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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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El radical conservador

"El último de los mohicanos", lo llamé en otro artículo. Aún lo creo: es el último de su especie. El último representante -y, dado su empeño, la paradójica clausura- de la gran tradición de intelectuales públicos latinoamericanos que distinguió nuestras letras a lo largo de dos centurias. A su lado quedan algunos brillantes epígonos de nuestro particular Siglo de Oro -Del Paso, Edwards, Pitol, Bryce-, pero solo Mario Vargas Llosa mantiene esa actitud a la vez arrojada y soberbia de quien se asume como guía moral de su tiempo y como vanguardia de su revolución personal desde que abjuró de la idea revolucionaria de estirpe marxista.

            Si algo hay que admirar en el peruano son sus pasiones y su desenfreno, los cuales lo convirtieron en el más contradictorio de los miembros del Boom. Diré más: tanto en su literatura como en su vida personal, política y amorosa, lo distingue una suma o una amalgama o una superposición de convicciones febriles y decisiones atropelladas. Mientras que el fuego de García Márquez se concentró en aquilatar una lengua inimitable y perfecta, al tiempo que él se convertía en una suerte de Buda universalmente idolatrado, y mientras Fuentes destilaba su talento por medio de una inteligencia y una curiosidad sin límites, Vargas Llosa siempre osciló entre la lucidez y el desenfreno, entre la acción y las palabras. En el antiguo dilema renacentista, fue el único entre ellos que eligió a la vez las armas y las letras.

            Todo en Vargas Llosa es un oxímoron. El autor fastuosamente experimental de La casa verde es el realista decimonónico de Las cinco esquinas. Su devoción por la literatura libertina lo condujo a la explosión sensual de Elogio de la madrastra y en El sueño del celta mudó en el limeño mojigato incapaz de narrar el sadomasoquismo de su protagonista. Solía aborrecer las novelas de tesis y escribió El héroe discreto. Demolió el establisment en Las ciudad y los perros o Conversación en La Catedral, y hoy lo encarna como pocos. Quiso ser presidente y terminó en marqués. Deploró la cercanía de García Márquez con Fidel, pero el invitado estrella en su 80 cumpleaños fue José María Aznar. Fue casi estalinista -Fuentes dixit- y hoy es casi neoliberal (el "casi" gracias a su imbatible lucidez), ganándose tantos fieles como adversarios, algo que parece fascinarle. Vilipendió la sociedad del espectáculo y terminó deslumbrado por la figura indispensable del Hola!.

            Poco importa que en el pasado defendiese a Cuba y que hoy la vapulee, que de joven comulgara con la ultraizquierda francesa

-"el sartrecillo valiente"- y en la madurez Popper lo tirase del caballo en el camino a Damasco, que en ocasiones se abra un abismo entre sus dichos y sus actos: lo asombroso no es tanto la cambiante firmeza de sus convicciones como la elegante ferocidad de su estilo. A mí hace tiempo que me resulta imposible coincidir con la mayor parte de sus opiniones, pero no puedo dejar de leerlo, de pelearme con él, de detestarlo y admirarlo en idénticas medidas: lo que uno sólo puede aspirar a hacer con un clásico.

            Como le ocurrió a Fuentes y a tantos otros, su meteórico ascenso desde que obtuvo el premio Biblioteca Breve a los veintiséis años se vio estremecido por el hito impensable -e inalcanzable- de Cien años de soledad. Batiéndose en silencio con su viejo amigo -más allá de los líos de faldas, a partir de entonces la igualdad amistosa era imposible-, fue capaz de engarzar otras dos obras maestras absolutas: La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo. Como otros de mis compañeros de generación, yo atesoro y me reconozco devoto de El pez en el agua, su doble memoria -no podía ser de otro modo- del nacimiento de su vocación literaria y de su fracaso político, quizás porque en ninguna otra de sus obras sus contradicciones se muestran de manera tan descarnada, tan a flor de piel.   

             Allí, Vargas Llosa supo conjurar, sacudir y vencer todos sus demonios: en la amargura de la derrota -ni más ni menos que ante Fujimori-, rescató su infancia y se liberó del fantasma de su padre. Y, de paso, recuperó la energía para reinventarse como escritor y para continuar experimentando la mayor de sus pasiones, esa que nos barre como un tsunami en cada uno de sus textos, incluso los menos afortunados: esa fuerza elemental, primitiva e irrefrenable que le ha permitido alcanzar, como a muy pocos grandes escritores en la historia, esa coincidentia oppositorum con que soñaban los escolásticos: la que une la vida con los libros.

