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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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La noche del cometa

Yo vi un cometa. Fue hace una semana, el sábado por la noche para ser preciso. Había leído por allí que iba a ser posible divisarlo en el cielo durante un par de días, pero no me molesté en retener los datos: no sabía ni siquiera su nombre.

El sábado por la noche la casa que alquilo en Pilar estaba llena de gente. Celebrábamos el cumpleaños del tío de mi mujer; además de su familia estaba buena parte de la mía, mi padre, mi hermana y mi cuñado, mis sobrinos. Tratando de hacer lugar en mi vientre para el asado que se avecinaba, salí a correr por el barrio. Acababa de salir, apenas, cuando me crucé con un grupo de niños que miraban el cielo mientras proferían palabras de asombro; señalaban un punto en lo alto y a mis espaldas. Sin detenerme, recordé la historia del cometa. Entonces giré y lo vi, allí donde lo habían anticipado los niños. Era una estela enorme, como si alguien hubiese desplegado en el cielo una tela de gasa de miles de kilómetros de largo, un jirón de color tornasolado. Nunca había visto nada igual. Como uno nunca sabe muy bien qué hacer en presencia de lo maravilloso, decidí seguir corriendo. En cada esquina volvía a mirar al cielo para asegurarme de que seguía allí, se lo diría a mi gente apenas regresase. Y en efecto allí estaba: el cometa seguía serpeando en el firmamento mientras yo trotaba rumbo a casa.

Apenas entré, les pregunté si lo habían visto. Dijeron que no, en mi ausencia habían estado tomando un aperitivo, quedaban trozos de queso encima de la mesa. Traté de indicarles dónde lo había visto, nos apartamos de la casa un centenar de metros, pero fue en vano. No había rastros del paso del cometa. Me sentí frustrado. La maravilla perdía su gracia en la imposibilidad de compartirla. Si hubiese leído bien los diarios me habría enterado de su fugacidad; había seguido trotando como un bobo en presencia de lo inefable, ¡debí haber regresado a casa de inmediato!

A veces pienso que esa es la razón por la cual algunos escribimos. Nuestras cabezas imaginan a diario gente fantástica y hechos extraordinarios. (Como un cometa, sin ir más lejos.) Pero la experiencia ya nos enseñó que hay cosas más importantes que seguir en carrera. Escribir es detenerse, regresar a casa y reunirse con la gente, porque –lo sabemos- nuestras ocurrencias sólo tienen sentido cuando las compartimos; cuando el cometa se vuelve para los demás tan real como lo es para nosotros.

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26 de enero de 2007
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Un hombre responsable

La película Breaking and Entering, de Anthony Minghella, que aquí en la Argentina se estrenó bajo el prosaico título de Violación de domicilio, encendió mi alma con sus mejores luces. Es una película bella, simple en apariencia pero compleja en trama y en resonancias, que está entre lo mejor que Minghella haya hecho. (Yo que soy fan de The English Patient, me atrevería a pensar que está casi a su altura y sin necesidad de recurrir a los grandes gestos propios del romanticismo que constituían la marca, y para muchos la condena, de aquella película.)

Breaking and Entering cuenta la historia de un hombre bueno. Pero no de un bueno parecido al héroe habitual de las películas, enfrentado a algún riesgo a pesar de su inocencia o por el hecho de haber cometido un desliz del cual debe redimirse. Este Will Francis (Jude Law) es un hombre bueno de verdad, quiero decir alguien falible y lleno de defectos de los que es consciente pero que no se escuda en ellos para dejar de formularse a diario la célebre pregunta del Evangelista: “¿Qué debo hacer?”  Frente a cada hecho de mi vida, frente a cada elección que el destino me pone delante, ¿qué debo hacer para producir el mayor bien posible y no perder mi alma en el proceso? Hasta el nombre elegido por Minghella para su personaje sugiere esta actitud que le es tan propia y esencial: con el simple agregado de unos puntos suspensivos y de un signo de interrogación, Will Francis se convierte en Will Francis…?, lo que en inglés significa ¿Lo hará Francis, será Francis…? Este personaje se plantea el dilema moral a diario, porque sabe que a cada paso lo acecha la posibilidad de errar, de fallar, de hacer y de hacerse daño.

Francis es un arquitecto londinense, que vive desde hace diez años con una mujer, Liv (la siempre fascinante Robin Wright Penn), que es madre de una hija con problemas en la órbita del autismo. Sus vidas son demandantes, porque la niña no duerme de noche y está siempre en zona de riesgo. Will siente la presión pero no se queja, lo que lo desvela a él es en todo caso el hecho de que las necesidades de la niña fuerzan a su madre a vincularse con ella en un círculo excluyente, en el que no sólo Will no logra entrar sino que además consume toda la afectividad de su mujer. En medio de esa crisis, Will descubre que un adolescente es el responsable de los sucesivos robos que ha padecido su estudio, y al seguirlo entiende que se trata de un inmigrante de Sarajevo, hijo de una mujer, Amira (Juliette Binoche, veterana como Law de los films de Minghella), que trata de mantenerlo trabajando en doble turno como costurera y como camarera en un bingo. En vez de denunciar al chico, Francis hace a un lado la existencia del robo y desarrolla una obsesión con su madre, con la que inicia una relación amorosa a escondidas.

