Marcelo Figueras
Uno de los rasgos que distingue a los humanos del resto de los seres vivos es su capacidad de negación. Un antílope nunca niega, a lo sumo ignora y paga las consecuencias; pero los humanos solemos intuir que existe una realidad que nos disgusta, o a la que tememos, y a pesar de ello decidimos –algunos durante un tiempo tan largo como el resto de la vida- perseverar en la negación. A veces negamos porque los que acusan son aquellos a quienes consideramos adversarios, pero cuando las palabras que no queremos oír suenan en boca de aquellos que nos quieren, insistimos de todas formas: “No, estás equivocado; ¡te digo que no es cierto!,” aun cuando en el fondo sabemos que nos están diciendo algo que por lo menos contiene una pizca de verdad.
Uno empieza perdonándose a sí mismo pequeñas negaciones, y cuando quiere darse cuenta la negación ha ocupado un lugar central en su vida, tiñendo la cotidianeidad (uno puede pretender que ama a la persona con la que convive cuando no es cierto, uno puede pretenderse feliz cuando no lo es) y hasta adquiriendo estatus criminal. Negar que ciertas prácticas contaminan el planeta, por ejemplo; no sé qué piensan ustedes, pero les juro que las temperaturas de este mundo de hoy no son las mismas que eran habituales cuando yo era niño. Negar que buena parte de nuestro bienestar económico está fundado en la miseria de otros, por ejemplo. (Si las cosas estuviesen organizadas de manera más justa, tendríamos menos de lo que tenemos para que otros muchos tuviesen algo.)
Ahora parece que el periodista turco de origen armenio Hrant Dink fue asesinado por un joven de 17 años –los asesinos menores de edad son los más demandados por los autores intelectuales de crímenes, porque la ley los protege por cuestiones de edad-, cuya justificación parte de un malentendido: el presunto criminal alega que Dink dijo que la sangre turca estaba sucia, cuando la frase que Dink escribió en realidad decía que eran los armenios los que debían purgar de su sangre el odio hacia los turcos. Dink, que toda su vida pretendió que los turcos admitiesen que habían perpetrado el genocidio armenio, trataba de que los armenios dejasen de negar que a esta altura muchas de sus actitudes estaban basadas en el odio hacia los turcos; un resentimiento alimentado por la pertinaz negativa de los turcos a aceptar lo innegable, pero resentimiento al fin. (Esto es algo que deberíamos dejar de negar nosotros mismos: que por más justificado que esté, el odio termina contaminando a los que odian.)
Dink murió para que los turcos puedan seguir negando lo evidente. El presidente de Irán pretende por su parte negar el holocausto perpetrado por los nazis, lo cual genera obvia indignación en la comunidad judía –empeñada, mientras tanto, en negar la persecución de que hace objeto al pueblo palestino. Bush niega su fracaso en Irak militarizando aún más el asunto. (Este fin de semana fue uno de los más sangrientos de que tenga memoria.) Todo esto me recuerda un episodio que Luis Alberto Spinetta le refirió a Miguel Grinberg en un viejo libro sobre los orígenes del rock argentino. Spinetta contaba que Pappo, un célebre guitarrista de rock y blues que murió hace poco en un accidente con su motocicleta, le tenía tirria por algún motivo y una vez le llenó la casa de pintadas que decían: Te niego, no, no. El hombre, insisto, es la única criatura que puede mirar a otra a los ojos y pretender que le niega existencia aún cuando la tiene delante. Esta capacidad de negar al otro está en la raíz de tanto crimen, cometido por acción –como el genocidio de los armenios a manos de los turcos- o por omisión –la negación, esto es la decisión de no ver, es en esencia un pecado de esa naturaleza.
Todo lo que Dink pretendía es que los turcos de hoy asumiesen que los turcos de hace casi un siglo cometieron un crimen atroz.
¿Por qué nos cuesta tanto aceptar? ¿En qué punto del camino empezamos a creer que cerrar los ojos era mejor que abrirlos, aún cuando nos consta que andar a ciegas es la receta perfecta para chocar en la ruta?