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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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La conjura de los necios

Algunos hecho que parecen inconexos (pero no lo son tanto):

1. El 4 de abril pasado, como ya consigné en este mismo lugar, el profesor Carlos Alberto Fuentealba fue asesinado en medio de una protesta sindical en la provincia argentina de Neuquén. Un policía de los que el gobernador Jorge Sobisch había mandado a reprimir la protesta le disparó una granada de gas a quemarropa, matándolo de forma casi instantánea al impactar contra su cabeza;

2. La semana pasada se lanzó aquí la nueva temporada del programa televisivo Showmatch, dedicado por entero al certamen que en USA se llamó Dancing With the Stars y aquí se llama Bailando por un sueño. Una de las novedades de este ciclo es la participación de Nina Peloso, pareja del conocido líder piquetero Raúl Castells. El debate sobre si es lícito, o cuanto menos positivo, que una dirigente social como Peloso participe en un programa de variedades moviéndose al ritmo de la salsa y la música disco, sigue abierto. En todo caso Castells y Peloso habrán hecho su propia evaluación sobre pros y contras y decidido que los pros volcaban el fiel de la balanza. Lo que no me parece relativo ni opinable es el hecho de que Peloso haya salido a escena con un cartel con la cara del profesor Fuentealba colgado del cuello. En otro contexto, la imagen del docente asesinado habría sido valorizada como se debe, y su aparición en un programa de éxito habría contribuido a la difusión del reclamo de justicia. Pero en el contexto de frivolidad pura en que se dio, con Peloso riéndose como si fuese una star, la imagen de Fuentealba allí metida dolía como una afrenta;

3. La Asociación de Periodistas de la Televisión y Radiodifusión Argentina, APTRA, que entrega anualmente el popular premio conocido como Martín Fierro (nuestra versión del Emmy), decidió eliminar de la premiación el rubro de programas educativos y culturales. No contenta con ello, abrió un rubro nuevo al que sí entregarán su premio: el de reality shows. En el año del asesinato de Fuentealba, a la gente de APTRA no se le ocurrió mejor cosa que darle la espalda a la educación –quiero decir, todavía un poco más de lo habitual.

Son cosas que pasan en un país que ha sido muy golpeado, hasta el punto de perder la capacidad de asombro.

Son cosas que pasan en un país donde mucha gente defiende aquello del fin justifica los medios.

Son cosas que pasan en un país en que el brillo ya no sólo ocupa su lugar, sino también parte del lugar que debería reservarse a la sustancia.

En todo caso los hechos (la ceguera moral del gobernador y la violencia del policía, el vale todo de Peloso y Castells, el ninguneo de APTRA) hablan de una crisis cultural que ya viene de lejos y excede en mucho el marco de las aulas.

Qué lástima que justo en este país, con la crisis educativa que existe, hayamos perdido un maestro más.

Si Fuentealba viese su cara saltando sobre las tetas de Nina Peloso, se moriría otra vez.

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24 de abril de 2007
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Palabras peligrosas (II)

Por la cantidad y el tenor de los comentarios, resulta evidente que el texto sobre Cho Seung-Hui y la peligrosidad de las palabras tocó un nervio vivo. La primera conclusión que extraigo del asunto es que, antes que peligrosas, es obvio que las palabras son –o pueden serlo, al menos- ambiguas. Como lamenté la reacción que los profesores de Virginia tuvieron ante textos de Cho definidos como “perturbadores”, alguna gente creyó que yo estaba justificando sus crímenes. No justifico ningún crimen, y los de Cho menos que menos. Si la repulsa a un texto de ficción (Cho había presentado dos piezas teatrales a la consideración de sus mentores) fuese causal suficiente, los originales que son rechazados a diario por las editoriales del mundo generarían infinidad de desmanes. Y nadie en su sano juicio considera que un rechazo de esa naturaleza, por cruel o frustrante que resulte, justifica la comisión de crimen alguno.

A pesar de que lo aclaré con todas las letras, hubo también quien creyó que yo ligaba de manera causal la censura que los textos recibieron (en el sentido en que le hicieron notar a Cho que se trataba de textos censurables, esto es reprensibles) y la posterior concreción de los crímenes. Lo que lleva de un asunto a otro no es una lógica transitiva, el crimen no puede desprenderse de manera natural del acto de censura; pero el hecho de que la lógica que liga ambos asuntos no sea lineal ni cartesiana no implica que debamos ignorarla. No habrá causalidad pero es obvio que hay relación entre ambos hechos, y es esa relación la que debería cuestionarnos y movernos a la reflexión.