En simultáneo, Minghella hila en torno de Francis una serie de historias o viñetas que conciernen a los personajes secundarios: el socio de Will, la chica de la limpieza, la prostituta que ronda el estudio por las noches (una criatura formidable en manos de la actriz Vera Farmiga), pero no lo hace a la manera de Iñárritu en Babel, donde hechos que los personajes no pueden controlar terminan influyendo sobre destinos ajenos. Yo creo que el esquema de Babel es fatalista, porque nos cuenta que no hay nada que podamos hacer para cambiar las cosas: el japonés no puede controlar lo que se hará con el rifle de caza del que se ha desprendido, los estadounidenses no pueden controlar lo que ocurre con sus hijos, todos estamos a merced de este efecto mariposa ante el que no nos queda otra que resignarnos. En cambio en Breaking & Entering los destinos se entrecruzan pero no existe fatalismo: todo lo que hacemos con nuestro prójimo y todo lo que nuestro prójimo hace con nosotros es el resultado de una elección por la cual, siendo adultos, deberíamos estar en condiciones de responder aun cuando nos hayamos equivocado.

Esa conciencia, un músculo entrenado por la pregunta diaria sobre lo que debemos hacer, hace que Will no pierda de vista el juego de espejos en el que se ha embarcado: se aparta momentáneamente de una mujer con una hija en problemas para involucrarse con una mujer con un hijo en problemas, lo que está buscando no es tanto una instancia superadora sino la posibilidad de sentir que puede relacionarse con Amira a pesar del lazo-círculo que existe entre ella y su hijo –y de descubrir, finalmente, que puede hacer algo positivo por ellos. Y al comprenderlo invierte su nombre para que deje de ser una pregunta, Francis will, Francis lo hace, asume sus problemas y sus errores, da la cara y se expone para tratar de hacer el bien.

A diferencia de la mayoría de los films que nos llegan hablados en inglés, Breaking and Entering está protagonizado no por un adulto que en realidad es un adolescente disfrazado sino por un adulto con todas las letras, la clase de ser que lamentablemente escasea no sólo en el cine, sino también en la vida: un hombre responsable.

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25 de enero de 2007
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La fiebre del Oscar

Como cuadra a un fan del cine, estuve atento minuto a minuto a las nominaciones del Oscar. Me dieron algunas alegrías, claro: la elección de Penélope Cruz, que hizo el mejor papel de su carrera en Volver. La selección en la misma categoría de mi idolatrada Helen Mirren. La inclusión de Little Miss Sunshine en el podio de las mejores películas. Para mí, qué quieren que les diga, es superior a The Departed y a The Queen. Y si me apuran, diría que es más redonda, y por ende más lograda, que Babel. De cualquier forma, lo que queda claro es que el nivel general de las seleccionadas es más bien bajo, en especial porque no había grandes opciones dentro del cine producido en inglés. (Es una lástima que no hayan nominado a Children of Men, de Alfonso Cuarón, en las categorías mayores más allá del guión adaptado: para mí es infinitamente superior a The Departed, por ejemplo.) La única que no he visto del grupo de las nominadas es Letters from Iwo Jima, de Clint Eastwood, pero me consta que ninguna de las otras está a la altura de un clásico.

Entre los actores hay dos caras populares –las de Leo Di Caprio y Will Smith, que debería haber ganado cuando hizo Ali- y tres que provienen de películas marginales al gran sistema: el gran Peter O’Toole por Venus (¿se acuerdan cuando los votantes de la Academia debían votar por películas como Lawrence de Arabia?), Forest Whitaker por su interpretación de Idi Amin en The Last King of Scotland y Ryan Gosling por Half Nelson; este chico es buenísimo, y aunque no sea en esta ocasión ha venido a este mundo con la palabra Oscar grabada en su frente.

El grupo de las mujeres se presenta bien difícil. Además de Penélope y de la insuperable Mirren está Judi Dench, otro monstruo, Meryl Streep –lo mismo, aunque esta vez por un delicioso papel de comedia en The Devil Wears Prada- y Kate Winslet, magnífica en Little Children. Me temo que Mirren va a volver a arrasar como en los Golden Globe: este es su año, sin duda alguna.