 

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3 de abril de 2016
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Rabiosos

Decepcionados. Desencantados. Molestos. Enfadados. Enojados. Indignados. Coléricos. Furiosos. Rabiosos. Así se sienten millones de ciudadanos en todo el mundo. ¿Qué los mantiene así? El "estado de cosas" en sus países. La inmovilidad y el desasosiego frente a sus respectivos sistemas de gobierno. Y, en especial, la desconfianza hacia sus líderes, sin importar el partido al que pertenezcan o la ideología que los anime. Un desdén hacia la "clase política" en su conjunto: ese sector del gobierno que en el mejor de los casos perciben indiferente frente a sus problemas y, en el peor, centrado en su ambición y su avaricia. Ese grupo en el poder que exhibe sus desplantes y su corrupción impunemente.

            Un fantasma recorre el planeta: el de la rabia hacia los políticos profesionales. Poco tienen que ver las historias de cada nación y mucho una actitud asumida por todos los hombres y mujeres de poder: su desapego hacia cualquier ideal, un pragmatismo a toda prueba y sobre todo una escandalosa falta de empatía hacia quienes los han elegido. En medio del capitalismo neoliberal que continúa animándonos a ver sólo por nosotros mismos, nuestros políticos no parecen preocuparse por otra cosa que sus privilegios -y los de los magnates que los financian-, medrar para seguir escalando la pirámide y enriquecerse en el proceso. El "fin de las ideologías" acarreó en ellos la ideología de despreciar a la mayoría y mantener el statu quo.

            ¿Cómo no concordar con esos ciudadanos rabiosos que no ven en su clase política sino un estamento burocrático obsesionado con verse el ombligo o, peor aún, en utilizar sus puestos públicos -y los ingentes recursos derivados de nuestros impuestos- para sus propios intereses? ¿Cómo no comulgar con el asco que provocan sus maniobras ocultas, sus cuentas en el extranjero, sus discursos vacuos o melifluos, sus voces cansinas, desprovistas de toda ilusión, sus coches y choferes y comilonas y viajes al extranjero, sus dietas y bonos millonarios? ¿Cómo no pensar que no sirven de nada, que sus altísimos sueldos son un insulto tanto para la clase media como para los pobres, que es necesario echarlos de sus puestos?

            Ocurre en Estados Unidos y en España; en Francia y en México; en Italia y en los países nórdicos; en Alemania y en Japón; en Taiwán y en Argentina; en Chile y en Sudáfrica. Se trata de un fenómeno auténticamente global. En cada sitio hay razones precisas para la furia -la inmovilidad social en los países avanzados; la crisis y el desmantelamiento de los servicios sociales en el sur de Europa; la corrupción en la península ibérica y en nuestro país-, pero la razón principal puede resumirse en una sola palabra: la inequidad. Desde el desmantelamiento del socialismo real, ésta no ha hecho sino acentuarse por doquier. El alud de políticas neoliberales impuestas de arriba para abajo desmanteló las sociedades más justas jamás creadas en la historia -los estados de bienestar de Europa Occidental y Norteamérica- y radicalizó la apabullante desigualdad que siempre caracterizó al Tercer Mundo. ¿El resultado? Una clase media desesperanzada y alicaída. Un aumento de los niveles de pobreza. Y la sensación de que unos pocos, muy pocos, siempre en la parte más alta de la sociedad, son quienes ganan.

La convicción de que a los políticos ya no les importa otra cosa que sí mismos ha generado, desde entonces, distintas respuestas. En algunos países, movimientos de izquierda radical opuestos a la "dictadura de Wall Street"; en otros, frentes de ultraderecha que buscan culpar de todos los males no sólo a sus políticos, sino a los inmigrantes; y, por supuesto, un sinfín de figuras antisistema -o que se fingen antisistema- dispuestas a aprovecharse de la confusión y el desencanto.