Cuando hablé de la peligrosidad de las palabras en relación al caso Cho, me refería al hecho de que por haber escrito dos piezas teatrales “perturbadoras” se le hizo sentir que era poco menos que un criminal… antes de que llegase a serlo en acto. Cho escribió textos de ficción, creó personajes imaginarios, combinó palabras sobre un soporte idéntico al que ahora leen, pero como lo hizo de una forma políticamente incorrecta (habló de cosas que muchos preferirían ignorar, con palabras que muchos desearían no oír) se hizo acreedor de una letra escarlata como la del relato de Hawthorne. Al chico problemático le colgaron del cuello un cartel que aumentaba su ignominia. Esto no justifica crimen alguno, pero marca para cualquier ser humano una estación nueva del vía crucis, un golpe más en un proceso de imparable caida. Si un Stephen King de 23 años presentase hoy el manuscrito de Carrie a sus profesores, sería rechazado por lo que se interpretaría como una reivindicación del accionar de Cho. Si un Chuck Palahniuk de 23 años presentase algunos capítulos de Fight Club a sus profesores, sería denunciado hoy ante los autoridades, espiado, vigilado –y quizás hasta detenido, en estos tiempos del Patriot Act que permiten encarcelar por obra y gracia de la razón de Estado.

Por supuesto que las palabras pueden ser peligrosas. Los que vivimos en países en los que tanta gente murió por emplearlas lo tenemos claro. Pero así como ocurre en el interior mismo de un discurso, la dimensión de las palabras es en buena medida una cuestión de contexto. Al menos en teoría, la repercusión de lo que digo y escribo debería ser muy distinta en el contexto de una sociedad represora, o de un país bajo gobierno dictatorial o de fuerza, que en el seno de una sociedad y de un gobierno democráticos. Román Pineda (o más bien su versión en negativo, puesto que firmó su comentario como Namor Adenip) recordaba casos en los que autores sufrieron represalias a causa de sus textos de ficción, desde el Vargas Llosa de La ciudad y los perros, pasando por José Martí y Reinaldo Arenas en dos Cubas muy distintas, y llegando al Orhan Pamuk que se negó a negar el genocidio armenio a manos de los turcos. Yo mismo he comentado aquí el caso de Rodolfo Walsh, cuyos textos eran considerados tan peligrosos por los militares que además de matarlo, se preocuparon de secuestrar todos sus originales. El asunto es que estos escritores actuaban a conciencia, sabiendo que lidiaban con gobiernos y opiniones públicas con fuertes componentes autoritarios. En cambio Cho escribió en el seno de una sociedad que se tiene a sí misma por la más liberal del orbe, paladín de la libertad de expresión en todos sus registros.

Más que de Cho y sus crímenes, de los que sólo sabremos lo que nos digan los medios, me interesaba hablar del panorama que abría su tragedia: ahora que se considera que los textos "perturbadores" pueden ser la antesala de un crimen, todo escritor que actúe en territorio de los Estados Unidos –ya sea como estudiante, como amateur o como profesional- lo pensará dos veces antes de dejar volar su imaginación y plasmar distopías o cuestionarse por los aspectos más oscuros del alma humana. (Después de todo las piezas teatrales de Cho no hablaban de Al Qaeda sino sino de abusos sexuales, expresados en lenguaje profano.) Escribir algo “perturbador” –insisto en las comillas, porque la definición no es mía sino de los profesores de Virginia Tech- puede significar que ese autor es una influencia igualmente perturbadora, y por ende digno de sospecha y de vigilancia. Lo cual permite extender la doctrina bushiana de los ataques preventivos a la vida cotidiana de la sociedad, y en el territorio de su propio país.

Pretendí sugerir, pues, que a partir de Cho los escritores que viven al norte del Río Grande no tendrán más remedio que comprender que su América ya no es la de Abraham Lincoln, y ni siquiera la de Henry Miller, y que por lo tanto deberán hacerse cargo de la potencial peligrosidad de sus palabras –en especial, para sus propias personas.

En lo que a mí respecta, como ya he dicho más de una vez, soy de los que creen que ser escritor implica por definición estar enfrentado al Discurso Único: porque cuestionar lo establecido es parte esencial del impulso creador.

