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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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La cultura en el centro

Vivimos en una era paradójica. El mundo nunca fue tan diminuto como ahora y, sin embargo, los cierres de fronteras y los prejuicios nacionales nos muestran la facilidad con que olvidamos los horrores del siglo XX. Las mercancías circulan con la mayor libertad de un confín a otro del planeta, pero quienes se ven obligados a abandonar sus países -sean sirios en Hungría o mexicanos en Estados Unidos- son considerados criminales y tratados como plagas. Caudales de información viajan en segundos mientras millones lidian con la pobreza extrema o temen por sus vidas ante la violencia de bandas delincuentes o del propio Estado. La democracia electoral se ha impuesto sobre un sinfín de dictaduras o regímenes autoritarios -como el nuestro-, pero el desencanto hacia todas las autoridades no hace sino aumentar en nuestra región.

            En los últimos años, México ha padecido con singular fuerza estas turbulencias. Desde los años noventa nos integramos al nuevo concierto económico global, abriendo de lleno nuestros mercados pero sin impedir que nuestros connacionales sean perseguidos al norte del Río Bravo ni que miles de centro y sudamericanos sean vejados o asesinados en nuestro territorio. La transición democrática del 2000 nos concedió la alternancia y el rápido recuento de los votos, pero no alteró las reglas de un sistema que aún garantiza la inequidad y la impunidad. Y, por supuesto, la guerra contra el narco nos inundó con una violencia sólo propia de una guerra civil. Los crímenes de Iguala, ocurridos hace casi justo un año, son la consecuencia extrema de estas contradicciones.

            Frente a los incontables retos que nos aguardan -recuperar la paz, atenuar la desigualdad, crear un sistema de justicia eficaz y confiable, vencer la corrupción- no hay soluciones ni remedios fáciles. Pero nadie debería dudar que los instrumentos más claros para conseguir estas metas se encuentran en la ciencia y la cultura. Un país que no garantiza su calidad y su expansión, a través de instituciones sólidas y confiables y de amplios presupuestos que no se hallen sometidos a los vaivenes económicos -en I+D, por ejemplo, estamos en último lugar entre los miembros de la OCDE- está condenado a un fracaso no sólo social, sino también moral.

            Habrá quien argumente que el fin de la violencia -en particular de la que deriva del narcotráfico-, el aumento del crecimiento o la redistribución de la riqueza no derivan esencialmente de la ciencia y la cultura, como si estas disciplinas fuesen coto exclusivo de las grandes potencias o una veleidad concedida a los pocos que las cultivan, pero a lo largo de la historia se ha demostrado que estas dos áreas representan lo mejor del ser humano y pueden convertirse en la argamasa imprescindible para construir sociedades más igualitarias, más libres y más justas: las sociedades más informadas y más cultas estarán siempre mejor dispuestas para frenar la corrupción y los abusos de poder. 

            Frente a tantos problemas y amenazas, tenemos que reunir el valor de concebir un nuevo proyecto de sociedad, un proyecto de futuro. No una utopía perfecta, modelo suficientemente desacreditado tras la caída del comunismo, pero sí un "mundo mejor", ese sueño del que pocos se atreven a hablar en nuestros días. Y ese mundo mejor pasa necesariamente por auspiciar una cultura -y con ello me refiero también a una cultura científica- abierta, rica, tolerante, que se halle en el centro de nuestras políticas públicas y de nuestros intereses como nación.

            En un tiempo dominado por el entretenimiento y la diversión inmediata, así como por el poder seductor de las nuevas tecnologías, el énfasis en la cultura y en la ciencia ha de privilegiar el rigor y la vocación crítica. El Estado no sólo debe corregir las directrices del mercado, necesarias pero insuficientes, a través de políticas e instituciones transparentes y efectivas, sino sumar a todos los actores de la vida educativa, cultural y científica -creadores, mediadores, promotores y públicos- en una tarea común de reinvención social.

            Desde la ciencia y la cultura hay que atreverse a imaginar nuevas estrategias, nuevos espacios, nuevas relaciones de convivencia y de poder. A la vez, debemos lograr que la ciencia y la cultura se conviertan en los pilares de la educación que impartimos a nuestros hijos desde la primaria hasta la universidad. Quizás no sea la única solución a nuestros incontables conflictos, pero muchos estamos convencidos de que será la más eficaz y duradera.

 

Palabras pronunciadas durante la inauguración del XLIII Festival Internacional Cervantino el 7 de octubre de 2015 en el Teatro Juárez de Guanajuato. 

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21 de octubre de 2015
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Iguala, México

Si los asesinatos y las desapariciones forzadas cometidos en Iguala hace un año se han convertido en una marca infamante es porque no representan una anomalía o una excepción, sino una metáfora o un resumen de nuestro México. Del México que hemos construido en los últimos quince años. Del México violento, injusto e inequitativo que habremos de heredar a las generaciones futuras. No nos redime citar los incontables vicios del régimen autoritario previo a la alternancia. En el 2000, tuvimos la oportunidad de suprimirlos o enmendarlos, pero nos conformamos con un cambio cosmético: la redistribución del poder y la riqueza entre los nuevos partidos y las nuevas élites -sin tomar en cuenta al resto del país-, y la coartada de que el mero recuento de los votos basta para asentar una democracia.  

            Los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala nos recuerdan, en primer término, que no sólo hay dos Méxicos -la delgada capa de la aristocracia y la mitad de la población en la pobreza-, sino un México siempre más abajo, sumido en el natural resentimiento ante la falta de oportunidades. Un México que nunca redimimos ni consideramos nuestro igual: el de esas familias campesinas condenadas a sufrir la explotación o la manipulación de caciques sucesivos y el acoso de la policía o las fuerzas armadas. El México de esos jóvenes normalistas de Ayotzinapa que, como los indígenas en 1994, nos recuerdan en qué medida la discriminación y la desigualdad continúan asentadas entre nosotros.

            Los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala encarnan, asimismo, el desastre de nuestra fallida guerra contra el narco. Pocas políticas públicas han causado tanto daño a una nación, no sólo por establecer una burda frontera entre dos campos contrarios, nosotros y ellos, los buenos y los malos, sino por plegarnos a la estrategia de un comandante que ni siquiera se encuentra en nuestro territorio -Estados Unidos, con su perversa prohibición de las drogas-, cuyo único resultado ha sido esta violencia sorda con un número de víctimas propio de una guerra civil. Nuestro estado de excepción permanente impulsó el fin de cualquier orden institucional: enviar al ejército a luchar contra el narco significó involucrarlo en incontables abusos y violaciones de derechos humanos.

            Asimismo, los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala muestran la hondura de una corrupción que todo lo carcome y todo lo devora. La de unos partidos políticos dispuestos a ganar -y a enriquecerse- a toda costa, incluyendo a una izquierda que se vendió a un gobernador proveniente del PRI más rancio y, en Iguala, a una familia de criminales. Una corrupción que, sumada a las cantidades millonarias del tráfico de drogas, permitió que los cuerpos policíacos de dos municipios, Iguala y Cocula, se pusiesen al servicio de los criminales. En pocas palabras: allí, el narco y las instituciones se convirtieron en lo mismo. En Iguala y Cocula, como en muchas otras partes, se creó un auténtico narcoestado en miniatura.

            Y, por supuesto, los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala, o más bien las investigaciones de los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala, exhiben la inexistencia de un aparato de justicia confiable y eficaz. El cúmulo de fallas y contradicciones, sumadas a la tortura sistemática que caracteriza a nuestro sistema indagatorio, hace casi imposible acercarse a la verdad. Pese a las detenciones, los testimonios y las reconstrucciones de expertos y peritos, quedan infinitas dudas sobre lo ocurrido esa noche -y nada sabemos, en realidad, sobre las razones de la barbarie-, pero lo que se ha confirmado basta: la policía asesinó y desapareció a un amplio grupo de ciudadanos desarmados ante la complicidad o la indiferencia de las autoridades que debían protegerlos.

            Lo peor, sin embargo, es que los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala no muestran un sistema corrupto y torpe, sino uno que funciona a la perfección, si se entiende que su único fin consiste en asegurar la impunidad de los poderosos, sean éstos políticos, empresarios o criminales (o todo a la vez). Si en el 2000 no conseguimos transformar al país fue en buena medida porque quienes se benefician de él hicieron hasta lo imposible por impedirlo. Los asesinatos y las desapariciones forzadas de Iguala son la consecuencia extrema de nuestro fracaso democrático. El 26 de septiembre no debería ser sólo un día de luto, sino un día de vergüenza. 

 

Publicado en Reforma, 26 de septiembre, 2015

 

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26 de septiembre de 2015
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Narco para principiantes

1. Tierra de paras

 

En una película cargada de escenas desasosegantes, la primera y la última secuencia condensan una vez más la inutilidad de la batalla (aunque se trate de un documental, advierto sobre el spoiler): un grupo de policías, vestidos con sus uniformes reglamentarios, se dedica a cocinar metanfetaminas en plena noche michoacana. Sus rostros permanecen cubiertos con paliacates, pero en sus gestos y miradas incluso más que en sus voces y sus palabras, se condensa el fracaso de la guerra contra el narco.

            Con una mezcla de descaro y resignación, al inicio de Cartel Land (2015) uno de los miembros del grupo le explica al director y camarógrafo Matthew Haineman que su producto está destinado a Estados Unidos; que si no ellos, otros se encargarán de producirlo y transportarlo; que esta es la vida que les ha tocado y no se arrepienten de ella. A estas alturas todos sabemos que las fuerzas de seguridad y los narcotraficantes no sólo se hayan coludidos sino que son los mismos, pero observar a este personaje menor, orgulloso de su doble carácter de guardián de la ley y criminal, elimina hasta el último resquicio de esperanza.

            A partir de esta premisa, la de que el Estado no es confiable y por tanto los ciudadanos deben ocuparse de enfrentar a los narcos, Cartel Land contrapone las vidas paralelas de dos figuras singulares: el Dr. José Manuel Mireles, uno de los más conspicuos, fascinantes y complejos líderes de las Autodefensas de Michoacán, y Tim Nailer Foley, un obseso exmilitar que ha formado una unidad armada en el sur de Arizona con el objetivo de enfrentarse a los cárteles mexicanos que, en su delirante visión del mundo, están invadiendo Estados Unidos.

            La idea de confrontar a dos hombres que, ante su común desconfianza hacia las instituciones optan por armar a sus conciudadanos para proteger a sus familias, queda muy desbalanceada. Porque si bien Nailer Foley puede parecer gracioso al encarnar la típica historia del white trash alcohólico y violento que de pronto recibe una iluminación y abraza una causa con celo religioso, no deja de ser un sujeto delirante que, acompañado por una cohorte de perdedores, disfruta de sus uniformes, sus gadgets y su disciplina militar en una guerra que sólo existe en su mente. Foley luce como un harapiento y militarizado don Quijote que, a la manera de Donald Trump, confunde a estos desfallecientes migrantes mexicanos y centroamericanos con peligrosos delincuentes a los que cree haber vencido en una batalla campal.

            Por ello, la única figura en verdad apasionante del documental termina siendo el doctor Mireles, una presencia tumultuosa que se come a la cámara cada vez que ésta le concede un primer plano. Con su piel tostada al sol, su gran bigote entrecano y su sombrero, su energía imbatible y sus discursos inflamados, aparece como un héroe -o antihéroe, según las versiones- capaz de transformar por sí mismo a una comunidad entera sólo para caer víctima de su propia hubris. Si Foley no deja de ser un payaso -peor: un payaso armado-, el Mireles de Cartel Land adquiere proporciones trágicas: atrabiliario, generoso, convencido de sus decisiones, y al mismo tiempo soberbio e irrefrenable -como cuando la cámara lo capta seduciendo, si no de plano acosando, a una joven reina de belleza-, terco e intolerante.  

            Su camino recuerda, en efecto, a un personaje de Sófocles o Shakespeare: Cartel Land muestra su ascenso como líder comunal, su vocación de servicio como médico y jefe armado, y el amor y la lealtad que le dispensan sus cercanos sólo para que, a partir del accidente o atentado que sufre en un desplazamiento aéreo, sea víctima de la traición de sus seguidores -en particular de quien fuera su segundo, esa suerte de Sancho Panza conocido con el apropiado mote de Papá Pitufo- y de las represalias del gobierno, mientras sus propios yerros lo llevan a perder de su familia y, en última instancia, a su encarcelamiento.   