Me gusta que hayan nominado a Alan Arkin, por su papel del abuelo drogadicto de Little Miss Sunshine. Aunque supongo que el Oscar al mejor actor de reparto se lo van a dar a Eddie Murphy por Dreamgirls, aunque más no sea porque en Hollywood aman las historias de regresos con gloria. Entre las actrices de reparto está muy bien que hayan seleccionado tanto a Adriana Barraza como a Rinko Kikuchi, por Babel: sus actuaciones elevan la película por encima de su propio nivel. Y también me parece justo que hayan elegido a Abigail Breslin, la nenita de Little Miss Sunshine: esa pequeña es increíble. (Su última escena con Alan Arkin es una lección de actuación.) Pero imagino que aquí también le darán el Oscar a alguien de Dreamgirls, Jennifer Hudson, porque la película cuenta cómo su talento mayúsculo como cantante es eclipsado por la belleza de Beyonce Knowles, y en Hollywood aman la noción de hacer justicia con alguien que sufrió en una película –aunque tan sólo estuviese actuando. (Con los años, uno casi puede oír pensar a los miembros de la Academia.)

Y en lo que hace al director… Eastwood ya lo recibió. Frears ha hecho cosas mejores que The Queen. Paul Greenglass no lo ganará por United 93. Iñárritu es demasiado joven, lo cual implica que tiene mucho tiempo por delante. Así que se lo darán por fin a Scorsese, que nunca recibió una estatuilla por sus grandes películas y terminará ligándola por uno de sus títulos menores. Un amigo se preguntaba ayer por qué Scorsese sigue filmando, en vez de optar, por ejemplo, por el camino de la dignidad que emprendió Coppola con su retiro efectivo. Esta es la respuesta: Scorsese sigue filmando para que alguna vez le entreguen un maldito Oscar.

La alegría que espero recibir la noche de la entrega es muy simple: el Oscar para El laberinto del fauno como mejor película extranjera.

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24 de enero de 2007
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Te digo que no, y es no

Uno de los rasgos que distingue a los humanos del resto de los seres vivos es su capacidad de negación. Un antílope nunca niega, a lo sumo ignora y paga las consecuencias; pero los humanos solemos intuir que existe una realidad que nos disgusta, o a la que tememos, y a pesar de ello decidimos –algunos durante un tiempo tan largo como el resto de la vida- perseverar en la negación. A veces negamos porque los que acusan son aquellos a quienes consideramos adversarios, pero cuando las palabras que no queremos oír suenan en boca de aquellos que nos quieren, insistimos de todas formas: “No, estás equivocado; ¡te digo que no es cierto!,” aun cuando en el fondo sabemos que nos están diciendo algo que por lo menos contiene una pizca de verdad.

Uno empieza perdonándose a sí mismo pequeñas negaciones, y cuando quiere darse cuenta la negación ha ocupado un lugar central en su vida, tiñendo la cotidianeidad (uno puede pretender que ama a la persona con la que convive cuando no es cierto, uno puede pretenderse feliz cuando no lo es) y hasta adquiriendo estatus criminal. Negar que ciertas prácticas contaminan el planeta, por ejemplo; no sé qué piensan ustedes, pero les juro que las temperaturas de este mundo de hoy no son las mismas que eran habituales cuando yo era niño. Negar que buena parte de nuestro bienestar económico está fundado en la miseria de otros, por ejemplo. (Si las cosas estuviesen organizadas de manera más justa, tendríamos menos de lo que tenemos para que otros muchos tuviesen algo.)

Ahora parece que el periodista turco de origen armenio Hrant Dink fue asesinado por un joven de 17 años –los asesinos menores de edad son los más demandados por los autores intelectuales de crímenes, porque la ley los protege por cuestiones de edad-, cuya justificación parte de un malentendido: el presunto criminal alega que Dink dijo que la sangre turca estaba sucia, cuando la frase que Dink escribió en realidad decía que eran los armenios los que debían purgar de su sangre el odio hacia los turcos. Dink, que toda su vida pretendió que los turcos admitiesen que habían perpetrado el genocidio armenio, trataba de que los armenios dejasen de negar que a esta altura muchas de sus actitudes estaban basadas en el odio hacia los turcos; un resentimiento alimentado por la pertinaz negativa de los turcos a aceptar lo innegable, pero resentimiento al fin. (Esto es algo que deberíamos dejar de negar nosotros mismos: que por más justificado que esté, el odio termina contaminando a los que odian.)

