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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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¡Que viva el folletín! (Primera parte)

Con los ojos rojos a causa del maratón, terminé esta madrugada de ver de un tirón los seis capítulos iniciales de la tercera temporada de Lost. Si algo me reafirmó el grito de mis hijas al final, ese ¡no puede terminar así! que comunicaba la angustia de ver a los protagonistas pendientes de un hilo a la vez que las comprometía a regresar al televisor cuando la temporada se reinicie (lo hará en febrero en USA), fue el profundo efecto que el género folletinesco sigue teniendo sobre nosotros. Admitámoslo: somos adictos a los relatos seriados, gozamos y sufrimos a la vez sometiéndonos al esquema del continuará… Lo que lamento, desde mi condición de escritor, es que le hayamos cedido el truco a la televisión, y en menor medida al cine. Los escritores de hoy en día no hacen esas cosas. Conversando ayer con Marcela Basch, escritora por mérito propio, se me ocurría que –al menos en la Argentina- los narradores que pretenden ser tomados en serio están convencidos de que esa seriedad les será concedida en la medida en que se alejen lo más posible de los géneros. Creen que alejarse de las modalidades populares del relato los convierte en artistas por definición. Yo creo que por lo general los convierte en narradores aburridos y en cómplices del asesinato de la industria editorial argentina, pero en fin, de los escritores nacionales que te aburren hasta producirte electroencefalograma plano hablaré otro día. (Continuará...)

Hace muy poco, el periodista de Clarín Andrés Hax me preguntaba por el fenómeno de los blogs. Entre otras cosas, le dije que me parecía que todavía estábamos empezando a entrever las posibilidades del formato. Al menos a mí me llevó varios años dejar de usar el ordenador tan sólo como una máquina de escribir electrónica, para al fin animarme a explorar su vasta gama de posibilidades. Yo, al menos, le veo una enorme posibilidad a los blogs en el terreno de los relatos seriados, entre otros motivos porque permitirían la interacción con los lectores. ¿Qué otra cosa es la enorme comunidad que comenta por internet las vicisitudes de Lost, sino “lectores” que arriesgan interpretaciones y proponen caminos a los creadores? ¿Cuánto hubiese dado Dickens por un sistema semejante, que le permitiese corregir errores, aclarar malentendidos y medir la temperatura de su público?

Cuando Stephen King publicó The Green Mile en seis pequeños volúmenes (creo que salían a razón de uno por mes, si mal no recuerdo), yo fui uno de los millones que reservó su ejemplar religiosamente y pasó a buscarlo en la fecha indicada –¡ni un día después! Yo fui también uno entre los millones que miraban Lost semana a semana en la TV por cable –ahora han empezado a emitir la versión doblada por la TV abierta-, y de hecho, tal como confesé al principio, me he pasado al fin al bando de los que ya no pueden esperar la emisión por TV y se bajan los capítulos de internet. (Estos también son millones.) Por otro lado, me consta que visito regularmente este blog y otros tantos en lo que sin dudas constituye un hábito. ¿No acudirían ustedes con la misma regularidad si además de artículos, citas y misceláneas encontrasen una ficción hecha y derecha? ¿Lograré convencer al responsable de este blog, el señor Basilio Baltasar, de hacer el experimento? Y más aún: ¿podré persuadir a mi editorial de publicarlo en formato de libro al estilo Stephen King en The Green Mile? (Continuará…)

Me encantaría colaborar para que la literatura, que fue su cuna, repatriase el recurso del folletín. Todos aquellos que somos adictos al relato seriado que hoy sólo explota la TV (y las pelis en partes como Matrix y Kill Bill), sabemos que siempre hay lugar en nuestra alma para un suspenso más.

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12 de enero de 2007
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Suena funk en el cielo

La Navidad vino con un blues debajo del brazo. La muerte de James Brown me tomó desprevenido, yo creí que sería eterno, tan inhundible como su música. Supongo que él también lo creía. Acudir al dentista cuando más allá del dolor en la boca padecía una neumonía delata su convicción de ser invulnerable, alguien que no puede sufrir nada más grave que una caries. Hasta su despedida suena a hit potencial, tiene el título de esas baladas desgarradoras que colaba entre tanto funk, como It’s a Man’s Man’s Man’s World; según su amigo Charles Bobbit, que lo acompañaba en el hospital, Brown dijo I’m Going Away Tonight, o sea me voy esta noche; después respiró profundamente tres veces, esas bocanadas que formaban parte tan indivisible de su canto, y cerró los ojos para no volver a abrirlos.