            El documental concluye en el mismo escenario del inicio, exhibiendo la mayor derrota para Mireles -y en general para cualquier grupo paramilitar-: el momento en el que, tras la decisión de Papá Pitufo de convertir a las Autodefensas en Policías Comunitarias aprobadas por el gobierno, estas se ven de inmediato infiltradas por los mismos narcos que aparentan combatir. La conclusión es evidente: tal como insinúa el narco-policía enmascarado, mientras las drogas sean ilegales y sigan generando millones no desaparecerán ni el tráfico ni la violencia.

 

2. Escobar para principiantes

 

No es casual que se le haya comparado con una plaga o una epidemia: el narco todo lo invade y todo lo corroe. Como si fuera una enfermedad contagiosa, se infiltra en cada grieta de nuestra sociedad y, con su estrategia de "plata o plomo", no sólo corrompe las instituciones, sino que trastoca el sistema y lo pone a su servicio. Si hoy anteponemos el prefijo a toda suerte de palabras -narcopolíticos, narcoliteratura, narcocorridos, etc.- es porque ha conseguido definir tanto nuestra realidad como nuestra imaginación. Así, las distintas representaciones del narco se han convertido en virus particularmente infecciosos, capaces de adaptarse a los medios más diversos y de reproducirse sin fin. En el lapso de una década, se han extendido de los corridos de Sinaloa o las barriadas de Medellín hasta el mainstream de Hollywood.

            El fenómeno se inició, como era natural, en Colombia, escenario de la primera fase de la "guerra contra el narco". Ahí se definieron sus héroes y villanos, sus estereotipos y sus tramas, las cuales pronto se extenderían a México y Centroamérica hasta alcanzar al territorio responsable de esta narcoépica: Estados Unidos. Con Leopardo al sol, de Laura Restrepo, La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras, de Jorge Franco quedó definido el campo literario del narco, que luego tantos de nuestros escritores se encargarían de copiar y replicar.

En el mundo audiovisual ocurrió algo semejante: a las versiones fílmicas de Vallejo y Franco se sumó una sucesión de narcotelenovelas, en un espectro que se tiende de El cártel de los sapos al Patrón del mal, donde figura ya el protagonista por excelencia de esta narrativa, Pablo Escobar, cuyas excentricidades estaban destinadas a convertirlo en el perfecto antihéroe de una serie televisiva. Narcos, producida por Netflix, es un paso más allá en un tema que había comenzado su ruta comercial con películas emblemáticas como Traffic (Soderbergh, 2000) y llega a la "comedia romántica cum narco" Escobar: Paradise Lost (Di Stefano, 2014), pasando por los anunciados proyectos de Oliver Stone (Escobar) y Joe Carnahan (Killing Pablo, basado en el espléndido libro de Mark Bowden).  

            Igual que los anteriores, Narcos, creada por Chris Brancato (el productor de Hannibal), está pensada para el público estadounidense, si bien ha sido rodada en inglés y español e involucra creativos y actores de varios países latinoamericanos en un esfuerzo por hacerse con el cada vez más lucrativo mercado de la región. De esta decisión derivan, quizás, sus mayores problemas. En primer lugar, la intrusiva y exasperante voz en off de un insulso agente de la DEA que no cesa de explicarnos, o más bien de explicarle al gringo medio que no tiene la idea de dónde está Colombia, hasta el menor detalle de su contexto político y social, así como las exóticas costumbres de los narcos -y en general de los latinoamericanos- en un tono tan condescendiente como banal.

            En su primera mitad, Narcos parece un documental de History Channel: cualquier guionista primerizo sabe que un narrador omnisciente que no se calla jamás, y cuyo tono carece de gracia, es capaz de arruinar hasta la trama más apasionante. La Babel latina tampoco ayuda a la verosimilitud: el brasiñeño Wagner Moura encarna con convicción a Escobar, pero su español paisa no deja de sonar forzado (resultaba mucho más sólido Andrés Parra en El patrón del mal). Peor parados lucen los mexicanos que intervienen en la serie, quienes no hacen el menor esfuerzo por adoptar el acento colombiano.

            La culpa quizás sea de José Padilha, el brasileño que dirigió el piloto, pero más bien refleja el desdén de las series estadounidense hacia América Latina: baste recordar cuando los fugitivos de Prison Brake llegan a México y se topan con una llama peruana o el narco chileno, y negro, de Beaking Bad). Hay que alabar el ritmo frenético y el buen desempeño de varios de los actores colombianos, pero en el fondo Narcos no es sino un intento de aprovecharse de un tema que inquieta cada vez más a los estadounidenses. Al final, sólo aporta su punto de vista en un ejercicio que apuntala la figura de Escobar como mito contemporáneo, pero que no se detiene a revelar que la culpa de que existan monstruos como él es de ese mismo país que dicta nuestra absurda prohibición de las drogas mientras sus habitantes se entretienen cada noche con la perversidad del capo.    

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16 de septiembre de 2015
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La guerra de Winslow

1.

 

La aparición en 2005 de The Power of the Dog supuso una conmoción: si bien la "narcoliteratura" gozaba ya de gran fuerza en Colombia tras la publicación de Leopardo al sol (1993), de Laura Restrepo, y La virgen de los sicarios (1994), de Fernando Vallejo, la obra de Don Winslow se presentaba como el primer -y, hasta ahora, más ambicioso- fresco sobre el tráfico de drogas en México, desde sus orígenes en Sinaloa, a principios del siglo XX, hasta los noventa; y, además, no era obra de un mexicano sino de un gringo especialista en novela negra.

            Enfrentando a un rudo agente mexicano-estadounidense de la DEA, Art Keller, con un sanguinario capo del narco, Adán Barrera, en un duelo con tintes metafísicos, Winslow se contraponía el entramado social y político, cuyo pivote era el asesinato de Ernie Hidalgo (Enrique Kiki Camarena), con sus personajes. Valiéndose de una amplia documentación -por desgracia limitada a materiales en inglés-, El poder del perro describía el auge y desarrollo de los sucesivos cárteles y capos, así como sus relaciones con los gobiernos mexicano y estadounidense.

            Pocos meses después de la aparición del libro, el presidente Calderón lanzó el primer Operativo Conjunto en Michoacán, una estrategia que deslizó a México hacia un sinfín de batallas entre los cárteles y las fuerzas de seguridad; resultaba natural que, siguiendo la lógica del género, Winslow continuase su relato con The Cartel (2015) una novela que vuelve a ser el primer -y, otra vez, más ambicioso- fresco de nuestras fallidas guerras contra el narco. Y que, según se anunció esta semana, se convertirá en una película dirigida por Ridley Scott.

            La novela se inicia -muy apropiadamente- con la fuga de Adán Barrera (ahora convertido en trasunto de El Chapo Guzmán) de Puente Grande y la decisión de Art Keller de regresar a cazarlo. La confrontación entre estas dos figuras que se comportan como fuerzas de la naturaleza le permite trazar a Winslow un vasto -y bastante riguroso- panorama de nuestra época que, como había ya intuido Yuri Herrera en su magnífica Trabajos del reino (2004), se lee como una crónica medieval de las luchas entre un puñado de señores feudales (los capos) y un rey alicaído (el gobierno federal).

            En una nota, Winslow advierte que The Cartels es una novela "basada en hechos reales". Así es, pues, como debemos leerla, pero sin olvidar que la ficción -que, como advertía Juan José Saer, no es lo contrario de la realidad- permite entender mejor nuestro mundo, sus dobleces y zonas oscuras, gracias al poder de la imaginación y la capacidad de enhebrar tramas íntimas y públicas de un modo vetado a historiadores, politólogos o sociólogos. Hecha esta advertencia, resulta particularmente interesante observar la lectura que hace Winslow de los aterradores años de plomo que hemos vivido desde el 2006.

            Justo en ese año se inicia su historia. El PAN se encuentra en el poder pero teme que López Obrador -quien figura con su nombre, como Calderón- pueda ganar las elecciones. Para impedirlo, el presidente Amaro y su esposa (que se corresponderían con los Fox) pactan una alianza con el Cartel de Sinaloa, dirigido por Barrera y los hermanos Tapia (el Chapo y los Beltrán Leyva) para financiar la campaña. Una vez que Calderón obtiene la presidencia, lanza la Guerra contra el Narco para derrotar a los enemigos de quienes lo han financiado, es decir, el Cartel del Golfo, el Cartel de Tijuana y más adelante Los Zetas.

            La tesis principal de The Cartel es que, a lo largo de todo el sexenio pasado, hubo una alianza del más alto nivel entre el Cartel de Sinaloa y el Gobierno, bien por conveniencia mutua, bien porque El Chapo disponía de infiltrados en el gabinete, empezando por el secretario de seguridad pública Gerardo Vera (es decir, Genaro García Luna). La versión no es nueva y no tenemos por qué aceptarla más que como una ficción, pero leerla aquí no deja de resultar estremecedor.

            En mi siguiente artículo volveré a ocuparme de Winslow, pero concluyo aquí diciendo que, si la novela se titula The Cartel, no es porque se refiera en exclusiva a las organizaciones criminales que hemos bautizado con este nombre, sino porque tanto el gobierno de México como el de Estados Unidos, y sus políticos, agentes y policías, forman parte de esa siniestra maquinaria de corrupción que se ha cobrado cien mil vidas por defender la prohibición de las drogas, una idea que todos los involucrados reconocen como cínica y absurda. 

 

2.

 

A diferencia de la mayor parte de los novelistas mexicanos que han abordado la Guerra contra el Narco, Don Winslow ha construido un fresco con ambiciones épicas. (Hay que señalar, sin embargo, que es una vergüenza que Knopf no haya contratado a un lector mexicano para revisar las incontables erratas en español del libro.) Sin rozar las alturas artísticas de Guerra y paz -a fin de cuentas parte de la tradición más acotada de la novela negra-, The Cartel busca estudiar todos los ángulos del problema, al tiempo que propone una explicación ficcional, aunque no por ello inverosímil, de cuanto nos ha ocurrido desde el 2006.

En El poder del perro se advertía ya esta visión de conjunto y lo que podría haber derivado en una gran novela policíaca en un entorno exótico se transformó en un recuento global, enmarcado en las batallas entre un capo prototípico, Adán Barrera, y su némesis, el agente de la DEA Art Keller. En The cartel esta ambición se torna aún más consciente; por ello, además de la anécdota central, Winslow se adentra en una historia paralela, protagonizada por un grupo de periodistas de Ciudad Juárez, lo cual le permite explorar las consecuencias de la guerra en esta ciudad.

            Sin revelar los secretos de la novela -aunque prevengo sobre algunos spoilers-, baste decir que su aproximación no podría ser más pesimista. No sin razón la novela está dedicada a una larga lista de periodistas asesinados o "desaparecidos" en México, la cual termina diciendo, además, que hay muchos "otros". The Cartel deviene, por momentos, novela social. Por una parte, describe las arduas condiciones de vida de la población, víctima constante de los cárteles y del ejército; y, por otra, la desigual batalla de reporteros y editores por narrar lo que ocurre.

            Amenazados o comprados por los distintos actores en pugna, la mayor parte de los periodistas no tiene otra salida que servir a intereses ajenos. Pero frente a este amplio sector obligado a participar en el juego, Winslow no deja de oponer unos cuantos idealistas dispuestos a morir con tal de exponer la verdad. Destaca, en particular, su retrato novelístico del Diario de Juárez -que en un editorial se atrevió a exigir reglas claras a los cárteles-, así como del "blog del narco", aquí llamado Esta Vida.

            Por la novela circulan los escenarios y protagonistas de nuestras guerras, en particular el surgimiento de Los Zetas y La Familia Michoacana, y las alianzas y traiciones palaciegas entre los Cárteles de Sinaloa, Tijuana y el Golfo y los intríngulis de nuestra vida política de los últimos años. El presupuesto central, como señalé antes, es que Adán Barrera (convertido en El Chapo) se alía con el presidente Amaro y su esposa (los Fox) para financiar la campaña de Calderón. Y, una vez que éste triunfa, el gobierno lanza una guerra que en realidad es contra ciertos narcos, es decir, los enemigos del Cártel de Sinaloa.

