejemplo de las Madres y de las Abuelas de Plaza de Mayo, seguiremos pidiendo justicia y reclamaremos en los tribunales hasta que la impunidad deje de ser la norma, como suele serlo para todos los crímenes concebidos y ejecutados por los poderosos de esta tierra.

En vísperas de las Navidades les deseo a los familiares de aquellas víctimas toda la felicidad que sean capaces de sentir en estas circunstancias; pero a aquellos que aun en la calma de sus hogares se saben responsables de lo que pasó, no les deseo nada bueno. Ojalá cada copa que beban les sepa a hiel, ojalá cada bocado tenga gusto a cenizas. Y que nunca dejen de mirar por encima de sus hombros, temerosos de las sombras que han salido a buscarlos.

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21 de diciembre de 2006
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The King of Movies

Stephen King volvió a la carga con su columna en la revista Entertainment Weekly, esta vez para elegir sus diez películas favoritas del año 2006. En el texto preliminar, King aclara que no se trata de la lista de un crítico (“Soy tan sólo otro tipo ordinario, en la cola para comprar gaseosa”), y establece una cuestión sobre la que hemos hablado aquí algunas otras veces: la forma en que la existencia de excelentes series de televisión pesa a la hora de retenernos en casa –en especial si la opción es ir al cine para ver películas de inferior calidad. Teniendo The Wire y Lost en casa (series de las que King es fanático y yo también), ¿a quién le interesa ir a ver El código Da Vinci?

Algunas películas de las que King habla no las vi, porque no se estrenaron en estos lares y también, para ser sincero, porque no me tientan en lo más mínimo: The World’s Fastest Indian, por ejemplo, o un policial llamado Waist Deep. Otras sí que se estrenaron, pero tampoco tuve ganas de verlas: The Descent, que es una peli de horror (y King debería ser considerado un experto en la materia), Snakes On A Plane, cuya premisa me suena divertida pero sabe a poco, y United 93. Una de las que menciona estoy esperando verla en DVD: The Three Burials of Melquiades Estrada, dirigida por Tommy Lee Jones sobre guión del colega Guillermo Arriaga (Amores perros, Babel): King dice que el título es horrible, pero le encanta que Tommy Lee consiga poner en pantalla algo que parece salido de las novelas de Cormac McCarthy.

Y después están las que sí vi, por supuesto. Con alguna de las elecciones de King disiento: más allá de la buena leche con que fui al cine, creo que The Illusionist es más bien floja, y que pierde en la comparación con la otra peli de magos, The Prestige. (King dice que también le gustó, pero a la hora de confeccionar la lista se quedó con el film protagonizado por Edward Norton.) The Departed me desilusionó, tratándose de una película de Martin Scorsese: creo que es mucho menos que la suma de sus prestigiosos actores, y muchísimo menos de lo que las críticas quisieron vendernos con sus loas. Pero en fin, coincido con el entusiasmo que King siente por Casino Royale (“La mejor película de Bond de la historia”), y ante todo con la peli que consagra en el número uno de su lista: El laberinto del fauno.

King se manifiesta deslumbrado por el film de Guillermo del Toro. “Creo –dice- que este cuento de hadas para adultos es el mejor film fantástico desde El mago de Oz. Y aunque es mucho más oscuro que aquella película, logra de todos modos celebrar el espíritu humano. Su Tío Stevie piensa que ustedes deberían ver esta película”. Del Toro debe estar saltando desde que le contaron la opinión del Tío Stevie. Yo, por lo pronto, espero con ansias que Del Toro concrete su último proyecto, el de una nueva versión de Tarzán. Todos aquellos que amamos al personaje y que hemos padecido las películas que le infligieron –desde las de Johnny Weissmuller hasta Greystoke-, creemos que ya es hora de que alguien filme un Tarzán como la gente.

¿Estoy yo en condiciones de hacer mi propia lista? La elección sería engañosa, porque gracias a la tecnología del DVD la verdad es que las mejores películas que vi este año no fueron estrenadas en 2006. Pero si tuviese que resignarme dolorosamente a las obras del presente, no excluiría de mi lista a películas como Children of Men, Little Miss Sunshine, V for Vendetta, Howl’s Moving Castle (que es del 2005 pero aquí se vio este año), El latido de mi corazón, Miami Vice y Caché (que también es de 2005, con estreno argentino en 2006). Seguramente me olvido de algunas. De hecho, todavía espero ver Babel y las dos de Eastwood, The Flags of Our Fathers y Letters from Iwo Jima, que forman parte de la producción de este año.