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23 de abril de 2007
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Infierno se necesita

Con este hombre Ratzinger, que se presenta en estos días con el alias de Benedicto XVI y disfraz ad hoc, es difícil estar de acuerdo en algo. Creo que desconfiaría de él hasta diciéndome la hora. (Lo más probable es que tenga un reloj con números romanos, porque su tiempo atrasa, o más bien, se ha detenido; son cosas que ocurren cuando uno vive en un lugar como el Vaticano, que tiene tanto de parque temático.) Sin embargo hace un par de días hizo algo con lo que no discrepo del todo. Predicando en una iglesia que tiene el contradictorio nombre de Santa Felicidad e Hijos Mártires, Ratzinger borró con el codo algo que Juan Pablo II, a quien nadie llamaría precisamente un Papa progresista, había escrito con la mano. En 1999, Juan Pablo II dedicó varias jornadas a desmontar la clásica imaginería sobre el Cielo y el Infierno. Dijo entonces que así como el Cielo no era un lugar físico entre las nubes, el Infierno tampoco era un sitio, sino un estado del alma: “la situación de quien se aparta de Dios”. Pues bien: presidiendo sobre la Santa Felicidad y también sobre los Hijos Mártires, Ratzinger desmintió el otro día a su antecesor diciendo que “el Infierno existe y es eterno”. Punto y aparte.

La verdad es que nunca me aterrorizó el asunto de las llamas eternas. Siempre le he temido más a otras cosas, por ejemplo a la muerte de los míos y a la posibilidad de un Apocalipsis temprano, provocado por nuestros preclaros líderes mundiales. Pero no puedo dejar de ver la conveniencia del Infierno. Imagino que el Dante debe haberse divertido como loco condenando a sus enemigos y a cuanto personaje le disgustase a ese Infierno de anillos concéntricos que describe en La divina comedia. Lo mío es bastante más prosaico, me mueve una lógica a la que cabría definir como habitacional: en un planeta superpoblado, y ante la abundancia de señores que hacen mérito para comprar propiedad en un barrio de esas características, el Infierno se nos ha vuelto necesario.

¿Dónde meteríamos, si nos clausuran el Infierno, a tanto mandatario de esos que toman a diario decisiones que mandan a millones a la hambruna y a la muerte? ¿Dónde ubicaríamos a los traficantes de armas? ¿Dónde pondríamos a aquellos que hacen negocios a costa de la miseria ajena? ¿Dónde encerraríamos a aquellos que encienden el fanatismo, a los que legitiman la violencia, a los que apelan a la peor parte de nuestra humanidad para que nos volvamos ciegos, egoístas, frenéticos –y convenientemente manipulables? (Dejo la lista abierta, para que agreguen sus propios candidatos.)

En esta estoy contigo, Benedicto. Hay que reabrir las puertas del Infierno, e invitar a pasar a tanta gente a la que nos convendría tener bien lejos.

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20 de abril de 2007
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¿Son peligrosas las palabras?

De todas las cuestiones que este chico Cho Seung-Hui planteó al matar a 32 personas y después matarse en el campus de Virginia, hay una en particular que no me deja dormir. Según fuentes diversas, los textos que Cho produjo para su curso de escritura creativa eran perturbadores; fue a causa de esos textos que le pidieron que se presentase ante los consejeros de la universidad. O sea que, si no entiendo mal, Cho escribió textos en los que canalizaba su angustia existencial, páginas que seguramente expresaban violencia y deseos de muerte (como tantos libros que andan dando vueltas, como tanto cine taquillero), y esa escritura le valió ser singularizado y expuesto ante las autoridades del campus. Supongo que las charlas que lo conminaron a tener con los consejeros no entrañaban per se sanción en su contra, pero seguramente lo disuadieron de seguir escribiendo, o por lo menos de compartir sus escritos. Al definir sus textos como perturbadores, los docentes y funcionarios de la universidad volvieron difícil para Cho, si no imposible, el ejercicio de la expresión mediante la escritura. No voy a pretender aquí que uno más uno es dos, y que la masacre es consecuencia del haber convertido sus textos en anatema, algo prohibido e inconveniente; pero tampoco voy a dejar de relacionar lo evidente, soslayando la evidencia histórica que enseña que la persecución de un medio de expresión siempre resulta en otro tipo de expresión –aunque sea violenta, aunque se le llame masacre.

Lo que temo es que la creciente invasión de la privacidad, alentada por los países más poderosos en su paranoia, aliente ahora la vigilancia sobre los textos que se escriben, aún cuando se definan a sí mismos como ficción. De aquí en adelante está claro que en los Estados Unidos cada joven con rasgos orientales –coreano, chino, japonés: les dará igual- será sospechoso de ser un Cho en potencia, mirado con sospecha, tratado como un paria o un cómplice intelectual por simple portación de cara. Pero además, cada persona que presente un texto ante un profesor o editor potencial quedará expuesto al mismo tipo de sospechas: si en el texto expresa violencia en alguna de sus formas, y si para colmo emplea determinadas palabras y pone en juego a cierto tipo de personajes, se hará merecedor de atención indeseada, y quién sabe si no termina en las listas de algún profiler del FBI como terrorista o asesino en potencia.