            Para operarla, aparecen el secretario de seguridad pública, Gerardo Vera (Genaro García Luna) y el director de la SIEDO, Luis Aguilar (José Luis Santiago Vasconcelos). Vinculado con ambos, Keller terminará por descubrir que el primero en realidad está a sueldo de Barrera (por 500 mil dólares semanales). Cuando el agente de la DEA comparte esta información con Aguilar, éste decide denunciar a su compañero, pero su avión oficial cae derribado en la ciudad de México: un episodio que recupera el incidente en el que fallecieron el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, y el propio Santiago Vasconcelos.

Ante el fracaso de esta fase de la guerra, Estados Unidos y México cambian de estrategia: forman un cuerpo militar de élite en la Marina y, en vez de perseguir a los Zetas, deciden ajusticiarlos como a yihadistas. Así es como son capturados o asesinados Heriberto Ochoa (en la realidad el Lazca) y el Z-40: otra vez, los mayores enemigos de Barrera/El Chapo. Y en el proceso todos, Keller incluido, venden su alma.

            Lo más desolador tras la lectura de The Cartel no es que la corrupción provocada por el narco sea imposible de detener, o que la "guerra" se haya perdido desde el inicio, sino que tantas y tantas muertes -de personajes que la novela nos permite conocer de cerca- resulten tan vanas y tan inútiles. Sólo por ello los políticos de México y Estados Unidos deberían leer este libro indispensable, pues hasta el momento ninguno de ellos se ha atrevido a proponer con seriedad la única solución al problema: la legalización de las drogas.  

 

Twitter: @jvolpi

 

 

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11 de agosto de 2015
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Lluvia negra

1

Más de seis décadas después, a fuerza de una repetición tan inclemente como vana, la imagen se ha vuelto casi anodina: la sublime belleza del horror. La columna de humo incandescente elevándose hacia el cielo. El paraguas espumoso y criminal. El ángel de la muerte. El hongo de fuego.

            Habría que imaginar, en cambio, el primer día. Ese día. Hiroshima, 6 de agosto de 1945. Los primeros ojos que admiraron el estallido. Los primeros ojos que quedaron ciegos. El primer rostro calcinado. El primer cuerpo desollado.

            Y el primer sobreviviente.

 

2

¿Para qué sirve una novela? Hay una respuesta que incomoda a escritores y críticos por igual, pero que no por ello es menos verdadera: para vivir las vidas que no tenemos. Para observar aquello que no podríamos observar de otra manera. Para romper el severo aislamiento que nos separa de los otros. Para sentir, por un instante, como sienten los otros. Para, por un instante, ser otros.

            Para observar por primera vez, sin calcinarnos, el estallido de la bomba.

 

3

No queda más remedio: la bomba se ha convertido en la mejor metáfora del siglo xx. En su condensado o su resumen. El viejo pacto de Fausto con el diablo: se ha dicho una y otra vez hasta el cansancio. La ciencia al servicio del poder y sus fantasmas. Habernos convertido en la única especie capaz de extinguirse por propia voluntad.

            Pero, al convertirse en símbolo, en emblema, la bomba casi ha borrado lo que fue: las muertes puntuales de miles de inocentes. Las heridas ciertas, dolorosas, inocultables, de cientos de miles de víctimas. Vidas destruidas. Vidas al garete.

            Aborrecemos la bomba pero procuramos ocultar sus efectos. Nadie quiere acordarse ya de los cadáveres. Menos aún de los supervivientes. De esos que vivieron para contarlo pero de los que por fortuna, a más de seis décadas de distancia, quedan ya muy pocos. Porque ellos son el último testimonio de lo que somos, en realidad, los humanos.

 

4

Durante la segunda guerra mundial, Masuji Ibuse (1898-1993) trabajaba en el departamento de propaganda del Ministerio de Guerra japonés. Ni más ni menos. Podemos imaginarlo redactando informes -reconozcámoslo: mentiras; reconozcámoslo: ficciones de novelista- y transmitiéndolos a sus superiores, y luego a sus compatriotas, para levantar sus ánimos mientras se prolonga el conflicto. Y entonces, un día, recibe una noticia imposible de maquillar. Una noticia que, todos lo saben, precipitará la rendición del Emperador. Una noticia que, quizás él lo adivina, cambiará no sólo el destino del Japón, sino el del planeta.

            ¿Cuánto habrá tardado Masuji Ibuse en comprender que algún día tendría que narrar aquello? Su empresa literaria es el reverso exacto de sus labores durante la guerra: despojar una noticia de eufemismos, arrancarle toda floritura y toda retórica, despojarla de ideología. Reducirla a lo único que, en realidad, importa. Las vidas de unos cuantos personajes. No: la vida de unas cuantas personas. Una familia. Una familia que sobrevive a la bomba y a la lluvia negra. Una familia que, al sobrevivir, no sobrevive ni a la bomba ni a la lluvia negra.

            Y entonces Masuji Ibuse escribe, transcribe: Lluvia negra (Koroi Ame). Y se vuelve célebre. Pero eso no importa. Sólo importan las personas que la habitan.

 

5

"Yo soy la muerte", se fustigó con cierta dosis de histrionismo J. Robert Oppenheimer al enterarse de la explosión de Hiroshima.

            Frente a esta frase grandilocuente -y al arrepentimiento del científico que por un momento prefirió la ciencia a la justicia- quedan los personajes, no, las personas de Lluvia negra. Shigematsu Shizuma y su sobrina Yasuko son el reverso de Oppenheimer.

            Son la vida.

 

6

Lluvia negra posee el estilo de la tierra devastada. Tan árida como la ciudad luego del ataque. Una novela en ruinas.

 

7

La novela, como toda gran novela, da voz a los sin voz. Y, mejor que eso, nos permite creer o quizás sentir que esa voz es también la nuestra.

            Masuji Ibuse apenas se atreve a comparecer en sus páginas. El novelista enhebra con discreción oriental los diarios de sus personajes. Insisto: de esas personas, de los sobrevivientes. Cada uno cuenta, en un estilo igualmente adusto, despojado, lo que ocurrió ese día. Y, aún más importante -y mucho menos recordado- lo que ocurrió en los días siguientes.

            La Historia resguarda la memoria de ciertos hechos. La Novela, su contraparte, su rival, su enemiga, resguarda la memoria de ciertos individuos. Eso hace Masuji Ibuse. Y por eso Lluvia negra sobrevive.

 

8

Una escena secundaria concentra la visión japonesa del desastre: estalla la bomba, un regimiento de jóvenes soldados recibe quemaduras indescriptibles, su jefe les ordena suicidarse. Según la leyenda, sólo uno incumple la orden.

            Es quien lo cuenta.

            Como Masuji Ibuse.

 

9

Más que una novela sobre la bomba, Lluvia negra es un libro sobre la "enfermedad de la radiación". No caben aquí comentarios geopolíticos, discursos sobre la humanidad y sus chacales, reflexiones sobre el fin de la historia o el fin del mundo.

            Lluvia negra responde a una sola pregunta: ¿qué ocurrió con quienes contemplaron el estallido y luego tuvieron que seguir con sus vidas?

            En otras palabras: qué significó sobrevivir.

 

10

En su diario Yasuko, la hija casadera de Shigmatsu, escribe sobre en su entrada del 6 de agosto de 1945: "A las 4:30, el señor Nojima vino con su camión a recoger nuestras pertenencias para llevarlas al campo. En Furue hubo un gran fogonazo seguido de una explosión. Un humo negro se elevó por encima de la ciudad de Hiroshima como una erupción volcánica. En el camino de vuelta, fuimos por Miyazu, y desde allí en barco hasta el puente de Miyuki. La Tía Shigeko estaba ilesa, pero el Tío Shigematsu tenía heridas en la cara. No se había visto jamás un desastre así, pero es imposible hacerse una idea aproximada. La casa está inclinada unos 15 grados, así que este diario lo estoy escribiendo a la entrada del refugio antiaéreo".

            La descripción es seca, sin apenas dramatismo. Allí está, justamente, lo terrible.

 

11

Lluvia negra, lo he dicho, no es una novela sobre la bomba. Es una novela sobre un padre que quiere casar a su sobrina. Shigematsu Shizuma tiene el deber de casar a su sobrina Yazuko. Y, para ello, debe convencer a su posible marido de que ella no ha contraído la "enfermedad de la radiación". Convencer al otro de que no ha ocurrido nada. De que la lluvia negra que cayó sobre su piel y su cabello no la ha afectado. Como un propagandista de guerra, Shigematsu maquilla la realidad. No quiere que Yazuko se quede sola. No quiere el oprobio para Yazuko. Pero su empresa es, como para los propagandistas japoneses, imposible. La "enfermedad de la radiación" está allí. De hecho, es lo único que existe.

 

12

Yazuko es la víctima perfecta. Joven, tímida, quizás no muy agraciada. Más que casarse, ella sólo quisiera hacer feliz al Tío Shigematsu. Pero no lo consigue. Porque la vida cotidiana no sigue después de la bomba. Porque la bomba no ha cambiado el destino de Japón o de la humanidad: ha destrozado su vida. Y la vida de los suyos. Pese a las bienintencionadas mentiras de su Tío, Yazuko enferma. No puede ser de otra manera. 

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6 de agosto de 2015
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¿Qué cultura defender?

El nuevo sitio mexicano Horizontal me pidió responder a su cuestionario ¿Qué cultura defender? Aquí mis respuestas.

 

1. ¿Qué debe entenderse hoy por "cultura"? ¿Qué distinguiría a los productos y prácticas culturales de otros muchos productos y prácticas (mercancías, políticas públicas, actividades de la vida cotidiana, etc.)?

2. ¿Tiene sentido todavía la dicotomía entre "alta cultura" y "cultura de masas"? ¿Por qué?

3. ¿Es necesario "defender" la cultura? ¿Se debe otorgar, desde el Estado y otras instancias, un tratamiento especial al campo cultural y sus actores?

4. En una cultura globalizada, ¿cómo conviven los circuitos locales, nacionales y transnacionales? ¿Hay todavía un centro y una periferia? ¿Qué agentes culturales predominan y cuáles son marginados? ¿Qué tipos de obras son favorecidas por la lógica global y cuáles son relegadas?

7. ¿Cómo concebir hoy las dinámicas de la recepción cultural? ¿Cuál es el papel del público?

 

Frente a las definiciones académicas -antropológicas, filosóficas, históricas, semióticas e incluso de corte literario-, lo que distingue a nuestra época es que, en términos comunes, la palabra cultura ha perdido cualquier especificidad y ha pasado a aplicarse casi a cualquier práctica humana ("cultura nacional", "cultura chilanga", "cultura cívica" o "cultura científica", aunque también "cultura del agro" o "cultura de la corrupción"). Convertida en un término comodín, ha perdido el valor que se le asignaba en el pasado, cuando se le vinculaba fundamentalmente con las humanidades y las bellas artes, prácticas a las cuales se incorporaron poco a poco la "cultura popular" y la "cultura de masas", hasta convertirla en un recipiente universal que apenas evoca cierta superioridad, vagamente relacionada con el "alma", el "espíritu" o la "mente",  frente a manifestaciones más prosaicas: sólo con dificultades la cocina o el deporte se han sumado a sus contenidos, mientras que todavía hay quien se empeña en excluir de su ámbito a la tecnología y sus últimos productos (por ejemplo, los videojuegos).

            En nuestro orbe neoliberal, cuyo epítome se encuentra en sociedades como la estadounidense o la británica, todas las prácticas y productos culturales son susceptibles de ser considerados bienes y servicios, y por tanto de incorporarse al mercado en una lógica que privilegia las reglas de la oferta y la demanda, así como la desregulación y la privatización, frente a la intervención estatal que fue la norma desde el Romanticismo hasta los años setenta del siglo pasado. Frente a esta tendencia, unos cuantos países se aferran a la visión anterior, en particular Francia con su "excepción cultural", así como las naciones que copiaron su modelo, como la mayor parte de América Latina y en especial México, cuyo régimen revolucionario se valió de la cultura como una herramienta fundamental para su afianzamiento ideológico. Pero se trata de eso, de excepciones, en un mundo que, desde Reagan y Thatcher, invita a reducir al Estado a su mínima expresión por considerar que en vez de impulsar la creación individual tiende a restringirla.