Y hablando de Roma, ¿cuáles fueron sus películas favoritas de este año?

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20 de diciembre de 2006
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El nuevo nombre de la brutalidad

Me enteré leyendo un artículo del Clarín dominical firmado por Ana Barón, corresponsal en Washington: la última moda entre ciertos adolescentes norteamericanos es lo que se llama bum hunting, esto es la reunión de chicos para salir a cazar homeless por las calles y molerlos a palos –literalmente hablando, hasta matarlos en más de un caso.

Entre 1990 y 2005, 165 personas sin techo fueron asesinadas por muchachitos que, una vez detenidos, alegaron que solo los movía la intención de “divertirse”. Para peor muchos de estos críos graban la escena y la cuelgan en la red o editan en video. Ryan McPherson, de 18 años, cedió los derechos de su material por millón y medio de dólares y ya vendió 300.000 copias desde el año 2001. Poco tiempo atrás, en Calgary (Canadá), cinco jóvenes decidieron emular a McPherson. Armados con una cámara, salieron en busca de un homeless y cuando lo encontraron lo molieron a palos y le partieron una botella en la cabeza. No lo mataron de puro milagro. Michael Roberts, de 53 años, no tuvo tanta suerte. Cuatro chicos de entre 14 y 18 lo encontraron en el bosque al que había ido a fumar marihuana. Le pegaron, se fueron, volvieron, le pegaron otra vez más, se alejaron, regresaron y lo castigaron nuevamente, se fueron y terminaron volviendo una última vez: en esta ocasión lo hicieron armados con un palo con un clavo en su extremo, que le incrustaron a Roberts en la cabeza, produciéndole la muerte. Hoy el mayor de esos “chicos” purga una condena de 35 años en una prisión de Jasper, Florida, pero el peso de esas penas parece no tener efecto disuasorio alguno: la “moda” parece difundirse cada vez más, en buena medida a través de medios como la red.
Algunos dicen que matar a un homeless se ha convertido en una suerte de rito de iniciación para ingresar a un grupo. Las pandillas han existido siempre, pero hasta no hace mucho ingresar a ellas requería algo parecido a una prueba de coraje. ¿Cuál es el coraje necesario para apalear entre varios a un viejo hambriento e indefenso? 

Yo pertenezco a la generación para la cual Singin’ in the Rain es, ante todo, la canción que cantan Alex (Malcolm McDowell) y sus drugos en La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, mientras muelen a golpes a un homeless y se cagan de risa. El domingo por la tarde, poco después de haber leído la noticia de la cual les hablo, vi por primera vez la Singin’ in the Rain de Gene Kelly y Stanley Donen. (Les juro que nunca la había visto completa antes, más allá de los clips clásicos que conoce todo el mundo.) Me pareció una película llena de imaginación y de exuberancia, una postal del espíritu humano consagrado a la creación de algo bello. La disfruté como loco y después sentí un poco de tristeza. Quizás porque entendí hasta qué punto el uso de la canción en La naranja mecánica entrañaba la corrupción de ese belleza, el trastocamiento más completo de su sentido: una canción hermosa funcionando como banda sonora de algo horrible; y quizás porque también me pesaban esos chicos perdidos, que seguramente crecieron en una circunstancia ajena a toda noción de belleza. Deben haber sido castigados e ignorados y brutalizados sistemáticamente durante sus cortas vidas, deben haber soportado la casi total aniquilación de su alma, para que ya no les quede otro entusiasmo que el de la violencia más cruel, ni más música que la de un hueso al quebrarse.

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19 de diciembre de 2006
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Un hombre para todos los tiempos

Estaba haciendo zapping en la tórrida tarde del sábado, cuando descubrí que Film & Arts emitía A Man for All Seasons. Mi mujer y mi hija más chica presionaban para que saliésemos en busca de algún sitio con aire acondicionado, pero de inmediato me apliqué a ganar tiempo con esas expresiones a las que uno recurre en cincunstancias similares: ahora voy, bañate vos primero y esa clase de cosas. Mi interés por A Man for All Seasons, que nunca había visto antes, tenía que ver en primer lugar con Robert Bolt, guionista del film y autor de la obra original. Bolt siempre fue uno de mis guionistas preferidos, su trabajo junto a David Lean dio lugar a algunas de mis favoritas de todos los tiempos: Un puente sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago. Pronto descubrí que la película era una especie de Quién-Es-Quién del cine de la época –la película es de 1966, dirigida por el norteamericano Fred Zinnemann-, y me di a mí mismo la excusa de que quería saber qué otros actores famosos iban a aparecer: entré en una escena entre Orson Welles y Paul Scofield, que hace de Tomás Moro, y después fueron apareciendo Wendy Hiller, John Hurt, Susannah York, Leo McKern y hasta Robert Shaw, a quien conocí haciendo de Quint en Tiburón y que aquí interpreta a un desaforado –en todos los sentidos, habría que decir- Enrique VIII.

