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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El demonio de los libros

Quienes lo han tratado de cerca coinciden en su juicio: calvo, con orejas puntiagudas y ojillos penetrantes cuando no cínicos, Jeff Bezos (1964) irradia un magnetismo apabullante: no la suficiencia de los geniecillos de Sillicon Valley o la arrogancia de los multimillonarios de Wall Street, sino un aura de profeta. Sus carcajadas se han vuelto tan temidas como los arrebatos con que humilla a sus subordinados: dos rasgos mosaicos que cultiva con esmero. Y si para sus admiradores -y millones de consumidores de Amazon- es un visionario capaz de entregar casi cualquier producto más barato y más rápido que nadie, para sus enemigos -las grandes editoriales, así como miles de autores y agentes- es un villano que, con la excusa de beneficiar al público, está dispuesto a destruir los cimientos de la cultura del libro: es decir, de la cultura.

            Su célebre excusa -"lo  que le ocurrió a la industria del libro no fue Amazon, sino el mundo digital"- no ha bastado para que su imagen resulte menos polémica. Y su reciente batalla contra el grupo francés Hachette, uno de los cinco grandes editores presentes en Estados Unidos, no ha hecho sino polarizar aún más su figura: mientras un nutrido grupo de estrellas literarias publicó una carta para denunciar las burdas presiones que ejerce sobre sus detractores -Amazon dilata la entrega de libros electrónicos e impide órdenes de compra-, numerosos autores digitales lo han defendido frente a los abusos de las editoriales convencionales.

            Tal como cuenta Brad Stone en The Everything Store (editado por Little, Brown, filial de Hachette y por tanto sometida a los castigos de Amazon, si bien yo pude comprarlo en Kindle y recibirlo en un minuto), Bezos fue un niño superdotado cuyo sueño era llegar al espacio siguiendo el ejemplo de sus héroes de Star Trek: no es casualidad que hoy también sea dueño de Blue Origin, compañía dedicada a la exploración aeronáutica, o que haya instalado una lanzadera en su rancho de Texas. Su ambición fue siempre desmedida: una prueba es que su apuesta por Amazon no se debió a su amor por los libros sino a un cálculo puramente comercial.

            Como sea, Amazon es otro de los nombres insignia de nuestro tiempo, al lado de Google, Microsoft, Apple o Facebook, y se acerca cada vez más a ser la "tienda de todo" que Bezos imaginó en su juventud: se calcula que apenas un 7 por ciento de su facturación es de libros -imposible confirmarlo dada la secrecía de la empresa-, si bien controla un alto porcentaje de la venta de ejemplares en papel y más del 50 por ciento del libro digital gracias al Kindle. Su filosofía, la de pensar siempre en el consumidor final, ha sido llevada al extremo y en efecto no hay empresa más eficiente a la hora de entregar un libro -o unos calcetines, o una cama matrimonial- de manera inmediata y al mejor precio. Sólo Amazon ha permitido que cualquier lector ávido logre escapar de su entorno inmediato para tener de pronto acceso a millones de títulos: el sueño de Borges. Nada ha transformado tanto nuestra vida intelectual como esta posibilidad ilimitada.

            Por desgracia, su eficiencia lo ha hecho crecer hasta conseguir una cuota de mercado suficiente para pulverizar a la competencia e imponer condiciones oprobiosas a los pequeños actores -y a sus propios empleados. La quiebra de Borders, la segunda cadena de librerías en Estados Unidos, o las dificultades de Barnes & Noble son consecuencia de esta política (si bien antes las editoriales independientes también fueron amenazadas por estos gigantes). Amazon exige precios irrisorios a los pequeños editores sin temor a despedazarlos y, por si no bastara, su algoritmo para recomendar libros está amañado a favor de quienes ceden a sus presiones en vez de basarse en al historial de búsqueda del usuario.

            Hoy, miles de escritores y críticos dibujan a Bezos como un nuevo Ciudadano Kane pero, a diferencia de nuestros líderes monopólicos, ha sido un verdadero innovador que, con su mirada puesta en el consumidor final, ha quebrado las fronteras intelectuales como pocos. En el proceso, su poder ha crecido de forma monstruosa: es allí donde corresponde intervenir al estado, como ya ha ocurrido en Francia o la República Checa. En vez de demonizarlo, tendríamos que exigirle a nuestros gobernantes que lo vigilen y regulen de cerca para que los beneficios al lector común final no sirvan de pretexto para aniquilar la diversidad de nuestro de por sí frágil ecosistema literario.

 

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13 de julio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los últimos

En la narrativa del Sueño Americano, los Padres Fundadores diseñaron una nación en la que todos los hombres habrían de ser iguales ante la ley -siempre y cuando fueran eso, hombres y no mujeres, blancos y heterosexuales. En realidad, la historia de la democracia estadounidense es el desgarrador relato de cómo poco a poco, a través de sangrientas pugnas, batallas cívicas y legales, encarcelamientos y pérdidas de vidas, quienes fueron originalmente excluidos a causa de su sexo, el color de la piel, sus orígenes raciales o sus preferencias sexuales han conseguido el reconocimiento de sus derechos. 

            Las victorias nunca han sido fáciles: los anglosajones protestantes hicieron hasta lo imposible para nadie les arrebatase su predominio. Primero, lograron que la constitución no descartase la esclavitud y hubo que esperar hasta la Guerra de Secesión para que ésta se aboliese. Aun así, debió transcurrir casi un siglo más para que de manera efectiva los negros dejasen de ser segregados. Entretanto, miles de nativos americanos fueron exterminados y sus descendientes enfrentan azarosas condiciones de vida en sus reservas. El que aún hoy haya quien vea en el color de piel de Obama su mayor triunfo es una prueba de que el racismo sigue arraigado en buena parte de la sociedad estadounidense.

