Marcelo Figueras
Por la cantidad y el tenor de los comentarios, resulta evidente que el texto sobre Cho Seung-Hui y la peligrosidad de las palabras tocó un nervio vivo. La primera conclusión que extraigo del asunto es que, antes que peligrosas, es obvio que las palabras son –o pueden serlo, al menos- ambiguas. Como lamenté la reacción que los profesores de Virginia tuvieron ante textos de Cho definidos como “perturbadores”, alguna gente creyó que yo estaba justificando sus crímenes. No justifico ningún crimen, y los de Cho menos que menos. Si la repulsa a un texto de ficción (Cho había presentado dos piezas teatrales a la consideración de sus mentores) fuese causal suficiente, los originales que son rechazados a diario por las editoriales del mundo generarían infinidad de desmanes. Y nadie en su sano juicio considera que un rechazo de esa naturaleza, por cruel o frustrante que resulte, justifica la comisión de crimen alguno.
A pesar de que lo aclaré con todas las letras, hubo también quien creyó que yo ligaba de manera causal la censura que los textos recibieron (en el sentido en que le hicieron notar a Cho que se trataba de textos censurables, esto es reprensibles) y la posterior concreción de los crímenes. Lo que lleva de un asunto a otro no es una lógica transitiva, el crimen no puede desprenderse de manera natural del acto de censura; pero el hecho de que la lógica que liga ambos asuntos no sea lineal ni cartesiana no implica que debamos ignorarla. No habrá causalidad pero es obvio que hay relación entre ambos hechos, y es esa relación la que debería cuestionarnos y movernos a la reflexión.
Cuando hablé de la peligrosidad de las palabras en relación al caso Cho, me refería al hecho de que por haber escrito dos piezas teatrales “perturbadoras” se le hizo sentir que era poco menos que un criminal… antes de que llegase a serlo en acto. Cho escribió textos de ficción, creó personajes imaginarios, combinó palabras sobre un soporte idéntico al que ahora leen, pero como lo hizo de una forma políticamente incorrecta (habló de cosas que muchos preferirían ignorar, con palabras que muchos desearían no oír) se hizo acreedor de una letra escarlata como la del relato de Hawthorne. Al chico problemático le colgaron del cuello un cartel que aumentaba su ignominia. Esto no justifica crimen alguno, pero marca para cualquier ser humano una estación nueva del vía crucis, un golpe más en un proceso de imparable caida. Si un Stephen King de 23 años presentase hoy el manuscrito de Carrie a sus profesores, sería rechazado por lo que se interpretaría como una reivindicación del accionar de Cho. Si un Chuck Palahniuk de 23 años presentase algunos capítulos de Fight Club a sus profesores, sería denunciado hoy ante los autoridades, espiado, vigilado –y quizás hasta detenido, en estos tiempos del Patriot Act que permiten encarcelar por obra y gracia de la razón de Estado.
Por supuesto que las palabras pueden ser peligrosas. Los que vivimos en países en los que tanta gente murió por emplearlas lo tenemos claro. Pero así como ocurre en el interior mismo de un discurso, la dimensión de las palabras es en buena medida una cuestión de contexto. Al menos en teoría, la repercusión de lo que digo y escribo debería ser muy distinta en el contexto de una sociedad represora, o de un país bajo gobierno dictatorial o de fuerza, que en el seno de una sociedad y de un gobierno democráticos. Román Pineda (o más bien su versión en negativo, puesto que firmó su comentario como Namor Adenip) recordaba casos en los que autores sufrieron represalias a causa de sus textos de ficción, desde el Vargas Llosa de La ciudad y los perros, pasando por José Martí y Reinaldo Arenas en dos Cubas muy distintas, y llegando al Orhan Pamuk que se negó a negar el genocidio armenio a manos de los turcos. Yo mismo he comentado aquí el caso de Rodolfo Walsh, cuyos textos eran considerados tan peligrosos por los militares que además de matarlo, se preocuparon de secuestrar todos sus originales. El asunto es que estos escritores actuaban a conciencia, sabiendo que lidiaban con gobiernos y opiniones públicas con fuertes componentes autoritarios. En cambio Cho escribió en el seno de una sociedad que se tiene a sí misma por la más liberal del orbe, paladín de la libertad de expresión en todos sus registros.
Más que de Cho y sus crímenes, de los que sólo sabremos lo que nos digan los medios, me interesaba hablar del panorama que abría su tragedia: ahora que se considera que los textos "perturbadores" pueden ser la antesala de un crimen, todo escritor que actúe en territorio de los Estados Unidos –ya sea como estudiante, como amateur o como profesional- lo pensará dos veces antes de dejar volar su imaginación y plasmar distopías o cuestionarse por los aspectos más oscuros del alma humana. (Después de todo las piezas teatrales de Cho no hablaban de Al Qaeda sino sino de abusos sexuales, expresados en lenguaje profano.) Escribir algo “perturbador” –insisto en las comillas, porque la definición no es mía sino de los profesores de Virginia Tech- puede significar que ese autor es una influencia igualmente perturbadora, y por ende digno de sospecha y de vigilancia. Lo cual permite extender la doctrina bushiana de los ataques preventivos a la vida cotidiana de la sociedad, y en el territorio de su propio país.
Pretendí sugerir, pues, que a partir de Cho los escritores que viven al norte del Río Grande no tendrán más remedio que comprender que su América ya no es la de Abraham Lincoln, y ni siquiera la de Henry Miller, y que por lo tanto deberán hacerse cargo de la potencial peligrosidad de sus palabras –en especial, para sus propias personas.
En lo que a mí respecta, como ya he dicho más de una vez, soy de los que creen que ser escritor implica por definición estar enfrentado al Discurso Único: porque cuestionar lo establecido es parte esencial del impulso creador.