Dink murió para que los turcos puedan seguir negando lo evidente. El presidente de Irán pretende por su parte negar el holocausto perpetrado por los nazis, lo cual genera obvia indignación en la comunidad judía –empeñada, mientras tanto, en negar la persecución de que hace objeto al pueblo palestino. Bush niega su fracaso en Irak militarizando aún más el asunto. (Este fin de semana fue uno de los más sangrientos de que tenga memoria.) Todo esto me recuerda un episodio que Luis Alberto Spinetta le refirió a Miguel Grinberg en un viejo libro sobre los orígenes del rock argentino. Spinetta contaba que Pappo, un célebre guitarrista de rock y blues que murió hace poco en un accidente con su motocicleta, le tenía tirria por algún motivo y una vez le llenó la casa de pintadas que decían: Te niego, no, no. El hombre, insisto, es la única criatura que puede mirar a otra a los ojos y pretender que le niega existencia aún cuando la tiene delante. Esta capacidad de negar al otro está en la raíz de tanto crimen, cometido por acción –como el genocidio de los armenios a manos de los turcos- o por omisión –la negación, esto es la decisión de no ver, es en esencia un pecado de esa naturaleza.

Todo lo que Dink pretendía es que los turcos de hoy asumiesen que los turcos de hace casi un siglo cometieron un crimen atroz.

¿Por qué nos cuesta tanto aceptar? ¿En qué punto del camino empezamos a creer que cerrar los ojos era mejor que abrirlos, aún cuando nos consta que andar a ciegas es la receta perfecta para chocar en la ruta?

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23 de enero de 2007
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Mejor que el original

Tengo un amigo que es fanático del cine de Bernardo Bertolucci. En su condición de tal, me había hablado infinidad de veces de La luna, una de las películas del gran Bernardo que yo no había visto. Lo cual significa que me había contado más de una vez las escenas del filme que lo habían fascinado. La primera ocurría según su relato al principio mismo de la película: mostraba al niño que con el tiempo devendría protagonista, sentado en la bicicleta conducida por su madre. El niño estaba sentado de tal forma que daba la espalda al camino, lo cual lo ponía de frente a su madre: veía así el rostro de su madre, y cuando el vaivén de la bicicleta lo obligaba a moverse, veía la luna que asomaba detrás. Madre-luna, madre-luna: así tejía la asociación que regiría su vida una vez llegado a adolescente. La otra escena tenía lugar en un cine de Roma, al que el protagonista –este adolescente de origen estadounidense del que les hablo- visitaba no tanto para ver Niagara doblada al italiano como para encontrar un sitio en el que concretar su iniciación sexual con una chica tan fascinada por él que sería capaz de hacer cualquier cosa que le ordenase. El chico y la chica juguetean, y en el instante previo a la penetración el techo del cine se abre (¿alguien recuerda la existencia de esa clase de salas, cuya concepción suena hoy a fantasía pura?), mostrando un cielo coronado por una luna llena. Esa imagen hace que el chico se retraiga, recordando de algún modo que pertenece a su madre, a cuyos brazos regresa de inmediato dejando a su enamorada sin respuestas.

Pues bien: pocos días atrás vi La luna, al fin. Y si bien reconocí de inmediato las escenas que mi amigo me había contado con pelos y señales, no pude evitar sentir que habían sido mucho más bellas en su relato que en la forma en que el filme las plasmaba. Es verdad, están en la película y significan aquello que mi amigo decía. Pero de algún modo, la “película” que mi amigo había completado en su cabeza, y por ende la “película” que yo había filmado en el interior de mi propio cráneo respondiendo a sus descripciones, era –y lo es todavía- mejor que las secuencias del filme de Bertolucci.

No digo esto como una forma de criticar al cineasta; en buena medida comparto la admiración que Bertolucci le despierta a mi amigo. ¿Quién puede no rendirse ante obras mayúsculas como El conformista y Último tango en París? Además mi amigo no estaba inventando ni deformando, lo suyo no era una relectura desbocada e imaginativa del original sino por el contrario, una unión perfecta entre los puntos que Bertolucci marcaba con sus planos y contraplanos. Lo que trato de remarcar con tanta torpeza es que a veces el relato oral, que está compuesto apenas por el hilo de la historia, el empleo del lenguaje y el uso que el narrador le da a su propio cuerpo, puede narrar de manera más memorable que un filme de producción millonaria firmado por un verdadero artista. “Mi” versión del comienzo de La luna, esto es la versión que el relato de mi amigo generó dentro de mi cabeza, me gusta más que La luna que vi en DVD.

En estos tiempos de tecnología superior aplicada a la narración en sus infinitos formatos, tendemos a olvidar el poder de la voz humana y la forma en que esta voz crece cuando la alimentamos con nuestra atención. Al oír el relato indicado, que más allá de los detalles es ante todo pura sugerencia –la voz, las palabras y el cuerpo no crean otra realidad, tan sólo la sugieren-, entendemos que en el interior de su propia cabeza, al completar el relato con nuestra propia carga subjetiva y nuestras propias imágenes, cualquiera de nosotros se convierte en un par de Bertolucci.