            Esta idea del mundo ha propiciado que las prácticas culturales que logran ser autosuficientes, es decir, que se financian por sí mismas, sean las más visibles y las únicas que se consideran "exitosas". La cultura de masas o la cultura popular ya no dependen tanto de su valor -un parámetro severamente cuestionado en nuestra era "multicultural"- como de su extensión. "Popular" y "de masas" es tanto la ópera (o, a juicio de los puristas, esa falsificación de la ópera que se retransmite en las pantallas de cine) como el pop; tanto una gran exposición (el reciente caso de Yayoi Kusama en el Tamayo) como un novelista (Bolaño o Murakami); y tanto un blockbuster de Hollywood como una serie de televisión (el nuevo paradigma de nuestra era, como lo fue la ópera en el siglo XIX y el cine en el XX). La distinción entre alta cultura y cultura popular, tras la cual se filtraba un baremo aristocrático de calidad o sofisticación, ha perdido su eficacia. Alta cultura es hoy sinónimo de aquella que no llega a ser un auténtico producto comercial, o que lo es sólo para una élite muy restringida: la ópera y el ballet (en vivo), el jazz, el rock y la novela más "experimentales" y esas dos artes que en otro momento fueron consideradas las mayores expresiones de la humanidad y que hoy apenas sobreviven entre los mismos que las practican: la poesía y la nuevas obras de concierto que englobamos bajo la etiqueta de "música contemporánea".

            ¿Hay que defender a la cultura? Aquellas prácticas culturales que consiguen el favor del público -otros dirán: de los mercados- no necesitan defensa alguna. Más aún: en ocasiones, casi necesitaríamos defendernos de ellas. Si entendemos la cultura como un "ecosistema" (para evocar la polémica expresión de González Iñárritu), en efecto hay especies sumamente exitosas en términos evolutivos que no sólo han sabido adaptarse al ambiente, sino que no tienen empacho en devorar a las más débiles. Baste pensar en las majors de Hollywood y en su ansia por erradicar cualquier competencia, así como en las estrategias comerciales de los grandes conglomerados mediáticos -de Universal o Sony a Penguin Random House y Amazon- que buscan apoderarse de las mayores cuotas de mercado aun si ello representa aniquilar a sus competidores más pequeños.  

            ¿Hay que defender la cultura? La respuesta es un decidido , siempre y cuando se trate de defender aquellas prácticas culturales que no podrían sobrevivir si dependiesen sólo de las leyes del mercado. Los ideólogos neoliberales insistirán en que se trata de una protección artificial y volverán al argumento de que, si no pueden sobrevivir por sí mismas, lo mejor sería dejarlas morir en paz: a fin de cuentas así se esfumaron la poesía épica o los valses de salón. El argumento resulta doblemente tramposo: si dejáramos que las puras leyes de la oferta y la demanda determinen todas nuestras prácticas culturales, condenaríamos a la extinción -o a la irrelevancia- a disciplinas artísticas completas e impediríamos que el público tuviese siquiera la capacidad de decidir y modelar sus gustos.

             Se impone defender la intervención del estado en la cultura de la misma forma que en la economía. No se trata de volver al sueño estatista del pasado, pero los estragos de la Gran Recesión deberían recordarnos que, si cedemos ante los designios neoliberales, bordearemos irremediablemente la catástrofe. La lógica consiste en que el Estado recomponga -o ayude a recomponer- las deformaciones propiciadas por el mero juego de la oferta y la demanda.

La globalización propicia que la cultura mainstream -es decir, aquella que se sigue produciendo en el centro o que es asimilada por éste, y aquí me refiero en específico al mundo anglosajón- inunde todas las periferias; y, en contraposición, no sólo limita, sino que impide, que las periferias se comuniquen y tengan intercambios entre sí. Frente a esta realidad inevitable, también se impone que los Estados periféricos creen mecanismos que contribuyan a recomponer esta deformación auspiciada por la fuerza de los grandes mercados frente a los más débiles. 

Los productos y servicios culturales no son como el resto de las mercancías o las acciones: su valor no es sólo económico -aunque también lo sea-, sino humano, puesto que es capaz de otorgar nuevos sentidos a los individuos y las sociedades en una medida difícilmente cuantificable. Los responsables de las políticas culturales tendrían que entender que el arte no es un simple entretenimiento -o no sólo eso-, sino un instrumento de transformación social e individual. Y que merece, por lo tanto, auspiciarse con los impuestos por su carácter de servicio público.  

En efecto, se requieren subsidios y ayudas que, sin descuidar la transparencia o la rendición de cuentas, permitan que continúen existiendo la ópera y la danza; la música, el teatro y las artes visuales y la literatura "experimentales"; y, por supuesto, la poesía y la música contemporánea, lo mismo que los intermediarios que apuestan por ellas: editores, distribuidores, programadores, etc.  Del mismo modo, vale la pena apoyar el trabajo de los artistas jóvenes, así como el de quienes se arriesgan a explorar nuevos caminos en aquellas áreas que resultan comercialmente viables, como el cine, la televisión, la creación multimedia o los juegos de video. No se trata de que el Estado mantenga a los artistas -desde luego no por largo tiempo y menos de manera vitalicia, como quisieran algunos-, sino de permitir que éstos puedan dedicarse, durante un tiempo razonable, a la creación obras que de otro modo no podrían llevar a cabo.  

En el otro extremo de esta operación se encuentran, por supuesto, los "consumidores", es decir, los públicos de la cultura. La labor del Estado debería ser, aquí, todavía más enfática. Si la educación formal no se encarga de proporcionar elementos a los niños y jóvenes para que aprecien las distintas manifestaciones artísticas y culturales, de la poesía a las series televisivas y de la música clásica al cine, jamás tendremos un "ecosistema" propicio para la creación. Es allí, en la educación formal y en especial en la educación pública, más que en cualquier programa de fomento a la lectura o a las demás artes, donde el Estado tendría que valerse de todos sus recursos. Un sistema educativo pobre, en donde la cultura es vista como accesoria o como un mero entretenimiento, jamás dará paso a ciudadanos capaces de elegir conscientemente aquellas manifestaciones culturales que en el futuro estarán dispuestos a sostener con sus propios recursos.

En este sentido, tampoco hay que desdeñar los sistemas de mecenazgo privado presentes en otras partes, en particular en el mundo anglosajón: otra forma de que el Estado contribuya a la cultura consiste en otorgar beneficios fiscales claros a aquellos empresarios -o individuos- dispuestos a invertir en productos culturales. Las experiencias ya logradas con el cine y el teatro en México son la prueba de que esta alianza entre lo público y lo privado podría extenderse a otras disciplinas: pienso en áreas diversas de la música y la danza.

Por último, vale la pena señalar que los públicos que ya se interesan por la cultura son cada vez más sofisticados en sus búsquedas y cada vez más "interactivos". Exigen una retroalimentación constante, auspiciada por el nuevo entorno digital. Editores, programadores, curadores y funcionarios culturales, así como los propios artistas, tendrían que estar más conscientes de ello y aplicar los mismos razonamientos anteriores a la difusión y promoción de las diversas manifestaciones culturales.

 

5. ¿Cómo han transformado los medios digitales las nociones de "creación" y "autoría"?

 

En realidad la idea de "autoría" (y su derivado económico, la "propiedad intelectual") es una invención reciente: un paréntesis en la historia de la creación. Antes del siglo XIX, los autores no tenían empacho en utilizar las ideas de otros, incluso de modo textual, para enriquecer sus propias obras. En un contexto en donde las élites compartían la misma educación, estas citas implícitas se consideraban parte de un patrimonio común. No es sino hasta el advenimiento de la Revolución industrial que las ideas -y las creaciones artísticas- se incorporaron a una lógica de mercado, la cual implicó que, a falta de mecenas, sus inventores o creadores se esforzasen por vivir, e incluso enriquecerse, a partir de ellas. La revolución digital en realidad está poniendo en marcha prácticas que ya existían en otros momentos, sólo que potenciadas por los nuevos instrumentos tecnológicos. La colaboración entre distintos autores se vuelve más sencilla, lo mismo que la apropiación y mutación de las creaciones ajenas. Sin duda, el nuevo paradigma digital pone en cuestión la idea misma de autoría y la lógica de mercado asociada con ella. 

No deja de ser un símbolo de las tensiones que se viven en nuestra era que, a la par de la voluntad de disponer de contenidos gratuitos en la Red o de la pasmosa extensión de la piratería, haya una suerte de obsesión por detectar plagios, considerados crímenes nefandos. Se trata, sin embargo, de tendencias que todavía se encuentran en proceso y cuyos alcances aún no alcanzamos a vislumbrar. Por lo pronto, seguiremos viendo este choque entre la dilución de la autoría y la fascinación por defender sus beneficios a toda costa.

 

6. ¿Cuál es la función de los agentes de mediación (críticos, curadores, editores, gestores culturales, etc.) en la cultura contemporánea?

 

Nos hallamos, aquí, frente a otra paradoja: por una parte, la multiplicidad de contenidos y la posibilidad de acceder a ellos con una facilidad inusitada haría pensar que los mediadores serían más necesarios que nunca para guiar al público (a los "consumidores") hacia las manifestaciones culturales (los "productos") en una oferta tan variada como caótica; pero, por otro lado, la noción misma de autoridad se ha desvirtuado a grados extremos, de modo que ya casi nadie hace caso a los intermediarios especializados (en particular a los críticos) y el público se deja llevar más bien por las opiniones consensuadas que alientan las nuevas plataformas digitales: las estrellas y reseñas en Amazon o Netflix, las recomendaciones en blogs y redes sociales y, entre los más jóvenes, las directrices de los nuevos gurús de YouTube. (Estudios recientes demuestran que por lo general estas reseñas anónimas o colectivas tienden a coincidir con los juicios de los críticos profesionales.) Por desgracia, a veces no resulta fácil distinguir la propaganda -controlada por los dueños o distribuidores de los contenidos- de las opiniones de los usuarios. En resumen, nos enfrentamos a un momento de transición, en el que algunos intermediarios tienden a perder toda la influencia que les quedaba (los críticos), otros conservan más o menos su mismo estatus (editores y programadores), y otros más se convierten en auténticas estrellas, desplazando con frecuencia a los propios creadores (los curadores de arte).

 

8. ¿Tiene el artista un compromiso político? ¿Qué compromiso? ¿Tienen efectos políticos las prácticas culturales? ¿Qué efectos?

 

La figura del intelectual comprometido o engagé, surgida a partir de Zola, cristalizada a mediados del siglo XX en figuras como Sartre, Camus o Foucault, y copiada desde entonces a lo largo y ancho de América Latina -aunque casi sin influencia en el mundo anglosajón-, ha sido otra de las víctimas del fin del socialismo real, el triunfo del neoliberalismo y la expansión de la democracia que se sucedieron desde los años ochenta de la centuria pasada. Durante las largas décadas en que los regímenes dictatoriales o autoritarios fueron la regla en nuestra región, éstos cumplieron un papel necesario como portavoces de los oprimidos y defensores de las buenas causas, a cambio de lo cual se les confirió un enorme poder simbólico -y real. En medios dominados por la censura, sus opiniones resultaban imprescindibles para oponerse al orden establecido. Hoy, la normalización democrática de América Latina, sumada al auge de las redes sociales, permite que cualquiera puede opinar sobre cualquier tema posible (aunque sin demasiada resonancia o con una resonancia efímera).  

            La extinción del intelectual público en América Latina, tal como lo hemos conocido hasta ahora, se vislumbra inevitable. Por un lado, las muertes sucesivas de sus principales figuras, de Octavio Paz a Eduardo Galeano, de Carlos Fuentes a José Emilio Pacheco y de Carlos Montemayor a Carlos Monsiváis, hace difícil suponer que pueda haber alguien capaz de relevarlos; y, por el otro, las nuevas condiciones políticas y sociales de la región hacen casi imposible que la influencia que llegaron a alcanzar pudiera ser retomada por escritores o artistas de las generaciones sucesivas.

En el panorama actual, no se exige ya a ningún escritor, artista o científico que se comprometa con causas sociales; opinar sobre asuntos de interés público se ha vuelto una decisión privada. Hay, pues, quienes siguen manifestándose y quienes, por el contrario, prefieren concentrarse en sus propias obras (lo cual supone ya una decisión política). Pero tampoco hay que llamarse a engaño: entre los escritores y artistas de las nuevas generaciones que celebran la muerte del intelectual público, al tiempo que presumen su distanciamiento de lo político, se cierne la ominosa sombra del neoliberalismo, uno de cuyos principales triunfos ideológicos consistió en convencer a los ciudadanos de desentenderse de lo público (de la "asquerosa política") para concentrarse en su "trabajo individual" (expresión utilizada una y otra vez por poetas y novelistas jóvenes). Pero, como bien nos hizo saber Barthes, no opinar también es opinar, y con frecuencia el silencio equivale a un tácito sostenimiento del statu quo.