Cho debería haber sido alentado a seguir escribiendo, a volcar su mundo interior en los textos por más que a muchos les pareciesen perturbadores o hasta perversos, mientras se lo acompañaba humanamente para ofrecerle algún tipo de contención. Estoy convencido de que la reacción que sus escritos produjeron le demostró a Cho que esa vía de expresión individual se le había cerrado, tornándolo todavía más antisocial, un verdadero descastado. Uno de los detalles de la masacre me resulta revelador a ese respecto. Después de matar a tanta gente, Cho se disparó a sí mismo en la cara. Quiero decir que a la hora de suicidarse borró deliberadamente sus rasgos, las facciones que lo convertían en un ser único. Para ese entonces debe haber entendido que ya había dejado de ser una persona individual, alguien que en su condición de tal podía expresarse de manera creativa –mediante sus textos, por ejemplo-, porque al sucumbir a la violencia y la arbitrariedad se había convertido en uno más, otro miembro anónimo de la humanidad a la que parecía despreciar, con argumentos que la consideración a posteriori de los hechos parece justificar tristemente.

A pesar de que vivía rodeado de gente a la que se supone tan inteligente como preparada, Cho Seung-Hui terminó siendo un mártir de la corrección política.

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19 de abril de 2007
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Aprendizaje

Uno de los momentos que más disfruto de la escritura de una novela es la investigación previa: el momento en que los libros que necesito leer a modo de consulta empiezan a apilarse peligrosamente –con peligro para mi integridad física, quiero decir- sobre el escritorio y los anaqueles circundantes. En este momento, sin ir más lejos, tengo a mano Opium: A History, de Martin Booth; una antología de William Blake; Le Morte d’Arthur, de Sir Thomas Malory (en dos volúmenes, que en este caso implican relectura), y otros libros con información histórica sobre Arturo y sus tiempos: por ejemplo Arthur’s Britain, de Leslie Alcock y obviamente Monmouth y su Historia de los reyes británicos; también he metido en la pila Los siete pilares de la sabiduría, de T. E. Lawrence, el célebre Lawrence de Arabia, y una Enciclopedia de la Navegación, y un libro que cuenta la historia de aquellos que desarrollaron el saber que entraña hacer mapas: The Mapmakers, de John Noble Wilford –y esto es tan sólo el comienzo.

Por supuesto que podría arreglármelas con menos libros. ¿Pero cuál sería la gracia, en ese caso? La literatura es la excusa perfecta para leer sobre asuntos maravillosamente variopintos que de otra manera nunca habrías investigado, y utilizar esas lecturas para imaginarte otras vidas, otros mundos, otras culturas. Yo no vivo esta fase como castigo, por el contrario, es un disfrute de principio a fin: te enteras de infinidad de asuntos deliciosos, y por el camino vas encontrando pequeños ladrillos que contribuyen con tu propia construcción. (Lo he dicho más de una vez, y lo repito: la mía es la mejor profesión del mundo.)

A fin de cuentas, escribir una historia se parece mucho a emprender una aventura. Y con la excepción de aquellos personajes que se ven lanzados al camino de manera brutal, la mayoría de los protagonistas de una aventura debe pasar primero por un período de aprendizaje y de preparación. Por supuesto, durante todo ese proceso uno arde en deseos de cortar amarras antes de tiempo y lanzarse de una vez a los mares que ansía navegar; pero como por otra parte no quiere naufragar a la primera tormenta, se refrena y regresa al escritorio, sometiéndose a su tutor imaginario. (El mío se parece mucho al Merlín de La espada en la piedra.)

En eso estoy, pues.

