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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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Memorial de la crisis

 

Con un dejo de sarcasmo, el viejo zorro se anuncia a los periodistas que pronto observarán un movimiento peculiar en los mercados. Quien pronuncia la frase es Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo, quien intenta frenar así el ataque de los inversores a la deuda soberana de España e Italia, cuya prima de riesgo ha alcanzado cotas inéditas. La ambigüedad de Trichet cuesta cara: a la mañana siguiente, las bolsas se desploman.

            Del otro lado del Atlántico, la situación no es mejor. Casi en los mismos días, Standard & Poor's rebaja la clasificación de la deuda de Estados Unidos  (la paradoja radica en que S&P siempre concedió las más altas calificaciones a bancos insolventes). Semanas atrás, demócratas y republicanos apenas consiguieron pactar in extremis un acuerdo para salvar a su gobierno del impago: la presión de los extremistas del Tea Party torpedeó las negociaciones hasta el último momento. El día posterior al anuncio, las bolsas vuelven a hundirse.

            A cuatro años del inicio de la mayor crisis económica desde 1929, sus coletazos aún azotan al mundo desarrollado (por primera vez, las naciones emergentes han salido mejor libradas). Para desasosiego de sus gobernantes, la debacle no parece llegar a su fin y demuestra que acaso no se trate sólo de una grave perturbación del modelo capitalista, ocasionada por la avaricia y los excesos, sino a un cuestionamiento integral de sus principios.

            Esta situación es la consecuencia extrema de la ideología neoliberal de fines del siglo xx. Al tiempo que Ronald Reagan emprendía una feroz guerra económica contra la Unión Soviética, él y sus aliados iniciaron un brutal asedio al estado de bienestar implantado en el mundo libre al  término de la segunda guerra mundial. De pronto, la caída del Muro de Berlín y la implosión de la URSS parecieron demostrar la superioridad de sus ideas.

Como ha señalado el novelista John Lanchester en su muy atinado Huy! (Anagrama, 2010), el mundo occidental había creado las sociedades más libres y equitativas de la historia gracias al contraste con el bloque comunista y, durante cuatro décadas, Europa y Estados Unidos implantaron sistemas sanitarios o educativos mejores que los de sus rivales. Vencido -o más bien aniquilado- el enemigo, los adalides del neoliberalismo se lanzaron sin trabas a reducir el estado, a privatizar los servicios públicos y a desregular el mundo financiero.

Vinieron años de "exuberancia irracional" -como los llamó Alan Greenspan-, seguidos de una avaricia incontenible. Se crearon toda suerte de instrumentos financieros de diseño, capaces de eludir la supervisión de unos estados que dependían cada vez más del poder de los banqueros. Políticos irresponsables y empresarios sin escrúpulos propiciaron así la crisis o, como le dijo un taxista islandés a Lanchester: treinta o cuarenta personas ocasionaron la pobreza de millones.

Lo que ocurrió después fue una tormenta perfecta. Los bancos crearon instrumentos financieros que buscaban reducir el riesgo de sus operaciones y que en realidad lo diseminaron entre toda la sociedad -la especulación con hipotecas subprime-, sin que nadie se atreviese a controlarlos. Los bancos prestaron a diestra y siniestra y los ciudadanos invirtieron en la bolsa y en la industria de la construcción en una espiral enloquecida que no se diferenciaba demasiado de un esquema Ponzi global.

Como era previsible, un buen día todo estalló. En un primer momento, los gobiernos permitieron que instituciones insolventes como Lehman Brothers quebrasen sin miramientos. Luego constataron que ello acarrearía la quiebra de todo el sistema (eran DGPQ, demasiado grandes para quebrar) y no tuvieron más remedio que rescatarlas con dinero público. Miles de millones de dólares fueron a dar a las empresas responsables de la debacle sin que sus directivos se hiciesen responsables y continuasen cobrando bonos escandalosos.

            En los términos más simples, los estados vaciaron sus arcas para rescatar a estas instituciones privadas (sin "nacionalizarlas", un término prohibido en el neoliberalismo), provocando un gigantesco déficit público, que a su vez sólo puede ser reducido con más recortes sociales. Y así estamos: con deudas públicas gigantescas y más perspectivas de recortes del estado de bienestar. Hoy mismo, el Tea Party en Estados Unidos y la derecha europea están empeñados en aprobar modificaciones constitucionales para prohibir los déficits públicos, lo que implica un nuevo asalto a las prestaciones sociales.