            Por más que todas estas figuras se opongan al statu quo, no debemos confundirlas. No es lo mismo Podemos que Trump ni Marine Le Pen que López Obrador ni los partidos de ultraderecha de Europa del Este que el movimiento Cinque Stelle en Italia. Justo por ello, tendríamos que estar más atentos para vigilar a esos "candidatos ciudadanos" e impedir que este marbete se convierta en una máscara que oculta posiciones mucho más oscuras y funestas que la mera oposición al sistema. Nada más preocupante, pues, que el ascenso de Trump y Marine Le Pen (o Ted Cruz): detrás de su indignación y su rabia no se esconde nada más cierto populismo -otra etiqueta que ya nada significa-, sino un fascismo en ciernes. Tendríamos que llamarlo así y combatirlo de frente.

 

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25 de marzo de 2016
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La pesadilla del tupé

¿Pensaron que era una broma? ¿Una provocación? ¿Una calculada estrategia publicitaria? ¿Una fiebre pasajera? ¿Un juego? ¿Una (nunca mejor dicho) tomadura de pelo? ¿Cuántos comentaristas de izquierda y de derecha, de los comunistas de CNBC a de las arpías de FOX, se atrevieron a vaticinar que mi campaña sería un globo que no tardaría en reventarse o desinflarse? ¿Que mi atrevimiento no duraría ni dos semanas? ¿Que nadie consideraría con seriedad mi candidatura? ¿Que no soy más que un histrión, un presentador de talk-show, una caricatura, un payaso?

¿Cuántas veces los editoriales del New York Times o del último periodiquillo de Wichita aseguraron que no tengo ideas? ¿Que mis "salidas de tono", mis exabruptos y mis arrebatos terminarían por fatigar a los electores conservadores o a los evangélicos? ¿Cuántos reputados profesores y analistas políticos y tertulianos de televisión y radio mostraron su indignación ante mis declaraciones contra los delincuentes mexicanos y los terroristas árabes y declararon que la mayoría de los republicanos jamás compartiría posiciones tan retrógradas?

¿Cuántas veces los medios liberales me acusaron de racista por empeñarme en proteger a esta gran nación de los inmigrantes ilegales aseverando que nadie en su sano juicio apoyaría mis delirios? ¿Y cuántas buenas conciencias me llamaron fascista por buscar cerrar las fronteras a los terroristas islámicos disfrazados de refugiados del ISIS advirtiéndome de que la mayor parte de los ciudadanos de esta gran nación nunca apoyaría medidas semejantes?

¡Y miren dónde estamos ahora! ¡Ni una sola de sus patrañas ha resistido el paso del tiempo, ni una sola de sus mentiras o de sus descalificaciones ha hecho mella en mi campaña! Sus insultos de nada han servido: faltan apenas unos días para los caucus de Iowa, New Hampshire y Carolina del Sur, y las encuestas me siguen concediendo ventaja en todos ellos. ¿Un balón a punto de desinflarse? Lamento desengañarlos: continúo aquí, imbatible, mostrando que todos se equivocaron. ¡Todos!

¡Y pensar que me creían un estafador, un pelele, un fenómeno televisivo sin cerebro! ¡Otro millonario fracasado como Ross Perot! Desde que se inició mi aventura, hace ya muchos meses, mis compatriotas no han hablado más que de mí, igual que en el debate del FOX al que no asistí. Lograrlo fue mi primera victoria. Durante semanas nadie se preocupó por las sosas o abúlicas declaraciones de Jeb, el supuesto puntero, el hombre del establishment, y luego los demás aspirantes ya no tuvieron más remedio que dedicarse de tiempo completo a reaccionar sobre lo que yo hacía, sobre lo que yo decía. A glosar cada una de mis palabras. Hasta que la bola de nieve se convirtió en una avalancha imposible de detener: ¡hoy, en Estados Unidos, sólo se habla de mí! ¡En el último café de Nueva York y de San Francisco tanto como en el último rancho de Montana o de Texas no se habla más que de mí!

Ya no hay marcha atrás. Nadie me hace sombra. Menos Ted Cruz, cuyo mayor problema (perdonan que se los diga) es que él sí se cree las barbaridades que dice. ¿Y yo? ¿Quién soy yo? Un hombre de éxito, nada más. Un hombre de éxito que llevará al éxito a este país. Para lograrlo vale lo que sea. Calumniar a los mexicanos o a los árabes es lo de menos: un slogan que en el fondo comparte la mitad de mis electores. Pero igual hubiese usado otros chivos expiatorios si me hubiesen parecido más rentables. ¿Que no soy suficientemente de derechas? ¿Que en el pasado apoyé a los demócratas? ¿Qué no soy suficientemente religioso? ¿Que no tengo convicciones? Tengo la única fe que se necesita en Estados Unidos para triunfar: la fe en mí.  