            Las mujeres también tuvieron que esperar hasta principios del siglo XX para que se le reconociese su derecho al voto y, otra vez, no fue sino hasta que los poderosos movimientos feministas de los sesenta dieron paso a una igualdad efectiva en el campo laboral y familiar, aunque el pleno dominio sobre su cuerpo no llegó hasta la célebre sentencia Roe vs. Wade, que legalizó el aborto voluntario: una conquista que la derecha conservadora sigue empeñada en revertir. Los homosexuales, por su parte, continúan siendo distintos frente a la ley, por más que en los últimos años hayan logrado el reconocimiento para contraer matrimonio y la capacidad de adoptar en algunos estados -lo mismo que ocurre en México.

            Pero hoy, a principios del siglo XXI, ningún grupo humano sufre una mayor discriminación que los hispanos -mexicanos y centroamericanos- que permanecen en territorio estadounidense "sin papeles". Una nueva llaga en la narrativa del Sueño Americano: mientras que Estados Unidos se vanagloria de haber recibido a los millones de inmigrantes -esencialmente europeos blancos- que llegaron a la Costa Este, jamás le concedió ese estatuto a los mexicanos que ya se encontraban en sus tierras desde la guerra de 1847, o a quienes comenzaron a llegar en grandes oleadas para trabajar en los campos agrícolas (con los chinos pasó algo semejante). Los mexicanos quedaron excluidos de la condición de inmigrantes: siempre fueron vistos como "trabajadores temporales" imposibles de asimilar. Seres de segunda que jamás se beneficiarían de los privilegios de la ciudadanía.

            Durante mucho tiempo, cruzar la frontera sin papeles no era un delito hasta que, preocupada por la intrusión de "elementos extraños", la derecha impulsó su criminalización. Tras el Programa Bracero, las restricciones se volvieron cada vez más ásperas y nunca se reconoció el tiempo de estancia de los mexicanos -o los centroamericanos- como ocurrió con los demás inmigrantes. Los "sin papeles" ni siquiera son ciudadanos de segunda: no existen. Doce millones de personas discriminadas a diario -los únicos chistes racistas que se admiten son contra ellos-, desprovistas de derechos, condenadas a la invisibilidad y a la zozobra, con hijos nacidos en Estados Unidos o crecidos allí -los Dreamers-, o con hijos en sus países de origen: los miles de menores que atraviesan México y se estancan en la frontera.

            La "reforma migratoria" es más que eso: un acto de justicia hacia los últimos de los últimos. Uno de los grandes dramas de nuestro tiempo radica en que la derecha conservadora -y los energúmenos del Tea Party- impidan cualquier avance. Obama, elegido con el apoyo hispano, hasta ahora los ha traicionado: nunca hubo tantas deportaciones como en su mandato. Pero su excusa se acaba: de allí que al fin se haya decidido a dictar una orden ejecutiva para paliar esta tragedia que debería importarnos a todos. Hoy, la mayor fuente de discriminación en el planeta se justifica a partir del lugar en el que han nacido azarosamente las personas. Estados Unidos jamás será la "tierra de los libres" hasta que le conceda un trato verdaderamente igual a todos los seres humanos -incluidos quienes no tienen papeles.

 

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6 de julio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La gran familia mexicana

Imaginemos esta escena. De la noche a la mañana, la prensa nos informa que en el Senado de la República se ha creado la Comisión del Idioma. "¿Del idioma?", pregunta un atónito periodista. "Del español", aclara el vocero de la comisión, "el idioma que el pueblo mexicano utiliza para comunicarse." "¿Y cuál es su objetivo?", interviene otro reportero. "En nuestra región, el español es el idioma que prefiere una abrumadora mayoría de ciudadanos. Es obligación del Senado velar por este importante patrimonio inmaterial." El primer periodista mira con sorpresa al vocero: "¿Y las lenguas indígenas?" El vocero se relame: "Las lenguas indígenas no son usadas por la mayoría de mexicanos a los que represento", y se da media vuelta.

            Imaginemos una segunda escena. De la noche a la mañana, la prensa nos informa que en el Senado de la República se ha creado la Comisión de la Religión y el Desarrollo Humano. "¿De la religión?", pregunta un atónito reportero. "De la religión católica", responde el vocero de la comisión. "La religión mayoritaria del pueblo mexicano". Otro reportero lo encara: "¿Y quienes profesan otras religiones?" El vocero se relame: "La mayor parte de los mexicanos practica el catolicismo. Nuestra misión es velar por sus derechos. Pero por supuesto esta comisión es plural y democrática, y permitirá discutir abiertamente el tema. Es obligación del Estado velar por las creencias del noventa por ciento de los mexicanos."

            Y podríamos seguir. Imaginar que en el Senado de la República se crea una Comisión de la Esclavitud. Es decir: una comisión en donde se discuta, democráticamente, sobre si valdría la pena reinstaurarla. O una Comisión sobre el Problema Indígena. Esto es: una comisión -con todos los recursos materiales y humanos que conlleva, y que pagamos con nuestros impuestos- que aliente la participación ciudadana para que todos podamos expresar nuestro punto de vista sobre si los indígenas son inferiores al resto de los mexicanos y, en consecuencia, si debería parecernos natural limitar sus derechos.