 

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20 de mayo de 2015
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Todo empezó en Tenancingo. "Las elegidas" y "Cuatro Corridos"

La leyenda sostiene que, desde épocas prehispánicas, los habitantes de Tenancingo, en el estado de Tlaxcala, se han dedicado -como otros pueblos a la cerámica o a la alfarería- a una profesión singular: la prostitución. Más allá de que esta versión sea cierta o producto de una invención malsana, no hay dudas de que a lo largo del siglo XX ha existido allí una tradición criminal que se prolonga hasta nuestros días. Muchos padres del lugar educan a sus hijas para ser prostitutas y a sus hermanos para traficar con ellas. En 2001, fue descubierta la red de los hermanos Julio, Tomás y Luciano Salazar Juárez, quienes llevaban años secuestrando a jóvenes mexicanas para obligarlas a prostituirse en Tijuana y en los "campos del amor" cerca de las plantaciones de fresas de San Ysidro, California.

 

(Aquí, el artículo de Peter Landesman, "The Girls Next Door", aparecido en la New York Times Magazine el 25 de enero de 2004: http://www.nytimes.com/2004/01/25/magazine/the-girls-next-door.html?pagewanted=7&pagewanted=all y una nota de El Universal de México al respecto: http://www.eluniversal.com.mx/nacion/107195.html)

 

En cuanto me enteré de esta historia, la idea de escribir sobre ella se convirtió en una obsesión que no dejó de atormentarme. Finalmente, en 2008 empecé a escribirla en forma de guión, pues me pareció que una película sería la vía idónea para narrar esta trama de opresión doble: mujeres mexicanas explotadas por los trabajadores sin papeles, explotados a su vez por sus patrones sin escrúpulos. A Pablo Cruz y Diego Luna, de Canana, la historia les entusiasmó y de inmediato eligieron a David Pablos para dirigirla. Durante meses David y yo trabajamos en el guión, hasta que en cierto momento nuestras agendas lo volvieron imposible. A partir de entonces, la historia original de Las elegidas -titulada así desde el inicio- siguió tres caminos paralelos.

            Mientras David retomaba algunos de los personajes de la excéntrica familia de traficantes de mujeres dibujada en la historia original -en especial los más jóvenes-, y les daba nueva vida en un guión escrito por él, yo la conducía hacia otros dos proyectos. En primer lugar, tomé las voces de cuatro de las protagonistas -dos víctimas, una de las jefas de la banda y una policía mexicano-americana- para escribir el libreto de la ópera Cuatro Corridos, comisionada por Susan Narucki y el departamento de Música de la Universidad de San Diego.

 

(Aquí, la página oficial de Cuatro Corridos, con textos e imágenes: http://cuatrocorridos.com/ y aquí una reseña de Los Angeles Times: http://www.latimes.com/entertainment/arts/culture/la-et-cm-cuatro-corridos-at-zipper-concert-hall--20140806-column.html)

 

En este proyecto binacional, la música fue encomendada a dos compositores mexicanos, Hilda Paredes y Hebert Vázquez, y a dos estadounidenses,  Lei Liang y Arlene Sierra. Desde su estreno en San Diego en 2013, estos cuatro monólogos se han presentado en Dallas, Alburquerque, Tijuana y Los Ángeles -donde se grabó hace apenas unos días-, y del 15 al 17 de mayo tendrá su estreno en la ciudad de México, en el Centro Nacional de las Artes. Al mismo tiempo, decidí darle una nueva forma literaria a la historia original y, a lo largo de estos años, la transformé en una novela en verso, titulada igualmente Las elegidas, que será publicada en septiembre por Alfaguara.

 

(Aquí, una entrevista con David Pablos: http://www.jornada.unam.mx/ultimas/2015/04/16/las-elegidas-una-cinta-con-mucha-entrana-david-pablos-4986.html )

 

            Que un mismo relato haya sido capaz de inspirar todas estas versiones y a artistas tan destacados demuestra su poder telúrico. Más allá de sus diferencias, cada una de las obras inspiradas por él alientan la indignación frente a una realidad que sigue muy presente entre nosotros. Las historias que se cuentan en la película, la ópera y la novela han de servirnos para ver y oír justo aquello que obviamos o silenciamos. Espero que el estreno de Las elegidas, de David Pablos, en la sección Un certain regard del Festival de Cannes, a mediados de mayo, que coincidirá exactamente con las presentaciones de la ópera en el Centro Nacional de las Artes, así como la publicación de Las elegidas en septiembre de este año, perturben a sus distintos públicos tanto como a mí y a los demás artistas que se han inspirado en estos relatos y, en la pequeña medida en que el arte puede influir en la realidad, contribuyan a erradicar definitivamente el tráfico de mujeres y la prostitución infantil, abominable herencia de tiempos oscuros.  

 Un fotograma de

 Un fotograma de "Las elegidas" de David Pablos (Canana, 2015)

 

Y aquí un capítulo de la novela en verso (Alfaguara, 2015):

 

42

 

Cuando se fruncen las estrías de la noche

y las ciudades gemelas se untan con cenizas

los mojados dejan atrás las altas torres

labradas con su sudor y su nostalgia,

los ladrillos, el cemento, los cristales,

la argamasa, las tuberías, las junturas,

y se congregan en las mustias callejuelas

-morenos fantasmas invisibles-

a mascar densas bolas de carnaza

untadas con ese brebaje avinagrado

que remeda el rojo de la sangre.

Una vez las tripas satisfechas,

los mojados cruzan el barrio a trompicones

y se arremolinan frente al Mantarraya:

un hipopótamo abre o cierra la cadena

y deja afuera a prietos y pusilánimes.

Adentro bulle el infierno o el edén:

mil cuerpos que desfilan en escorzo

vestidos si acaso por los neones,

cinturas esculpidas por el hambre,

inconquistables tetas adiposas

serpenteantes en las jaulas de aluminio.

Nadie oye la cumbia, la bachata,

los insufribles, tristísimos boleros,

tras los inocuos vaivenes en los muslos

las uñas se adueñan de las nalgas.

Un billete de más en la entrepierna

otorga el paso franco a nuestro origen:

los clientes se abisman en esas rajaduras

como quien echa de menos a los dioses.

 

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18 de abril de 2015
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De topos y arañas. Notas sobre la imaginación científica y la imaginación literaria

1
OBSERVEMOS A LOS BICHOS CON CUIDADO, como si esta mañana pudiésemos convertirnos en una azarosa mezcla de zoólogos y entomólogos. Animalillos ciertamente sin gracia, los primeros. Regordetes, con uñas que harían pensar en los colmillos de un vampiro y tan cegatones como Moroco, el tartamudo ayudante del Inspector Ardilla, el personaje de los dibujos animados de los setenta. Pero lejos de ser lentos o apocados, los topos no detienen su vocación de mineros y excavan un túnel tras otro justo allí donde a nadie más se le hubiese ocurrido trazarlo. Tampoco es que sus rivales sean más hermosas o sutiles: sólo los más valientes o perversos acarician sus lomos, y su galería de ojos -argos de jardín- o sus mandíbulas, por no hablar de sus picoteos, nos obligan a repudiarlas injustamente. Como sea, las arañas no atienden a sus críticos y, tan obcecadas como los anteriores, lanzan por doquier sus hilachos hasta construir deslumbrantes rosetones en mitad de los arbustos.
Apenas conviven topos y arañas: mientras unos emprenden sus búsquedas en el subsuelo y si brotan a la superficie es sólo para tomar aire y presumir tímidamente sus hallazgos, las otras bordan a pleno sol, apenas camufladas, y no tienen empacho en exhibir, arrobadas ante su propio talento, los florilegios de sus telares. No es que topos y arañas se desprecien mutuamente: en el fondo albergan altas cuotas de admiración -o llana envidia- hacia las labores de los otros, solo que, en el ecosistema en el cual ambos son prisioneros, pocas veces se atreven a expresarlo. Siglos atrás, topos y arañas apenas se diferenciaban, y alguien con el entusiasmo suficiente podía escalar de una condición a otra sin sorprender a nadie. Aquellos buenos tiempos por desgracia se han agotado y hoy los topos son más topos que nunca, y las arañas, todavía más arañas. ¿Qué le vamos a hacer? Los primeros agotan su vida -y su vista- en estudiar un sinfín de materias para poder edificar sus túneles: ¿cómo habría de quedarles tiempo para maravillarse ante una vulgar telaraña? Y las arañas son aún peores: desprovistas de la sabiduría necesaria para apreciar la belleza arquitectónica de un túnel, ni siquiera se les ocurre pasearse por alguno.
Enfangados en sus particulares laberintos, topos y arañas suelen olvidar que sus labores son equivalentes o que comparten al menos el mismo origen. Unos y otras se asumen privilegiados y se consideran mejores dibujantes del mundo que sus competidores. Los topos ven a las arañas como meros flâneurs o diletantes, artesanos con poca formación y mucho tiempo libre dedicados a copiar la naturaleza más que a descifrarla; las arañas, a su vez, contemplan a los topos con el respeto que merecen profesionales -digamos un electricista-, enzarzados en resolver sus ecuaciones o sus fórmulas. Insisto: ni unos ni otras se dan cuenta, o quizás prefieren no darse cuenta, de que sus prodigios provienen de una fuente común: ese órgano, más grande o más pequeño, más lúcido o más sentimental, que dirige todas nuestras pesquisas. El cerebro.

2
Supongo que la fábula resulta transparente. Admirados científicos que hoy nos acompañan: sí, ustedes son los gallardos topos. En cambio yo, igual que el resto de mis colegas artistas o escritores, somos las espantosas arañas.
¿El topo como emblema de la ciencia?, se quejarán ustedes. ¿Esa bestezuela ciega y adiposa? Estoy seguro de que ustedes hubiesen preferido el águila con su gran vista o el delfín que se abisma en los océanos del conocimiento o de perdida un elefante de infalible memoria. Habrán de disculparme: el topo es perfecto para ustedes. Su ceguera es otra forma de visión, como la de Tiresias: en medio de la oscuridad, se abren paso, siguiendo tanto su instinto como las lecturas de sus herramientas, por esos caminos que poco a poco nos revelan los secretos del cosmos. En cambio nosotros, los artistas, somos viles arañas no nada más por nuestra tendencia a mordernos unos a otros, sino por el carácter juguetón, casi pueril, de nuestras creaciones. Mientras ustedes, hombres y mujeres de ciencia, descifran las leyes del universo, nosotros nos conformamos con nuestras bagatelas: frescos, novelas, sinfonías.
El relato vuelve a resultar injusto porque, de nuevo, tanto las abigarradas fórmulas que sueñan con explicar el tiempo o la materia, o los teoremas que revelan una singularidad química, biológica o matemática, provienen del mismo lugar que una trama romántica, un poema metafísico, un tríptico renacentista o un lied de Schubert: nuestro cerebro. Y en particular de ese insólito producto de nuestro cerebro, tan manoseado como poco estudiado, al que damos el nombre de imaginación.

