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Escrito por

Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El obispo del diablo

¿Vieron las imágenes del obispo Richard Williamson tratado de esquivar a un periodista de la TV en el aeropuerto de Ezeiza, y finalmente agrediéndolo? Todavía no llegó a YouTube, al menos mientras escribo este texto, pero seguramente no tardará.

          Tocado con gorra y gafas negras, el obispo ignora las preguntas de Norberto Dupesso, cronista del canal TN en el aeropuerto. Como las preguntas no cejan y Dupesso escapa del abrazo de los guardaespaldas para insistir en ellas, Williamson -ese hombre de Dios- gira hacia el periodista, lo mira con ira indisimulable y alza un puño en amenaza. Dicen que también lo insultó, aunque la versión que vi, tapada por las voces de los conductores del noticiero que cacareaban encima, me impidió oír lo que dijo. Lo cierto es que después de la amenaza Williamson retoma su camino... y de paso aprovecha para empujar a Dupesso contra una columna.

          Qué hombre más nefasto. ¿Negar la existencia de las cámaras de gas operadas por los nazis, reducir los seis millones de muertos del Holocausto a unos ‘meros' 200.000 -como si el horror de su destino pasase por la cifra y no por la práctica? Me alegra mucho que el gobierno argentino haya encontrado un tecnicismo legal que le permitió expulsarlo del país. En cualquier caso, que exista gente como Williamson no debe llamar la atención de nadie. Es una de las tantas consecuencias nefastas de nuestros monoteísmos. Cuando un hombre se habitúa a la idea de ser la encarnación viva de una Verdad revelada, y por ende incuestionable, que diga barbaridades convencido de estar en lo cierto deja de sonar a excepción para parecerse demasiado a la norma.



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25 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Llegaron las viudas

En estas páginas suelo dejarme llevar por mis aventuras como espectador y / o lector -algo que ha sido desde que tengo memoria, y que seguiré siendo mientras la conserve-, porque compartirlas es parte de su gracia. Pero a veces, de puro habituado a ser el ojo que observa, me olvido de referir cosas que quizás encuentren interesantes y que relego porque me relaciono con ellas de un modo distinto. A saber:

          Ayer viví una experiencia interesantísima. Me refiero a la lectura por parte de todo el cast del guión de Las viudas de los jueves, una película basada en la novela de Claudia Piñeiro que Marcelo Piñeyro -apellidos parecidos, pero no iguales- empezará a rodar el lunes 2 de marzo aquí, en Buenos Aires con producción de Tornasol y Haddock Films. La adaptación de la novela la hicimos Piñeyro y yo. Y los actores son un verdadero seleccionado de aquí y de allá: Juan Diego Botto, Leonardo Sbaraglia, Gabriela Toscano, Pablo Echarri, Ana Celentano, Ernesto Alterio, Gloria Carrá, Adrián Navarro, Juana Viale.

          El hecho es simple: se trata de leer el texto del guión, con cada actor interpretando su personaje, del mismo modo en que podría ser leida una pieza teatral. A pocas horas del comienzo del rodaje, esa lectura tiene un valor muy especial. Para el director porque le da un vistazo panorámico del relato. Y para el guionista, porque constituye la primera vez que su criatura se despereza para adquirir algo parecido a la vida. Esa lectura se parece a los primeros cincelazos sobre el bloque de mármol: confirma si la forma ideal que le habíamos imaginado resiste el test de la materia.

          En este caso lo resistió. Las viudas es una historia actualísima, en tanto habla de mundos que se derrumban y de nuestra incapacidad para anticiparnos a su caida. Es una instantánea del momento en que una sociedad reacciona de manera salvaje, y su mérito -sospecho- pasa por su búsqueda de humanidad aun en el más cuestionable de sus personajes. O por lo menos eso creí ayer, cuando toda esa gente talentosa empezó a probarse pieles distintas de las suyas, buscando el elusivo milagro del arte.



