Jorge Volpi
El rey abdica. Lo extraño de la frase es, por supuesto, el presente. El que hoy, en la segunda década del tercer milenio, existan reyes. Una anomalía, cuando no un llano anacronismo, en nuestra vida política. No deja de sorprender que, tras siglos de penosas luchas sociales, y cuando nuestra era por fin ha hecho suya la idea de la igualdad de todos ante la ley, aún existan demócratas a quienes la monarquía no les resulte aborrecible: la idea de que los miembros de una familia gocen de un sinfín de privilegios sufragados por el resto de los ciudadanos gracias a la herencia. Y resulta aún más descorazonador que la izquierda -en este caso el Partido Socialista español- se esmere en hallar razones para justificar semejante desvarío. "Un símbolo de unidad", balbucean (con evidente desazón) algunos de sus líderes, a sabiendas de que se trata de lo contrario: un odioso signo de desigualdad.
Poco importa que la familia real contemporánea exhiba una conducta intachable o al menos discreta, como algunos monarcas del norte de Europa, o una sucesión de escándalos sentimentales de corte renacentista, como en el Reino Unido, o de plano se le asocie con la corrupción rampante del país, como a últimas fechas en España: toda monarquía es obsoleta. Y sin embargo no dejan de aparecer aquí y allá sus defensores. Aquellos que se llenan la boca al hablar de una "monarquía moderna": un oxímoron.
Todo ello no significa desechar el contexto histórico o no aceptar que algunas sociedades se sientan mayoritariamente fascinadas por esta excentricidad política (acaso por la necesidad de mantener el nivel de su prensa rosa). Nadie duda que el rey Juan Carlos de Borbón ha cumplido un papel esencial en la vida política española de los últimos años. Aunque elegido in extremis por el dictador -lo cual le restaba cualquier legitimidad de origen-, en efecto consiguió servir de pivote para los acuerdos que dieron vida a la transición y más tarde, como ha documentado con enorme lucidez Javier Cercas en Anatomía de un instante, venció sus demonios y supo defender la incipiente democracia en su hora de mayor peligro. Sólo que, al frenar la intentona golpista, Juan Carlos no sólo alcanzó una legitimidad a posteriori, sino permitió que su familia pudiera seguir gozando de sus opacas canonjías.
Durante años la prensa española se doblegó ante la ficción de que la figura del rey, de este rey demócrata, debía ser protegida de cualquier ataque -y de cualquier examen. Cuando una revista satírica se atrevió a publicar en primera plana una burda sátira de la Casa Real, debió sufrir las consecuencias, como si España fuese un emirato. Rehabilitada, la teoría medieval del doble cuerpo del rey era actualizada día con día: más allá de que el monarca fuese humano, demasiado humano, había que preservar a toda costa su derecho divino a gobernar, reconvertido en su intachable condición de "jefe de estado" y "símbolo de la unidad de España".
Sólo cuando la engañosa riqueza de las últimas décadas mostró su condición de espejismo, la imagen del rey y su entorno empezó a deteriorarse y a mostrar sus facetas ocultas. Al parecer, su conducta no era tan intachable como se decía; sus amoríos empezaron a brotar en la escabrosa prensa del corazón que de por sí coloniza el conjunto de la vida pública española; y de pronto se reveló que poseía la misma natural afición de sus antepasados por el deporte real, la caza. Hasta allí, el cuerpo mortal del rey se había erosionado, pero su otro cuerpo permanecía a salvo. Hasta que los negocios turbios de su yerno -y acaso de su hija- se volvieron en su contra. ¿En verdad había que seguir protegiendo el cuerpo divino de un rey cuya familia se revelaba tan prosaica como la de muchos de sus aliados empresariales y políticos?
Fatigado por 39 años de reinado -y este alud de escándalos-, el rey abdica. Abdica en su hijo, el futuro Felipe VI. A principios del siglo XXI, éste ya no tendrá oportunidad para legitimarse a posteriori. La tentación de volverse un soberano populista -"moderno"-, como otro monarca absoluto en quien hace poco abdicó su predecesor, el papa Francisco, no será suficiente. La única salida que le queda a Felipe de Borbón consiste en revelarse contra su cuerpo divino. Así como su padre permitió la transición, él tendría que encabezar el llamado para que la permanencia de la monarquía -y acaso de todo el modelo autonómico heredado de su padre- sea votado en referéndum por los españoles.
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