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22 de enero de 2007
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El brillo de las estrellas más antiguas

Pocos días atrás volví a ver Mala sangre, una película de Leos Carax a la que no veía desde su estreno en 1986, cuando fui a París por primera vez. Me la había comprado meses atrás, cuando después de revolver concienzudamente cada estante de un Corte Inglés la encontré perdida entre otras tantas películas inhallables. Me senté a verla con cierta trepidación: uno teme que esas películas “modernas” que le volaron la cabeza cuando era tan joven se hayan convertido ahora en pastiches pretenciosos e invisibles. La agradable sorpresa fue que Mala sangre sigue siendo una bella película, llena de momentos preciosos e inolvidables –como la carrera de Denis Lavant en plena calle, mientras suena a tope Modern Love, de David Bowie. También había olvidado la presencia de mi admirado Hugo Pratt, el autor del Corto Maltés, que debe haberse divertido mucho actuando como un típico heavy de película. Mala sangre es, además, el filme en que descubrí a las por entonces jovencísimas Juliette Binoche y Julie Delpy, y a esa máscara increíble de Denis Lavant, a quien recién volví a encontrar veinticinco años después en la también maravillosa Beau Travail, de Claire Denis.

La pregunta inevitable era: ¿qué fue de la vida de Leos Carax, un director tan obviamente talentoso? Mi último recuerdo era el de la debacle de Les amants du Pont Neuf, una película carísima para su momento (Carax llegó a reconstruir el Pont Neuf en las afueras de París) que para peor no tuvo éxito comercial, y el escándalo de Pola X, que decía estar inspirada en Pierre, o las ambiguedades de Herman Melville y tenía escenas de sexo hardcore. Mi buceo en las profundidades de Google no arrojó nada que no supiese: después de Pola X –a la que nunca vi, como tampoco vi Les amants-, a Carax se lo tragó la tierra.

Mi desconcierto se trasladó a Jean-Jacques Beineix, otro de los directores franceses a quienes yo adoraba a fines de los 80: es el de Betty Blue, una de mis películas favoritas de todos los tiempos. (Ah, Beatrice Dalle: ¡una fuerza de la naturaleza!) Pues bien, lo de Beineix es todavía más flagrante que lo de Carax: en las distintas versiones de Wikipedia los datos sobre su vida y su obra son mínimos. Todo lo que pude averiguar más allá de lo que ya sabía es que en el año 2001 volvió a filmar, un título protagonizado por el querido Jean-Hugues Anglade del que nunca oí hablar, siquiera: Mortel transfert. Supongo que si quiero saber su versión de los hechos deberé conseguir el libro de sus memorias, Les chantiers de la gloire, cuyo primer tomo se editó en Francia durante 2006. O en todo caso, como esto de que Beineix cuente su historia en más de un tomo me produce un cierto escalofrío, lo más probable es que me limite a rever Betty Blue por enésima vez (en DVD hay editada una versión del director que como suele pasar es peor que la estrenada comercialmente, por suerte conservo el VHS francés original) y a aguzar los sentidos para encontrar las películas de Beineix que se me escaparon en su momento, como La lune dans le caniveau y Roselyne et les lions.

El hecho de que Carax y Beineix hayan brillado tan brevemente me produce una cierta tristeza. No descarto, por cierto, la posibilidad de que regresen con gloria. Pero de todas maneras lo suyo no es para quejarse: con Mala sangre y con Betty Blue, estos dos han hecho esa clase de películas de las cuales yo estaría orgulloso aún cuando no pudiese filmar nunca más. Historias de amor truncado, ambas, con mucho de amour fou. (Creo haber robado algo de Betty Blue para mi novela La batalla del calentamiento, pero por favor no lo divulguen.) Pasionales y ambiciosas y también originales. Tumbado boca arriba, miraba anoche las estrellas que abundan en el cielo de Pilar y me preguntaba si  los antiguos de esta tierra –los indígenas originales, los colonizadores- habrían contemplado lo mismo que yo estaba viendo. Ahora que pienso en Carax y en Beineix, me digo que aunque ellos ya no brillen sus filmes siguen brillando, como aquellas estrellas a las que seguimos viendo incluso después de haberse apagado. ¿Qué otra cosa puede pretender un artista?