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24 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Oscar en directo

23,31 HA (Hora Argentina, por llamarla de alguna manera): Hugh Jackman abre la ceremonia de entrega con un número musical muy simpático que aprovechó para burlarse de la recesión. Este hombre hace todo bien -actuar, cantar, bailar- y esta oportunidad no es la excepción, pero de todos modos extraño los monólogos humorísticos de apertura. Durante muchos años fueron lo mejor de la noche, el único momento que transmitía algo de agudeza o de mordacidad. ¿Quién fue el genio al que se le ocurrió sacarlos?

 

23,44: El primer premio es el de Mejor Actriz de Reparto. Para aumentar el interés del momento los productores -gente literal- deciden aumentar la cantidad de presentadores: de los dos habituales a cinco. Lo único que consiguen es hacerlo todo más l-e-n-t-o. No vi Vicky Cristina Barcelona, pero el premio a Penélope me alegra: es una forma de que quede en casa.

 

 

23,57: ¿Milk, mejor guión original? ¿Qué premio darle al de Wall-E, entonces: el Nobel? De todos modos, la puesta en escena de los galardones al guión supera en mucho la de otros años. Y dadas las opciones, la estatuilla a Simon Beaufroy por Mejor Guión Adaptado (Slumdog Millionaire) me pareció la más elegante de las salidas.

 

00,05: Gran chiste en boca de Jack Black. Dijo que la mejor manera de ganar mucho dinero prestando su voz a un dibujo animado era trabajar en uno de Dreamworks y apostar lo ganado al triunfo de uno de Pixar. A continuación la victoria de Wall-E le dio la razón.

 

00,32: Ben Stiller se burla de Joaquín Phoenix y su pretensión de retirarse del cine para dedicarse al rap. Es gracioso, aunque me pregunto cuántos de los que ven este show por TV están al tanto de la excentricidad de Phoenix.

 

00,38: Lo que resulta evidente a esta altura es que los cortes publicitarios son brevísimos. Los anunciantes deben haber brillado por su ausencia...

 

00,44: El clip dirigido por Judd Apatow burlándose de The Reader y Doubt como si fuesen comedias fue realmente divertido. Especialmente cuando Seth Rogen y James Franco se rieron del humor involuntario que inspira Mamma Mía!

 

00,54: ¿El medley de musicales con Beyoncé, Zac Efron, Vanessa Hudgens y Amanda Seyfried? Vistoso e innecesario: un intento vano de captar un público más joven, que seguramente a esa hora estaba en un bar o viendo True Blood.

 

01,07: Merecidísimo Oscar a Heath Ledger por el Joker de The Dark Knight. Lástima que haya tenido que ser póstumo. Su hermana mencionó que Ledger había llegado a imaginar esa instancia. Como diría Rodolfo Walsh: on oscuro día de justicia.

 

01,35: Otro premio merecido, como ya lo anticipé la semana pasada: el de Chris Dickens, editor de Slumdog Millionaire. Se hizo cargo de un verdadero desafío y no sólo lo resolvió, sino que engrandeció el film resultante.

 

01,44: Jerry Lewis recibe el premio humanitario Jean Hersholt por su trabajo de décadas a favor de los niños con distrofia muscular. Seguramente se lo merece -tanto como mereció en su momento un Oscar de verdad por su labor artística, que nunca recibió. Esas maneras que tiene la Academia de reparar, mal y tarde, injusticias históricas...

 

01,57: John Legend canta el fragmento de la canción de Wall-E que Peter Gabriel no quiso cantar, negándose a comprometer su integridad melódica. Que acto seguido Gabriel perdiese el Oscar no sorprendió a nadie. Gente rencorosa, la de la Academia...

 

02,06: Sin cuestionar la calidad de la japonesa ganadora, Departures, me sorprendió que el Oscar a la Mejor Película Extranjera no lo ganaran ni la francesa The Class ni la israelí Waltz With Bashir. Una elección llamativamente despolitizada... o si se lo piensa mejor, profundamente política.

 

02,20: Danny Boyle gana Mejor Director por Slumdog, que hasta ahora viene arrasando. Y de esa manera deja a La playa en el piadoso olvido que en verdad se merece.

 

02,32: Kate Winslet gana el premio a la Mejor Actriz por The Reader, que no he visto. Siempre ha sido buenísima, aunque debería haberlo ganado por Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Mi corazoncito estaba con Anne Hathaway por su papel en Rachel Getting Married.