Tuve la suerte de verlo en vivo dos veces hace pocos años, una de ellas fue en el Hard Rock Café de Buenos Aires, sonando a tan sólo un par de metros de mi azorado cuerpo. No podía creer que el viejo pudiese bailar y cantar con semejante energía. Pero al descubrirme envuelto por el sonido de la banda, con el corazón acelerado para sincronizar con el beat, y alentado por los gritos guturales de esa garganta prodigiosa, entendí que era al revés, que la energía no era de Brown sino de la música que existía más allá de su cuerpo y que Brown, el Aprendiz de Brujo, la había creado precisamente para cargar baterías cada vez que la interpretase; cuando estaba dentro de esa música su cuerpo no envejecía, por eso nunca dejó de cantar, mientras cantase sería eterno, a nadie debería extrañarle que haya comenzado a morirse el 23 de diciembre cuando abrió la boca para algo que no era cantar, desparramado sobre el sillón del dentista.

Jonathan Lethem, el autor de Motherless Brooklyn y The Fortress of Solitude, escribió hace meses en la Rolling Stone que en 1958 James Brown comenzó a visitar el futuro, y por ende a oír su música. De allí en más, al regresar a su tiempo físico Brown “parecía tratar de impartir una epifanía a la cual sólo él tenía acceso, una epifanía que tenía que ver con el ritmo y con sus posibilidades cinéticas inherentes pero que hasta ese momento nadie había descubierto en el R&B y la música soul que lo rodeaba”. Supongo que también podría decirse que Brown no viajó sólo hacia el futuro, sino también hacia el más remoto pasado, al momento en que un hombre oyó por primera vez el batir de un tambor y comprendió que el golpe resonaba en su cuerpo, que su cuerpo también podía ser un tambor. De algún modo Brown se deshizo de los oropeles de la música popular y se quedó con su esencia rítmica, en su banda no era la base ni la percusión la que producía ritmo sino todos los instrumentos en conjunto, Cold Sweat fue en 1967 el primer hit en estar compuesto sobre un único cambio de acordes, la piedra basal del funk. Podría decirse que decodificó el jazz, el rhythm & blues y el rock and roll del mismo modo que Godard decodificó el cine narrativo, con la ventaja de no producir arte experimental sino música primal: Brown es Godard que se puede bailar.

Todavía hoy, cuando escucho a James Brown me parece que todo lo demás suena antiguo. El consuelo que nos queda a aquellos que ya no recibiremos nueva música suya es el de saber que cuando lleguemos al cielo, el lugar va a ser mucho más funky de lo que era hasta ahora. Mientras tanto Dios aprenderá a bailar, lo cual es una buena noticia para todos los que estamos aquí abajo; un Dios que baila es un dios que no se aísla.

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11 de enero de 2007
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Un ingeniero de la luz

Descubrí la amable existencia de Francois Jousse gracias a un artículo de Elaine Sciolino en el New York Times. Jousse, cuya rotundez coronada por una barba entre rubia y gris le da un aire a Santa Claus joven, es desde 1981 el encargado de iluminar los edificios públicos de París, una capital a la que mantener el apodo de Ciudad Luz le cuesta 260.000 dólares diarios. Más allá del costo, cualquiera que haya visitado la noche de París sabrá que la elegancia con que sus edificios están iluminados constituye buena parte de su encanto.

A los 64 años, el ingeniero Jousse es responsable de la iluminación de trescientos monumentos, edificios oficiales, bulevares y hasta puentes de una ciudad erigida en torno a un río. En 1981 su oficio era prácticamente nuevo, pero hoy Jousse cuenta con la colaboración de treinta expertos en iluminación decorativa: gente que sabe cómo iluminar muros pero también objetos que se reflejan en el agua, vitreaux y gárgolas. Al comienzo Jousse recurrió a arquitectos e iluminadores teatrales, tanto en busca de consejo como de entrenamiento. Con el tiempo creó un laboratorio de investigación, donde él y su equipo experimentan con color e intensidades de la luz. El proyecto para rediseñar la luz de Notre-Dame le insumió más de dos millones de dólares y no pocas discusiones con las autoridades de la Iglesia católica, que protestaban ante lo que consideraban un intento de convertir el famoso templo en “una sucursal de Disneylandia”. Pero al fin Jousse se salió con la suya. El último tramo de su trabajo, la iluminación de la fachada sur de Notre-Dame, fue inaugurado a fines del último diciembre; ardo en deseo de ver cada detalle de esa maravilla arquitectónica resaltado -¡y recreado!- por el arte de Jousse.