            Por absurdas o delirantes que suenen, estas escenas no son muy distintas a la que en estos días protagoniza el Senado de la República al crear una Comisión de la Familia y el Desarrollo Humano -con todos los recursos materiales y humanos que conlleva, y que pagamos con nuestros impuestos- para velar por la familia tradicional porque es la que practica, según sus estadísticas, una abrumadora mayoría de mexicanos. Porque es la única que garantiza la reproducción (como si sólo estuviéramos en el mundo para eso). Y, en realidad, porque es la defendida por los sectores más duros de la Iglesia. 

"¿Y quienes no se acomodan a ese tipo de familia?", han cuestionado analistas, reporteros, ciudadanos comunes y dirigentes de asociaciones contra la discriminación. La respuesta se halla implícita en el nombre elegido para la mencionada comisión y los argumentos usados para defenderla: ésta es una instancia democrática, no discriminaremos a nadie, todo el mundo podrá ofrecer su punto de vista, pero la familia-familia es solo una, etc., etc. 

            Los avances sociales -y éticos- de una sociedad se encuentran justo en esas materias de las que ya no se puede hablar. Decir, y decir desde una posición de poder, que cualquier tema puede ser discutido es lo contrario de un avance democrático: una aberración y un pretexto para discriminar a quienes no piensan o actúan como nosotros (o la "abrumadora mayoría"). Así como ya resulta impensable discutir si los negros o los indígenas son inferiores, también debería resultar impensable discutir sobre la inferioridad de otras personas a causa de sus preferencias sexuales o a su estado civil. Hablar de una Familia es, ni más ni menos, como hablar de una Religión: un resabio medieval que sigue llegando a nosotros por obra y gracia de la Iglesia.

            La obligación de cualquier Estado democrático no es velar por lo que quiere la mayoría, así sea del 99 por ciento, sino asegurar que todas las personas sean tratadas de forma equivalente. Es lamentable que el Senado de la República y en particular los miembros de los partidos que no pertenecen a la derecha conservadora no se den cuenta del daño que le hacen al país al permitir la existencia de una comisión como ésta. No existe la Gran Familia Mexicana: lo que existe una gran variedad de familias y la obligación del Estado consiste en proteger a cada una de ellas -en especial de quienes creen que sólo existe Una.

 

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29 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Geopolítica del narco

Desde que el 11 de diciembre de 2006 el gobierno mexicano declaró la guerra contra el narco, el discurso público mexicano se vio infestado de toda suerte de metáforas bélicas, al tiempo que el territorio nacional se fragmentaba en regiones ("plazas") sujetas al control de diversos grupos criminales (llamados forzosamente "cárteles") y se producían decenas de miles de muertes, entre ellas un alto porcentaje de civiles ("daños colaterales"), en un proceso que provocó que nuestro de por sí precario estado de derecho se viese anulado al perderse cualquier frontera entre lo legal y lo ilegal.

La transformación radical del país en un periodo tan corto -si bien podríamos rastrear sus orígenes hasta 1994- nos dejó tan anonadados que apenas hemos reparado en que lo ocurrido no sólo respondió al capricho del presidente en turno, con su obsesión maniquea por destruir a los villanos que asolaban al país, sino a la mutación estratégica posterior a la desaparición del bloque comunista en 1991, así como a las nuevas prioridades geopolíticas de Estados Unidos. De pronto la multiplicidad de los árboles -la avalancha de homicidios, secuestros y desapariciones- nos impidió observar el bosque: ese nuevo escenario en el que México, con todos sus conflictos, se convertía en un laboratorio bélico para el siglo XXI.

Uno de los mayores méritos de Campo de guerra (Anagrama, 2014), de Sergio González Rodríguez, consiste en analizar el narcotráfico desde esta perspectiva geoestratégica, mostrando con lucidez la forma como el mapa de México se transformó en el último lustro a partir de las nuevas tensiones generadas no sólo por las batallas entre los distintos grupos criminales, y entre éstos y los variados cuerpos de seguridad, sino de la miríada de conflictos que nos ubican como un siniestro teatro de operaciones en el centro de las pugnas planetarias. Tras el fallido El hombre sin cabeza (2009), González Rodríguez vuelve a ofrecer en este ensayo un enfoque valiente y novedoso para referirse a las grandes amenazas de nuestra era, como ya había hecho en Huesos en el desierto (2002).

A partir del análisis de buen número de informes (oficiosos y formales) preparados tanto por las agencias de seguridad de México y Estados Unidos como por consultorías y organismos internacionales, González Rodríguez muestra cómo la presión de Washington fue determinante para la militarización de México y, más que eso, para que su territorio fuese administrado por el Comando de América del Norte como una de las antiguas marcas del imperio carolingio: una zona fronteriza, limítrofe con la barbarie, al margen de toda legalidad, que habría de servir como contenedor de las amenazas provenientes de otras partes del planeta.

"La inestabilidad mexicana tiene que ver con un factor infrecuente entre los analistas", se aventura a escribir González Rodríguez: "el interés del Pentágono en acrecentar, a través de la CIA, la manipulación al interior de los grupos criminales". El argumento se repite en varias ocasiones a lo largo del libro: "El horizonte para México indica la normalización de la violencia comunitaria, el fortalecimiento del estado represivo y la implantación de la máquina de guerra como resultado de ser el traspatio de EE.UU." Más allá de la corrupción de nuestros cuerpos de seguridad, o de la infiltración de las redes del narco en todas las áreas de nuestra vida pública, la estrategia geopolítica de Estados Unidos hacia la región, cuyo epítome es la Iniciativa Mérida, ha desempeñado un papel determinante en la desarticulación del Estado (o, como lo llama González Rodríguez, valiéndose quizás con demasiada frecuencia de una jerga esforzadamente filosófica, "an-Estado").

