Marcelo Figueras
Anoche la filial latina de HBO estrenó la segunda temporada de Roma, una de sus producciones originales para la televisión. Así como la primera temporada se ocupó del ascenso al poder de Julio César, la segunda se dedica a los convulsionados años que sucedieron a su asesinato: esto es la historia de Marco Antonio, de su fatídica asociación con Cleopatra y de la consagración de Octavio como Emperador Augusto. Una historia a la que hemos atendido una y mil veces, de manera obligatoria durante los años escolares y por placer al entregarnos a diversas adaptaciones literarias y cinematográficas, pero que nunca deja de seducirnos –por razones que bien valdría la pena investigar.
La temporada inicial de Roma me gustó, pero sin mayores entusiasmos. Nunca me saqué de la cabeza que se trataba de una relectura de la miniserie británica Yo, Claudio, sólo que filmada en exteriores con un presupuesto infinitamente superior y permitiéndose todas las licencias (en materia de violencia, de sexo y de profanidad) que la televisión de los años 70 ni siquiera podía imaginarse. Si hay que creer en las declaraciones oficiales de HBO, esta segunda temporada de Roma es la última, lo cual de alguna manera suscribe mi teoría: Roma terminará allí donde la historia de Yo, Claudio comenzaba, proponiéndose a sí misma como material complementario; una prequel apócrifa.
Hace algunos meses me compré la versión en DVD de la miniserie basada en los libros de Robert Graves Yo, Claudio y Claudio el Dios. A pesar de los elementos que hoy le juegan en contra (la impronta teatral, las constricciones que resultan del trabajar dentro de un estudio de TV), el relato sigue funcionando maravillosamente. Algunas de las razones de su excelencia son obvias: el guión de Jack Pulman, las actuaciones de Derek Jacobi como Claudio, John Hurt como Calígula y Sian Philips como la pérfida Livia. Otras son más subjetivas, lo cual no las vuelve menos importantes. Creo que Yo, Claudio en su momento y hoy Roma triunfan porque muestran la Historia con mayúsculas a la manera del melodrama. O para ponerlo de forma: Yo, Claudio es un teleteatro con todas las letras, un culebrón que en lugar de tener al trepador convencional como villano, lo tiene a Calígula.
La dinámica de la historiografía obliga a desmenuzar los hechos para analizar sus causales políticos, económicos, sociales o culturales. Lo que los libros más genéricos no tienen tiempo de contemplar es la forma en que otros factores –a los que quizás deberíamos denominar simplemente humanos, siguiendo a Graham Greene- también incidieron sobre los grandes actores de la Historia. Dirimir, por ejemplo, si Augusto era tan manipulable como Graves pretende y si en ese caso deberíamos atribuirle muchas de las políticas imperiales (¡y tantos de los crímenes!) a su esposa Livia. (El del rol de las mujeres es todo un tema, ya que el hecho de que no condujesen guerras ni firmasen tratados tiende a condenarlas a unas sombras en las que no vivieron: grandes o pequeños, todos los hombres han conversado desde siempre con sus esposas sobre su día de trabajo… y escuchado, por ende, sus consejos.) Desde que la Historia se ganó sus mayúsculas, reyes, emperadores y estadistas fundamentaron sus actos con argumentos que pretendieron concluyentes, pero nunca confesaron el peso de sus inseguridades, de sus enfermedades o de sus pasiones en la toma de esas decisiones. No existe uno sólo de nosotros que no haya tomado alguna decisión vital por obra de la pasión, o por motivos que distan de los que confesó en su momento. Por eso nos gustan Yo, Claudio, Roma y tantas otras dramatizaciones de la Historia, porque sacan a los personajes del bronce y los convierten en gente parecida a uno, que con mayor o menor conciencia de la trascendencia de sus actos trataron en su momento de hacer lo que todos: ser felices a su manera, imponerse a sus adversarios o, en el peor de los casos, al menos sobrevivir.
Esta noche HBO estrenará otra miniserie, una que a pesar de que no lidia con personajes que determinan el destino de naciones, supo siempre que los seres humanos tomamos decisiones no sólo con la cabeza, sino también con el cuerpo entero. Prime Suspect 7 es el tramo final del ciclo que durante tantos años protagonizó la maravillosa Helen Mirren. O sea que hoy por la noche tengo cita con Jane Tennison, su personaje recurrente. Lo cual es una manera alambicada de confesar que hoy voy a ser feliz.