Supongo que lo que más me gusta del trabajo de Jousse es la forma en que se parece a la labor de los que escribimos ficción. Así como Jousse debe iluminar edificios preexistentes, nosotros no inventamos nada: el mundo al que comentamos ya existía desde antes, al igual que el lenguaje que empleamos. No creo que Jousse considere que la preexistencia de los edificios es una limitación; supongo, por el contrario, que la toma como un desafío. Del mismo modo, entiendo que la tarea del escritor es crear la mejor iluminación posible para resaltar cada detalle del fenómeno de la vida: buscamos nuevas formas de iluminar lo eterno para no adormilarnos en la oscuridad, para reencontrarnos con la posibilidad de la maravilla, de lo inefable.

“Los secretos son simples”, dice Jousse. “Integrar la luz con sus alrededores. No molestar a los pájaros, a los insectos, a los vecinos, a los astrónomos”. Suena a perfecto consejo para un escritor. “Si el municipio me diese el dinero que necesito, le enseñaría a la gente sobre la belleza de la luz”. Esto también suena a deseo propio de un escritor. Jousse concluye diciendo: “¡Me han bendecido con el más espléndido de los trabajos!” También a mí, querido Jousse; también a mí.

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10 de enero de 2007
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El increíble cine menguante

Días atrás volví a ver El graduado. Esta película de Mike Nichols es de aquellas que se aprecian más a medida que uno crece. Ya me había ocurrido hace algunos años, cuando vi por segunda vez Último tango en París: esa visión repetida fue mejor que la original, porque el tiempo había jugado en su favor. La historia del Paul interpretado por Brando es una cosa cuando uno la recibe a los 18 años, y otra muy distinta cuando uno ha llegado a la edad del personaje; hay angustias que nos parecen puro artificio a los veinte años, pero que a los cuarenta suenan a cosa de todos los días.

Esta vez, además del guión de Calder Willingham y Buck Henry (que además está graciosísimo en el papel de conserje del hotel), de las actuaciones de Dustin Hoffman y Anne Bancroft y de la música de Simon & Garfunkel, me alucinó la puesta de Nichols y su sagaz uso del formato scope. Supongo que en buena medida sentí la diferencia entre lo que era habitual en aquel cine estadounidense de fines de los ‘60 y comienzos de los ’70 –la inteligencia feroz, su iconoclastia, la forma en que reinventaba el medio en cada película- y el promedio del cine hollywoodense de hoy. Ayer nomás conversaba con Marcelo Piñeyro sobre Little Children, de Todd Fields, una peli americana de esas que hoy pasan por adultas y hasta controversiales. A mí Little Children me gustó bastante (a Piñeyro bastante menos), pero confieso que mi apreciación tiene mucho que ver con el hecho de que los standards con que juzgo al cine estadounidense de estos tiempos se parecen a los que uso cuando juzgo al dinosaurio Barney: esto es, con una pretensión cercana a cero. Si cada vez que me siento en el cine para ver una peli made in USA lo hiciese con la esperanza que esté en el nivel de Taxi Driver, Five Easy Pieces o El padrino, mi vida sería mucho más triste de lo que es.

Supongo que en aquellas décadas los estadounidenses estaban muy dispuestos a verse en el espejo sin anteojeras, y a confrontar el espacio –o en algunos casos, el abismo- que separaba sus ideales y sus discursos de la práctica cotidiana. Esa voluntad ha desaparecido casi por completo del cine, y mucho antes de que el atentado del 11 de septiembre les brindase excusas para atrincherarse entre sus peores prejuicios. El cine de Hollywood de hoy es, parafraseando aquel relato de Richard Matheson, el increíble cine menguante: cada vez es más pequeño y no puede evitar seguir decreciendo, es cine pensado para gente con escasa o nula capacidad crítica. Imagino que alguno sonreirá al interpretar esto que digo como un palazo a los Estados Unidos (que, dicho sea de paso, se han convertido en el increíble país menguante por motivos bastante más serios que la decadencia de su cine), pero en todo caso lo que me interesa del asunto es la forma en que nos interpela a nosotros, los que hablamos en español. Porque los que hablan en inglés están menguando por mérito propio, pero nosotros todavía no hemos crecido en la misma medida. Tenemos grandes artistas, pero estamos lejos de producir constantemente películas como El graduado. Y eso debería mosquearnos, porque los dueños del imperio nos están dejando el campo libre (en lo creativo, ya que no en lo industrial) y nosotros no estamos aprovechando la oportunidad tal como podríamos.