             La conversión de México en este nuevo campo de guerra, anómalo y amorfo, ha provocado que los ciudadanos pierdan esta condición; a partir de allí, González Rodríguez los estudia en un inventario -claro homenaje a "La parte de los crímenes" del 2666 de Roberto Bolaño- que exhibe cómo el sometimiento del cuerpo/persona de las víctimas funciona como metáfora de nuestra degradación civil. Sometidos a los intereses geoestratégicos estadounidenses y a las pugnas económicas y políticas de la red formada por los criminales y quienes los combaten, concluye, nuestra libertad cívica ha quedado reducida al mínimo. En el escenario bélico que esconde el nuevo orden global, México despierta la triste impotencia que uno experimenta al pasear por los campo de batalla del pasado.

 

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22 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El sueño dorado

Son, sin duda, los mejores de entre nosotros. Los más valientes. Los más arriesgados. Quienes están dispuestos a cualquier sacrificio para alcanzar una vida mejor. Quienes están dispuestos a inmolarse para que sus hijos alcancen una vida mejor. Los auténticos dreamers. Juan, Chauk y Sara. Tres adolescentes, casi niños, de Guatemala. Tres de los 47,000 menores que, según el secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos, sólo entre junio de 2013 y octubre de 2014 se arriesgaron a atravesar la frontera sin la compañía de un adulto. Tres de los miles que han sido robados, golpeados y ultrajados -o aviesamente ejecutados- en nuestro territorio sin que nosotros hagamos nada para salvarlos. Peor aún: sin que siquiera los veamos.

            No sabemos de dónde vienen y carecemos de cualquier información sobre sus familias cuando los descubrimos a punto de cruzar esa frontera sin frontera que se extiende entre Guatemala y Chiapas. Antes, en una de las escenas más escalofriantes de la película, hemos visto cómo Sara se corta el cabello y se venda el torso para disfrazarse de hombre. Quizás sea una soñadora, pero carece de inocencia: aunque prevé los peligros que le aguardan a una muchacha joven y guapa como ella, está decidida a proseguir su periplo a toda costa. Una y otra vez hasta lograrlo. O hasta ser secuestrada. O asesinada.

Acompañada por su amigo-novio Juan, y seguidos de cerca por el indígena maya Chauk, Sara se adentra en ese corazón de las tinieblas en que se ha convertido México para los centroamericanos que osan descolgarse por su espina dorsal. Si durante años nos hicimos a la idea de que la frontera entre México y Estados Unidos era una especie de raja o herida de dos mil kilómetros -imagen fijada en La frontera de cristal de Carlos Fuentes-, películas como La jaula de oro, de Diego Quemada-Díez, nos obligan a alterar drásticamente la metáfora: el trayecto de La Bestia, el tren al que trepan miles de guatemaltecos, salvadoreños, hondureños y nicaragüenses, ha convertido a todo el país en un territorio fronterizo. Ahora todo México es la frontera.  

            Road movie que se muestra al mismo tiempo como una desoladora educación sentimental, La jaula de oro (2013) tendría que proyectarse una y otra vez en nuestro país. Sin dejar de lado su vocación artística, Quemada-Díez torna visibles a los invisibles, esos miles de centroamericanos que atraviesan nuestras tierras o que han tenido que quedarse en ellas -vivos o muertos. Poco importa que las noticias nos hayan alertado sobre las amenazas que los persiguen o nos hayan narrado algunos de sus tristes destinos -baste pensar en los cadáveres de los 72 migrantes de Tamaulipas-: contemplar durante dos horas los rostros y los cuerpos de Sara, Juan y Chauk, y atisbar sus ilusiones y sufrimientos, sus esperanzas y su desolación, es la única forma que nos queda de atisbar una de las tragedias humanitarias más exasperantes de nuestro tiempo. No sólo ya la de los millones de mexicanos que intentan cruzar la frontera, sino de los cientos de miles de centroamericanos que se hallan aquí, entre nosotros.

            Quemada-Díez no oculta su punto de vista: el mismo título de la película, La jaula de oro, señala el círculo de explotación. Los tres jóvenes intentan escapar de una vida atroz sin imaginar que sus sueños son, en el mejor de los casos, espejismos. La "vida mejor" por la que tanto han luchado, por la que incluso han muerto, no es tal. Sobre todo ahora, cuando cualquier intento de reforma migratoria se halla otra vez paralizado por las fuerzas de la derecha estadounidense. Queriendo curarse en salud, Jeh Johnson, el mencionado secretario de Seguridad Nacional, ha exigido recientemente a los mexicanos y centroamericanos que dejen de enviar a sus hijos a Estados Unidos porque no tienen ninguna probabilidad de ser legalizados.

             Y es aquí donde yace el meollo del asunto: la idea de que existan personas ilegales. Como los 12 millones de ilegales sin derechos que viven actualmente en Estados Unidos. O las decenas de miles de ilegales centroamericanos que se encuentran en México. El pretexto para uno de los ejercicios de discriminación más abyectos de que se tenga memoria. La atroz discriminación sufrida por mexicanos y centroamericanos en Estados Unidos. Y la atroz discriminación que los centroamericanos sufren en México. Con La jaula de oro, Díez-Quemada nos ha hecho un gran servicio: mostrar cómo las víctimas nos convertimos, también, en victimarios.