 

02,43: Sean Penn le arrebata el Oscar a Mickey Rourke. Me pasé los últimos días tratando de decidir a cuál de los dos prefería. Penn está impresionante en el papel de Harvey Milk, pero -me acabo de dar cuenta, aunque parezca mentira-, Rourke me hizo temblar como Randy ‘the Ram' Robinson en The Wrestler. Verlo, hasta en la más inocua de las escenas, es ver a un hombre que se sabe al final del camino. Estremecedor, Mickey. Ojalá no haga lo de su personaje y desperdicie esta segunda oportunidad, a pesar de la decepción de haberse ido a casa con las manos vacías.

 

02,52: Slumdog Millionaire corona su performance arrasadora y se lleva el Oscar a la Mejor Película. Me voy a dormir contento. En Europa debe estar amaneciendo...

 

 



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23 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cuenta regresiva para el Oscar (2)

Dos de las candidatas a mejor película son relatos sumamente estilizados, que apuntan a una épica de lo personal: The Curious Case of Benjamin Button, de David Fincher, y Slumdog Millionaire, de Danny Boyle.

          Con Button me pasó una cosa curiosa. Durante la primera media hora sentí un entusiasmo enorme: me parecía que el guión de Eric Roth (uno de los escribas más respetados de Hollywood, a quien suele recordarse por Forrest Gump) se había liberado de toda atadura y prejuicio y narraba con aliento y recursos que sólo puedo describir, intentando elogiarlos, como literarios. Después empecé a verle costuras, a disfrutar menos de algunos episodios y a encontrarle defectos estructurales. Pero cuando terminó -y sólo cuando términó, mientras rodaban los créditos- la película me arrasó como una ola.

          David Fincher me parece uno de los pocos autores del cine americano de hoy: Seven, Fight Club y Zodiac son películas que me gustan mucho. Creo que la crítica no le perdonó Button porque tiene elementos emocionales que hasta ahora estaban ausentes de su cine. Durante muchos años el guión de Button circuló por Hollywood con la doble leyenda de que era genial y a la vez infilmable. Inspirado en una narración breve de F. Scott Fitzgerald, Button narra la historia de un hombre que nace viejo y rejuvenece año tras año, rumbo a una muerte que sólo lo encontrará cuando llegue a bebé. Fincher se hizo cargo de la dificultad de filmar lo imposible, utilizando la tecnología digital para tornar verosímiles las distintas edades del personaje interpretado por Brad Pitt. Pero se acobardó con los elementos emocionales, que trató de limitar al máximo. La elipsis que nos roba la reacción de Button ante la muerte de su madre nos roba, también, una posibilidad importante de aproximarnos al interior de un personaje que ya resulta distante por la peculiaridad que define su vida.

          De todos modos, más allá de lo que yo entendí como defectos, la película me conmovió. ¿Habrá influido el hecho de tener la edad que tengo a la vez que soy padre de un niño de meses? Seguramente: estoy muy sensible a la velocidad con que transcurre la vida y a lo efímero de (casi) todo. Siento, como Button, que los días se me escurren entre las manos como agua; pero creo como Daisy (una Cate Blanchett más bella que nunca) que algunas de las cosas que he vivido y estoy viviendo -las más esenciales, qué duda cabe- seguirán latiendo aun cuando yo ya no esté.

          En cambio Slumdog Millionaire nunca escapa a la emocionalidad. Historia de un niño de la calle de Mumbai, India, que llega a competir por 20 millones de rupias en el programa televisivo ¿Quién quiere ser un millonario?, Slumdog es un vendaval que arrastra al espectador, llevándolo de paseo por todas las emociones y apelando a todos sus sentidos; pocas películas he visto más llenas de color y sonidos inolvidables -casi juraría que hubo secuencias en las que pude oler los perfumes del lugar.