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9 de enero de 2007
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Como siempre, conspirando

En estos días iniciales del año uno hace lo imposible por no alentar ningún pensamiento que sea menos burbujeante que una copa de champagne, pero la realidad se las arregla para encarajinarnos el brindis. El homicidio de Saddam Hussein, por ejemplo, me inspiró vergüenza de pertenecer al género humano. No puedo evitar sentir el más profundo rechazo por la pena de muerte. La sola idea de una persona perdiendo la vida a mano de otras sin poder resistirse, hace que sienta piedad por esa víctima, más allá del calibre de sus propios crímenes. Yo no quiero a los genocidas Videla y Massera asesinados, los quiero juzgados y condenados por sus obras a una pena máxima que nunca debe ser mayor ni más cruel que la cadena perpetua. Se trata de hacer justicia con aquellos que han cometido faltas inexcusables, pero sin perder el alma en el proceso -ni convertirnos en el camino en aquello que rechazamos.

En las últimas horas de 2006 los argentinos nos vimos conmovidos por la desaparición de un hombre del que hasta entonces nada sabíamos, pero que en un abrir y cerrar de ojos pasó a ser el destinatario de todos nuestros rezos: el albañil Luis Gerez, que ya había declarado en juicios contra represores y se disponía a hacerlo nuevamente en el futuro inmediato, fue secuestrado por un grupo de hombres en el barrio de Escobar que fue siempre su patria chica. Su desaparición se volvía aún más escandalosa en la huella de su triste antecesor, Jorge Julio López, otro testigo de juicios contra represores de cuyo paradero sigue sin haber noticias. (A esta altura, creo que nadie sino los inconscientes y los optimistas irredentos conserva la esperanza de hallarlo con vida.)

En esta ocasión el Gobierno -tanto el nacional como el de la provincia de Buenos Aires, cuna de Escobar- se movió con premura, y en plena conciencia de la seriedad del asunto. El presidente Kirchner se comunicó con los ciudadanos por cadena nacional, un recurso que casi nunca había usado hasta ahora, para transmitir un mensaje con el que todos los argentinos de buena fe coincidimos: dijo que no existe Nación sin justicia, y que todo intento de obstaculizar esta justicia iba a encontrar la más cerril oposición no sólo del Gobierno formal, sino también de todos nosotros, los hombres y mujeres de a pie. Con la mayor de las claridades, Kirchner dijo lo que queríamos oír: que no existe el más mínimo margen para ningún tipo de amnistía para aquellos que han cometidos crímenes de lesa humanidad.

Gerez apareció a las pocas horas, golpeado, torturado y en estado de shock. Pero el feliz desenlace de este episodio no disipó las nubes que configuran nuestro cielo cotidiano. A casi diez días de su resurgimiento, seguimos sin saber nada sobre los responsables del hecho, lo cual refriega en nuestras narices algo que no por conocido deja de oler mal: el hecho de que estamos en manos de fuerzas policiales y servicios de inteligencia que cobijan a alguna gente de la que deberíamos protegernos, y que a su vez, por deliberación o por inoperancia, terminan encubriendo a aquellos que atentan contra el imperio de la ley. Y esto sin hablar de los militares y ex militares. En su artículo de ayer en Página 12, Horacio Verbitsky resaltaba el hecho de que los únicos juzgados y condenados en los últimos tiempos por crímenes durante la dictadura son hombres de la Policía, pero nunca militares. "Es difícil -sostiene- creer que ello ocurra por casualidad".

El otro hedor del caso Gerez se desprende de la utilización política del hecho. Todas las sospechas apuntan a Luis Patti, otro ex policía sobre el que pesan media docena de causas por secuestro, homicidio y apremios ilegales. (Gerez fue uno de sus torturados, y ya declaró en su contra en una causa.) Pero más allá de la responsabilidad presunta de Patti, la forma en que este asunto se está utilizando para impedir que el ex represor pierda todo su poder político en el partido de Escobar resulta casi tan asqueante como el caso policial, y reveladora del indigno estado de la política republicana. El país todo, pero en especial la provincia de Buenos Aires -que concentra el 40% del padrón electoral-, se maneja con prácticas políticas dignas de la Chicago de Al Capone, y el gobierno no termina de encontrar la forma de acabar con esta cultura, por el contrario, parece resignado a considerar la consagración de los menos malos como un triunfo soberano. Qué quieren que les diga, a mí la política del posibilismo me sigue revolviendo las tripas. Yo soy de los que sigue pensando que hay que pedir lo imposible, y ofrecer los brazos para colaborar con la construcción.