 

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15 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El doble cuerpo del rey

El rey abdica. Lo extraño de la frase es, por supuesto, el presente. El que hoy, en la segunda década del tercer milenio, existan reyes. Una anomalía, cuando no un llano anacronismo, en nuestra vida política. No deja de sorprender que, tras siglos de penosas luchas sociales, y cuando nuestra era por fin ha hecho suya la idea de la igualdad de todos ante la ley, aún existan demócratas a quienes la monarquía no les resulte aborrecible: la idea de que los miembros de una familia gocen de un sinfín de privilegios sufragados por el resto de los ciudadanos gracias a la herencia. Y resulta aún más descorazonador que la izquierda -en este caso el Partido Socialista español- se esmere en hallar razones para justificar semejante desvarío. "Un símbolo de unidad", balbucean (con evidente desazón) algunos de sus líderes, a sabiendas de que se trata de lo contrario: un odioso signo de desigualdad.

            Poco importa que la familia real contemporánea exhiba una conducta intachable o al menos discreta, como algunos monarcas del norte de Europa, o una sucesión de escándalos sentimentales de corte renacentista, como en el Reino Unido, o de plano se le asocie con la corrupción rampante del país, como a últimas fechas en España: toda monarquía es obsoleta. Y sin embargo no dejan de aparecer aquí y allá sus defensores. Aquellos que se llenan la boca al hablar de una "monarquía moderna": un oxímoron.

            Todo ello no significa desechar el contexto histórico o no aceptar que algunas sociedades se sientan mayoritariamente fascinadas por esta excentricidad política (acaso por la necesidad de mantener el nivel de su prensa rosa). Nadie duda que el rey Juan Carlos de Borbón ha cumplido un papel esencial en la vida política española de los últimos años. Aunque elegido in extremis por el dictador -lo cual le restaba cualquier legitimidad de origen-, en efecto consiguió servir de pivote para los acuerdos que dieron vida a la transición y más tarde, como ha documentado con enorme lucidez Javier Cercas en Anatomía de un instante, venció sus demonios y supo defender la incipiente democracia en su hora de mayor peligro. Sólo que, al frenar la intentona golpista, Juan Carlos no sólo alcanzó una legitimidad a posteriori, sino permitió que su familia pudiera seguir gozando de sus opacas canonjías.

            Durante años la prensa española se doblegó ante la ficción de que la figura del rey, de este rey demócrata, debía ser protegida de cualquier ataque -y de cualquier examen. Cuando una revista satírica se atrevió a publicar en primera plana una burda sátira de la Casa Real, debió sufrir las consecuencias, como si España fuese un emirato. Rehabilitada, la teoría medieval del doble cuerpo del rey era actualizada día con día: más allá de que el monarca fuese humano, demasiado humano, había que preservar a toda costa su derecho divino a gobernar, reconvertido en su intachable condición de "jefe de estado" y "símbolo de la unidad de España".

            Sólo cuando la engañosa riqueza de las últimas décadas mostró su condición de espejismo, la imagen del rey y su entorno empezó a deteriorarse y  a mostrar sus facetas ocultas. Al parecer, su conducta no era tan intachable como se decía; sus amoríos empezaron a brotar en la escabrosa prensa del corazón que de por sí coloniza el conjunto de la vida pública española; y de pronto se reveló que poseía la misma natural afición de sus antepasados por el deporte real, la caza. Hasta allí, el cuerpo mortal del rey se había erosionado, pero su otro cuerpo permanecía a salvo. Hasta que los negocios turbios de su yerno -y acaso de su hija- se volvieron en su contra. ¿En verdad había que seguir protegiendo el cuerpo divino de un rey cuya familia se revelaba tan prosaica como la de muchos de sus aliados empresariales y políticos?

            Fatigado por 39 años de reinado -y este alud de escándalos-, el rey abdica. Abdica en su hijo, el futuro Felipe VI. A principios del siglo XXI, éste ya no tendrá oportunidad para legitimarse a posteriori. La tentación de volverse un soberano populista -"moderno"-, como otro monarca absoluto en quien hace poco abdicó su predecesor, el papa Francisco, no será suficiente. La única salida que le queda a Felipe de Borbón consiste en revelarse contra su cuerpo divino. Así como su padre permitió la transición, él tendría que encabezar el llamado para que la permanencia de la monarquía -y acaso de todo el modelo autonómico heredado de su padre- sea votado en referéndum por los españoles.

 

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8 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El desconcierto europeo

Arrasada por la gran recesión que ha asolado al mundo desde 2008, la Unión Europea se halla sumida en su mayor turbulencia desde el fin de la segunda guerra mundial. Tasas de desempleo elevadísimas y, en las zonas más desprotegidas, cercanas a una cuarta parte de la población. Un desempleo juvenil que, en aras de la estabilidad macroeconómica, significa el sacrificio de una generación. Desahucios y pérdidas de viviendas en escalada. Servicios sociales, que hasta entonces habían sido el orgullo de sus países, desmantelados o reducidos al mínimo. En pocas palabras: las sociedades más prósperas e igualitarias que ha conocido la humanidad sumidas en un clima de desencanto que amenaza con hacer naufragar el que también es el mayor proyecto de integración política y económica de la historia.

            En un clima semejante, cuando por primera vez en décadas a los europeos el futuro les parece más incierto que el pasado, uno pensaría que su rabia habría de dirigirse contra los responsables de lo ocurrido, esa larga generación de políticos que desde los años ochenta abrazó la revolución neoconservadora. Y que, en cambio, volverían sus ojos hacia la izquierda, esa izquierda que tradicionalmente veló por la solidaridad y la equidad y contribuyó decisivamente a la construcción de las democracias sociales que predominaron en el continente entre 1950 y 1980. No ha sido así: salvo en unos cuantos casos, los socialistas continúan en franco retroceso en todas partes.