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19 de enero de 2007
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'Golden blog'

Lo confieso: soy un fanático de las premiaciones. Tengo alguna excusa más o menos articulada para explicar por qué sigo viendo año tras año la entrega del Oscar, pero mi mujer ya frunce el ceño cuando pretendo que la importancia de los People’s Choice Awards y los homenajes del American Film Institute y hasta los MTV Movie Awards revisten una significación a la que no puedo permanecer ajeno. La verdad es que no tengo explicación para el asunto. Es cierto que me gusta ver clips de las películas que todavía no pude ver –yo soy de los que llega temprano al cine porque si se pierde los trailers se pone de mal humor-, y que valoro la oportunidad de oír a ciertos artistas decir sus propias líneas, y que disfruto del show que se prepara para la ocasión. En esencia, supongo que lo que más me atrae es el espectáculo del triunfo. Quiero ver ganar a mis favoritos, claro, el asunto tiene mucho de competencia deportiva. Pero ante todo, quiero ver ganar. Me gusta ser testigo de la alegría, de la emoción, compartir aunque más no sea de modo vicario un instante claramente excepcional de esa vida. ¿Quién de nosotros, tenga o no que ver con el cine, no ha fantaseado alguna vez con levantar la estatuilla y responder a los aplausos diciendo you love me, you really love me?

El lunes vi la entrega de los Golden Globe de cabo a rabo. (Comenzando con el show de la alfombra roja, por supuesto.) El asunto es mucho más informal que el Oscar, en virtud es una cena y todo el mundo está saltando de una a otra mesa intercambiando saludos. Pero tiene la ventaja de que premia también la producción televisiva, que para ser sinceros en los últimos años se ha vuelto infinitamente superior a la de Hollywood. Los resultados en este rubro no fueron gran cosa (a mí Grey’s Anatomy no me mueve un pelo, aunque disfruté el premio dado a la versión made in USA de Betty la fea porque cualquier cosa que hace feliz a Salma Hayek me hace feliz a mí), pero al menos tuve la satisfacción de ver a Evangeline Lilly, la chica de Lost, con un vestido de noche que no me hizo extrañar su habitual atuendo de mujer-perdida-en-isla-desierta. (Dicho sea de paso, ¿cómo puede ser que semejante diosa esté de novia con un hobbit?)

Por lo demás, me gustó que ganase Babel como mejor película aunque más no sea por el hecho de que, seamos honestos, aún con sus defectos es muy superior a sus competidoras. The Departed es un Scorsese menor aunque la crítica pretenda equipararla a Goodfellas, Little Children no está mal pero tampoco es para tanto, The Queen es simpática pero intrascendente y Bobby ha sido masacrada por la prensa con tal unanimidad que resulta difícil creer que se trate de una obra maestra incomprendida.

Me pareció un disparate que Clint Eastwood ganase el premio a la mejor película extranjera, aún comprendiendo que Letters from Iwo Jima está hablada en japonés: ¡se trata de una película financiada y dirigida por estadounidenses! Este asunto es tan absurdo como si yo produjese y filmase una película en Buenos Aires pero hablada en inglés y pretendiese competir por ello en la categoría principal de los Oscar. El Globo se lo tendría que haber llevado Almodóvar, que es extranjero de verdad. También lamenté que no ganase Penélope Cruz, que en Volver está estupenda. Pero entristecerse por haber sido vencido por Helen Mirren es como deprimirse por haber salido segundo en un concurso de arquitectura en el que participaba Dios.

Ahora que releo lo que escribí creo que el motivo por el que veo tantas premiaciones se ha vuelto más claro: porque me permite ser frívolo sin culpas y al mismo tiempo defender causas justas y hasta perdidas, con ímpetu de paladín. Así somos: una mezcla entre lo más bajo y lo más excelso, en equilibrio inestable y en constante batalla por el dominio de nuestra alma.

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17 de enero de 2007
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'The sound of music'

¿Cuánto ha cambiado, en los últimos años, la forma en que escuchamos música? Hay un tramo inicial que sigue siendo lo que era: el vientre materno es una cámara líquida que lo asordina todo, por eso en el nacimiento nuestra primera vivencia del mundo exterior es el frío primero, y el ruido después. El mundo es un lugar lleno de sonidos. En algún momento aprendemos a diferenciar lo que es puro estruendo, cacofonía, de las melodías que madre y padre cantan al abrazarnos: nuestra primera experiencia musical. Pero a partir de allí quedamos librados cada uno a nuestra suerte –y a la tecnología.

No había tocadiscos en mi casa cuando yo era pequeño, apenas una radio AM en la que la música constituía tan sólo un elemento entre tanto jingle y tanta noticia. Cuando quería escuchar canciones de Los Beatles, llamaba a la prima de mi madre –que sí tenía tocadiscos- y le pedía que pusiese un disco para poder escucharlo a través del teléfono.

Después llegó el tocadiscos. La adolescencia es para mí el tiempo en que escuchaba música: tenía infinidad de discos de vinilo, de ese tamaño tan generoso y conveniente, y ponía música durante horas mientras leía las letras que venían en los sobres internos o impresas en la tapa misma. Todavía hoy, cuando me encuentro con alguna de esas músicas que no escucho desde entonces, soy capaz de recordar cada nota de cada solo con precisión total.