El mundo 2007 arrancó como la digna prolongación del mundo 2006. Pero yo sigo conspirando para que el tren cambie de vías, y me consta que estoy muy lejos de ser el único.

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8 de enero de 2007
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El pedido de un romántico incurable

Me gustan todos los géneros cinematográficos, pero siento especial debilidad por la comedia romántica. ¿O acaso no tiene todo lo que hay que tener para que la magia del cine funcione en todo su esplendor de technicolor, Dolby Sistem y popcorn a manos llenas? Personajes contrariados por el destino, música que se mete debajo de la piel, humor a raudales, puertas que se abren y se cierran propiciando desencuentros, ciudades maravillosas como telón de fondo, lo ridículo y lo sublime de la existencia humana en perfecta coexistencia y sobre el final, estrellas que se avienen a formar línea para que todo se resuelva como debe y uno salga del cine danzando por los pasillos, en tímida emulación de Fred Astaire o de Gene Kelly. Lo cual torna más grave el hecho de que hace mucho tiempo, ¡demasiado!, que no veo una comedia romántica como la gente.

Las figuras habituales del género no brillan desde hace tiempo. Julia Roberts no hizo una película que valga ser revisitada desde My Best Friend’s Wedding y, en menor medida, Notting Hill. Lo mismo corre para Tom Hanks. (The Terminal no califica como comedia romántica; qué va, si apenas califica como buena película.) Sandra Bullock, Reese Witherspoon y Meg Ryan son culpables del mismo pecado. Hugh Grant se dedica ahora a reírse de sí mismo. (About a Boy no estaba mal, en buena medida gracias a la novela de Nick Hornby.) John Cusack, uno de mis favoritos, viene errando el disparo de manera fiera con engendros como America’s Sweethearts y Must Love Dogs. Tom Cruise no reincidió desde el batacazo de Jerry Maguire, una de mis favoritas de todos los tiempos. Si hasta los directores con buena mano para el género, como Cameron Crowe (Say Anything, Jerry Maguire, Almost Famous), parecen haber perdido la brújula en medio de una tormenta: su última película, Elizabethtown, fue un verdadero despropósito.

Las únicas comedias románticas que funcionaron bien en los últimos tiempos son las más raras del lote, quizás por su misma extrañeza. Películas como Punch-Drunk Love, de Paul Thomas Anderson, una comedia romántica sobre gente que no puede comunicarse; o Secretary, de Steven Shainberg, que convierte el romance entre un sádico y una masoquista en una farsa deliciosa. Pero la que se lleva la corona es para mí Eternal Sunshine of the Spotless Mind, la peli de Gondry con guión de Charlie Kaufman. Aunque quepa discutir si encaja o no a la perfección dentro del género, considero que más allá de sus excentricidades (empezando por la decisión de poner a Jim Carrey en el papel serio y a Kate Winslet en el papel desaforado) tiene todo lo que yo espero de las comedias románticas: el desencuentro, la música, los personajes adorables a pesar de sus defectos, un humor seco pero efectivo, la mezcla adecuada de lo patético y de lo sublime y, last but not least, lo que uno reclama siempre de las buenas comedias románticas, a saber, que nos convenzan de que el amor es posible sin insultar nuestra inteligencia –ni desmentir nuestra experiencia- en el proceso.

Queda manifestado por escrito, pues, mi pedido a los cineastas de este mundo para que hagan un esfuerzo extra y nos proporcionen cuanto antes una dosis de buena comedia romántica. Somos muchos los que no podemos parar de enamorarnos y que ya hemos empezado a sentir los dolores propios de la abstinencia.

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5 de enero de 2007
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El retorno de Custer

La buena noticia es que HBO compró los derechos de Preacher y que está preparando una versión para la TV, con el formato de serie de una hora que tan bien le sentó a Los Soprano y a Six Feet Under. La mala noticia es que el guionista sería Mark Steven Johnson, entre cuyos créditos figura la blanda e inofensiva adaptación al cine de la historieta Daredevil, y que el director sería Howard Deutch, director de películas ñoñas como Grumpier Old Men –que Johnson, dicho sea de paso, también escribió. Si bien es verdad que HBO suele producir material riesgoso sin banalizarlo, entregarle Preacher a esta gente es como pedirle a Walt Disney que adapte las novelas de Henry Miller.