          Muchos han dicho que la película tiene un aire dickensiano, no porque haya sido editada por Chris Dickens -que dicho sea de paso, se merece su Oscar- sino por su mirada a la crueldad en que crecen tantos niños y su sentimentalidad desembozada, tan propia del autor de David Copperfield. Yo creo que antes que eso es cine puro: un relato que hace uso de casi todos los recursos lícitos del medio, nos cuenta un mundo que hasta entonces desconocíamos, pone a funcionar todas nuestras emociones y nos hace pensar mientras avanza como un tren que nunca deja de ser una fiesta. Quizás no sea genial, pero es todo lo que yo busco en una película cada vez que voy al cine. De todas las candidatas al Oscar que vi me parece la más perfecta, porque no sucumbe a ningún prejuicio -como creo que hizo Fincher- y porque al igual que su protagonista, el delicioso Jamal, hace todo lo que es necesario para ganar.

           Si Wall-E y The Dark Knight compitiesen en esta categoría, tal vez dudaría. Pero como a una la mandaron a Cine Animado y la otra no figuró, mi corazón -siempre dickensiano, qué duda cabe- está con Slumdog.



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20 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cuenta regresiva para el Oscar

No se rían de mí, pero la entrega de los Oscars me produce un entusiasmo infantil que debe parecerse, imagino, a lo que sienten los futboleros en la inminencia de un match importantísimo. Por supuesto que soy consciente del relativo valor del premio, pero no puedo dejar de involucrarme en la lidia con ese espíritu -nuevamente infantil, adjetivo que para mí dista de lo peyorativo- de quien se hace cruces y reza para que salgan victoriosos aquellos que en verdad merecen alguna gloria -por efímera, por superficial que sea.

          De las películas candidatas, ayer vi las dos con un trasfondo más claramente político: Milk, de Gus Van Sandt, y Frost / Nixon, de Ron Howard. Ambas están basadas en historias reales: Milk recrea la vida del primer funcionario electo abiertamente gay de la historia de los Estados Unidos, que resultó asesinado por un colega con pasado de policía e innegable homofobia. Frost / Nixon lleva al cine la obra original de Peter Morgan -el guionista de The Queen- sobre la célebre entrevista que Nixon concedió al animador televisivo David Frost luego del escándalo de Watergate. Las dos cuentan además con la fortaleza de sus protagonistas: Sean Penn como Harvey Milk y Frank Langella como Nixon. (Aunque es una pena que no hayan seleccionado también a Michael Sheen, que está perfecto como Frost -apenas una entre las tantas injusticias de cada edición del Oscar.)

          Milk me decepcionó un poco. Me gusta la historia, Penn está magnífico como es su costumbre en la más que adecuada compañía de, entre otros, Emile Hirsch y Josh Brolin, y todo transcurre de la más correcta de las maneras. Pero en esencia es lo que suele llamarse una biopic, esto es la convencional biografía cinematográfica de un personaje histórico, a pesar de haber sido dirigida por Gus van Sandt, que en otro momento ha puesto su firma a films tan intensos como personales, desde Drugstore Cowboy a Elephant. Sus defectos son los mismos de cualquier biopic, empezando por la dificultad de reducir una vida real a un desarrollo dramático efectivo: por lo general estas películas se convierten en una sucesión de anécdotas que cuentan momentos de la vida del personaje -una suma que siempre es inferior a la suma de sus partes. Yo nunca encontré a Milk en Milk.

          Frost / Nixon, y dicho esto a conciencia del desprecio que suele inspirarme el softie de Ron Howard, funciona mucho mejor: tensa como la cuerda de un buen arco. Aquí también había un desafío narrativo innegable: ¿cómo convertir la grabación de una entrevista televisiva en un relato que no induzca nadie a una siesta fuera de lugar? Pivoteando entre la intimidad de Frost y la de Nixon, la obra-guión de Morgan consigue pintar a dos personajes que se están jugando el todo por el todo: Frost se arriesga a hundir su carrera en el olvido si la entrevista fracasa, y Nixon ansía reivindicarse ante el mundo después del abismo en que Watergate lo hundió.

