Marcelo Figueras
Durante mi último viaje a España vi la película Children of Men, del mexicano Alfonso Cuarón, de la cual hablé maravillas. (Aunque no al punto de creer que es mejor que Blade Runner, como alguien dijo por ahí. En realidad son muy distintas, por lo cual toda comparación sería injusta. Y además eso de meterse con Blade Runner no está nada bien.) Pero también vi en aquellos días otro film que me sacudió con la misma intensidad, y del que no hablé entonces. Se trata de El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro. El hecho de que tanto Cuarón como del Toro sean mexicanos no es la única afinidad entre ambos films; de hecho existe una complicidad entre ambos realizadores, al punto de que Cuarón figura como uno de los productores de este Laberinto.
La historia se desarrolla en España poco después del fin de la Guerra Civil. Su protagonista es una niña al filo de la adolescencia, que llega al puesto militar fronterizo liderado por el Capitán (un siniestrísimo Sergi López), que es además el nuevo marido de su madre –y el padre del hermanastro que la mujer lleva en el vientre. Ya desde el mismo comienzo la narración se bifurca. Por un sendero va la historia “real”, que compete al sufrimiento de la niña bajo la égida dictatorial de su padrastro y al enfrentamiento de los nacionales con una banda republicana que resiste en los bosques. Y por la otra vía se mueve la historia “fantástica”, disparada por la aparición de un insecto-hada y de un fauno que revela a la niña que ella es en verdad la princesa de un reino encantado: para recuperar su condición original, deberá llevar a cabo diversas pruebas de las que es necesario que salga airosa.
Children of Men y El laberinto del fauno comparten su libertad narrativa: eligen hablar de males concretos y tangibles del mundo de hoy, pero lo hacen sin sentirse atadas en lo más mínimo a la tierra plana del realismo. Children opta por la ciencia ficción, es lo que suele llamarse una distopía, una suerte de anti-utopía; como en realidad los males imaginarios que plantea están separados de nuestros males por una delgada línea (que el relato sitúa en un futuro del que sólo nos distancia veinte años), Cuarón hace bien al quedarse lo más próximo posible a las estéticas del presente. El laberinto del fauno, en cambio, ocurre en el pasado, y sus divergencias con el realismo vienen de un pasado aun más remoto: hablo de elementos y figuras míticas como laberintos y faunos, raíces de mandrágora y monstruos consagrados a los sacrificios humanos.
A partir de allí empiezan a diferenciarse. Children emplea sus primeros minutos en convencernos de que ese mundo que cuenta es verosímil, y una vez triunfante en su cometido nos deja allí. En cambio El laberinto del fauno juega de manera constante con los dos mundos simultáneos que describe: cómo uno se funde con el otro, y cómo sus hechos se retroalimentan. Donde Cuarón sugiere que este es un mundo único que no ofrece escapatoria, del Toro apela a los espejos deformantes y pretende que existen muchas cosas que nuestros ojos no suelen ver y que nuestro entendimiento no acostumbra a considerar. La violencia fascista del mundo real no se ablanda al convivir con lo fantástico, muy por el contrario: la fantasía revela cuánto de nuestra historia real puede ser interpretado en clave de miedos atávicos y de arquetipos junguianos.
Es necesario elogiar a del Toro por la maestría con que maneja los efectos especiales: están tan bien hechos que entregarse a la fantasía no cuesta esfuerzo alguno. Pero el elogio mayor debería resaltar su talento como narrador a secas. El mundo en apariencia dicotómico que propone funciona a la perfección, y el combate único que describe (que para ponerlo en términos que me son afectos definiría como imaginación versus violencia) encuentra en este tono de cuento de hadas negro su mejor forma.
Me parece magnífico lo que estos dos tipos están haciendo: tanto Cuarón como del Toro hablan de sus más profundas obsesiones, pero para hacerlo optan por escapar de las convenciones del realismo, recurriendo en cambio a la imaginación desbordada tan característica de la América Latina, que arranca con el Popol Vuh y llega hasta Borges y (en una vena completamente distinta) García Márquez. Siempre creí que la mayor parte de las películas sobre la Guerra Civil y sus consecuencias se equivocaban al narrar de la manera seca y adusta que yo no podía menos que asociar con la estética franquista. (El espíritu de la colmena sería una de esas excepciones que me da la razón.) Déjenme pensar que Cuarón y del Toro están llevando esta característica nuestra al primer plano en el cine, y convirtiéndose, al hacerlo, en puntas de lanza de un movimiento que debería llevar a nuestros narradores (cineastas, escritores, dramaturgos) al sitio de preeminencia internacional que sin duda alguna merecen.