  Escrita por Garth Ennis y dibujada por Steve Dillon, Preacher cuenta la historia de un predicador llamado Jesse Custer que, en pleno proceso de pérdida de su fe, se encuentra con una entidad mitad angélica y mitad demónica llamada Génesis. De ese topetazo Custer sale fortalecido con extraños poderes, y con una convicción: la de atravesar los Estados Unidos en busca de Dios, que a todas luces ha desertado de sus deberes, y acusarlo de negligencia criminal. Custer no está solo en el camino: lo acompañan dos singulares personajes: por un lado Tulip, su ex amante, tan diestra en la cama como con un arma en la mano y, por el otro, Cassidy, un irlandés borracho y drogadicto que, dicho sea de paso, también es un vampiro. El trío marcha detrás del rastro del Dios desaparecido, y es perseguido a su vez por un policía ignorante y sanguinario y por un cowboy espectral que mata a todos a su paso. Preacher es violentísima e iconoclasta, y no deja títere con cabeza en materia religiosa, mientras retrata a los Estados Unidos como una sociedad devastada por los prejuicios y por la injusticia. (¡Y eso que fue escrita a mediados de los 90!) La historieta recurre además de manera constante a un humor negrísimo; resulta difícil creer que un material como Preacher pueda ser adaptado de manera fiel por señores cuya especialidad son las películas con Walter Matthau haciendo de viejito calentón.

Lamento que Kevin Smith no haya logrado llevarla al cine, tal como estaba planeado. Smith siempre fue fan de Preacher, y además demostró en Dogma que podía manejar perfectamente la insólita mezcla de elementos sobrenaturales, violencia y humor negro. Pero en fin, habrá que confiar en HBO. Aun cuando coincidamos con Jesse Custer en que Dios abandonó su puesto y merece ser juzgado, hay que otorgarle el beneficio de la duda; el sujeto siempre se ha comportado de forma extraña, y sus caminos siguen siendo insondables.

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4 de enero de 2007
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Un antidepresivo harto eficaz

Algunas músicas tienen el poder de transportarnos al tiempo original en que nos encantaron: canciones como perfectas máquinas del tiempo. Otras, sin embargo, tienen la habilidad de acompañarnos en cada etapa de la vida, comentando las nuevas vicisitudes de la (también) nueva edad. La mayoría de los que crecimos adorando el canon beatlesco en su conjunto no tuvimos oportunidad de apreciarlo en su momento, pero con el correr de los años aprendimos a discriminar, y comprendimos que existían canciones beatles para cada edad y cada etapa de la vida. Hay canciones beatles infantiles, canciones beatles juveniles (las producidas entre el 62 y el 66, en su mayoría), canciones beatles que sugieren los tembladerales propios de la madurez inminente (en medio de la ebullición pop de Help! aparecen algunas de esas canciones, empezando por la del título del álbum), y canciones beatles adultas, que consecuentemente hablan de las cosas que nos competen a los adultos: el dolor de la pérdida, la dimensión política del mundo, las dificultades del amor –y por supuesto, el mundo infantil que nos gustaría recuperar.

Uno que siempre escribió canciones que se convertían al instante en banda sonora de mi vida fue Lloyd Cole, de quien ya hablé aquí alguna vez. Su nuevo disco, Antidepressant, no hace más que confirmarme su vigencia como compañero de ruta. Así como a los veintipico representaba la inconsciencia propia de aquella edad, durante la cual uno se especializaba en sucumbir a cada tentación sin oponer resistencia  (Jennifer She Said cuenta de un joven que se tatúa el nombre de una amada fugaz sobre la piel, para empezar a arrepentirse a los cinco minutos de las consecuencias permanentes de su gesto), a los cuarenta y pico Cole sigue hablando de aquellas cosas –y de aquellos dilemas- que se le presentan a diario a un hombre maduro, o al menos con la ilusión de estar en camino de serlo. Uno “ya no está enojado, ya no es joven, y ya no se distrae tan fácilmente –ni siquiera a causa de Scarlett Johansson”. La canción Woman in a Bar cuenta precisamente lo que ocurre a esta altura de la vida, cuando uno se cruza con una de esas mujeres que en algún momento lo hubiesen hecho levitar: ya sabemos que “algunas partes móviles necesitarían ser reemplazadas / y que aunque el motor todavía arranca / nunca lo hace antes del martes”.