Después tuve un grabador de esos que reproducía cassettes. Nunca fui hombre de cassette, me gustaba más manipular los discos, que además sonaban mejor. Hoy conservo todos aquellos discos pero ninguna de aquellas cintas: extraño especialmente una de Sally Olfield que me regaló mi amigo Joaquín, a quien le gustaba grabar música para su gente.

Después vino el CD. El primero que tuve fue Peter Gabriel III, que por supuesto ya atesoraba en disco. Todo lo que salió de allí en adelante lo compré en CD, y todavía me falta mucho para recuperar todas las cosas memorables que había coleccionado en vinilo.

Ahora existe el MP3 –todas mis hijas tienen uno- y el iPod –todas mis hijas pretenden uno-, pero yo sigo aferrado al CD. En parte por la costumbre, imagino, y en parte porque aunque vivimos en un mundo de singles yo sigo apegado a la noción del álbum, de la obra que va más allá de los tres minutos de la canción pop, por perfecta que sea. Me parece que manejándome tan sólo con canciones sueltas me pierdo algo, como si pretendiese saborear un postre probando tan sólo los confites que le han echado por encima. Pero supongo que será cuestión de tiempo, nomás; sé que hay un iPod en mi futuro.

Lo definitorio, más allá de la tecnología, es el espacio que se le dedica a la música en la vida. Hace muchos años que ya no me siento a escuchar discos, consagrándoles mi completa atención. En realidad ahora también me siento, pero para hacer otra cosa: el dominio de la música en mi vida se limita al interior de mi automóvil. Subo al auto, lo enciendo y un segundo después estoy escuchando música. No es extraño verme circular cantando a todo pulmón. A menudo me interrumpo para maldecir a algún otro conductor, pero al instante retomo la melodía. Me gusta cantar, y me gusta cantar cuando conduzco. El auto es mi estudio privado, mi cámara de ecos.

Días atrás, por primera vez en siglos, me tumbé en un sillón para dedicarle mi entera atención a un álbum: Continuum, de John Mayer. Me encantó recuperar la experiencia, pasar las páginas del librito interno y leer cada letra, cada crédito. Sin embargo, ahora que estoy instalado en una casa de los suburbios de Buenos Aires, y a pesar de que cuento con un maravilloso equipo de sonido, tiendo a pedirle a mi gente que por favor apague la música. Una de las características de la niña protagonista de mi novela La batalla del calentamiento es su capacidad de oír la música que existe en cada cosa: en el agua que hierve, en los pies al hundirse en la nieve, en la frutilla cuando se la aprieta entre los dedos. Además escucha una radio portátil Spika, pero sabe que la música es mucho más que aquello que los hombres componen e interpretan cuando están convencidos de hacer música. Aquí en Pilar encuentro música en los pájaros, en el frufrú de las hojas al rozarse, en los grillos y en las chicharras, en el viento al rozar el parche del agua. Después de convivir con ella tanto tiempo, debo haberme vuelto un poco Miranda.

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16 de enero de 2007
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El curioso incidente del niño protagonista

Como en Holanda acaba de editarse Kamchatka, me pidieron de una revista que eligiese mis cinco novelas favoritas que estén narradas, al igual que aquella mía, desde el punto de vista de un niño. El desafío me puso a pensar. Después de mucho dar vueltas, me quedé con David Copperfield, The Sword in the Stone, Matilda, The Curious Incident of the Dog at the Night-time y Empire of the Sun. Lo de Copperfield no necesita mayor explicación. Aunque David es niño tan sólo durante parte de la narración, la novela fijó el molde para todos los relatos de iniciación: ¿o acaso pasa algún día en que no traten de decidir si serán los héroes de sus propias vidas?

The Sword in the Stone me resulta inescapable. Siendo fan del ciclo de leyendas artúricas desde la más tierna edad, esta versión de Arturo niño siendo educado por un Merlín que se parece al maestro ideal es verdaderamente deliciosa. (La película de Disney es simpática, pero el libro es inolvidable.) ¿Cuántas cosas fundamentales aprenderíamos, si tuviésemos un hechicero particular que nos convirtiese en todos los otros seres vivos para que entendiésemos qué se siente al habitar su piel? Debería confesar que le robé a T. H. White el uso permanente y jocoso que hace del latín para mi última novela, La batalla del calentamiento.

De Matilda me gusta aquello que es habitual en los relatos de Roald Dahl: que aunque tiene a una niña por protagonista, su visión nunca es infantil. Como el protagonista de James y el durazno gigante, como el Charlie de Willie Wonka y la fábrica de chocolate, Matilda debe enfrentarse a los aspectos más terribles de la vida: en su caso, el desamor de sus padres carnales y el régimen fascista encarnado por la encargada de su escuela. Creo que Dahl no teme enfrentar a sus personajes a las calamidades porque sabe que no hay nadie mejor dispuesto para enfrentar la vida, y para convertir desgracia en posibilidad, que un niño inteligente.