          Lo llamativo es que los motivos que alientan a ambos hombres son igualmente egoístas, y por eso venales tratándose de cuestiones de Estado. Y lo más llamativo aun (o no tanto, tratándose de Howard: no sé si la obra original pone los mismos acentos) es que Frost / Nixon termina haciendo lo que las entrevistas originales no pudieron: aunque no exonera al Presidente indigno, lo muestra como un ser falible y por ende merecedor de piedad. De los dos personajes, Nixon es el único que tiene un momento de profunda sinceridad. Frost, en cambio, es un ser frívolo que humilla al ex hombre más poderoso de la Tierra tan sólo para recuperar su mesa en Sardi's.  

          Mañana les cuento de las otras películas que vi.



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19 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Principios irresistibles

Hay comienzos de la literatura que hoy son clásicos entre los clásicos. Empezando por la mismísima génesis del asunto: ‘En el principio creó Dios el cielo y la tierra', dice aquel que es padre y madre de todos los libros. ‘En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor', arranca el Quijote. ‘Llámenme Ishmael', invita Melville en Moby Dick, estableciendo una complicidad inmediata entre autor y lector. ‘¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte...!', amenaza el mejor libro de Sarmiento. ‘Si resultaré o no el héroe de mi propia vida, o si esa dignidad le corresponderá a alguien más, estas páginas deberían demostrarlo', dice Dickens al comienzo de David Copperfield. (Un comienzo que ha sido recreado, con la intención de negarlo, por Salinger en The Catcher in the Rye.) No es el único de los comienzos de Dickens que merece el bronce. Mi favorito, sin ir más lejos, es el primer párrafo de Bleak House.

          Pero por supuesto, no hay que irse tan lejos para encontrar frases de esas que tornan imposible dejar la novela. Me gusta el comienzo de The World According to Garp, de John Irving: ‘La madre de Garp, Jenny Fields, fue arrestada en Boston en 1942 por herir a un hombre dentro del cine'. Simple e irresistible: uno muerde el anzuelo de inmediato, y sigue porque no tolera no saber qué fue lo que motivó tan peculiar acto de violencia.

          Pero entre los clásicos modernos, pocos comienzos más espectaculares que el de London Fields, de Martin Amis:

          ‘Esta es una historia verdadera pero no puedo creer que esté ocurriendo de verdad.

         Es la historia de un crimen, también. No puedo creer la suerte que tengo.

         Y una historia de amor (creo), entre todas las cosas extrañas, de manera tan tardía en el siglo, de manera tan tardía en el maldito día.

         Esta es la historia de un crimen. Todavía no ocurrió. Pero ocurrirá. (Más le vale.)'

          ¿Acaso hay muchos placeres mayores que el de abrir un libro y verse compelido a seguir hasta el final?



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18 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La librería como encrucijada

¿Cómo eligen ustedes los libros que compran? Me quedé pensando en el asunto después de haber relatado cómo fue que me decidí por el de Coetzee... Quiero decir, supongo que todos entramos en la librería con una vaga intención: nombres que llevamos anotados en la lista mental del debería o del me gustaría, recuerdos de algún artículo que despertó nuestro interés, temas que inspiran interés o curiosidad, memoria de la lista de best-sellers, recomendaciones que nos hizo alguien de confianza... La pregunta es: ¿qué resulta más determinante? ¿El peso del deber -esa cuestión del leer lo que hay que leer y cuando hay que leerlo, a la manera del ínclito Bermejo Suárez- o la inspiración del momento?

          Cuando era más joven me entregaba a las arideces del deber. Así compré docenas de libros que me torturaron y nunca terminé, por cada uno de la lista -del Canon, diría el viejo Harold- al que sinceramente conseguí sacarle el jugo -lo cual supone, de manera inevitable, disfrutar.

          Desde entonces me dejo llevar por la intuición y la necesidad. La necesidad tiene que ver con las ficciones que escribo, que me fuerzan a leer muchos libros en busca de información. (Como ya dije alguna vez aquí mismo, a veces pienso que escribo novelas para inventarme excusas que me permitan leer libros que de otra manera nunca leería. Si así no fuese, no sé si viajaría en el metro leyendo The History of the Kings of Britain de Geoffrey of Monmouth.) La intuición, en cambio, funciona como la improvisación musical. Muchas veces entro en una librería sin la menor intención de llevarme nada. Pero me encuentro con libros -con títulos, con tapas- que proponen un tema, una sensación, o reavivan viejos fuegos, y me dejo llevar. El espíritu sabe lo que quiere, lo que busca, aun cuando nosotros no.