Las canciones de Cole siguen funcionando a base de melodías delicadas, ritmos mid tempo y perfectos relatos breves, narraciones que operan como cuentos de punzante capacidad de observación e imprescindible sentido del humor –que por lo general funciona de manera autodeprecatoria. (El estribillo de la canción que da nombre al álbum repite, con deliciosa ironía: “Con mi medicación voy a estar bien”, mientras narra el comienzo de un romance entre dos víctimas de la depresión que se juntan para ver Six Feet Under y al fin, hablar, si todo va bien, de la condición que los aqueja.) Cuando se pone serio, Cole es capaz de escribir –ya lo ha hecho una y otra vez, mejorando con el tiempo como el buen vino- la canción más adecuada para un corazón roto. “Cuando te fuiste pensé que era libre. ¿Cuán equivocado puede estar uno?”, canta en How Wrong Can You Be? El tema que cierra el disco, Rolodex Incident, es conciso y brillante como una joya –y corta con la misma impiedad. El narrador tropieza con el Rolodex de su pareja, que abandonó el hogar poco tiempo atrás. Al revisarlo encuentra un manuscrito en el que ella había escrito En caso de pérdida, después de lo cual añadía su dirección. “Así que aquí estamos / Salvo que tú ya no vives aquí / Y creo que me voy a ir / Creo que estoy cerca de decidir irme / Y sin embargo / Recuerdo que todo lo que pedí / Fue tan sólo un poco de tranquilidad, por favor”.

Los corazones maduros no se rompen, se deshilachan. Y con los hilos resultantes tratamos de tejer algo que nos proteja en los inviernos por venir.

Me pregunto qué canciones escribirá Cole dentro de cinco, diez años. Me pregunto dónde estaré en cinco, diez años.

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3 de enero de 2007
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La inevitabilidad del cambio

¿Creen ustedes en las resoluciones de Año Nuevo? ¿Son de los que se plantean objetivos claros y definidos para el ciclo que (re)comienza? (Debo confesarlo, al niño que hay en mí este año terminado en 007 le parece cool.) Aunque la mayor parte de las resoluciones queden en nada, es bueno que existan en un mundo cuyo discurso único tiende a sugerirnos que todo cambio es una ilusión. A los que mandan y ejercen el poder les gusta decir que el hombre no cambiará nunca, que es esclavo de sí mismo, eternamente fiel a la peor de sus versiones. A los que ejercen el poder y se benefician de sus prebendas les encanta decir que gastar energía en intentar un cambio es inútil, el más vano de los afanes. ¿O acaso no es esta idea la que cruza por el fondo de nuestra mente cada vez que atendemos a las noticias y descubrimos una nueva guerra, una nueva enfermedad, un nuevo crimen pasional?

Sepan disculpar, pero yo soy de los que creen que el cambio no solo es posible, sino la clave misma de nuestra existencia. Y no lo digo tan sólo desde un plano filosófico, aquel viejo asunto del que nadie se baña dos veces en el mismo río y cosas por el estilo. Me refiero ante todo a nuestra naturaleza, de la cual cuerpo y psique constituyen instancias complementarias. El tiempo que pasamos en el vientre de nuestras madres no es solo tiempo de crecimiento físico, de aumento en tamaño, sino básicamente de transformación: de simple entidad pluricelular pasamos a ser peces, de peces pasamos a ser anfibios, de anfibios pasamos a ser mamíferos terrestres, resumiendo la totalidad de la trayectoria de la vida en tan solo nueve meses. Una vez convertidos en seres independientes simulamos ser fieles con sus más y sus menos a una misma identidad, pero no hay segundo en que nuestro organismo no deje de cambiar: perdemos piel y moléculas, efectuamos diarias adaptaciones a nuestro medio ambiente; nuestro cuerpo está tan preparado de fábrica para el cambio que en caso de accidente es capaz de producir ajustes extremos, desechando partes enteras de nuestro cerebro y reconfigurando otras para que desempeñen tareas que hasta entonces no llevaban a cabo.

