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Los últimos

Por 6 de julio de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

En la narrativa del Sueño Americano, los Padres Fundadores diseñaron una nación en la que todos los hombres habrían de ser iguales ante la ley -siempre y cuando fueran eso, hombres y no mujeres, blancos y heterosexuales. En realidad, la historia de la democracia estadounidense es el desgarrador relato de cómo poco a poco, a través de sangrientas pugnas, batallas cívicas y legales, encarcelamientos y pérdidas de vidas, quienes fueron originalmente excluidos a causa de su sexo, el color de la piel, sus orígenes raciales o sus preferencias sexuales han conseguido el reconocimiento de sus derechos. 

            Las victorias nunca han sido fáciles: los anglosajones protestantes hicieron hasta lo imposible para nadie les arrebatase su predominio. Primero, lograron que la constitución no descartase la esclavitud y hubo que esperar hasta la Guerra de Secesión para que ésta se aboliese. Aun así, debió transcurrir casi un siglo más para que de manera efectiva los negros dejasen de ser segregados. Entretanto, miles de nativos americanos fueron exterminados y sus descendientes enfrentan azarosas condiciones de vida en sus reservas. El que aún hoy haya quien vea en el color de piel de Obama su mayor triunfo es una prueba de que el racismo sigue arraigado en buena parte de la sociedad estadounidense.

            Las mujeres también tuvieron que esperar hasta principios del siglo XX para que se le reconociese su derecho al voto y, otra vez, no fue sino hasta que los poderosos movimientos feministas de los sesenta dieron paso a una igualdad efectiva en el campo laboral y familiar, aunque el pleno dominio sobre su cuerpo no llegó hasta la célebre sentencia Roe vs. Wade, que legalizó el aborto voluntario: una conquista que la derecha conservadora sigue empeñada en revertir. Los homosexuales, por su parte, continúan siendo distintos frente a la ley, por más que en los últimos años hayan logrado el reconocimiento para contraer matrimonio y la capacidad de adoptar en algunos estados -lo mismo que ocurre en México.

            Pero hoy, a principios del siglo XXI, ningún grupo humano sufre una mayor discriminación que los hispanos -mexicanos y centroamericanos- que permanecen en territorio estadounidense "sin papeles". Una nueva llaga en la narrativa del Sueño Americano: mientras que Estados Unidos se vanagloria de haber recibido a los millones de inmigrantes -esencialmente europeos blancos- que llegaron a la Costa Este, jamás le concedió ese estatuto a los mexicanos que ya se encontraban en sus tierras desde la guerra de 1847, o a quienes comenzaron a llegar en grandes oleadas para trabajar en los campos agrícolas (con los chinos pasó algo semejante). Los mexicanos quedaron excluidos de la condición de inmigrantes: siempre fueron vistos como "trabajadores temporales" imposibles de asimilar. Seres de segunda que jamás se beneficiarían de los privilegios de la ciudadanía.

            Durante mucho tiempo, cruzar la frontera sin papeles no era un delito hasta que, preocupada por la intrusión de "elementos extraños", la derecha impulsó su criminalización. Tras el Programa Bracero, las restricciones se volvieron cada vez más ásperas y nunca se reconoció el tiempo de estancia de los mexicanos -o los centroamericanos- como ocurrió con los demás inmigrantes. Los "sin papeles" ni siquiera son ciudadanos de segunda: no existen. Doce millones de personas discriminadas a diario -los únicos chistes racistas que se admiten son contra ellos-, desprovistas de derechos, condenadas a la invisibilidad y a la zozobra, con hijos nacidos en Estados Unidos o crecidos allí -los Dreamers-, o con hijos en sus países de origen: los miles de menores que atraviesan México y se estancan en la frontera.

            La "reforma migratoria" es más que eso: un acto de justicia hacia los últimos de los últimos. Uno de los grandes dramas de nuestro tiempo radica en que la derecha conservadora -y los energúmenos del Tea Party- impidan cualquier avance. Obama, elegido con el apoyo hispano, hasta ahora los ha traicionado: nunca hubo tantas deportaciones como en su mandato. Pero su excusa se acaba: de allí que al fin se haya decidido a dictar una orden ejecutiva para paliar esta tragedia que debería importarnos a todos. Hoy, la mayor fuente de discriminación en el planeta se justifica a partir del lugar en el que han nacido azarosamente las personas. Estados Unidos jamás será la "tierra de los libres" hasta que le conceda un trato verdaderamente igual a todos los seres humanos -incluidos quienes no tienen papeles.

 

Twitter: @jvolpi

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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