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18 de abril de 2007
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El pato de la boda

El domingo José Pablo Feinmann publicó un artículo en Página 12 que me dejó pensando: lo tituló "La glocalización", y en él oponía el manoseado concepto de la globalización a este concepto nuevo, el de algo llamado glocalización. (Ignoro si Feinmann lo acuñó o si lo tomó de alguna fuente, que en ese caso no cita.) Según Feinmann, la glocalización se opone a la voluntad occidental de exportar e imponer su modo de vida al mundo entero, reafirmando sus propias diferencias. No se trataría de la antítesis del imperialismo occidental –que existe y goza de buena salud, para mal de todos-, en tanto para ser antítesis debería encarnar valores opuestos y el liderazgo de ciertos musulmanes, por ejemplo el iraní Ahmadinejad, tiene tanta fe en la violencia y en el poderío que otorga lo económico que merece ser parangonado al de sus pares del mundo infiel. Feinmann dice que la glocalización es tan sólo la reivindicación del derecho a no ser el Imperio, por lo menos este Imperio, del que todos formamos parte y que conocemos tan bien. Los glocalistas estarían, según Feinmann, orgullosos de no ser nosotros. Yo los entiendo, puedo dar fe de que pertenecer a esta parte del mundo (me refiero a Occidente en su conjunto, que no así a América Latina) tampoco me enorgullece. En todo caso lo que me preocupa es aquello en lo que globalistas y glocalistas se parecen, hasta el punto de dejar de ser lo Otro para convertirse en lo Mismo. En su incapacidad de respetar las diferencias, por ejemplo, confundiendo el todo con la parte y suponiendo que lo que es bueno para mí debe ser ley para los demás. En su culto a la violencia, como ya dije, y por ende en su glorificación de la muerte. (Aquí cabe una diferencia: los líderes de Occidente no tienen prurito alguno en aniquilar a los demás, y el extremismo islámico no tiene prurito alguno en aniquilar a propios y ajenos durante el proceso.) Y también en su anhelo de poder: los hechos recientes en torno de Ceuta y Melilla y la reivindicación de Andalucía como parte del mundo glocalizado hablan de la búsqueda de una gloria que tiene que ver con un pasado imperial, y no con el logro de una paz digna para sus pueblos –que dicho sea de paso, haga posible una paz digna para todos los demás.

Lo cual me lleva a un asunto que viene preocupándome desde hace tiempo, y que no termino de ver expresado del todo al menos en los medios que veo y leo: ¿soy yo, o es que el mundo se está encaminando de verdad a una crisis nuclear en nada diferente, y por cierto no menos terrible, que la que tuvo lugar durante la Guerra Fría? ¿Qué lección elemental de historia se saltearon los líderes de hoy, que con sus actos y omisiones han hecho posible una escalada nuclear que nos aproxima otra vez al Apocalipsis? ¿Aprenderán a tiempo la lección de que el doble rasero no funciona, que no puedo prohibirle a otro que tenga lo que yo tengo con la excusa de que yo soy mejor Guardián de la Humanidad que alguien que reza mirando a la Meca? ¿Entenderán a tiempo que nada parecido a la paz, el equilibrio y el derecho a la existencia de los pueblos se obtendrá mientras los más poderosos insistan en hambrear al resto, humillándolo de paso? Y en lo que hace a nosotros, los que no tenemos cargos públicos ni los ansiamos, los que conformamos la más aplastante mayoría, los que no queremos ser el pato de la boda entre globalizados y glocalizados: ¿cuándo comprenderemos que debemos aguzar nuestro criterio para elegir mejor a nuestros representantes? ¿Cuándo comprendermos que aquellos candidatos que apelan a lo peor de nuestra alma –a nuestro miedo, a nuestro egoísmo- sin indignos de confianza alguna porque serán los primeros en traicionarnos? ¿Cuándo entenderemos que debemos fiscalizarlos mejor –lo cual implica abandonar la indiferencia y optar por alguna forma de acción? La promoción que HBO hace de V for Vendetta en estos días rescata una frase de V, el protagonista del filme: “No son los pueblos los que deben tener miedo de sus gobernantes, son los gobernantes los que deben tener miedo de sus pueblos”. Tan simple, tan real, tan necesario.

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17 de abril de 2007
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Hablando de Roma

Anoche la filial latina de HBO estrenó la segunda temporada de Roma, una de sus producciones originales para la televisión. Así como la primera temporada se ocupó del ascenso al poder de Julio César, la segunda se dedica a los convulsionados años que sucedieron a su asesinato: esto es la historia de Marco Antonio, de su fatídica asociación con Cleopatra y de la consagración de Octavio como Emperador Augusto. Una historia a la que hemos atendido una y mil veces, de manera obligatoria durante los años escolares y por placer al entregarnos a diversas adaptaciones literarias y cinematográficas, pero que nunca deja de seducirnos –por razones que bien valdría la pena investigar.