En el lapso de 20 años, las sociedades más libres y equitativas de la historia corren el riesgo de dejar de serlo. No debería sorprendernos que, aquí y allá, en modalidades pacíficas o violentas -de Madrid a Londres, pasando por los países árabes, Israel o Chile-, miles de jóvenes se manifiesten para repudiar un sistema no sólo caduco, sino pervertido.

Nos hallamos en un momento crucial. Es imprescindible articular un nuevo lenguaje que no sólo remiende y justifique las roturas del modelo neoliberal, sino que reniegue abiertamente de su herencia. En vez de justificar más recortes al estado de bienestar, como hace la mayor parte de los políticos (incluso en la izquierda), tendríamos que imaginar cómo volver a expandirlo. El gran reto para las nuevas generaciones consiste en recuperar el idealismo que en el pasado permitió imaginar -y construir- sociedades cada vez más justas.

 

twitter: @jvolpi

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29 de agosto de 2011
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La ley y el orden

Chihuahua, diciembre de 2010. Como en todas las capitales del país, en la Plaza Hidalgo conviven el poder espiritual y terrenal: la catedral y el palacio de gobierno. Aunque no es extraño ver a grupos de manifestantes, hoy es una mujer solitaria quien permanece aquí desde hace días. Tiene 52 años y su rostro muestra los estragos de la fatiga: se llama Marisela Escobedo y su hija Rubí Marisol fue asesinada dos años antes en Ciudad Juárez, ese abismo donde se oculta el misterio del mundo, en palabras de Roberto Bolaño. Pese a las apabullantes pruebas en contra de Sergio Rafael Barraza, los jueces lo liberaron aduciendo un tecnicismo. Convertida en agente policíaco, la señora Escobedo dejó su vida atrás, persiguió al homicida, reunió nuevos indicios y logró que un tribunal al fin lo condenase. Para entonces, Barraza había huido. Desesperada, la señora Escobedo se planta ante la oficina del gobernador. De pronto, tres jóvenes se acercan a ella y la intimidan; uno extrae un arma y le dispara a quemarropa: la señora Ecobedo cae muerta. Barraza, en cambio, continúa prófugo pese a que la Procuraduría General de la República (PGR, suerte de Fiscalía) ha ofecido por él una recompensa de 5 millones de pesos.

            Tijuana, Baja California, junio de 2011. El operativo ha sido planeado milimétricamente: los miembros de la AFI (Agencia Federal de Inteligencia) , con sus uniformes negros y sus rostros con pasamontañas, apenas se distinguen de los héroes de teleseries como swat o C.S.I. Ufanos, custodian rumbo a sus instalaciones ni más ni menos que a Carlos Hank Rohn, excéntrico empresario y político del PRI, célebre por su afición a las pieles o por su zoológico doméstico, quien acaba de ser detenido por acumular un arsenal de armas de fuego: un centenar de metralletas y rifles de asalto es exhibido ante las cámaras. En más de una ocasión, a Hank se le ha relacionado con el narcotráfico y otros crímenes, entre ellos el homicidio de una mujer en 2009. Días después, una juez ordena la liberación del antiguo alcalde de Tijuana por falta de pruebas.

            Rancho Las Chinitas, diciembre de 2005. El reportero anuncia, en el noticiario matutino de mayor audiencia, que la AFI realizará la detención de un grupo de secuestradores y que, en cuanto terminen los deportes, el asalto será presentado casi en directo. En efecto, poco después es posible atestiguar cómo los guardianes del orden entran en el rancho, liberan a tres personas -entre ellas un menor- y detienen a los cabecillas de la Banda del Zodiaco: Israel Vallarta Cisneros, con muestras visibles de tortura, y su novia, una francesa de 26 años llamada Florence Cassez. Horas después, desde su celda, la joven logra comunicarse a otro programa de TV y revela que su detención fue un montaje llevado a cabo un día después de su captura en una carretera a 50 kilómetros de la ciudad de México. Genaro García Luna, director de la AFI -y hoy Secretario (ministro) de Seguridad Pública-, confirma el engaño, pero se justifica aduciendo que fue hecho a petición expresa de los medios. La condena de Cassez a 60 años de carcel se convierte en un ácido incidente diplomático entre Francia y México. Pero, como ha revelado Héctor de Mauleón en un artículo en la revista Nexos, tras revisar el expediente resulta imposible saber si Cassez es culpable o inocente debido al cúmulo de irregularidades en el proceso.