            La película recrea el enfrentamiento entre Tomás Moro, autor de Utopía, y el monarca inglés. Enrique VIII pretendía que Moro, a quien había nombrado Canciller del reino, lo apoyase en su intención de divorciarse de Catalina de Aragón para desposar a su amante. Moro empleó argumentos políticos, religiosos y hasta de la más pura lógica para tratar de disuadir al monarca, pero cuando comprendió que Enrique no cejaría en su intento –que con el tiempo lo llevaría a romper con la Iglesia católica para crear la Anglicana a su gusto y conveniencia-, optó por encerrarse en un profundo silencio: no bendeciría la unión, pero tampoco la criticaría. Sin embargo Enrique entendió que el silencio de Moro hablaba volúmenes, por lo cual decidió encarcelarlo primero, juzgarlo después, y por fin, ante la certeza de que Moro no daría el brazo a torcer, ordenar su decapitación.

            A simple vista A Man for All Seasons es uno más de esos dramones históricos ingleses (la verdad es que sentía todavía más calor viendo a esa pobre gente tan vestida), pero el debate de ideas que cobija me resultó apasionante –y más actual que nunca. Una escena en especial me pareció brillante. Ya en prisión, Moro recibe la visita de su hija Meg (una jovencísima Susannah York), a quien Cromwell (McKern) le ha permitido acceso confiando en que presionará a su padre para que cambie de idea. En efecto, la inteligente Meg le expone a su padre un argumento sagaz, con el que espera convencerlo: sabiéndolo hombre de fe profunda, le sugiere que no debería caer en la tentación de jugar al héroe, lo cual entrañaría pecado de soberbia.

            Moro le responde entonces: “Si viviésemos en un Estado en el cual la virtud fuese redituable, el sentido común nos convertiría en buenos, y la avaricia nos tornaría santos. Y viviríamos como animales o ángeles en la tierra feliz que no necesita héroes. Pero como vemos, de hecho, que la avaricia, la ira, la envidia, el orgullo, la pereza, la concupiscencia y la estupidez resultan más redituables que la humildad, la castidad, la fortaleza, la justicia y la razón, y en la necesidad de elegir, siendo humanos al fin… quizás sea necesario que resistamos un poco –aun corriendo el riesgo de convertirnos en héroes”.

            En ese momento creí que Moro hablaba con la más irreductible verdad. (Me encantó que convirtiese a la estupidez en uno de los pecados capitales.) Al día siguiente, cuando dejé que las palabras de un irresponsable me dañasen, me descubrí pensando que además de la lucidez de Moro me vendría bien su templanza. Soy una criatura de sangre caliente, recalentada aun más por mi circunstancia estival. Ojalá pueda alguna vez alcanzar el equilibrio del Moro que Bolt creó, su capacidad casi sobrehumana para no distraerse con aquello que no puede modificar y conservar así sus fuerzas –ya que seguimos hablando de energía- para la producción de luz, de amor y de concordia. En un mundo que insiste en relativizar toda opción moral (se comienza tolerando una falta de respeto y se termina tolerando genocidios), este hombre para todas las estaciones del que habla el título debería ser revisitado más a menudo, porque sigue siendo un hombre para hoy; uno como los que casi no quedan.

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18 de diciembre de 2006
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La profesión más peligrosa

Esta historia es real.

Lunes 11 de diciembre, poco antes de la medianoche. Estoy viendo Witness, la película de Peter Weir protagonizada por Harrison Ford, en DVD, cuando la luz se corta. No tengo más remedio que irme a dormir. Sin energía eléctrica el sueño se torna esquivo, porque el calor es agobiante. Minutos después de que me acuesto, y envalentonados por la inmovilidad del ventilador de techo, los mosquitos empiezan a cebarse en mi carne. Por suerte conservo espirales. Duermo mal y poco.

A la mañana siguiente escribo el texto del blog y retomo el trabajo en el prólogo de un libro, que me están reclamando con premura. Poco después del almuerzo vuelve a cortarse la energía eléctrica. Lo primero que descubro es que no puedo trabajar, porque como no imaginé que volverían a cortar la luz no me tomé el trabajo de enviarme el work in progress por mail, lo que me hubiese facilitado seguir tecleando, por ejemplo, en un locutorio. Lo segundo que descubro es que este segundo apagón ha producido la quema del motor de la bomba de agua de mi edificio. En cuestión de minutos todas mis canillas se resecan. No puedo ni bañarme.