3
Sacerdotes y místicos tienen todo el derecho de argumentar otra respuesta: que uno o varios dioses, maliciosos o severos, bondadosos o iracundos, encerraron en nuestros pobres cuerpos un alma inmortal que desde dentro nos controla. Una bonita idea que, en mi humilde opinión, se halla más bien en mi campo de trabajo: el de la literatura de ficción. Por ello los demás tendríamos que convenir, en palabras de Francis Crick, que sólo somos nuestro cerebro.
Drástico, inquietante, acaso sobrecogedor, pero no por ello menos cierto: todo lo que somos y todo lo que nos ocurre, ocurre aquí adentro, en este molusco oscuro y silencioso que la evolución hizo crecer en nuestras deformes cabezotas. Y ese todo no solo incluye nuestros recuerdos de la infancia, ese Pollock y ese Velázquez, la suave lluvia de ayer por la mañana, el amor por mi mujer o mi espanto ante la tragedia de Ayotzinapa, sino también esas leyes que gobiernan al mundo que ustedes, amigos científicos, persiguen tan afanosos. Por demencial que nos parezca, la relatividad o el modelo estándar no suceden más allá de las nuebes, en el intangible dominio de lo real, sino aquí adentro, en las millones de neuronas regadas en cada uno de nosotros.
Con estas afirmaciones no pretendo aproximarme a un solipsismo wittgensteineano ni a un idealismo extremo, tan fantasioso como esa novela de David Markson en la que el personaje está convencido de ser el único habitante del planeta. Para esquivar de una vez este callejón sin salida, asumamos de manera práctica, como suelen hacerlo ustedes, que la realidad existe (más allá de que no podamos aprehenderla directamente) y que la realidad es inteligible. En otras palabras: que nuestro cerebro fue modelado por las mismas leyes que rigen el universo y que, por esta única razón, es capaz de decirnos cosas ciertas respecto a lo que sucede conmigo y a lo que sucede allá, en el vasto dominio del mundo. (Si no confiáramos en este axioma esencial, sería momento de marcharnos de vuelta a casa.)
Obviemos, pues, el alud de divagaciones filosóficas, epistemológicas y psicológicas que podrían enfangarnos en este punto para concluir con esta hipótesis -sería mejor decir con este cuento- provisional: toda la ciencia que ansía comprender el cosmos, y todo el arte que aspira a representarlo, son productos de la imaginación, ese poderosísimo mecanismo generado por nuestro cerebro para relacionarnos con el afuera.

4
¿Por qué la evolución nos dotó con esta inmensa corteza cerebral? Sin duda, no para que recordemos nuestra primera comunión o nuestro primer beso, ni para que enhebremos hondas reflexiones en torno a la muerte, como han apuntado algunos antropólogos, o para que agotemos las horas dándole vueltas a la inmortalidad del cangrejo. Aunque de todo ello sea capaz el cerebro humano, su función evolutiva es distinta: otorgarnos una ventaja competitiva frente a los demás animales -exceptuando quizás a los delfines. ¿Y en qué consiste dicha ventaja? En adelantarnos, mejor que cualquier otra criatura, al después.
El cerebro humano es, por encima de todo, una "máquina de futuros". Así fue diseñado y por ello nos resulta imposible alterar su configuración. Gracias al poder combinatorio de nuestra corteza cerebral, podemos desprendernos de las órdenes dictadas por nuestros genes y reaccionar frente al ambiente más rápido y mejor que cualquier otro mamífero. De la capacidad de predecir más o menos adecuadamente los hechos venideros ha dependido nuestra supervivencia y nuestro errático dominio sobre la Tierra.
Describiré el proceso de forma somera. Los sentidos llevan información del mundo hacia el cerebro: éste la organiza, limpia, pule y da esplendor (como la Real Academia con la lengua) y por fin la convierte en patrones más o menos generales. De este modo, si el sujeto llega a toparse a continuación con un escenario semejante, el cerebro puede dictarle cómo reaccionar con mayores posibilidades de sobrevivir o de obtener algún beneficio.
Gracias a este mecanismo, que nunca se detiene, los humanos somos seres esencialmente imaginativos -y narrativos. Querámoslo o no, nuestro cerebro genera escenarios de futuro sin parar. La ciencia y la literatura nacen de esta pulsión natural: tanto el astrónomo -el topo- que busca un patrón para explicar el movimiento de los astros como el escritor -la araña- que va desvelando los movimientos de sus personajes, hunden sus trabajos en esta irremediable obsesión asociada con la arquitectura evolutiva de nuestra mente. (Igual le sucede a los lectores: si una novela o un cuento se ponen en marcha es gracias a que nuestro cerebro no puede dejar de preguntarse qué pasará después.)
La imaginación no es, entonces, sino el recurso de nuestro cerebro para concebir futuros posibles. Sea que investiguemos la realidad a fin de hallar reglas que nos permitan predecir el comportamiento del tiempo o la materia, sea que nos desdoblemos por medio de la ficción para atestiguar vidas distintas a la nuestra -a decir verdad, para vivirlas-, nos hallamos frente al mismo procedimiento, desatado en el torbellino de nuestras neuronas, de producir un inagotable torbellino de imágenes del mundo.
Esas imágenes, huidizas y caóticas, que se presentan ante nosotros sin freno ni control -como ese avestruz con botas de plástico que entreveo ahora, sin razón alguna, al lado de aquella puerta-, poco a poco son organizadas por el cerebro o, más bien, por esa otra elusiva construcción imaginaria a la que hemos dado el nombre de conciencia o, más comúnmente, de yo. Resulta inevitable que así sea: sin ese orden, sin esa estructura -que es, antes que nada, una ficticia cadena temporal-, el magma de imágenes se volvería tan abrumador como inútil.
El diseño evolutivo de nuestro cerebro nos torna, pues, en sujetos narrativos: si el yo es una suerte de anomalía "en serie" en medio de la arquitectura "en paralelo" de las neuronas, el orden secuencial que le conferimos a la realidad deriva de esa voluntad nuestra de contarlo todo, de narrarlo todo como si por fuerza contase con un principio y un final. Topos y arañas sometidos a la misma condena: darle orden a una realidad que lo esquiva. No otra cosa es, pues, imaginar.

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Albert Einstein: "La imaginación es más importante que el conocimiento. Porque el conocimiento está limitado a lo que conocemos y entendemos ahora, mientras que la imaginación abarca el mundo entero y todo lo que existe alguna vez por conocer y entender."
La frase del padre de la relatividad no hace sino resumir, en otras palabras, lo dicho hasta ahora. Pero, ¿cómo surge esa imaginación? ¿Y qué relación mantiene con el pensamiento racional, ese que se dedica puntualmente a enlazar causas y efectos, y que solemos asociar de manera más enfática con el pensamiento científico?
Lo decíamos antes: nuestras neuronas se hallan ensambladas en un sistema "en paralelo", es decir que, para llevar a cabo su titánica labor de organizar la información proveniente del universo, se ponen en marcha de forma simultánea, a fin de procesarla de mil maneras distintas en el menor tiempo posible. Nuestro yo, en cambio, se comporta de forma lineal, imponiendo una sucesión a cuanto observa.
Si lo anterior es cierto, el yo tendría que ser visto sólo como un vasto conjunto de ideas inmateriales, producidas por el cerebro material, con una clara función evolutiva: hacernos creer que tenemos un centro, una suerte de controlador de vuelo de nuestro cerebro, nos permite cumplir mejor con nuestra principal tarea: sobrevivir y reproducirnos con éxito. El resultado de este salto evolutivo ha sido prodigioso: el yo -la autoconciencia- nos ha proveído con una singular capacidad para separar el adentro del afuera y para conferirnos una compleja individualidad de la que carecen la mayor parte de los animales (otra vez, delfines excluidos).
Pero mientras el pensamiento racional, metódico, organizado de manera temporal, se lleva a cabo bajo el control del yo, nuestro cerebro en paralelo continúa funcionando por su cuenta, indiferente a sus mandatos dictatoriales. Y acaso sea allí, en esa miríada de neuronas interconectadas en paralelo, donde encuentra su sitio la imaginación. O al menos la imaginación más desbordada. La que da origen a la creatividad -y a la demencia.
La imaginación, la loca de la casa, nos suele parecer por ello ingobernable. De ahí que las arañas nos creemos inspiradas por las caricias de las musas o tentadas por lúbricos demonios. Porque es allí, en esa turbulencia, en ese maremágnum del cerebro en paralelo, donde las ideas brotan y reverberan, se quiebran y recomponen, se mezclan y se persiguen, mutan y revolotean sin que el platónico palafrenero del yo les imponga sus arrestos. Cuando Einstein afirma que la imaginación es más importante que el conocimiento, se refiere justo al frenesí de las neuronas en paralelo, libres e insumisas, frente al yugo racional, obsesionado solo con los datos, impuesto por el yo.
La ciencia y el arte comparten suerte: el yo dicta y organiza, investiga y se impone metas, diseña cuadros y esquemas, verifica datos y persigue inconsistencias, pero entretanto el cerebro en paralelo echa a andar avalanchas de patrones, tsunamis de ideas, cascadas con imágenes basadas en esos mismos datos, esperando que el yo elija las más productivas, las más prometedoras. No es casual que otros identifiquen este mecanismo con el incómodo nombre de intuición.
Los científicos siempre lo han sabido tan bien como los artistas, aunque por vergüenza prefieran callarlo: antes que la hipótesis racional o el frío análisis de los datos predomina la intuición. La imaginación. Y es que, como han detallado estudios recientes en el novedoso campo de la psicología de la ciencia, así ocurre en la mayor parte de las mentes científicas. El apego inicial a una teoría -o a una trama o a un personaje- se produce de inmediato, sin que nos demos cuenta, casi desde que nos planteamos un problema: igual que en muchas otras áreas de nuestra vida, es nuestro cerebro, y no nosotros, quien decide hacia dónde ir. En la mayor parte de los casos, el investigador o el escritor parten de esa intuición irracional -de ese primigenio acto de imaginación- y sólo después, a posteriori, se empeñan en comprobarla o desarrollarla.
Max Planck: "Una y otra vez el plan imaginario que uno intenta construir se rompe y haz de intentar otro. Esta visión imaginativa y esta fe en el éxito son indispensables. El puro racionalismo no tiene cabida aquí." Vale la pena aclarar que lo dicho por el gran físico alemán se aplica tanto a los topos como al de las arañas.

A mitad del Atlántico, 13 de noviembre, 2014

 

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7 de abril de 2015
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Charlie Hebdo y sus secuelas

El 7 de enero, un grupo terrorista irrumpió en la redacción de Charlie Hebdo y asesinó a 12 personas, entre ellas sus redactores y colaboradores. ¿El motivo? Desagraviar al Profeta -cuya mera reproducción es considerada una blasfemia por millones de musulmanes- por haber sido ridiculizado en numerosas caricaturas desde que, en 2005, la revista satírica se atreviese a reproducir las célebres viñetas danesas sobre Mahoma. Si bien la condena de los asesinatos ha sido prácticamente unánime, y el lema #YoSoyCharlie llegó a convertirse en el más difundido en la historia de Twitter, las discusiones en torno al contenido de Charlie Hebdo han sido menos consensuales, al grado de dar vida al contralema #YoNoSoyCharlie, empleado entre otros articulistas por David Brooks en el New York Times.

            La pregunta de fondo es clara: ¿en una sociedad democrática deben existir otros límites a la libertad de expresión que aquellos vinculados con la dignidad y la privacidad de las personas (esto es: de individuos concretos, no de ideas o representaciones abstractas) y con la obligación de no cometer otros delitos? Las respuestas van desde un no rotundo por parte de los comentaristas libertarios (y muchos liberales), hasta un por supuesto de los sectores tradicionalistas y religiosos, pero también de una parte de la izquierda socialdemócrata, pasando por numerosas posiciones intermedias.

            De otro modo: ¿hay valores o figuras que deberían ser respetados a rajatabla por un motivo particular? Una de las grandes conquistas de la Ilustración fue la abrogación del crimen de lesa majestad, que protegía al rey y a la Iglesia de cualquier crítica, abriendo el camino para la libertad de expresión tal como la conocemos hoy. Pero, a diferencia de quienes afirman que los atentados de París prueban que Occidente se halla sitiado por los islamistas, esta conquista ha tenido una historia lenta y atribulada tanto en Europa como en América.

            Aunque nos gustaría creer que su culminación se halla en la Primera Enmienda a la Constitución de Estados Unidos, según la cual "El Congreso no podrá hacer ninguna ley [...] limitando la libertad de expresión ni de prensa", lo cierto es que en este país no existe una revista como Charlie Hebdo, cuyas invectivas contra la religión podrían ser tachadas de discriminatorias o incitaciones al odio racial. De hecho, la mayor parte de los medios estadounidenses, como el New York Times o CNN, decidieron no publicar la portada de Charlie Hebdo donde aparece Mahoma (según algunos críticos, con un turbante y una nariz que disfrazan un sexo masculino) diciendo: "Todo está perdonado. Yo soy Charlie".

            En la propia Francia, el negacionismo es un delito: que una posición así nos parezca aberrante no significa que quien la exprese deba ser castigado. Del mismo modo, la "apología del terrorismo" se castiga, incluso en redes sociales, de manera más estricta que en Estados Unidos. Lo mismo ocurre en Inglaterra, Alemania, Austria y otros países europeos También llama la atención que Mariano Rajoy asistiese en primera línea a la marcha republicana, cuando hace unos años un juez español ordenó el secuestro de la revista El Jueves porque en su portada aparecían el príncipe Felipe y la princesa Letizia burdamente caricaturizados.