            Hoy la izquierda europea parece más extraviada que nunca. Las razones son variadas. En primera instancia, no ha logrado recuperarse de la merma de legitimidad sufrida tras el fin del bloque comunista. Exhibidos por la derecha como cómplices de la barbarie, desde entonces sus líderes no has sabido construir un auténtico proyecto alternativo. Y peor que eso: cuando les ha tocado gobernar, han seguido las mismas directrices económicas de sus rivales. Sin duda a la socialdemocracia se deben incontables avances en derechos sociales -aborto, lucha contra la discriminación, matrimonio igualitario-, pero en una época de crisis tales conquistas lucen menores frente a su complicidad en la debacle. De España a Alemania y de Polonia a los países nórdicos, los ciudadanos no les perdonan haberse transformado en burócratas de partido que no saben hacer otra cosa excepto quejarse.

            Frente a esta trágica deriva de la izquierda europea, la misma derecha que en su empeño de disminuir el papel del estado y de desregular los mercados provocó la debacle es la encargada de resolver el entuerto, estrechamente vigilada por una Alemania decidida a mantener una severa austeridad. El pírrico triunfo del Partido Popular Europeo y Jean-Claude Juncker -un melifluo apparatchik asociado a la típica inmovilidad de Bruselas- no permite prever un cambio de estrategia. Y, entretanto, se produce el ascenso por doquier de la derecha xenófoba, populista y euroescéptica (o combinaciones de las tres cosas).

            Si bien las elecciones en teoría definen el destino de la UE, lo cierto es que se resuelven en clave nacional. Si bien es probable que los integrantes de esta ola populista no sean capaces de formar un grupo parlamentario, su fortalecimiento a nivel local hace presagiar lo peor. El caso más grave es, por supuesto, Francia, donde el Frente Nacional se convirtió en la primera fuerza y ganó casi todos los distritos. Por más que se interprete el resultado como un voto de castigo tanto a los socialistas de Hollande, incapaces de cumplir una sola de sus promesas, como a la derecha de Sarkozy y sus escándalos, la victoria de Marine Le Pen demuestra la maleabilidad de los nuevos populismos y su capacidad para apoderarse de las frustraciones de la calle y darle voz a los peores instintos de ciudadanos atenazados por el miedo.

            Para la izquierda, la enseñanza debería ser clara: si no es capaz de volver a la calle para recoger el impulso de los movimientos sociales -en especial de los jóvenes-, de moldear un proyecto económico opuesto al de sus enemigos y de alertar sobre los peligros de la extrema derecha, la población europea podría dejarse seducir por estos populismos racistas como ya lo hizo, hace un siglo, tras otra severa crisis económica. Casos como el de Matteo Renzi en Italia -el único líder socialista que ganó una elección-parece más una excepción que una esperanza. Pero al menos permite vislumbrar que quizás no todo esté perdido.

 

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1 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Odio y reconciliación

El 14 de junio de 1983, Alberto Uribe Sierra comía con dos de sus hijos en su hacienda antioqueña de Las Guacharacas -una finca de dos mil hectáreas cerca del río Nús-, cuando unos desconocidos se aproximaron a la casa principal. En cuanto los distinguió, el empresario no tuvo dudas: eran miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia dispuestos a secuestrarlo. Tras un ríspido intercambio de palabras, el patriarca desenfundó su pistola y disparó contra los intrusos, que le respondieron con una descarga de sus rifles de asalto. Horas más tarde su hijo, Álvaro Uribe Vélez, quien acababa de ser obligado a abandonar su puesto como alcalde de Medellín, se enteró de la noticia.

            Con este antecedente, sumado a decenas de amenazas, extorsiones y atentados por parte de las FARC, no resulta extraño que el expresidente, acusado una y otra vez de alentar y proteger a los grupos paramilitares, sea el principal enemigo del proceso de paz que actualmente se lleva a cabo entre el gobierno de Juan Manuel Santos, su antiguo delfín y hoy archienemigo, y los representantes de la última guerrilla marxista de la región. El asesinato de Uribe Sierra no fue sino un eslabón más en la cadena de atrocidades perpetradas por las FARC desde los años sesenta -que van de los secuestros indiscriminados a los atentados con niños-bomba-, pero resulta el más lacerante porque su impronta podría alejar al país de su camino hacia la reconciliación.

            Por ello, en las votaciones que se celebran este domingo los colombianos no están llamados tanto a discernir entre cinco candidatos y cinco proyectos políticos distintos-la reelección de Santos o la alternancia con los otros dos punteros Óscar Iván Zuluaga, el heredero de Uribe, o Enrique Peñalosa, el antiguo alcalde de Bogotá, el tercero en discordia-, como a decidir si deben mantenerse las conversaciones que podrían acabar con la guerra civil que desangra al país desde hace medio siglo o volver a la confrontación militar. Las elecciones, que en las últimas semana se han despeñado en una inédita bajeza, se han vuelto así plebiscitarias.

