Basilio Baltasar
No puedo evitar el charco y salgo de puntillas con los zapatos manchados de barro. Voy sorteando a la multitud. Esquivo a los impetuosos, sin perder el buen humor de esta fría mañana de diciembre.
Llego a la Gran Vía, esquina Callao, y subo la calle hasta encontrar al limpiabotas. Me siento en el taburete, se frota las manos para entrar en calor y con un par de bruscos movimientos de cepillo empieza su tarea.
Es un indio azteca y su porte, aunque está agachado, recuerda el que dibujó Bernal Díaz del Castillo en su quejumbrosa reclamación.
Aquí me tiene, caballero, a sus pies.
La gente va con el paso apresurado como si llegara tarde a la cita de todos los días.
Pero eso ya no importa, añade.
Y aplica, con el dedo índice envuelto en un trapo, un poco de crema negra a la piel del zapato.
Lo decía mi abuelo. Sé paciente, muchacho. Espera y verás. Nadie es eterno. Nadie es inmortal en el mundo.
Una larga cola de madrileños se alarga por la acera y da la vuelta a la manzana esperando que llegue la hora de comprar su billete de lotería.