La temporada inicial de Roma me gustó, pero sin mayores entusiasmos. Nunca me saqué de la cabeza que se trataba de una relectura de la miniserie británica Yo, Claudio, sólo que filmada en exteriores con un presupuesto infinitamente superior y permitiéndose todas las licencias (en materia de violencia, de sexo y de profanidad) que la televisión de los años 70 ni siquiera podía imaginarse. Si hay que creer en las declaraciones oficiales de HBO, esta segunda temporada de Roma es la última, lo cual de alguna manera suscribe mi teoría: Roma terminará allí donde la historia de Yo, Claudio comenzaba, proponiéndose a sí misma como material complementario; una prequel apócrifa.

Hace algunos meses me compré la versión en DVD de la miniserie basada en los libros de Robert Graves Yo, Claudio y Claudio el Dios. A pesar de los elementos que hoy le juegan en contra (la impronta teatral, las constricciones que resultan del trabajar dentro de un estudio de TV), el relato sigue funcionando maravillosamente. Algunas de las razones de su excelencia son obvias: el guión de Jack Pulman, las actuaciones de Derek Jacobi como Claudio, John Hurt como Calígula y Sian Philips como la pérfida Livia. Otras son más subjetivas, lo cual no las vuelve menos importantes. Creo que Yo, Claudio en su momento y hoy Roma triunfan porque muestran la Historia con mayúsculas a la manera del melodrama. O para ponerlo de forma: Yo, Claudio es un teleteatro con todas las letras, un culebrón que en lugar de tener al trepador convencional como villano, lo tiene a Calígula.

La dinámica de la historiografía obliga a desmenuzar los hechos para analizar sus causales políticos, económicos, sociales o culturales. Lo que los libros más genéricos no tienen tiempo de contemplar es la forma en que otros factores –a los que quizás deberíamos denominar simplemente humanos, siguiendo a Graham Greene- también incidieron sobre los grandes actores de la Historia. Dirimir, por ejemplo, si Augusto era tan manipulable como Graves pretende y si en ese caso deberíamos atribuirle muchas de las políticas imperiales (¡y tantos de los crímenes!) a su esposa Livia. (El del rol de las mujeres es todo un tema, ya que el hecho de que no condujesen guerras ni firmasen tratados tiende a condenarlas a unas sombras en las que no vivieron: grandes o pequeños, todos los hombres han conversado desde siempre con sus esposas sobre su día de trabajo… y escuchado, por ende, sus consejos.) Desde que la Historia se ganó sus mayúsculas, reyes, emperadores y estadistas fundamentaron sus actos con argumentos que pretendieron concluyentes, pero nunca confesaron el peso de sus inseguridades, de sus enfermedades o de sus pasiones en la toma de esas decisiones. No existe uno sólo de nosotros que no haya tomado alguna decisión vital por obra de la pasión, o por motivos que distan de los que confesó en su momento. Por eso nos gustan Yo, Claudio, Roma y tantas otras dramatizaciones de la Historia, porque sacan a los personajes del bronce y los convierten en gente parecida a uno, que con mayor o menor conciencia de la trascendencia de sus actos trataron en su momento de hacer lo que todos: ser felices a su manera, imponerse a sus adversarios o, en el peor de los casos, al menos sobrevivir.

Esta noche HBO estrenará otra miniserie, una que a pesar de que no lidia con personajes que determinan el destino de naciones, supo siempre que los seres humanos tomamos decisiones no sólo con la cabeza, sino también con el cuerpo entero. Prime Suspect 7 es el tramo final del ciclo que durante tantos años protagonizó la maravillosa Helen Mirren. O sea que hoy por la noche tengo cita con Jane Tennison, su personaje recurrente. Lo cual es una manera alambicada de confesar que hoy voy a ser feliz.

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16 de abril de 2007
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Réquiem (II)

Vonnegut se cayó y se rompió la cabeza. Literalmente. Siguió vivo unas pocas semanas más (ah, vaya a saber qué visiones experimentó ese cerebro así desencajado) y al final se murió en Manhattan, el mismo miércoles del año 2007 en que Maradona salió del hospital con un hígado tan estropeado como su cráneo.

Y así van las cosas.

Me gustaban de Vonnegut el sentido del humor, la irreverencia y la imaginación proléptica. Me gustaba que le gustase inventar nuevas religiones, como la Iglesia de Dios el Completamente Indiferente y el Bokononismo, al que describía como “lleno de mentiras agridulces”. (Imagino que las creaba en la esperanza de que el peso de las supercherías derrumbase la totalidad del edificio, más temprano que tarde.) Me gustaba su pelo enrulado y su aspecto de viejo medio loco. Me gustaba que abominase de la violencia, sin que ese rechazo le impidiese valorar el costado estético del asunto. Alguna vez escribió que el bombardeo de Dresden durante la Segunda Guerra había sido una obra de arte. La novela en que hablaba del asunto, Matadero Cinco, lo convirtió en una estrella. Años después alguien se atrevió decir que el atentado contra las Torres Gemelas había sido una obra de arte, y casi se lo comen crudo.