          Eso sí: sea el libro que sea, debe sortear la prueba de las primeras páginas. Aunque se trate de un premio Nobel, tiene que tolerar que lea de parado el comienzo de la historia. Y si en esa instancia no me produce nada, el libro regresa a su estante y si te he visto no me acuerdo.

          Las primeras páginas son la invitación que hace el escritor para que entremos a su casa (ficticia). Y si bien existen milllones de comienzos sin gracia ni interés alguno, o formulados a desgano -como si el escritor en realidad no quisiese invitar a nadie a jugar, buey que prefiere lamerse solo-, hay comienzos de novelas que son invitaciones indeclinables. ¿Recuerdan alguno que los haya marcado? La seguimos mañana...

 

 



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17 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El dilema del hombre blanco

Sólo a mí se me ocurre llevarme para las vacaciones una novela llamada Desgracia.

          Nunca había leido nada de J. M. Coetzee, dos veces ganador del Booker (una de ellas por Disgrace, si ir más lejos) y premio Nobel 2003. La cuestión es que pasé por la librería del barrio en busca de un libro para mi hija, me crucé con Disgrace y la combinatoria adecuada (los mencionados laureles, la anécdota atractiva que glosaba la contratapa y unas primeras páginas promisorias, leidas de parado) terminó determinando la compra.

          Fue una buena decisión. Aunque Disgrace arranca como esas novelas de Philip Roth que me interesan tan poco -hablo de aquellas con profesor universitario de libido inflamada que mete la pata más temprano que tarde-, enseguida da un viraje que la lleva a territorios más interesantes. Después de perder su trabajo en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, el profesor David Lurie elige tomar distancia del escarnio, instalándose en la finca que su hija Lucy lleva adelante en el interior del país. Lo que allí ocurrirá (que no revelaré, puesto que les estoy recomendando el libro) empuja el relato a las zonas inquietantes que tanto me gustaban de los primeros filmes de Peter Weir, como La última ola y Picnic at Hanging Rock. (¿Habrá influido en Coetzee la adopción de la ciudadanía australiana que Weir ostenta de nacimiento?) Quiero decir: relatos que, a partir de la oportunidad que presentan sociedades post-coloniales como las de Sudáfrica y Australia, dramatizan la precariedad del concepto de civilización.

          Weir apuntaba a la debilidad en los cimientos de nuestro edificio racional, en un mundo que los socava cada vez más en los hechos (¿o no parece estar nuestro destino sometido a fuerzas más allá de todo control?) de modo que parece conectar mejor con las explicaciones míticas (de ahí la revitalización de tantas religiones y el surgimiento de tantos cultos) que con las pretensiones de Descartes. Coetzee suma a esos ecos los políticos y sociales, inevitables en un país que, como Sudáfrica, ha visto sacudido su statu quo desde la raíz en los últimos años.

Lo cierto es que Disgrace vale la pena. Está escrita con una prosa cortante, su relato seduce y es perturbadora. Ya estoy pensando cuál será la próxima novela de Coetzee que me voy a comprar...



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16 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Aleph llegó al cine (4)

Para persuadirnos de que todo entra, o al menos podría entrar teóricamente, en la película Historias extraordinarias, Llinás emplea dos procedimientos. Al primero lo podríamos denominar paraliterario, y pasa por la omnipresente voz en off. Recurso vilipendiado en el cine -es de esas cosas que se supone que no hay que hacer, aunque a mí me encante-, las voces que narran Historias extraordinarias (que son tres, así como sus protagonistas) la recorren de punta a punta y no se ausentan casi nunca. En la película casi no hay diálogos: la palabra está en boca del narrador, o más bien de los narradores. Su tono es casi tan importante como sus palabras: adopta una actitud de OK, les voy a contar una(s) historia(s) que crea complicidad con el espectador a la vez que nunca se desdice. Es decir, nunca establece que va a dejar de contarnos historias. En este sentido, da por sentado de que aunque el film-punto de luz se apague las historias continuarán, porque como dice el doctor Manhattan en Watchmen, nada termina nunca.