            Ganaré Iowa y New Hampshire. Y ganaré Carolina del Sur. Y luego ganaré la mayor parte de los demás estados en el Súpermartes. Y el G.O.P. no tendrá más remedio que ungirme candidato. Y luego le ganaré a la pobre Hillary (no sé quién puede pensar que ella tiene convicciones más firmes que las mías), la cual hoy sufre por derrotar a un carcamal que se declara socialista. ¿Y saben por qué? ¿Saben por qué se equivocaron tanto respecto a mí? Porque no se dieron cuenta de que yo soy Estados Unidos. Al menos esa mitad de Estados Unidos que se necesita para gobernar Estados Unidos. Esa mitad que hará lo que sea, lo que sea, para que otra Clinton no llegue a la Casa Blanca. Hoy por hoy, soy su mejor carta. Nada me detendrá. Esto apenas empieza.

 

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2 de marzo de 2016
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Postmanifiesto del Crack

 

 

I. QUE VEINTE AÑOS NO ES NADA

 

1.     22 años atrás, 5 aspirantes a escritores se reúnen en casa de uno de ellos y le dan nombre a un grupo literario. ¿Qué buscan? ¿Fama, trascendencia? ¿Imitar a sus héroes? ¿O algo en apariencia más prosaico: publicar sus manuscritos en pos de esos espectros, los lectores?

2.     Es en el invierno de 1994 y el pri ha vuelto a ganar las elecciones. Acaba un año de asombros y catástrofes: el alzamiento zapatista y el asesinato del candidato a la presidencia. Si los 5 tiemblan no se debe al frío de diciembre, sino a la debacle política y económica de un país adocenado por las crisis. 

3.     2 años después, los 5 anuncian el nombre de su grupo, presentan sus novelas y leen su manifiesto. (Entretanto, en Chile, otros jóvenes emprenden una aventura paralela.) Los miro a la distancia: ¿qué pretenden? Si azuzar a sus coetáneos, lo consiguen. ¿Un juego, una provocación, una estrategia publicitaria? Lo inverosímil es que aún se escuchan ecos de esa tarde.

4.     Como casi todos los jóvenes, los 5 no se acomodan a su tiempo. Abjuran de su época. Y se aburren. Estamos en 1996 y el futuro no existe.

5.     La globalización y su doble siniestro, el neoliberalismo, inician su conquista del planeta. México es todavía una isla.

6.     Los 5 han leído a Borges, a Rulfo, a Paz y a los maratonistas del Boom igual que Alonso Quijano leía novelas de caballería: sus páginas son la realidad. Una realidad mejor que la suya.

7.     Afuera triunfan los saltimbanquis que se disfrazan de García Márquez. Los 5 se encabritan: adoran el original, desdeñan las copias. Y nadie los escucha.

8.     Entre 1996 y 1999, los 5 pasan de moda. Y luego, entre 1999 y 2003, el mundito literario español -con su aspiración monárquica- los unge y redescubre.

9.     En los 20 años transcurridos desde entonces, la literatura se convierte en mercado literario. Una esfera pegajosa, sin salida. Incluso quienes se rebelan -¡cómo adoran los mercados a los rebeldes!- se pliegan a las reglas de la oferta y la demanda.

10.  La discreta apoteosis en España es un malentendido. Ellos, que vivían en las entrañas del Boom, son presentados como sus liquidadores. Y ellos, que no podían ser más mexicanos, son vendidos como antimexicanos.

11.  Muy pronto sus rivales los acusan de ser productos del mercado. Sorprendidos, los 5 se resisten. En vano: son productos del mercado. Igual que sus críticos.

12.  Y, sin embargo, escriben.

13.  Mientras tanto, América Latina deja de ser la América Latina inventada por el Boom. Ya nadie sabe lo que significan esas dos palabras que los merolicos repiten en foros y congresos. Y si no existe América Latina, la literatura latinoamericana mucho menos.

14.  En su primer resplandor desde Felipe II, los virreyes peninsulares ordenan y clasifican la literatura en español. En su imperio se concentran editores, agentes, promotores, suplementos, académicos, críticos, escritores. Y los latinoamericanos caen en la trampa.