Llamo a la compañía eléctrica, Edesur. Una empleada de la sección emergencias recibe mi queja y me concede un número de reclamo. Dos horas más tarde la luz regresa. Me aboco al trabajo. A eso de las ocho de la noche la pantalla de mi ordenador produce un black out, llevándose mi texto consigo. Se trata de otro corte. El tercero en el mismo día. Vuelvo a llamar a Edesur. Me regalan otro número de reclamo. Ante la imposibilidad de siquiera lavar una hoja de lechuga, me baño en el gimnasio y llevo a mi mujer a comer afuera.

Regresamos a medianoche. Todavía no hay luz. Son siete pisos por la escalera, en medio de un calor infernal.

Doy una y mil vueltas en la cama, entre los vapores del espiral y el zumbido de los mosquitos. Por segunda noche consecutiva, duermo mal y poco.

La energía eléctrica regresa en algún momento de la madrugada.

Miércoles 13. Madrugo para escribir el blog, el texto sobre las sitcom que se colgó ayer. (Al revisar mis actos, me pregunto cómo habrá sido posible que conservase todavía algo parecido al sentido del humor.) A eso de las diez, poco después de enviado el texto, la luz se vuelve a cortar. Advierto que, en mi optimismo nato, sigo sin enviarme el work in progress a mis casillas de correo. ¿Quién podía imaginar que iban a dejarme sin electricidad por cuarta vez consecutiva en el lapso de tan pocas horas? Me maldigo a mí mismo, vuelvo a llamar a la compañía, me obsequian otro número de reclamo. Le digo a la empleada que ya tengo una colección completa de esos números, y que quizás me convendría jugarlos a la quiniela o en la lotería. Ella no se ríe. Yo tampoco.

Es mediodía. La luz no regresa. Cae la tarde y tampoco. Llega mi hija menor, que por motivos médicos no debería subir siete pisos por escalera. No tengo otra opción que regresarla a casa de su madre. El corte de energía no sólo me impide cumplir con mis responsabilidades, me deja sin agua y me mata de calor: también me impide estar con mi hija. La nube negra que llevo encima de la cabeza amenaza tormenta.

Por la noche decido comer afuera nuevamente. Paso a buscar a mi hija. Cuando regresamos, a eso de la una de la madrugada del jueves, mi calle sigue sin luz.

Dejo a mi hija en lo de su madre. Subo los siete pisos. Ya no llamo a Edesur. Mi mente está abarrotada de pensamientos sobre abogados, demandas, torturas elaboradas y muertes lentas y dolorosas para los responsables de la compañía.

Malduermo. Otra vez.

Es jueves por la mañana. La energía regresó otra vez durante la madrugada. Escribo este texto a toda velocidad, convencido de que en algún momento sobrevendrá otro black out. Curado de espanto, me he enviado el borrador del prólogo inconcluso a mis dos casillas de correo. En el peor de los casos iré a un locutorio o me llevaré el ordenador a algún punto privilegiado de la ciudad, de esos en los que existe la energía eléctrica, el agua potable y el servicio de Internet. Si es que existe todavía algún punto así. Cuando me cortan la luz quedo aislado del mundo, las noticias no me llegan: si la ciudad entera quedase sin energía no tendría manera de enterarme. Supongo que me daré cuenta cuando vea llegar a mi calle a hombres desesperados con sus ordenadores al hombro, que se han aventurado hasta aquí en la esperanza de que algún rincón de la ciudad tuviese el privilegio de la luz. Se verán barbados y sucios, como yo lo estoy. No puedo perder tiempo para afeitarme, ¡debo mandar este texto antes de que me dejen otra vez a oscuras, debo terminar el prólogo!

Bienvenidos a la moderna y cosmopolita Buenos Aires. Por lo menos en la Saigón de Apocalypse Now el teniente Willard podía rumiar su desesperación debajo del ventilador de techo. Mi ventilador de techo ya ha muerto varias veces y sigue corriendo peligro.

Buenos Aires. Shit.

Y después dicen que la profesión del escritor no es peligrosa.

The horror. The horror.