The Curious Incident of the Dog at the Night-Time, de Mark Haddon, es la más reciente de las novelas de la lista. Su narrador es un niño que sufre una variante del autismo, el síndrome de Asperger. Pero esta característica no es experimentada nunca como una limitación, sino tan sólo como el prisma a través del cual su personaje entiende, y se relaciona, con el mundo. Haddon sabe muy bien qué es un niño en esencia: un hombre muy, muy pequeño, que navega un mar desconocido y se mantiene a flote haciendo buen uso de las pocas cosas que sabe –y de las muchas que desconoce.

Y El imperio del sol es la novela por antonomasia sobre un niño perdido en una guerra. (¿No lo seremos todos, en algún sentido?)

Por supuesto que existen infinidad de otros títulos que deben habérseme escapado. De hecho siento algo de culpa con Mark Twain y con Robert Louis Stevenson, que también me proporcionaron momentos que atesoraré siempre. Pero imagino que la lista se armó de esta manera en mi cabeza porque estos libros contribuyeron muy claramente a ponerme en la buena senda. Yo suelo recurrir a personajes que son niños porque, como Dickens y White, como Dahl y Haddon y hasta como el habitualmente ceñudo James G. Ballard, creo que no existe nadie con mayor capacidad de asombro, ni con mayor apertura al perdón, ni con mejor disposición para la aventura que un niño. Cuando los adultos sufrimos un dolor profundo, tenemos la tendencia a aferrarnos a él y a usarlo para justificar todas nuestras renuncias, todos nuestros fracasos. Los niños se levantan del suelo y siguen caminando, sin echarle la culpa a nadie. Por eso constituyen protagonistas perfectos: porque no están dispuestos a que nadie les arrebate la felicidad.

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16 de enero de 2007
Blogs de autor

El corazón de la vida

Existen artistas que tienen el poder de regresarme a ese lugar del alma en el que me gustaría vivir siempre. No se trata necesariamente de los artistas más excelsos, pero entre sus características figura esa peculiaridad: me arrancan de los estados más equívocos –de la nube negra, de la frivolidad y de la pérdida de perspectivas- y me elevan a esa suerte de mirador en el que todo recobra su dimensión adecuada y su orden y su sentido.

John Mayer me está malacostumbrando. Ya me había producido una epifanía con la canción Why Georgia, de su debut Room for Squares. El viernes pasado compré su tercer disco de estudio, Continuum, y el sortilegio volvió a producirse. Conducía mi auto rumbo a la casa que habito durante este enero magnífico, en el suburbio bonaerense de Pilar, cuando empezó a sonar el quinto track como si me convocase por mi nombre. Se llama The Heart of Life, esto es El corazón de la vida, y apenas terminó no pude evitar volver a ponerlo una y otra vez.

Mayer es un chico de Atlanta, Georgia, que arrancó cantando canciones pop de sensibilidad acústica y se movió desde entonces hacia el soul y el blues, sin perder su capacidad para las melodías y las letras inteligentes; es fácil revisar su trayectoria en su site. Todo indica que es de esos artistas que crecen con uno. (Aunque la diferencia de edad entre él y yo, que nació en el 77, me deje mal parado: cada vez que canto el verso de Why Georgia que dice "debe ser la crisis de la mitad de la mediana edad" me veo obligado a corregirlo; yo ya estoy por la mitad, sin dudas.) Toca la guitarra con gusto exquisito, canta con una voz pequeña pero lo suficientemente corrida de registro para sonar personal y ha leído todos los libros indicados. Cuando uno ve sus fotos no parece sino un adolescente, uno de tantos chicos blancos que desearían tener alma negra (podría ser muy bien el hermano nerd de Justin Timberlake), pero todo indica que Mayer tiene el corazón puesto en el sitio correcto. Cuando ganó el Grammy por Your Body is a Wonderland en el año 2003, lo que dijo en escena fue: “Recibo esto demasiado tempranamente. Voy a tratar de estar a la altura”. Hasta el momento ha mantenido su palabra.

Pero lo que yo quería era hablar de The Heart of Life; de ese momento original que me produjo a bordo del auto y de los que me ha producido desde entonces. Es una melodía sencilla pero inolvidable, construida encima de unos pocos acordes de guitarra, con un estribillo que –estoy seguro- volveré a repetirme una y mil veces durante mi vida: El dolor derribará tu corazón al suelo / El amor dará vuelta todo el asunto / No, no todo va a salir tal como debiera / Pero yo sé que el corazón de la vida es bueno. Tan simple como inapelable: más allá de las injusticias terribles, más allá de las tragedias personales, el corazón de la vida es bueno; esto es algo en lo que creo con todo mi ser.

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15 de enero de 2007
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El Boomeran(g)
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