Y así van las cosas.

Vonnegut sabía que las cosas son complicadas, y por eso entendía la importancia de apegarse a lo simple. El protagonista de God Bless You, Mr. Rosewater era capaz de resumir una filosofía de vida en pocas palabras: “Hola, bebés.

Bienvenidos a la Tierra. Hace calor en verano y frío en invierno. Es redonda y húmeda y está llena de gente. A rasgos generales, tienen como para cien años aquí. Que yo sepa, hay una sola regla –Maldita sea, tienen que ser amables”.

El último libro que publicó fue una colección de ensayos, A Man Without a Country, que además terminaba con un poema llamado Réquiem. Es tentador reproducir sus versos porque suenan a final perfecto, a círculo que se cierra, a síntesis ideal de obra y de pensamiento: “Cuando la última cosa viviente / haya muerto a causa nuestra, / cuán poético sería / si la Tierra pudiese decir, / en una voz que flotase / quizás / encima del suelo del Gran Cañón, / “Se ha cumplido”. / A la gente no le gustaba este lugar”.

Yo no creo en los finales perfectos. A mí me gusta estar acá. Aun en ausencia de Vonnegut.

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13 de abril de 2007
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Una bella película boba

¿Vieron 300? Aquí en la Argentina ya lleva dos semanas al tope de las recaudaciones. A mí me gustó, tanto como para permitirme disfrutarla a pesar de su tufillo fascista. Esta cuestión era parcialmente inevitable: nadie puede pretender corrección política mientras glorifique a Esparta, cuando se trataba en esencia de una sociedad esclavista, moldeada por y para la violencia. Pero hubiese preferido que la pintura del enemigo no fuese tan sesgada: que Xerxes no pareciese tan gay (en un artículo que escribió para Página 12, el escritor Carlos Gamerro dijo que la plataforma en que trasladan al persa parecía robada de una scola do samba: ¡me hizo reír mucho!) y que los enemigos de Esparta no fuesen tan sólo hombres con turbante sin rasgos distintivos, monstruos o soldados que esconden su deformidad detrás de máscaras. En materia racial, 300 tiene una política digna de Leni Riefenstahl. Eso sí, la gente que pretende asimilar a Esparta con USA y a los persas con el mundo árabe me causa mucha gracia. Es verdad que muchos árabes descienden de los viejos persas, pero en esencia 300 es la historia de un pueblo invadido por un enemigo infinitamente más poderoso, y en el mundo de hoy ese esquema sólo se aplica al Irak ocupado, precisamente, por la potencia militar y económica de los Estados Unidos.

Me gustó 300 porque me pareció una de las pocas traslaciones de la historieta al cine en que la potencia del relato original no se pierde. La técnica de filmar actores reales delante de una pantalla azul que después será completada por artistas digitales ya fue empleada varias veces, pero nunca con tan buen efecto. Yo tengo cierta debilidad por Captain Sky and the World of Tomorrow, aunque fracasó en todas partes. (En este caso le echo la culpa no a la técnica, sino al casting: Jude Law no funciona como héroe de acción y Gwyneth Paltrow es demasiado lánguida; para compensar la artificialidad del entorno hace falta gente que aunque actúe peor, derroche carisma.) Y aunque la gente insiste en que Sin City es mejor, yo siento que la traslación historieta-cine es perfecta en 300. Para mí Sin City es cine jugando a parecerse a la historieta, y 300 es cine puro sin necesidad de traicionar sus fuentes: lo que se llama una buena adaptación.

También me gustó porque me dio excusa para releer la obra de Frank Miller. Es uno de mis historietistas favoritos, tanto como guionista como en su rol de ilustrador. Puede que Sin City se haya convertido en su ciclo más popular a causa de la película, pero a mí me gustan más trabajos que no se conocen tanto, y mucho menos en español: Ronin, su interpretación de Daredevil, Give Me Liberty –y por supuesto Dark Knight Returns y Batman: Year One, que han sido parcialmente adaptadas (apropiadas, más bien) por las películas sobre el Hombre Murciélago que hicieron Tim Burton y Christopher Nolan. Miller es excesivo tanto en sus tramas como en sus trazos. Y su aliento es siempre épico: aun cuando reconocen las complejidades que el mundo contemporáneo presenta a la vocación del héroe, sus protagonistas –y Miller con ellos- las asumen. Contradictorios y a menudo cuestionables, los héroes de Miller se cagan en la corrección política y hacen el trabajo sucio sin chistar, porque están dispuestos a pagar el precio. Por el contrario, los Xerxes de hoy explotan, reprimen y hasta invaden sin resignarse a que el mundo haya descubierto el engaño: todos sabemos, ya, que aunque se vean bonitos y saludables por fuera, tienen un corazón negro y retorcido.