15.  Los 5, a los que se han sumado otros 2, se toman de la mano con sus enemigos y rivales y juntos peregrinan a Madrid y Barcelona. Buscan premios, reconocimientos y adelantos.

16.  20 años atrás, jamás pensaron que podrían vivir de sus libros. Menos enriquecerse a su costa. Durante un breve lapso -las vacas gordas españolas- se adhieren al espejismo.

17.  México y casi todos los países de América Latina derivan, de nombre, en democracias. Los intelectuales no tienen opción más que jubilarse. Ser escritor ya no implica desgañitarse en la plaza pública. Los nuevos jóvenes respiran aliviados y se concentran en dominar el punto de cruz.

18.  Otra muerte ocurrida en estas décadas, que por cierto nadie llora: la de los críticos. Si antes eran odiados y temidos, hoy buscan empleo de ascensoristas y deshollinadores.

19.  Veinte años atrás, los 5 contribuyeron a dinamitar las reglas para ascender en el escalafón literario diseñadas por sus mayores. ¿Quién alza hoy la voz para romper los nuevos códigos?

20.  Triunfó el mainstream y, con él, el predominio absoluto de la literatura en inglés. La literatura en español es un silbido en un concierto de rock.

21.   Si el mercado es el Dragón, ¿quién podría hoy apuñalarlo? Solo no propongan los nombres de Aira o Vila-Matas, por favor.

22.  En estos 20 años, Letras Libres y Nexos, los dos sindicatos más poderosos del país, también son desmantelados. Sin darse cuenta, sus miembros siguen asistiendo a sus asambleas.

23.  Muere Paz. Muere Fuentes. Muere García Márquez. Mueren Monsiváis y Pacheco. Nadie ocupa sus altares.

24.  Los nuevos escritores dicen aborrecer las mafias mientras en secreto las imitan. Solo que no les ponen nombre.

25.  La revolución digital no trastoca la literatura. Se lee en un sinfín de formatos. Se lee de otra manera. Pero los escritores apenas se dan por aludidos.

26.  Las redes sociales agitan la sociedad del espectáculo. La celebridad dura hoy dos horas. Los escritores abandonan sus plumas y sus computadoras y hacen stand-up comedy.

27.  Novelas profundas, polifónicas: el clamor principal del manifiesto. Contra la banalidad del nacionalismo y de las etiquetas. Al menos en este punto la lucha no ha variado.

28.  Del grupo queda un puñado de obras perdurables. A algunos les parecerá muy poco. No se dan cuenta de que lo que hoy dura más de tres meses aspira a convertirse en clásico. 

29.  20 años atrás, México era un avispero de corrupción y autoritarismo. Hoy es un cementerio. ¿Cómo escribir sentados sobre fosas repletas de cadáveres?

30.  Todo grupo literario es una tensión entre fuerzas centrípetas -la amistad, la ambición compartida- y centrífugas -la envidia, los celos, el miedo-: el equilibrio es siempre precario. Nadie puede exigir que dure 20 años.

31.  Como en Dumas, 20 años después los mosqueteros están más viejos. Tienen menos ilusiones. Algunos se ignoran, otros simplemente no se miran a los ojos. Todo los separa. Pero no pueden dejar de ser los que fueron.

32.  Intento mirar de nuevo a esos jóvenes. Y compararlos con sus trasuntos arrugados, gordos, calvos de hoy. ¿Qué se conserva? Su voluntad de escribir grandes novelas. Novelas que le cambien la vida a un lector.

33.  El grupo fue, por supuesto, una ficción. No podía dejar de serlo. Un puñado de voluntades y poéticas enfrentadas contra el tiempo. Una hermosa, valiente ficción.

Jorge Volpi


 

 

II. 20 INSTANTÁNEAS A 20 AÑOS

 

1.     La novela aspira a la imperfección: desde Rabelais, la novela quiere ser amorfa. En esa contradicción radica su forma. El cuento aspira a la perfección. Borges, Chéjov, Arredondo estuvieron obsesionados con ella: escribieron cuentos perfectos.

2.     El cuento es absoluto. La novela es todo lo que no es el cuento, pero puede incluir cuentos, lo mismo que puede incluir al mundo.