            El atentado ha dado pie a que ese "Todos somos Charlie" se convierta en un mantra del que, en efecto, todos se aprovechan: desde el Frente Nacional y los movimientos identitarios europeos caricaturizados por Michel Houellebecq en Soumission, hasta un sinfín de políticos que no tienen empacho en condenar los crímenes aunque en sus países prevalezcan la censura y el autoritarismo. Y, en fin, numerosos intelectuales que exigen una libertad de expresión ilimitada pero que nunca han mostrado la misma energía a la hora de defender los derechos humanos en otros países.

            Ni el 7-J es el 11-S francés, ni Occidente se halla en jaque: los terroristas eran franceses y las llamadas a una Patriot Act europea, capaz de interceptar las conversaciones de sus ciudadanos, serían el peor atentado contra esas libertades tan arduamente conseguidas. En contra de lo que sostuvo el papa Francisco, uno debe tener el derecho de mofarse de cualquier religión, así hiera la sensibilidad de sus fieles pero, si se opta por esta postura -que yo comparto-, habría que llevarla a sus últimas consecuencias. Como Ahmed Merabet, el policía francés y musulmán que, radicalizando la frase atribuida a Voltaire, murió defendiendo a unos caricaturistas que humillaban los valores en los que él creía.

 

II. La sumisión y la sangre

 

La mañana del 7 de enero me encontraba en el aeropuerto de Newark, a punto de embarcar de vuelta a México, cuando comencé a leer Soumission, la nueva novela de Michel Houellebecq que acababa de descargar en mi Kindle horas después de haber sido publicada. Justo cuando leía la cita inicial de Joris-Karl Huysmans, el decadentista francés que la inspira, presté atención al sonido de una de las pantallas en la sala de abordaje. La reportera de CNN anunciaba que un grupo de encapuchados había irrumpido en la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo, en París, y había asesinado a la mayor parte de sus redactores. Sólo después de aterrizar en México conocería los detalles del acto terrorista, entre ellos que la portada de Charlie Hebdo de esa semana se burlaba precisamente de Michel Houellebecq quien, como de costumbre desde la publicación de Las partículas elementales en 1998, era motivo de un nuevo escándalo en el medio intelectual francés, en esta ocasión por su declarada "islamofobia".

            La conexión entre el tema central del número y el atentado queda aún por esclarecerse -la revista había sido amenazada desde que en 2004 reprodujese las célebres caricaturas danesas sobre Mahoma, un personaje que se volvería habitual en sus páginas-, pero no parece del todo casual. Ambientada en 2022, Soumission también es una suerte de caricatura en la que un político musulman, Mohamed Ben Abbes, dirigente de una ficticia Fraternidad Musulmana, llega a la presidencia de Francia, imponiendo una serie de medidas -en particular la poligamia- que al cabo son aceptadas por el conjunto de sociedad francesas con indiferencia, cuando no con discreto entusiasmo.

En su cubierta, Charlie Hebdo presentaba a un demacrado Houellebecq (apenas más lamentable que en sus fotos recientes), anunciando sus predicciones de futuro: "En 2015 pierdo los dientes. En 2022 hago Ramadán". Una perla que, con la acidez característica del medio, resume bastante bien la trama de Soumission. Que el escritor francés decidiese suspender la promoción de la novela esa misma tarde para refugiarse en un innominado sitio en la campiña francesa casi sonaría como una prolongación de la paranoia que alimenta su ficción de no ser por la espantosa resonancia de la tragedia.

            Mucho antes de que aparezca en español, un sinfín de comantaristas ya se ha apresurado a ensalzar o denigrar la novela de Houellebecq, desde quienes piensan que se trata de una obra oportunista y marullera, hasta quienes la defienden como un valeroso acto de libertad equiparable a las virulentas caricaturas de Charlie Hebdo. En la propia Francia, tan dada a estas aparatosas disputas intelectuales, los bandos también se hallan bien diferenciados: de un lado quienes piensan que, más allá de sus discutibles méritos literarios, Soumission es una pieza repugnante que "pone a Marine LePen en las puertas del Elíseo", y del otro quienes sostienen que, en su cuidada ambigüedad, se trata de una sátira que, más que ensañarse con los musulmanes, se burla de Francia en su conjunto. 

            François, una suerte de alter ego del autor, es un profesor universitario que, tras una carrera como especialista de Huysmans, se encuentra en un momento de decadencia o apatía. (Como la propia Francia: igual que en las viñetas de Charlie Hebdo, la sutileza aquí no es relevante.) Harto de sus recurrentes aventuras con sus alumnas, François por fin se ha enamorado, o al menos encariñado, de Myriam, una joven judía -no podía ser de otro modo- que está loca por él. En ese contexto, François describe el ambiente electoral, dominado por la oposición entre la Fraternidad Musulmana y el Frente Nacional, con el Partido Socialista y la UMP como residuos del pasado, y la creciente sensación de peligro experimentada por los desplantes de los integristas del "movimiento identitario", es decir, de esas organizaciones que, bajo el lema de "Francia para los franceses", están dispuestos a defender a los "indígenas" de la "colonización islámica".

            Aderezada con sus previsibles descripciones sexuales y las meditaciones pesimistas o políticamente incorrectas que ya son marca de la casa -en especial contra las mujeres-, Houellebecq hace que su personaje apenas se dé cuenta de la victoria de Ben Abbes (aliado en la segunda vuelta con el PS y la UMP) y de la brutal mutación que ello acarrea. Temeroso de la violencia -que podría provenir de unos extremistas u otros-, François huye de París y se refugia en Martel, un pequeño poblado del sudoeste nombrado así en memora del caudillo que detuvo el avance árabe en el medioevo. Entretanto Myriam, cuya familia teme quedarse en un país gobernado por un partido musulmán, ha emigrado a Israel con sus padres. Deprimido y solo, François visita el santuario de Rocamadour, ansioso de que su famosa Virgen Negra lo ilumine. 

Por desgracia, la anhelada experiencia mística -paralela a la conversión al catolicismo de Huysmans- no llega nunca y, cuando François vuelve a París, encuentra a su patria transformada en un estado islámico. Aquí es donde la sátira deviene simple caricatura. Para llegar al poder, Ben Abbes ha cedido los principales ministerios a sus aliados para quedarse con el único que importa: el de Educación. Gracias a ello, las universidades francesas han pasado a ser islámicas, las mujeres han perdido sus privilegios y acuden veladas a sus clases. Por si fuera poco, el nuevo rector, un acomodaticio intelectual convertido al Islam, permite que sus profesores tomen tres o cuatro esposas de entre las estudiantes. Poco le preocupa a Houellebecq la inverosimilitud del planteamiento: su intención, más cercana a Kafka que a la ciencia ficción, es colocarnos de pronto frente a un sistema totalitario y absurdo, pero que apenas se distingue de lugares como Arabia Saudí.

            A diferencia de lo que ocurría en Las partículas elementales o incluso en El mapa y el territorio, la novela se mueve en un terreno voluntariamente pedestre. Más que una fantasía política, Soumission se revela como una grotesca burla de la Francia socialdemócrata de nuestros días, y por extensión de Europa. Para François, Europa es un continente que, como predijo Nietzsche, ha perdido toda su fuerza justo por haber renunciado a la religión y haberse decantado por los valores facilones, femeninos, de la democracia liberal (una sombra, en cualquier caso, de la bestia negra de François: la Ilustración). En este contexto, sólo el Islam parecería tener la energía suficiente para arrancar a Francia del marasmo, así sea al precio de renunciar sus valores más queridos (en especial, la igualdad).

             Uno dudaría que un musulmán pudiese encontrar en esta farsa un solo argumento para sentirse vejado -pero si unas simples caricaturas fueron capaces de desatar semejante descarga de ira, quizás Houellebecq tuvo razón en esconderse en la Francia profunda, como su personaje. Mucha más razón para indignarse tendrían las mujeres, que no tienen aquí otra función que la de objetos sexuales (como Myriam) o esposas (en el nuevo regimen machista y polígamo). Lo más relevante del libro son, en todo caso, las especulaciones sobre el reacomodamiento político previo a la victoria de Ben Abbes, en las que Houellebecq destaza por igual a la izquierda, la derecha y la ultraderecha de Marine Le Pen.

En un plano íntimo, Soumission se presenta como el itinerario de una conversión fallida: François nunca será Huysmans, sino apenas otro oportunista en una Francia que hoy, no en 2022, disfruta de la sumisión a sus hipócritas valores burgueses. Lo que quizás se le escape a Houellebecq es que, al contentarse con una sátira de trazos gruesos, con una caricatura de los miedos de su época -incluida la islamofobia-, él ha seguido el ejemplo de François y tampoco ha logrado escapar a su cómodo papel de provocador. Soumission es, en este sentido, la sumisión a un éxito que su autor previó desde el inicio y que sólo la sangre de sus colegas ha conseguido adulterar.

           

III. La religión y el estado

 

Más allá de que todos coincidan, o finjan coincidir, en su condena de los atentados contra Charlie Hebdo, el debate en torno a la libertad de expresión y el papel de las creencias individuales -y en particular la religión- en nuestras democracias no ha hecho más que exacerbarse. Mientras algunos siguen empeñados en defender la libertad de expresión (y la libertad de insultar ideas abstractas) a cualquier precio, otros han señalado que, si bien en primera instancia hay que garantizarla, el uso de ella por parte de caricaturistas y redactores de Charlie Hebdo ha sido, como lo señala el propio subtítulo de la publicación, cuando menos "irresponsable".

            Nadie pone en duda que la "marcha republicana", la más grande en la historia reciente en Francia, hizo evidente el repudio de la mayor parte del país a cualquier intento de frenar esta conquista de la Ilustración, pero desde entonces se han sucedido incontables manifestaciones tanto en Europa como en Asia y África, unas pacíficas y otras sangrientas, para repudiar los ataques del semanario en contra de Mahoma -y en particular de su número especial, en cuya portada un Profeta en apariencia pacífico es dibujado con trazos que muchos han identificado con un órgano sexual masculino: una nueva bofetada para millones de musulmanes.

            La disyuntiva no se encuentra ya en ser o no ser Charlie, sino en la posición que han de tener los adeptos de ciertas religiones en una democracia laica, como la francesa o la mexicana -no como la colombiana o la española. Incontables voces se han alzado para señalar que el Islam es de plano incompatible con "nuestras libertades": una aseveración que siempre ha sido utilizada como una forma de discriminación, por ejemplo por la mayoría protestante de Estados Unidos contra los inmigrantes católicos de Italia o Irlanda a principios del siglo XX o contra los católicos mexicanos en nuestros días.

            Inevitablemente, estas declaraciones emanan cierto tufillo racista, propio de esos islamófobos o antimusulmanes que, desde su propia tradición cristiana, no son capaces de advertir la viga en el ojo propio. Lo más desconcertante ha sido leer, en boca de comentaristas en teoría liberales, que son las propias comunidades musulmanas las que, en primera instancia, estarían obligadas a condenar más sonoramente los atentados, y, en segunda, a deshacerse de sus propios sectores radicales, como si los musulmanes de Francia o Alemania formasen un estado dentro del estado o como si no fuesen ciudadanos idénticos a los otros.

            Resulta fácil querer olvidar que los hermanos Kouachi nacieron y se educaron en Francia y que, por tanto, sus atentados no son parte de la amenaza de la civilización "islámica" contra la "occidental", sino de un problema social francés y europeo. Si hubiera a quien culpar del radicalismo, sería a Arabia Saudita y su tradición wahabí, solapada una y otra vez por Occidente. En contra de lo que asumen paranoicos como Éric Zemmour o Michel Houellebecq, en los países europeos los musulmanes no forman comunidades unidas, sino que tienen proveniencias y características distintas. Como escribió Olivier Roy, resultaría muy difícil la formación de un partido islámico como el previsto en Soumission. Pero, en un efecto búmeran, la obsesión por señalar a los musulmanes como ciudadanos "distintos" podría ser un elemento de unión entre quienes nada tienen en común excepto sus creencias.

            En su novela, Houellebecq imagina que, con los musulmanes en el poder, Francia permite que ciertas escuelas islámicas privadas reciban fondos públicos. Un escenario de pesadilla en una república laica, pero que en Europa ya existe en las escuelas concertadas católicas que abundan en España. El doble rasero no se detiene: en Irlanda o Polonia, al igual que en América Latina, la Iglesia Católica disfruta de enormes privilegios que detienen un sinfín de avances sociales -como el aborto o el matrimonio homosexual- y en muchos países el estado ni siquiera ha logrado separarse de la Iglesia.

