¿Cuánto menos sabríamos de historia –en un nivel superficial, al menos- de no ser por el cine? Pocos días atrás me quedé prendado de una peli de Michael Apted que emitía la TV: Amazing Grace (2006) recrea la vida de un señor llamado William Wilberforce de quien al menos yo nunca había oído hablar. Dejé de hacer zapping impresionado por el cast: Albert Finney, Rufus Sewell, Michael Gambon, Ciaran Hinds, Toby Jones, Romola Garai… El protagonista no me atraía demasiado (Ioan Gruffudd, a quien la mayoría conocemos por la flojísima King Arthur y su rol de científico elástico en las pelis de Los Cuatro Fantásticos), pero el resto de los actores sugería que debía haber allí algo que valía la pena.
Y lo había, aunque más no sea para aprender algo sobre Wilberforce, este inglés que (como se imaginarán, apenas terminó el film corrí a Wikipedia) hizo campaña en la Cámara de los Comunes para que se aboliese el tráfico de esclavos y tardó veintiséis años (sí, leyeron bien: veintiséis… ¡a eso le llamo yo perseverancia!) en conseguir que aprobaran su proyecto.
Amazing Grace no es nada del otro mundo, pero consiguió emocionarme. Sin embargo mientras la miraba se me cruzaron un par de ideas, que comparto ahora con ustedes en la esperanza de recibir ecos que potencien mi pensamiento. La primera: cuánto más tranquilizador es ser espectador de un relato que detalla una campaña épica, sí, pero distante, que por añadidura versa sobre un tema que hoy ya nadie se atrevería a discutir. (¿Quién levantaría la mano en estos tiempos en defensa de la esclavitud?) Imagino que una película actual con el mismo tono de Amazing Grace pero dedicada a, por ejemplo, Evo Morales, generaría resistencias que la de Apted no encontró, a pesar de que no costaría nada encontrar paralelos entre la gesta de Wilberforce y la del actual presidente de Bolivia.
Y segundo: el hecho de que la noción de esclavitud nos resulte repugnante no niega el hecho de que sigue gozando de buena salud en nuestras sociedades –por supuesto, adaptada a las formalidades y la corrección política que define el relato de la época. Quiero decir: para los ingleses del siglo XIX que habían tenido la suerte de nacer en buena cuna y recibir educación acorde, convivir con esclavos era algo natural, uno de esos signos quizá algo lamentables de su tiempo que, sin embargo, parecían tan fuertemente establecidos como imposibles de ser modificados. (Desde el reparo de su decorado de época, Amazing Grace no temía llamar al tema por su nombre: ¿cómo abolir la esclavitud, cuando todo el comercio del Imperio Británico parecía depender de su existencia?) Sin ánimo de negar los avances en el terreno institucional y legal que nos separan del tiempo de Wilberforce, no puedo dejar de preguntarme si hoy no toleramos con la misma naturalidad la existencia de los homeless y de los que piden monedas en la calle, pero ante todo de los millones de trabajadores que en el mundo entero trabajan sin protección alguna, durante horarios inhumanos y a cambio de salarios que no los elevan por encima del nivel de supervivencia; y si nuestra complacencia, en suma, no responde a la misma convicción de que sin todos esos (casi) esclavos nuestro mundo cotidiano, películas incluidas, no sería para nosotros tan pero tan confortable como ahora lo es.