            Aunque la reelección de Santos parecía asegurada, su torpeza en el manejo de la destitución del actual alcalde de Bogotá -el antiguo miembro del M-19 Gustavo Petro-, los incesantes ataques y calumnias de Uribe, las filtraciones de sus nexos con el siniestro asesor electoral venezolano Juan José Rendón, acusado de tener vínculos con el narco, y su propia incapacidad para defender las negociaciones de La Habana por temor a perder a su electorado natural de derechas, han erosionado su apoyo al grado de que las últimas encuestas lo sitúan en segundo lugar. Para colmo, un nuevo escándalo le ha dado un giro imprevisto a la recta final de la campaña: en un video difundido por la revista Semana, ahora Zuluaga aparece al lado de un hacker dispuesto a obtener información confidencial del proceso de paz. La zafiedad de estas filtraciones da cuenta de la guerra sin cuartel entre las dos facciones y la magnitud de lo que se decidirá en las urnas.

            Como demuestran casos como los de Sudáfrica, la antigua Yugoslavia, Ruanda o Perú, cualquier proceso de reconciliación, luego de décadas de agravios entre dos facciones en pugna, siempre resultará arduo y doloroso. Como recuerda el novelista Santiago Gamboa en su ensayo La guerra y la paz, las víctimas de uno y otro bando siempre aducirán legítimas razones para resistirse a olvidar: se necesita una enorme grandeza de ánimo para dialogar con nuestros enemigos. De allí que alguien como Uribe, una víctima directa de las FARC, sea el actor menos indicado para opinar sobre el proceso.

Este domingo, los colombianos deberán elegir, pues, entre dos versiones contrastantes de su historia y entre dos futuros posibles. Según la visión de Uribe, difundida sin tregua por Zuluaga, los guerrilleros son meros terroristas que no merecen otra cosa que la cárcel. Las injusticias inherentes al sistema quedan disimuladas, lo mismo que la violencia paramilitar. En el relato contrario, no se olvidan las barbaridades de las FARC, pero se asume que, si tantos colombianos se adhirieron a su causa, fue en buena medida porque el estado jamás se preocupó por ellos y los excluyó por completo del bienestar. La elección se definirá, pues, entre quienes apuesten por lo natural, preservar el rencor, y quienes se decanten por lo que en verdad es arriesgado: más que perdonar, integrar a los viejos enemigos en un nuevo acuerdo social.

 

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25 de mayo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El mal absoluto

Imitando a Cristo, el padre Ángel de la Cruz humedece sus manos y las desliza en torno al pie adolescente; se detiene una eternidad en el empeine y el tobillo, y lava celosamente cada uno de los dedos, hasta que por fin se vale de la toalla que le entrega un monaguillo y deposita un beso en la piel resplandeciente del muchacho. Ésta es, sin duda, la escena más erótica -e inquietante, e incómoda- de Obedicencia perfecta (2014), la película de Luis Urquiza que pretende retratar, sin apenas enmascararlo, a uno de los mayores criminales de nuestro tiempo, el padre Marcial Maciel.

            Encarnado por un Juan Manuel Bernal tan sobrio como intenso, repugnante en su adocenada contención, el fundador de los Legionarios no aparece aquí como el hábil manipulador de multitudes o el perverso adulador de beatas, y ni siquiera como o el estafador compulsivo o el obseso depredador de jovencitos, aunque todas estas facetas se incluyan con mayor o menor fortuna en el relato, sino como el preceptor que se vale de todos sus recursos -y de todo su poder- para seducir, y luego controlar, y a la postre destruir, a una de sus incontables víctimas. Quizás ésta sea la mayor virtud del guión de Ernesto Alcocer: su voluntad de exhibir esa faceta privada y cotidiana de quien encarna, como ninguna otra figura reciente, nuestra idea del mal absoluto.

            Filmar a un villano, en especial a uno tan imperdonable como Maciel, encarna un arduo reto. Como demostró la polémica abierta por El hundimiento de Oliver Hirschbiegel (2004), que retrataba a Hitler en sus últimos días, siempre habrá quienes se muestren indignados ante la aparente "humanización" del criminal -por ejemplo al observar la cortesía que el Führer le dispensaba a su secretaria o el cariño que demostraba hacia sus perros-, como si sólo la posibilidad de que éste fuese un monstruo sin fisuras pudiese confortarnos. Pero en realidad si algo debiéramos aprender de estas recreaciones fílmicas es que Hitler o Maciel no eran muy distintos de nosotros, y que el horror que suscitan surge a partir de esa odiosa naturaleza que compartimos con ellos.

            Obediencia perfecta posee un título inmejorable: jugando con el perverso voto calcado de los jesuitas -y de los acérrimos rivales de los Legionarios, los siervos del Opus Dei-, Alcocer y Urquiza exploran con habilidad la más profunda dimensión del abuso, esa que tiene más que ver con el ejercicio del poder que con el sexo. Bernal despliega, así, una violencia sin límites contra Julián (un atónito Sebastián Aguirre), pero no sólo contra su cuerpo sino primordialmente contra su alma: la magnitud de su deseo no sólo lo lleva a poseerlo y dominarlo -en sentido casi demoníaco-, sino a apoderarse por entero de su voluntad. A corromperlo y a la poste aniquilarlo.

            La seducción adquiere, de este modo, un sentido bíblico: disfrazado de guía espiritual, Satanás tienta al inocente con el fin de que caiga como él. El proceso, descrito a través de los capítulos sucesivos de "Obediencia imperfecta de primer grado", "Obediencia imperfecta de segundo grado" y "Obediencia perfecta", supone un camino iniciático inverso, en el cual nuestro héroe se verá obligado a superar una prueba tras otra hasta transformarse en un simple receptáculo de la ignominia. Una vez que el Maligno ha alcanzado su objetivo, como una suerte de inicuo Don Juan, el sujeto devenido objeto deja de resultarle interesante y procede a buscar a su siguiente víctima.