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12 de abril de 2007
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Titanes en el ring

La película que alquilé el otro día, cuando 88 minutes no estaba, fue una que quería ver hace tiempo. Se llama Half Nelson, la dirigió Ryan Fleck y está protagonizada por uno de los mejores actores de hoy, Ryan Gosling. Si digo que es de una de esas películas con profesores que enseñan a sus alumnos a apuntar más alto en la vida, me van a mirar con cara de desconfianza. Pero si agrego que a poco de empezado el relato, una de las alumnas pesca al profesor Daniel Dunn (o sea Gosling) intoxicado dentro de un baño a causa del crack que acaba de fumarse, la percepción seguramente cambiará. Esto no es Adiós, Mr. Chips ni La sociedad de los poetas muertos. Aquí no hay epifanías de trazo grueso ni momentos melodramáticos. Lo cual, por cierto, no significa que Half Nelson no hable a su manera de la necesidad de obtener algo parecido a la esperanza.

  La escuela en la que Dunn enseña queda en una de las zonas más humildes de Brooklyn. Drey (Shareeka Epps), la alumna que lo descubre, tiene un padre que no se hace cargo de ella, una madre que trabaja demasiado y un hermano menor en prisión. A pesar de que apenas ha entrado en la adolescencia, la vida ya le ha aplicado a Drey una media nelson, una de esas presas de lucha libre que lo ponen a uno contra el suelo, con un brazo retorcido a la espalda. ¿Cuáles son sus posibilidades reales de elevarse por encima de su circunstancia, de vivir una vida mejor que la de aquellos que la rodean? Lo más parecido a una perspectiva de futuro que posee es la que le otorga Frank (Anthony Mackie), el dealer que inició en su momento a su hermano y que ahora la apadrina para que se convierta en delivery girl.

Dunn parece haber tenido mejor suerte. Sus padres han militado en la izquierda durante los 60 (Dunn trata de ser amable con su madre concediéndole que ellos “frenaron una guerra”), lo cual le ha permitido criarse en un ambiente iluminado. Es fácil imaginarse que Dunn ha visto una y mil veces el reel documental que les pasa a sus alumnos en la escuela, en el que Mario Savio, que en 1964 era estudiante de la Universidad de Berkeley y líder del Free Speech Movement, dice: “Llega un tiempo en que la operación de la maquinaria se vuelve tan odiosa, enfermándonos tanto, que ya no podemos seguir formando parte de ella; ni siquiera podemos formar parte de manera pasiva, por lo cual no nos queda otra que arrojar nuestros cuerpos entre las ruedas, sobre las palancas, sobre el aparato, para hacer que se detenga de una vez”. Si los padres de Dunn hicieron caso al consejo de Savio, es obvio que la maquinaria los ha triturado. Hoy son cincuentones que beben demasiado, y que hasta se permiten expresar prejuicios que no hubiesen desentonado en boca de sus propios padres. Su enfermedad es la desilusión, y cuando los vemos resulta evidente que hace tiempo que han comenzado a automedicarse. Como Daniel Dunn, sin ir más lejos.

El profesor Dunn también ha sido tumbado por una media nelson. Querría cambiar las cosas, pero sabe que es el menos indicado para hacerlo. ¿Qué autoridad moral lo asiste para recomendarle a Drey que no caiga en la droga, cuando él mismo es víctima de una adicción que le resulta imprescindible para tolerar su existencia cotidiana? Half Nelson habla sobre males endémicos de nuestras sociedades, a la vez que escapa sabiamente de los lugares comunes. Nadie encontrará en la película respuestas predigeridas, ni resoluciones tranquilizadoras. Como Dunn dice, estos son problemas que nadie puede arreglar solo. La alegría serena que Half Nelson transmite se la debe al aprendizaje elemental que obtienen tanto profesor como alumna: el descubrimiento de que, al contar el uno con la otra y viceversa, han dejado de estar solos.

Lo cual, al menos en mi entender, es el comienzo de toda esperanza.

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11 de abril de 2007
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El Boomeran(g)
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