Marcelo Figueras
Yo vi un cometa. Fue hace una semana, el sábado por la noche para ser preciso. Había leído por allí que iba a ser posible divisarlo en el cielo durante un par de días, pero no me molesté en retener los datos: no sabía ni siquiera su nombre.
El sábado por la noche la casa que alquilo en Pilar estaba llena de gente. Celebrábamos el cumpleaños del tío de mi mujer; además de su familia estaba buena parte de la mía, mi padre, mi hermana y mi cuñado, mis sobrinos. Tratando de hacer lugar en mi vientre para el asado que se avecinaba, salí a correr por el barrio. Acababa de salir, apenas, cuando me crucé con un grupo de niños que miraban el cielo mientras proferían palabras de asombro; señalaban un punto en lo alto y a mis espaldas. Sin detenerme, recordé la historia del cometa. Entonces giré y lo vi, allí donde lo habían anticipado los niños. Era una estela enorme, como si alguien hubiese desplegado en el cielo una tela de gasa de miles de kilómetros de largo, un jirón de color tornasolado. Nunca había visto nada igual. Como uno nunca sabe muy bien qué hacer en presencia de lo maravilloso, decidí seguir corriendo. En cada esquina volvía a mirar al cielo para asegurarme de que seguía allí, se lo diría a mi gente apenas regresase. Y en efecto allí estaba: el cometa seguía serpeando en el firmamento mientras yo trotaba rumbo a casa.
Apenas entré, les pregunté si lo habían visto. Dijeron que no, en mi ausencia habían estado tomando un aperitivo, quedaban trozos de queso encima de la mesa. Traté de indicarles dónde lo había visto, nos apartamos de la casa un centenar de metros, pero fue en vano. No había rastros del paso del cometa. Me sentí frustrado. La maravilla perdía su gracia en la imposibilidad de compartirla. Si hubiese leído bien los diarios me habría enterado de su fugacidad; había seguido trotando como un bobo en presencia de lo inefable, ¡debí haber regresado a casa de inmediato!
A veces pienso que esa es la razón por la cual algunos escribimos. Nuestras cabezas imaginan a diario gente fantástica y hechos extraordinarios. (Como un cometa, sin ir más lejos.) Pero la experiencia ya nos enseñó que hay cosas más importantes que seguir en carrera. Escribir es detenerse, regresar a casa y reunirse con la gente, porque –lo sabemos- nuestras ocurrencias sólo tienen sentido cuando las compartimos; cuando el cometa se vuelve para los demás tan real como lo es para nosotros.