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La gran familia mexicana

Por 29 de junio de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

Imaginemos esta escena. De la noche a la mañana, la prensa nos informa que en el Senado de la República se ha creado la Comisión del Idioma. "¿Del idioma?", pregunta un atónito periodista. "Del español", aclara el vocero de la comisión, "el idioma que el pueblo mexicano utiliza para comunicarse." "¿Y cuál es su objetivo?", interviene otro reportero. "En nuestra región, el español es el idioma que prefiere una abrumadora mayoría de ciudadanos. Es obligación del Senado velar por este importante patrimonio inmaterial." El primer periodista mira con sorpresa al vocero: "¿Y las lenguas indígenas?" El vocero se relame: "Las lenguas indígenas no son usadas por la mayoría de mexicanos a los que represento", y se da media vuelta.

            Imaginemos una segunda escena. De la noche a la mañana, la prensa nos informa que en el Senado de la República se ha creado la Comisión de la Religión y el Desarrollo Humano. "¿De la religión?", pregunta un atónito reportero. "De la religión católica", responde el vocero de la comisión. "La religión mayoritaria del pueblo mexicano". Otro reportero lo encara: "¿Y quienes profesan otras religiones?" El vocero se relame: "La mayor parte de los mexicanos practica el catolicismo. Nuestra misión es velar por sus derechos. Pero por supuesto esta comisión es plural y democrática, y permitirá discutir abiertamente el tema. Es obligación del Estado velar por las creencias del noventa por ciento de los mexicanos."

            Y podríamos seguir. Imaginar que en el Senado de la República se crea una Comisión de la Esclavitud. Es decir: una comisión en donde se discuta, democráticamente, sobre si valdría la pena reinstaurarla. O una Comisión sobre el Problema Indígena. Esto es: una comisión -con todos los recursos materiales y humanos que conlleva, y que pagamos con nuestros impuestos- que aliente la participación ciudadana para que todos podamos expresar nuestro punto de vista sobre si los indígenas son inferiores al resto de los mexicanos y, en consecuencia, si debería parecernos natural limitar sus derechos.

            Por absurdas o delirantes que suenen, estas escenas no son muy distintas a la que en estos días protagoniza el Senado de la República al crear una Comisión de la Familia y el Desarrollo Humano -con todos los recursos materiales y humanos que conlleva, y que pagamos con nuestros impuestos- para velar por la familia tradicional porque es la que practica, según sus estadísticas, una abrumadora mayoría de mexicanos. Porque es la única que garantiza la reproducción (como si sólo estuviéramos en el mundo para eso). Y, en realidad, porque es la defendida por los sectores más duros de la Iglesia. 

"¿Y quienes no se acomodan a ese tipo de familia?", han cuestionado analistas, reporteros, ciudadanos comunes y dirigentes de asociaciones contra la discriminación. La respuesta se halla implícita en el nombre elegido para la mencionada comisión y los argumentos usados para defenderla: ésta es una instancia democrática, no discriminaremos a nadie, todo el mundo podrá ofrecer su punto de vista, pero la familia-familia es solo una, etc., etc. 

            Los avances sociales -y éticos- de una sociedad se encuentran justo en esas materias de las que ya no se puede hablar. Decir, y decir desde una posición de poder, que cualquier tema puede ser discutido es lo contrario de un avance democrático: una aberración y un pretexto para discriminar a quienes no piensan o actúan como nosotros (o la "abrumadora mayoría"). Así como ya resulta impensable discutir si los negros o los indígenas son inferiores, también debería resultar impensable discutir sobre la inferioridad de otras personas a causa de sus preferencias sexuales o a su estado civil. Hablar de una Familia es, ni más ni menos, como hablar de una Religión: un resabio medieval que sigue llegando a nosotros por obra y gracia de la Iglesia.

            La obligación de cualquier Estado democrático no es velar por lo que quiere la mayoría, así sea del 99 por ciento, sino asegurar que todas las personas sean tratadas de forma equivalente. Es lamentable que el Senado de la República y en particular los miembros de los partidos que no pertenecen a la derecha conservadora no se den cuenta del daño que le hacen al país al permitir la existencia de una comisión como ésta. No existe la Gran Familia Mexicana: lo que existe una gran variedad de familias y la obligación del Estado consiste en proteger a cada una de ellas -en especial de quienes creen que sólo existe Una.

 

Twitter: @jvolpi

 

 

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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