Si el cambio nos resulta esencial, si en buena medida somos el cambio, tratar de negarlo, ignorarlo o ponerle freno sólo puede resultar en catástrofe. Los predicadores del eterno retorno de lo peor saben lo que hacen cuando nos enfrentan a la realidad del mundo, e incluso apelan a nuestra propia experiencia vital: todos sabemos cuánto cuesta cambiar, y la decepción que sentimos incluso cuando creemos haber cambiado y alguna circunstancia nos revela que el viejo yo sigue viviendo allí, al acecho, esperando su oportunidad de salir nuevamente a la luz. Lo que yo digo es que debemos estar preparados para estas regurgitaciones porque son parte de las características del proceso. El cambio verdadero siempre es lento y trabajoso. ¿O se creen que la transformación de un pez en anfibio se verificó en el transcurso de una generación? Hay que tener paciencia, es preciso perseverar. Y en la hora de duda, revisar el camino andado. Aunque es difícil y las recaídas son constantes, ¿no les consta a ustedes que hay cosas que han cambiado para bien con el correr de los años, tanto en el mundo como en sus propias vidas?  Yo sé que en esencia sigo siendo el mismo, pero también sé que hay errores que no volveré a cometer y debilidades que no volverán a meterme zancadillas. Quizás no sea mucho, pero es algo. Mientras tanto, elijo creer que me he sumado voluntariamente a los ejemplares de la especie que están dispuestos y abiertos al cambio, que formo parte de aquellos peces que curiosean a diario en la orilla, preguntándose que habrá más allá del límite de las aguas. Somos producto de una infinita cadena de transformaciones y no deberíamos tratar de cortar la cadena allí donde estamos, sino más bien tratar de prolongarla, tal como la dinámica de la vida nos pide. Ya vendrán más y mejores eslabones, si cumplimos con nuestra tarea de facilitadores.

Así que a desear cambios y acometerlos sin complejo alguno. Nada cambiará en el futuro si no hacemos hoy los movimientos que preparen el camino de ese cambio.

Feliz 2007 para todos. Como diría Luis Alberto Spinetta, mañana es mejor.

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2 de enero de 2007
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Dame MASH

Durante la melancolía inducida por la muerte de Robert Altman, no resistí la tentación de volver a ver MASH. Original de 1970, MASH fue su primer éxito. En aquel entonces Altman era un director en zona de riesgo, habiendo dirigido tan sólo un par de largometrajes que no obtuvieron mayor repercusión y algunos episodios de series televisivas, desde Alfred Hitchcock Presents hasta Maverick. A esa altura ya se había peleado con el mítico Jack Warner y corría el riesgo de permanecer para siempre en los márgenes, luchando contra la oscuridad que amenazaba devorarlo. Cuando le llegó el guión de MASH, fue porque muchos otros directores lo habían rechazado: el material era en verdad risqué, una comedia negra que transcurría durante la guerra de Corea y que mostraba a los médicos de un batallón especializado actuando con disparatada irresponsabilidad y perfecto desprecio por la guerra en general y por las convenciones militares en particular. Imagino que la reacción de Altman ante el guión habrá sido ambigua; debe haber percibido su potencial, y al mismo tiempo deber haber temido que se convirtiese en el último clavo en la tapa de su ataúd. Filmar MASH en su circunstancia equivalía a disponerse a matar o morir. Es obvio que actuó con coraje –o bien con la temeridad de sus mismos personajes.

Vista hoy, MASH sigue siendo una película revulsiva. Lo es en sus formas: por la carencia de un plot definido, por su elección de planos distanciados y edición mínima, que lejos de subrayar los puntos dramáticos obliga al espectador a efectuar sus propios cortes –a elegir su parte favorita de la acción- en el interior de su propia cabeza. (Supongo que se trata de una consecuencia del modus operandi de Altman: dado que impulsaba a sus actores a improvisar, no podía saber cuándo ocurriría algo estupendo –y por eso no podía registrarlo con un primer plano previsor.) También es revulsiva su mirada: aunque nunca dejan de cumplir con su obligación en el quirófano, una vez que salen de allí Hawkeye Pierce (Donald Sutherland) y Trapper John (Elliott Gould) se dedican a demoler cuanta institución se les cruza por delante. Se permiten reír en plena guerra, se mofan de la religión, se cagan en los escalafones y destruyen con brío cada uno de los pilares sobre los que se asienta la vida militar.

MASH sigue siendo un film interesante, que refuerza mi sensación de que los 70 fueron la última gran década del cine estadounidense. El tiempo construyó su propia ironía sobre aquel relato: hoy el cirujano beato y calenturiento que intepretaba Robert Duvall, que salía de la película en camisa de fuerza, podría ser presidente de los Estados Unidos, con Hot Lips O’Houlihan (Sally Kellerman) como Primera Dama. Hoy Donald Sutherland es ante todo el padre de Kiefer, la estrella de la serie 24, y Elliott Gould no es para las nuevas generaciones sino “el padre de Ross y Mónica” en la serie Friends.

Parafraseando el título de una película de Stanley Kramer: It’s a Mash, Mash, Mash, Mash world.

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29 de diciembre de 2006
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El Boomeran(g)
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