Marcelo Figueras
Uno de los momentos que más disfruto de la escritura de una novela es la investigación previa: el momento en que los libros que necesito leer a modo de consulta empiezan a apilarse peligrosamente –con peligro para mi integridad física, quiero decir- sobre el escritorio y los anaqueles circundantes. En este momento, sin ir más lejos, tengo a mano Opium: A History, de Martin Booth; una antología de William Blake; Le Morte d’Arthur, de Sir Thomas Malory (en dos volúmenes, que en este caso implican relectura), y otros libros con información histórica sobre Arturo y sus tiempos: por ejemplo Arthur’s Britain, de Leslie Alcock y obviamente Monmouth y su Historia de los reyes británicos; también he metido en la pila Los siete pilares de la sabiduría, de T. E. Lawrence, el célebre Lawrence de Arabia, y una Enciclopedia de la Navegación, y un libro que cuenta la historia de aquellos que desarrollaron el saber que entraña hacer mapas: The Mapmakers, de John Noble Wilford –y esto es tan sólo el comienzo.
Por supuesto que podría arreglármelas con menos libros. ¿Pero cuál sería la gracia, en ese caso? La literatura es la excusa perfecta para leer sobre asuntos maravillosamente variopintos que de otra manera nunca habrías investigado, y utilizar esas lecturas para imaginarte otras vidas, otros mundos, otras culturas. Yo no vivo esta fase como castigo, por el contrario, es un disfrute de principio a fin: te enteras de infinidad de asuntos deliciosos, y por el camino vas encontrando pequeños ladrillos que contribuyen con tu propia construcción. (Lo he dicho más de una vez, y lo repito: la mía es la mejor profesión del mundo.)
A fin de cuentas, escribir una historia se parece mucho a emprender una aventura. Y con la excepción de aquellos personajes que se ven lanzados al camino de manera brutal, la mayoría de los protagonistas de una aventura debe pasar primero por un período de aprendizaje y de preparación. Por supuesto, durante todo ese proceso uno arde en deseos de cortar amarras antes de tiempo y lanzarse de una vez a los mares que ansía navegar; pero como por otra parte no quiere naufragar a la primera tormenta, se refrena y regresa al escritorio, sometiéndose a su tutor imaginario. (El mío se parece mucho al Merlín de La espada en la piedra.)
En eso estoy, pues.