            Nada hay más pernicioso para una sociedad como la religión, en todas sus vertientes. A lo largo de la historia, ha sido la mayor fuente de disputas y guerras y, en la época moderna, siempre se ha opuesto a los avances científicos y la razón. Pero el Islam no es sino una religión más, con sus fanáticos y sus "moderados", cuya intervención en la vida pública ha de ser contenida y repudiada como la de cualquiera otra, empezando por el cristianismo.

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25 de enero de 2015
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Mis libros de 2014

Aunque cada vez detesto más las listas de los mejores libros del año (casi siempre endogámicas, casi siempre dictadas por una suerte de consenso crítico), dejo aquí una pequeña lista de recomendaciones de los libros publicados en 2014 que más me gustaron o impactaron. (Siete de mis mejores amigos publicaron libros que me parecen espléndidos: lo aclaro y los incluyo al final.)

 

narrativa en español: Catálogo de formas, de Nicolás Cabral

Una de las joyas literarias de este año. Una breve, elusiva y sutil novela que, a partir de la vida, obra e ideas de Juan O'Gorman, explora los límites entre la creación, el idealismo, el poder y el desencanto.

 

Incluyo también Los hemisferios, de Mario Cuenca Sandoval:  aunque su segunda parte resulte redundante y fallida, pocas apuestas estéticas me han parecido tan arriesgadas como la de esta novela fantástica y desbocada que se distiende entre distintos universos paralelos.

 

narrativa en otros idiomas: Euphoria, de Lilly King

Como la de Cabral, esta es otra narración que, eludiendo los límites de la novela biográfica o histórica, se basa en la figura de Margaret Mead y su círculo para detenerse en la extrañeza y las contradicciones de un triángulo de antropólogos y sus andanzas por mundos sólo en apariencia primitivos.

 

ciencia ficción: The Book of Strange New Things, de Michael Faber

La idea, de entrada, me parece genial: un misionero cristiano es enviado a un planeta recientemente descubierto (o conquistado) por una corporación humana para compartir la palabra de Jesús entre los nativos. Una Crónica de Indias de nuestro tiempo.

 

ensayo: El impostor, de Javier Cercas

Aunque su autor insiste en considerar que su libro es una "novela sin ficción o un relato real", a mí me parece claramente un ensayo, en todo caso una crónica o un "ensayo en primera persona". Como sea, la asombrosa historia de Enric Marco, el presidente de una de las principales asociaciones de víctimas de los campos de concentración nazis que en realidad se inventó éste y casi todos los hechos de su vida, termina convertido por Cercas en una fascinante metáfora de la España de la transición. 

 

memorias: Amarres perros, de Jorge Castañeda

Pocas figuras intelectuales tan lúcidas, polémicas y atrabiliarias como la del primer canciller de Vicente Fox: sólo alguien con un carácter tan tumultuoso como Castañeda (quien se inscribe en la línea directa del Ulises Criollo de Vasconcelos, con quien lo unen no pocas semejanzas) podía atreverse a escribir una autobiografía tan sincera, egocéntrica y apasionante en un medio tan propicio a la hipocresía y el disimulo como el mexicano.

 

Y, ahora, los libros de mis amigos:

Adrián Curiel, Blanco Trópico.

Con el humor ácido y la perspicacia que lo caracterizan, Curiel ha escrito un desopilante y arrebatador relato sobre la vida en el trópico y, en especial, un implacable examen de los sinsentidos de la vida académica.

Gerardo Kleinburg, Éxtasis. Una novela en siete píldoras

Encomio de los poderes y peligros del éxtasis, esta segunda novela de Kleinburg brilla por el entramado de historias de personajes al límite, dispuestos a arriesgar sus destinos en busca de una transformación (o de una iluminación) que siempre los rebasa.

Luis Felipe Lomelí, Indio borrado

Como prolongación y antídoto a los relatos de violencia (y a la violencia) que nos rodean, Lomelí ha creado un personaje inolvidable con el Güero, desvencijado símbolo de las tensiones de nuestra época.

Guadalupe Nettel, Después del invierno

Recompensada con el Premio Herralde de este año, la mejor entre las novelas de Nettel se adentra en las vidas de dos personajes tan perturbadores como excéntricos: un aséptico y neurótico cubano en Nueva York y una frágil estudiante mexicana en París enamorada de un joven moribundo. Lo mejor: un estilo parco y preciso que roza la perfección.

Ignacio Padilla, Las fauces del abismo

Así pasen los años, Padilla continúa pareciéndome no sólo el más deslumbrante cuentista de mi generación, sino de uno de los más imaginativos cuentistas de nuestros días. Una nueva colección que prolonga su asombrosa "Micropedia", en esta ocasión con un peculiar bestiario que navega entre las crónicas medievales y Borges. 

Pedro Ángel Palou, No me dejen morir así

Centrado a lo largo de los últimos años en narrar las vidas de nuestras principales figuras históricas, aquí Palou ha ido aún más lejos que en Pobre patria mía, sus falsas memorias de Porfirio Díaz, para introducirse en la mente de Pancho Villa en un relato que rebasa los límites genéricos y se arriesga a dislocarse.

Edmundo Paz Soldán: Iris

Si la ciencia ficción continúa pareciendo excéntrica en nuestras letras, que la realice un boliviano suena de plano inverosímil. Pero Paz Soldán ha logrado crear un deslumbrante mundo propio (regido, como el de Kleinburg, por las drogas) que, como todos los grandes relatos de ciencia ficción, dice mucho más sobre nuestro tiempo que sobre el futuro.

Daniel Rodríguez Barron, La soledad de los animales

Una arriesgada primera novela que, más que retratar (o burlarse) de quienes defienden los derechos de los animales, reflexiona en clave irónica en torno al idealismo y el fanatismo de todas las grandes causas.

Pablo Raphael, Clipperton

Escrita a lo largo de varios años y un periplo que lo condujo directamente a la antigua isla mexicana, Raphael se sirve de Clipperton para crear un vasto relato polifónico en el que se funden todas las historias y fantasías en torno a esta tierra de nadie que tanto ha fascinado a los escritores.

Eloy Urroz, La mujer del novelista

Urroz inició esta novela como una suerte de experimento vital, cercano al arte contemporáneo: iniciada y terminada a lo largo de un año en Aix-en-Provence, es a la vez el ácido retrato de nuestra generación literaria (el Crack reconvertido aquí en Clash), como una brillante reflexión en torno al amor o el adocenamiento del amor a partir de mundos que, como los de Cuenca Sandoval, se abren a dos tiempos -u opciones de vida- simultáneas. 

 Aunque cada vez detesto más las listas de los mejores libros del año (casi siempre endogámicas, casi siempre dictadas por una suerte de consenso crítico), dejo aquí un pequeño catálogo de los libros aparecidos en 2014 que más me gustaron o impactaron. (Algunos de mis mejores amigos publicaron obras que me parecen espléndidas: lo aclaro y las incluyo al final.)

 

NARRATIVA EN ESPAÑOL: Catálogo de formas, de Nicolás Cabral

Una de las joyas literarias de este año. Una breve, elusiva y sutil novela que, a partir de la vida, obra e ideas de Juan O'Gorman, explora los límites entre la creación, el idealismo, el poder y el desencanto.

 

Incluyo también Los hemisferios, de Mario Cuenca Sandoval:  aunque su segunda parte resulte redundante y fallida, pocas apuestas me han parecido tan arriesgadas como la de esta novela fantástica y desbocada que se extiende entre distintos universos paralelos.

 

NARRATIVA EN OTROS IDIOMAS: Euphoria, de Lilly King

Como la de Cabral, esta es otra narración que, eludiendo los límites de la novela biográfica o histórica, se basa en la figura de Margaret Mead y su círculo para detenerse en la extrañeza y las contradicciones de un triángulo de antropólogos y sus andanzas por mundos sólo en apariencia primitivos.

 

CIENCIA FICCIÓN: The Book of Strange New Things, de Michael Faber

La idea, de entrada, me parece genial: un misionero cristiano es enviado a un planeta recientemente descubierto (o conquistado) por una corporación humana para compartir la palabra de Jesús entre los nativos. Una Crónica de Indias de nuestro tiempo.

 

ENSAYO: El impostor, de Javier Cercas

Aunque su autor insiste en considerar que su libro es una "novela sin ficción o un relato real", a mí me parece claramente un ensayo, en todo caso una crónica o un "ensayo en primera persona". Como sea, la asombrosa historia de Enric Marco, el presidente de una de las principales asociaciones de víctimas de los campos de concentración nazis que en realidad se inventó éste y casi todos los hechos de su vida, termina convertido por Cercas en una fascinante metáfora de la España de la transición. 

 

MEMORIAS: Amarres perros, de Jorge Castañeda

Pocas figuras intelectuales tan lúcidas, polémicas y atrabiliarias como la del primer canciller de Vicente Fox: sólo alguien con un carácter tan tumultuoso como Castañeda (quien se inscribe en la línea directa del Ulises Criollo de Vasconcelos, con quien lo unen no pocas semejanzas) podía atreverse a escribir una autobiografía tan sincera, egocéntrica y apasionante en un medio tan propicio a la hipocresía y el disimulo como el mexicano.

 

Y, ahora, los libros de mis amigos:

Gerardo Kleinburg, Éxtasis. Una novela en siete cápsulas

Encomio de los poderes y peligros del éxtasis, esta segunda novela de Kleinburg brilla por el entramado de historias de personajes al límite, dispuestos a arriesgar sus destinos en busca de una transformación (o de una iluminación) que siempre los rebasa.

Luis Felipe Lomelí, Indio borrado

Como prolongación y antídoto a los relatos de violencia (y a la violencia) que nos rodean, Lomelí ha creado un personaje inolvidable con el Güero, desvencijado símbolo de las tensiones de nuestra época.

Guadalupe Nettel, Después del invierno

Recompensada con el Premio Herralde de este año, la mejor entre las novelas de Nettel se adentra en las vidas de dos personajes tan perturbadores como excéntricos: un aséptico y neurótico cubano en Nueva York y una frágil estudiante mexicana en París enamorada de un joven moribundo. Lo mejor: un estilo parco y preciso que roza la perfección.

Ignacio Padilla, Las fauces del abismo

Así pasen los años, Padilla continúa pareciéndome no sólo el más deslumbrante cuentista de mi generación, sino de uno de los más imaginativos cuentistas de nuestros días. Una nueva colección que prolonga su asombrosa "Micropedia", en esta ocasión con un peculiar bestiario que navega entre las crónicas medievales y Borges. 

Pedro Ángel Palou, No me dejen morir así

Centrado a lo largo de los últimos años en narrar las vidas de nuestras principales figuras históricas, aquí Palou ha ido aún más lejos que en Pobre patria mía, sus falsas memorias de Porfirio Díaz, para introducirse en la mente de Pancho Villa en un relato que rebasa los límites genéricos y se arriesga a dislocarse.

Edmundo Paz Soldán: Iris

Si la ciencia ficción continúa pareciendo excéntrica en nuestras letras, que la realice un boliviano suena de plano inverosímil. Pero Paz Soldán ha logrado crear un deslumbrante mundo propio (regido, como el de Kleinburg, por las drogas) que, como todos los grandes relatos de ciencia ficción, dice mucho más sobre nuestro tiempo que sobre el futuro.

Pablo Raphael, Clipperton

Escrita a lo largo de varios años y un periplo que lo condujo directamente a la antigua isla mexicana, Raphael se sirve de Clipperton para crear un vasto relato polifónico en el que se funden todas las historias y fantasías en torno a esta tierra de nadie que tanto ha fascinado a los escritores.

Eloy Urroz, La mujer del novelista

Urroz inició esta novela como una suerte de experimento vital, cercano al arte contemporáneo: iniciada y terminada a lo largo de un año en Aix-en-Provence, es a la vez el ácido retrato de nuestra generación literaria (el Crack reconvertido aquí en Clash), como una brillante reflexión en torno al amor o el adocenamiento del amor a partir de mundos que, como los de Cuenca Sandoval, se abren a dos tiempos -u opciones de vida- simultáneas. 

 

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21 de diciembre de 2014
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