3.     Cada novela es un ensayo del mundo y por eso, también, un nuevo -monumental- fracaso. Cada derrota es, para la novela, su mayor victoria. Para escribir Casa desolada, Dickens ensayó muchas veces, se ejercitó con varias grandes novelas antes de escribir su obra maestra, y sin embargo, Casa desolada es imperfecta y amorfa, lo mismo que Don Quijote, Los bandidos de Río Frío, Moby Dick, En busca del tiempo perdido, Hijos de la medianoche, Palinuro de México o La vida exagerada de Martín Romaña.

4.     Los grandes novelistas -justo lo que Rulfo no era, pero Fuentes sí fue- se ejercitan, luchan, bregan, igual que un atleta contiende con las pesas (todos los días, toda su vida). Los grandes novelistas lo intentan una y otra vez y en el solo intento estriba su grandeza.

5.     La solución última al problema de la novela está en escribirla.

6.     El Crack empezó como un delirio llamado voluntad: voluntad de un grupo de jóvenes por escribir grandes novelas, novelas polifónicas, novelas distintas a las que se publicaban entonces, relatos empeñados en crear algo nuevo aunque no exista lo nuevo, relatos empeñados con romper porque romper es la única forma de continuar escribiendo.

7.     Usurpar historias, discernir materiales, poner a prueba ideas, desechar, filtrar... Reescribir palabras, frases, eliminar párrafos y con la greda y argamasa que queda concebir una nueva realidad, una tan verdadera o ilusoria como la nuestra.

8.     Añadirle una mentira a una novela, jamás es mentir. Acaso sea la única forma de desvelar una verdad oculta o callada.

9.     Cada punto y coma implica una elección; implica no haber elegido otra cosa. Lo mismo cada acción o cada evento de la historia: otro hubiera sido el derrotero de tal o cual personaje si otro hubiese sido el estilo, el punto de vista, el tiempo elegido o el narrador. Las disyuntivas que genera la novela son también las disyuntivas morales del autor.

10.  No sé si se acabaron los tiempos de la novela como género. Es más probable que primero se acaben los lectores de novelas a que algún día se terminen las novelas. Y esto es así porque el género, dúctil como ninguno, se ha logrado desdoblar: hay series de televisión, hay telenovelas, hay juegos virtuales, trasuntos que no hacen sino repetir, por otros medios, lo que ha hecho el arte de la ficción desde Homero: remedar el mundo, convencernos de esa otra realidad tan parecida -y ajena- a la nuestra.

11.  Las mejores novelas desafían nuestros valores, atentan contra nuestros presupuestos, cuestionan nuestra forma de pensar y de vivir.

12.  Las mejores novelas no solo "entretienen" como quería Cervantes. También irritan, incomodan y en el mejor de los casos, subvierten.

13.  La novela desemboza -y despereza del letargo- a Eros y a Tánatos, quienes suelen hacer mucho más daño adormecidos que despiertos.

14.  La novela es una forma vicaria de la condición humana: nos permite vivir o atestiguar otros posibles dilemas de nuestra propia existencia.

15.  La novela debe decir lo que nada ni nadie se atreve a decir. Pero esto no importa si no se dice bien, si el autor no infiere la forma desde adentro.

16.  Cuando Brodsky recibió el Premio Nobel dijo que era menos probable que alguien que hubiese leído a Dickens disparara contra otro ser humano, a que alguien que no lo hubiese leído lo hiciera. (Lo mismo pasaría, pienso, si en lugar de Dickens, el asesino hubiese leído a Sade o a Sábato.) Tal vez para eso sigan sirviendo los libros, esos inutensilios. Y los llamo así -como el poeta portugués llamaba a los poemas- pues a pesar de sus incalculables beneficios, el arte de la novela no debe buscar, a pesar de todo, otro fin que el de su propio arte. Como decía Lawrence: la moral, la metafísica del escritor, debe supeditarse a la obra de arte, debe supeditarse a su forma, y nunca al revés a riesgo de terminar escribiendo un panfleto con rostro de novela. Dejemos que solo sea ella misma la que conlleve, solitaria y autártica, su propio, desmesurado, fracaso... Al cabo en su caída se afinca su victoria.

17.  Si con la ciencia ocurre que cada nueva teoría verifica o refuta a la anterior, la novela verifica y refuta a la anterior.