            Si la película no ha alcanzado el éxito que se esperaba, y si multitud de críticos se han apresurado a lamentar que deje de lado el contexto en que se Maciel desarrolló su carisma o que sus dardos no se dirijan de manera explícita contra la Iglesia en su conjunto -o, de paso, contra el nuevo santo que protegió al criminal hasta su último suspiro-, se debe acaso a la sutileza teológica que subyace a su apuesta estética: un drama íntimo, casi secreto, entre el Gran Seductor que por momentos luce ávidamente enamorado y el muchachito incapaz de resistir a su asedio.

En el fondo, ninguna denuncia de los crímenes de la Iglesia, de los Legionarios y del propio Maciel resulta más vibrante que ésta: en la escena final, dolorosamente circular, el sacerdote vuelve a mojarse las manos para deslizarlas en torno a un nuevo pie adolescente, mientras Julián lo asiste con un semblante que refleja más resignación que despecho. La odiosa resignación del mundo entero frente a quien se fue a la tumba en perfecta impunidad.

           

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18 de mayo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Marx, superventas

"Un fantasma recorre el mundo. El fantasma de la desigualdad. Todas las fuerzas del Viejo Orden Global se han unido en santa cruzada para negar la existencia de ese fantasma: los economistas neoliberales (y muchos liberales), sus poderosos aliados políticos, Wall Street y la City, los republicanos y los conservadores." La paráfrasis apenas resulta frívola: en unas cuantas semanas la edición inglesa de El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty (en francés en 2013) se ha convertido en uno de los libros más vendidos del año y en el centro de un brioso debate en el que el economista francés ha sido acusado de ser un "nuevo Marx". Que en una entrevista reciente éste haya confesado no haber leído El capital no ha desanimado a sus adversarios.

            ¿Por qué un libro especializado, de 577 páginas, se ha convertido en un best seller y ha desatado reacciones tan viscerales? Más que proponer una tesis radicalmente novedosa, Piketty ha confirmado, con un alud de datos que hasta sus más fieros detractores se han detenido a encomiar, algo que los más diversos críticos de las políticas económicas de los últimos treinta años habían denunciado a partir de la pura intuición: que el mundo se está transformando en un lugar cada vez más desigual. De allí la peligrosidad de su tesis y el pánico que ha desatado entre los conservadores, como ha apuntado Paul Krugman. Que el propio economista francés se atreva a decir en el prólogo que abandonó la academia norteamericana por la desconexión de sus economistas con la realidad no ha ayudado a mejorar su imagen entre ellos.

            Prosiguiendo el enfoque estadístico del Premio Nobel de origen ruso Simon Kuznetz, quien logró reunir toda la información disponible en Estados Unidos sobre distribución del ingreso ente 1913 y 1948, Piketty y sus colegas analizaron archivos disponibles en varios países para trazar una rigurosa historia del crecimiento económico en el siglo XX. Su conclusión parece clara: mientras que, en efecto, la desigualdad se redujo en el periodo que va de 1913 a 1948, como consecuencia de las dos guerras mundiales, y en las Trente Glorieuses (entre 1945 y 1975) este tendencia comenzó a desbaratarse, a principios del siglo XXI la concentración del ingreso ha alcanzado -si no es que ha superado- los niveles de la segunda década del siglo anterior.

            Según Piketty, la razón del aumento de la desigualdad radica en el aumento de la tasa de rentabilidad de capital frente a la tasa de crecimiento económico. Hasta ahora, en el modelo liberal clásico -vuelto un dogma por los neoliberales-, el mero crecimiento económico bastaría para que sus beneficios alcanzasen a toda la población, incluidos los sectores más depauperados. El argumento central de El capital en el siglo XXI es que esto no ha sido así: si se mantiene esta divergencia, son sólo los sectores más prósperos -el 1% de la población- quienes lucran sin medida.

            "La historia de la distribución de la riqueza siempre ha sido profundamente política", escribe Piketty. Y añade: "El resurgimiento de la desigualdad después de 1980 se debe en buena medida a los cambios políticos de las décadas pasadas, especialmente en lo que respecta a los impuestos y las finanzas." En otras palabras: fueron las medidas impuestas por los artífices de la revolución neoconservadora (o neoliberal), acaudillados por Reagan y Tatcher, los responsables del fenómeno. Y no sólo eso: mientras que las fuerzas sociales que promueven la "convergencia", es decir, la reducción de la desigualdad, son débiles, aquellos a favor de la "divergencia" mantienen posiciones de privilegio.

            La segunda y tercera partes de libro de Piketty han sido las más polémicas. En ellas no se limita a analizar la distribución de la riqueza, sino a predecir cuál será en las siguientes décadas y a ofrecer políticas públicas capaces de reducir la desigualdad. Para sus detractores, Piketty ofrece soluciones ideológicas, pues según ellos resulta imposible saber si la tendencia a un aumento de la desigualdad se mantendrá. Pero, si somos claros, nada indica que no vaya a ocurrir así: tras la Gran Recesión iniciada en 2007-2008, nada se ha hecho para evitarlo. La idea principal de Piketty, que tanto escandaliza a sus enemigos, es la instauración de un impuesto progresivo sobre el capital a nivel global. Un reto gigantesco pero, a sus ojos, indispensable -y posible. La única arma con la cual hacer frente a ese ominoso fantasma que hoy, fuera de duda, recorre el mundo.

 

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11 de mayo de 2014
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El Boomeran(g)
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