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15 de diciembre de 2006
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Un género necesitado de remiendos

Estaba leyendo una entrevista a Amy Sherman-Palladino, la creadora de la serie Gilmore Girls. (Una de mis series favoritas, Gilmore Girls. Es esa de la mujer joven, Lorelai, y de su hija adolescente, Rory, de quien Lorelai quedó embarazada cuando ella misma era adolescente, hecho que produjo consternación en sus padres, muy ricos ellos, y que transcurre en un pueblo llamado Stars Hollow lleno de gente más loca que uno. Todos ellos, pero Lorelai en especial, tienen la costumbre de hablar sin parar casi como si no necesitasen respirar mientras lo hacen, a veces parecen marcianos, podría ser una excelente explicación para todo lo ocurrido en estos años: Lorelai es de otro planeta y Stars Hollow es una colonia alienígena, Gilmore Girls es en realidad la continuación de The X Files. The G Files! Lo cual me recuerda que sería hora de terminar esta digresión, porque este párrafo ya se está pareciendo a una escena de Gilmore Girls.)

Sherman-Palladino, que se alejó de la serie después de varias, exitosas temporadas (lo cual equivale a dar a tu hijo en adopción a los 33 años), decía que le aprobaron la realización de una nueva serie, y que esta vez va a hacer un sitcom. ¿Están familiarizados con el concepto de sitcom? Comedia de 30 minutos, realizada en estudio, grabada de manera simultánea por varias cámaras –como si fuese a ser emitida en vivo- y en presencia de un público que atiende desde una suerte de platea y produce esas risas que se escuchan de fondo en la banda sonora. (Banda que a menudo está mezclada con risas pregrabadas, como nos reveló Woody Allen en una de sus películas de la época en que valían la pena.) La idea de Sherman-Palladino haciendo un sitcom es atractiva, aunque tiene sus riesgos. Los personajes de Amy tienden a hablar sin parar, como ya dije, y en los sitcoms los personajes deben hacer puntos y aparte todo el tiempo para dar espacio a las risas de la gente. De cualquier forma, Sherman-Palladino ya parece haber pensado en el asunto. Durante la entrevista decía, bromeando, que en lugar de los habituales carteles con los que se insta al público a reír en el lugar esperado va a enseñar otros que digan Shush!

La cuestión es que me quedé pensando hace cuánto que no veo un sitcom (debería decir más bien  “una” sitcom, porque la palabra apocopa la expresión situation comedy, o sea comedia de situaciones) que valga la pena. He husmeado The New Adventures of Old Christine, porque está Julia Louis-Dreyfuss y tenía la esperanza de revivir aunque más no fuese de manera vicaria la gloria de lo que fue Seinfeld: no está mal, pero tampoco es particularmente memorable. He husmeado la nueva de Brad Garrett, pero me pareció estar viendo un capítulo flojo de Everybody Loves Raymond. He husmeado The Class porque la vendían como “la nueva producción de los creadores de Friends”, pero me quedo con su vieja producción. Debe ser difícil darle aire nuevo a un género tan hecho y a la vez tan rígido en sus condiciones de producción, pero a fin de cuentas se trata tan sólo de comportarse de manera irreverente con alguna de esas condiciones, como lo han hecho en los últimos años Sex & the City, My name is Earl, Entourage o Curb Your Enthusiasm. Todas estas se olvidan del estudio y del público y de las risas pregrabadas y sacan la cámara a las calles, permitiendo que la vida misma enriquezca el formato. Pero de todas maneras me gustaría encontrar una sitcom a la vieja usanza que valiese la pena.

Aquí en la Argentina se le dice sitcom a cualquier cosa. Y desde que compraron los derechos de sitcoms ya hechos, como The Nanny y Married with Children, para reproducirlos a la criolla, mucho peor. La niñera era una traducción aguachenta del original, cuyo énfasis estaba puesto en “argentinizar” los chistes en lugar de pulir su idioma para que conservasen el ritmo de látigo de los originales. (Hacer una buena sitcom en español sería difícil por cuestiones idiomáticas, el género requiere intercambio de chistes como ametralladora y en español lo decimos todo de manera más larga y más imprecisa. Pero como verán, se trata de una dificultad que se resolvería tan sólo con buenos guionistas, a los que además habría que eximir de la obligación de producir cinco capítulos semanales –las sitcoms se producen con equipos de guionistas, que sólo entregan un capítulo semanal.) Casados con hijos también comenzó como traducción, pero al poco tiempo se olvidaron de los guiones originales y dejaron improvisar a los actores Guillermo Francella y Florencia Peña. ¿El resultado? Típica comedia costumbrista argentina, elemental y guaranga pero eso sí: con envase importado.

Habrá que esperar a que Amy Sherman-Palladino haga de las suyas. Todas mis fichas están puestas en ella, la gran esperanza blanca del género.

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14 de diciembre de 2006
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El Boomeran(g)
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