Marcelo Figueras
Ayer se cumplieron cinco años de la represión desatada por el entonces presidente Fernando de la Rúa en un vano intento de preservar su poder. El despliegue de fuerza que ordenó en su desesperación se cobró la vida de cinco personas de entre 23 y 57 años, todos muertos por balas de plomo disparadas por la Policía Federal. Pocas horas después de cometidos esos crímenes, De la Rúa firmó la renuncia al cargo y dejó la Casa Rosada en helicóptero, dando la espalda por última vez al pueblo que lo había elegido democráticamente y al que traicionó sin cesar desde que asumió el cargo.
Hoy los muertos siguen muertos, De la Rúa continúa libre y los funcionarios que respondían a su mando, responsables políticos de los hechos, también. Los únicos acusados por el caso, esto es los tres comisarios a quienes se les endilga el homicidio de tan sólo uno de los manifestantes, esperan juicio oral en sus casas, tranquilos como ciudadanos comunes. Seguramente en estas horas se estarán preparando para celebrar las Navidades. Tienen una suerte que los familiares de Carlos Almirón, Diego Lamagna, Gastón Riva, Gustavo Benedetto y Alberto Márquez ya no pueden reclamar: la de festejar en compañía de los suyos. Martín Galli, que sobrevivió de milagro, seguramente celebrará, pero deberá hacerlo con la prudencia que su salud quebrada reclama: la bala que tiene alojada en la cabeza le produce espasmos epilépticos, que sólo controla mediante la ingesta diaria de once –once- pastillas.
La tragedia del 20 de diciembre de 2001 había comenzado la noche anterior, con el cacerolazo que sacó a tanto pueblo a la calle para protestar primero por el arbitrario congelamiento de todos los depósitos bancarios –justo antes de las Navidades y en la inminencia de las vacaciones de verano, el gobierno no tuvo idea más feliz que confiscar toda la plata de la gente-, y después para repudiar la instauración del Estado de Sitio que De la Rúa firmó para tratar de contener a tanto díscolo. Los radicales (De la Rúa siempre fue hombre de la UCR, Unión Cívica Radical, por más que llegase al poder gracias a una alianza con otra fuerza política, hoy desaparecida) todavía siguen arguyendo que el entonces presidente quiso despejar la Plaza de Mayo para poder negociar en mejores condiciones con el peronismo, algunos de cuyos dirigentes fogoneaban el descontento. El argumento queda viciado de nulidad cuando uno advierte que todas las víctimas fueron abatidas lejos de la Plaza: el más cercano murió a dos cuadras y los demás a más de seis, sobre la avenida Nueve de Julio que los porteños pretendemos “la más ancha del mundo”.
La insólita demora en los procesos y la sospechosa ausencia de pruebas y de pericias no produce grandes esperanzas de obtener justicia. Algunas imágenes de TV, como la que muestra al entonces comisario inspector Omar Oliverio disparando balas de plomo contra manifestantes que descansaban sobre una de las placitas de la Nueve de Julio, fueron importantes para lograr las pocas acusaciones que hoy existen. Pero todavía hay pericias que faltan para hacer posible la realización de los juicios, ya que no existen registros fehacientes de, por ejemplo, el lugar exacto en que cayeron las víctimas, lo cual dificulta los análisis de ángulos de tiro. La Justicia dice que es necesaria una nueva reconstrucción de los hechos. La pregunta es: ¿cuánto podrán recordar los testigos, cinco años después de lo vivido?
Esta es tan sólo una más de las infinitas historias de injusticia que ha producido y produce nuestro continente. Pero la abundancia de tragedias no nos volvió inmunes al dolor, como tantos esperaban; y las deficiencias del sistema legal tampoco lograron que bajásemos los brazos: forjados en el ejemplo de las Madres y de las Abuelas de Plaza de Mayo, seguiremos pidiendo justicia y reclamaremos en los tribunales hasta que la impunidad deje de ser la norma, como suele serlo para todos los crímenes concebidos y ejecutados por los poderosos de esta tierra.
En vísperas de las Navidades les deseo a los familiares de aquellas víctimas toda la felicidad que sean capaces de sentir en estas circunstancias; pero a aquellos que aun en la calma de sus hogares se saben responsables de lo que pasó, no les deseo nada bueno. Ojalá cada copa que beban les sepa a hiel, ojalá cada bocado tenga gusto a cenizas. Y que nunca dejen de mirar por encima de sus hombros, temerosos de las sombras que han salido a buscarlos.