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El sueño dorado

Por 15 de junio de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

Son, sin duda, los mejores de entre nosotros. Los más valientes. Los más arriesgados. Quienes están dispuestos a cualquier sacrificio para alcanzar una vida mejor. Quienes están dispuestos a inmolarse para que sus hijos alcancen una vida mejor. Los auténticos dreamers. Juan, Chauk y Sara. Tres adolescentes, casi niños, de Guatemala. Tres de los 47,000 menores que, según el secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos, sólo entre junio de 2013 y octubre de 2014 se arriesgaron a atravesar la frontera sin la compañía de un adulto. Tres de los miles que han sido robados, golpeados y ultrajados -o aviesamente ejecutados- en nuestro territorio sin que nosotros hagamos nada para salvarlos. Peor aún: sin que siquiera los veamos.

            No sabemos de dónde vienen y carecemos de cualquier información sobre sus familias cuando los descubrimos a punto de cruzar esa frontera sin frontera que se extiende entre Guatemala y Chiapas. Antes, en una de las escenas más escalofriantes de la película, hemos visto cómo Sara se corta el cabello y se venda el torso para disfrazarse de hombre. Quizás sea una soñadora, pero carece de inocencia: aunque prevé los peligros que le aguardan a una muchacha joven y guapa como ella, está decidida a proseguir su periplo a toda costa. Una y otra vez hasta lograrlo. O hasta ser secuestrada. O asesinada.

Acompañada por su amigo-novio Juan, y seguidos de cerca por el indígena maya Chauk, Sara se adentra en ese corazón de las tinieblas en que se ha convertido México para los centroamericanos que osan descolgarse por su espina dorsal. Si durante años nos hicimos a la idea de que la frontera entre México y Estados Unidos era una especie de raja o herida de dos mil kilómetros -imagen fijada en La frontera de cristal de Carlos Fuentes-, películas como La jaula de oro, de Diego Quemada-Díez, nos obligan a alterar drásticamente la metáfora: el trayecto de La Bestia, el tren al que trepan miles de guatemaltecos, salvadoreños, hondureños y nicaragüenses, ha convertido a todo el país en un territorio fronterizo. Ahora todo México es la frontera.  

            Road movie que se muestra al mismo tiempo como una desoladora educación sentimental, La jaula de oro (2013) tendría que proyectarse una y otra vez en nuestro país. Sin dejar de lado su vocación artística, Quemada-Díez torna visibles a los invisibles, esos miles de centroamericanos que atraviesan nuestras tierras o que han tenido que quedarse en ellas -vivos o muertos. Poco importa que las noticias nos hayan alertado sobre las amenazas que los persiguen o nos hayan narrado algunos de sus tristes destinos -baste pensar en los cadáveres de los 72 migrantes de Tamaulipas-: contemplar durante dos horas los rostros y los cuerpos de Sara, Juan y Chauk, y atisbar sus ilusiones y sufrimientos, sus esperanzas y su desolación, es la única forma que nos queda de atisbar una de las tragedias humanitarias más exasperantes de nuestro tiempo. No sólo ya la de los millones de mexicanos que intentan cruzar la frontera, sino de los cientos de miles de centroamericanos que se hallan aquí, entre nosotros.

            Quemada-Díez no oculta su punto de vista: el mismo título de la película, La jaula de oro, señala el círculo de explotación. Los tres jóvenes intentan escapar de una vida atroz sin imaginar que sus sueños son, en el mejor de los casos, espejismos. La "vida mejor" por la que tanto han luchado, por la que incluso han muerto, no es tal. Sobre todo ahora, cuando cualquier intento de reforma migratoria se halla otra vez paralizado por las fuerzas de la derecha estadounidense. Queriendo curarse en salud, Jeh Johnson, el mencionado secretario de Seguridad Nacional, ha exigido recientemente a los mexicanos y centroamericanos que dejen de enviar a sus hijos a Estados Unidos porque no tienen ninguna probabilidad de ser legalizados.

             Y es aquí donde yace el meollo del asunto: la idea de que existan personas ilegales. Como los 12 millones de ilegales sin derechos que viven actualmente en Estados Unidos. O las decenas de miles de ilegales centroamericanos que se encuentran en México. El pretexto para uno de los ejercicios de discriminación más abyectos de que se tenga memoria. La atroz discriminación sufrida por mexicanos y centroamericanos en Estados Unidos. Y la atroz discriminación que los centroamericanos sufren en México. Con La jaula de oro, Díez-Quemada nos ha hecho un gran servicio: mostrar cómo las víctimas nos convertimos, también, en victimarios.

 

Twitter: @jvolpi

 

 

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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