El segundo procedimiento es puramente cinematográfico y pasa por la (re)contextualización de la cita. En los episodios que utiliza para recrear una imagen icónica de The Searchers de John Ford o meterse en el país de Truffaut -uno de los capítulos se llama Las dos hermanas, parafraseando el título y el triángulo de Las dos inglesas-, Llinás parece sugerir que John Wayne está vivo y vive en Pehuajó, o bien que cualquiera de nosotros, por impresentable que luzca ante el espejo, puede ser Jean-Pierre Léaud. Ya está claro que las películas de la historia han entrado en nosotros. Quizás sea este el momento de entender que llegó la hora de que nosotros entremos en las películas.

Por supuesto, la película no es perfecta. (No podría serlo por definición. El Aleph del cuento ni siquiera es el verdadero, del mismo modo en que Historias extraordinarias tampoco es la versión ideal de Historias extraordinarias.) Leí por ahí que un cineasta extranjero dijo que no estaba bien filmada. Claro que no lo está. ¿Quién podría filmar bien con un presupuesto de cuatro pesos con veinte? En el sentido más llano, la película se ve ‘fea' y su luz suele ser ‘opaca'. Pero Historias extraordinarias funciona en un sitio que está más allá de las predilecciones estéticas. Como ante un cubo de Rubik, lo que cuenta no es si llegamos o no a igualar los colores de sus caras sino la perfección del mecanismo. Imagino que los prototipos de televisor deben haber sido cajones toscos que reproducían imágenes borrosas, pero la gracia estaba en juzgar no tanto lo que mostraban, sino su potencialidad.
Habrá, por cierto, quien crea que Historias extraordinarias no hace honor a su nombre. Lo extraordinario es el film en sí mismo.

 



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13 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Aleph llegó al cine (3)

En Historias extraordinarias el director y guionista Mariano Llinás ‘usa' el paisaje de la provincia de Buenos Aires -la llanura prototípica sobre la que Borges posó sus figurines gauchos y malevos- de un modo que produce extrañamiento. Lo convierte (vuelvo al procedimiento borgiano) en un horizonte fantástico, no por adición de elementos, sino por sustracción: al cerrar el cuadro sobre las formas del arquitecto Salamone, Llinás sugiere que la provincia entera es producto de su mente delirante.

Pero esta delimitación del terreno funciona además como lo que la buena de María Moliner denomina metonimia, al reemplazar la cosa por el signo. Lo que Llinás parece interesado en delimitar no es un territorio real, en este caso Buenos Aires, sino más bien uno imaginario: el terreno de las posibilidades del relato. Y es aquí donde viene lo más interesante: Llinás marca fronteras a sus intereses narrativos, declarando a viva voz que sus intereses narrativos no reconocen fronteras -que el acto narrativo no debería admitir límites. Allí donde sus colegas jóvenes (directores y guionistas) sugieren que deberíamos vivir exiliados del relato, Llinás crea un filme-cubo de Rubik, lleno de relatos que permitirían infinitas combinatorias, o mejor aún: un filme-Aleph.

En más de un sentido, el Aleph del cuento borgiano funciona de un modo similar al del cine todo: ¿o acaso el rectángulo de la pantalla, grande como la del Imax o pequeña como la del teléfono móvil, no es también un ‘punto que contiene todos los puntos del universo'? También como en Borges, solemos asistir al fenómeno del cine en sitios triviales (una sala de cine no lo es menos que el sótano de la calle Garay) y forzados a tomar determinadas posiciones físicas -tumbados en el suelo en el cuento de Borges, sentados en los cines y en la comodidad del living en la vida real. Pero quizás por el hecho de que hemos olvidado que el cine es un prodigio, Llinás parece convencido de la necesidad de recordárnoslo: cada vez que nos plantamos en el cine o ante la TV, estamos en presencia de un punto de luz que puede contenerlo todo. Empezando por las Historias extraordinarias...

Ya sé que estoy abusando de su paciencia. Les prometo que mañana termino.



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12 de febrero de 2009
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El Boomeran(g)
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