            Michoacán, mayo de 2009. En un operativo sin precedentes, la AFI detiene a una treintena de funcionarios públicos, entre ellos 10 alcaldes de todos los partidos políticos, por sus vínculos con La Familia Michoacana, uno de los cárteles del narcotráfico más peligrosos del país. Michoacán, la tierra natal del presidente, debe convertirse en ejemplo para el resto de la clase política, cuyos vínculos con el crimen organizado todos conocen. Tras un extenuante proceso, todos los imputados son exonerados por falta de pruebas. Mención aparte merece el diputado electo Julio César Godoy Toscano, medio hermano del gobernador, el cual, pese a la acusación de vínculos con el narcotráfico -en esos días se difunde una conversación suya con La Tuta, líder de La Familia-, se atreve a jurar su cargo, aunque lo pierda a causa del escándalo. A la larga, Godoy Toscano evade la justicia y recibe un amparo (especie de habeas corpus) debido a las irregularidades en la orden de aprehensión librada en su contra.

            Ciudad de México, diciembre de 2010. El sujeto baja la vista y, con voz entrecortada, confiesa: "Sí lo hice, señora". En 2005, Jacobo Tagle Dovín y su cómplice César Freyre Morales secuestraron y asesinaron al joven empresario Hugo Wallace. Ante la ineficacia de la policía, la señora Isabel Miranda de Wallace, decide dedicar toda su energía a localizar a los responsables de la muerte de su hijo. Con mejor suerte que Marisela Escobedo, tras ubicarlo consigue que la policía lo detenga y que un juez lo envíe a la cárcel. A continuación, la señora Miranda de Wallace crea la asociación Alto al Secuestro.

            Todos estos casos -así como decenas que no salen a la luz pública-podrían componer un serial televisivo inverso a La ley y el orden, centrado en mostrar cómo en México la mayor parte de los culpables no llega nunca a juicio, los que llegan son exonerados y, en cambio, una porción importante de las condenas recae sobre inocentes que no cuentan con recursos para defenderse, como demostró el documental Presunto culpable (Roberto Hernández y Geoffrey Smith, 2010). No se trata de una coincidencia: la acumulación de pifias, corrupción y falta de profesionalismo constituye la regla en el sistema de justicia mexicano.

            Tan urgente como la reforma educativa, la renovación del sistema de justicia constituye el mayor reto que enfrenta México. Durante setenta años, el PRI modeló un país escindido en universos paralelos: en un plano ideal, un avanzado cuerpo de leyes; y en la práctica, un sistema donde el poder y el dinero determinaban el éxito en cualquier proceso. Aunque al PAN siempre lo distinguió su vena legalista, tampoco ha sido capaz de alterar esta inercia, en buena medida por la oposición del PRI. Ni siquiera frente a la "guerra contra el narco", cuando más se necesita un aparato de justicia eficaz, se han logrado avances sustanciales en la materia fuera de una tímida reforma para impulsar los juicios orales. El resultado: un conflicto con cerca de 40 mil víctimas pero donde los verdugos apenas pisan las cárceles.

            En Colombia, que ha sido invocada mil veces como ejemplo en el combate a la violencia, los jueces enfrentaron a narcotraficantes, guerrilleros, paramilitares y políticos -a veces con el costo de sus vidas- hasta tejer un sistema judicial verdaderamente autónomo y eficaz. No sólo para hacer frente a los cárteles, sino para dotar de la mínima seguridad jurídica a su población, México está obligado a seguir la misma ruta. Se impone una reforma radical que elimine la burocracia, las duplicidades de funciones y las instituciones anacrónicas, que permita la creación de juzgados de instrucción con la capacidad investigadora -ahora monopolio del ejecutivo-, que permita la profesionalización y armonización de los cuerpos de seguridad federales y locales, que establezca la presunción de inocencia y la reparación del daño, que garantice el carácter público e inmediato de los procesos, que impida que las confesiones se lleven a cabo sin la presencia de una autoridad judicial y, en fin, que considere el derecho a la justicia como un derecho humano, como ha señalado Emilio Álvarez Icaza, antiguo ombudsman de la capital. Si las distintas fuerzas políticas no toman esta reforma como prioridad, independientemente de quien resulte ganador en las elecciones de 2012, México continuará condenado a la injusticia y al caos. 

 

Publicado en El País con el título "Injusticia y caos", 11.08.11

twitter: @jvolpi

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11 de agosto de 2011
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