18.  Hace 30 años me obcequé con una idea: armar un grupo literario. La idea vino, por supuesto, de los Beatles, pero también de la llamada "Generación de la Amistad" o "Generación del 27" a quien admiraba y admiro. Pensaba que un grupo era siempre más fuerte que un autor; un grupo podía tener más solidez literaria e histórica que un escritor en solitario, aunque, pasados los años, algunos de estos mismos escritores terminaran por aborrecerse. La Generación del 98, Contemporáneos, la llamada Generación del 50 en España, el Boom, el grupo de Bloomsbury, The Lost Generation y sobre todo la Generación de Medio Siglo en México me lo demostraba. A muchos de estos autores los leí gracias a que formaban parte de un grupo más amplio, un escritor me llevaba a otro. Mi instinto me decía que así debía funcionar el grupo con el que yo soñaba a los 18 años. Eso no quería decir que no admirase a los grandes solitarios: Stendhal, Kafka, Lowry u Onetti. Lo que significaba era que, si algún día podía tener la pretensión de ser leído y no archivado era más probable que lo consiguiera si me unía con un grupo de jóvenes a los que yo admirase. Y los encontré. (Los encontré y a algunos de ellos los perdí).

19.  Algo más ocurrió, algo con lo que entonces no contaba: la sana rivalidad, la competencia entre iguales... Ambas me hicieron escribir mis mejores libros. Esa rivalidad, esa envidia, me impulsó, azuzó mi vanidad o atizó mi pereza. Acaso sin sus libros no hubiese escrito ninguno o acaso hubieran sido muy malos. Por fin comprendí que no habría Beatles si no hubiese habido reñida competencia. No existiría La realidad y el deseo si Lorca no hubiese literalmente envidiado a Cernuda, su entrañable amigo, y si éste, a su vez, no se hubiese sabido admirado por quien él más envidiaba y quería.

20.  El Crack es como una novela: tiene su principio, su clímax y su desenlace inesperado y no siempre feliz, pero esto, la verdad, no importa demasiado, lo mismo que no importa que Don Quijote haya muerto en 1615 o 1616... La duración, el gozo, la lectura infinita es lo único que, al final, importa.

 

Eloy Urroz

 

 

III. El CRACK, UNA POÉTICA

1.     Hace 20 años los agoreros de la muerte de la novela no eran menos legión que ahora. Hoy está vivita y coleando. El Crack nació como defensa de la novela total. Es una mercancía internacional en la que cabe todo, es cierto, pero también una forma de arte, acaso la más flexible y el género literario más extendido en el mundo. La novela siempre se cuestiona a sí misma. Rabelais, Cervantes, Sterne son un trío de locos que se consagran a un género que apenas se inventa pero en el que, creen, se cifra el mundo. La novela  en pleno estertor se busca preguntándose. Por escrito o en la pantalla. Lo mismo en Coetzee que en The Wire.

2.     La novela es un género internacional, las influencias no tienen que ver con los países. Pensar en una novela latinoamericana-o, arequipeña o norteña- es como pensar en equitación protestante. Si a la novela se la adjetiva se la banaliza. El Crack apostó por esa globalidad de la novela desde las tradiciones locales. No buscó destruir al Boom, como se dijo, sino continuarlo. Hizo Crack, una fisura en la tradición que aún hoy suena como cuando se pisan las ramas y las hojas en un bosque.

3.     No existe la novela con adjetivos. No hay novela histórica, novela erótica, novela policiaca. La verdadera novela es un organismo fagocítico. Todo lo engulle y lo devuelve trastocado. Por eso mismo El Quijote no es una novela de caballería o Alicia en el país de las maravillas no es una novela fantástica. En 1907, Mahler le dice a Sibelius sobre la sinfonía -esa novela de la música- que debe ser como el mundo, en ella debe comprenderse todo. Todo cabe en la novela, que es como el mundo pero no es el mundo. La novela resiste la domesticación de lo literario que el mercado intenta operar siempre y cuando intente demoler la retórica literaria que la convierte en mercancía, ese señalado realismo lírico que nada aporta a la crítica de la realidad. Y vivimos, veinte años después, en la triste domesticación de lo literario.

4.     La gran novela reescribe hacia atrás toda la tradición novelística. El Crack, un grupo de novelas con un manifiesto, entró a las bibliotecas como un viento helado.

5.     Nada más pernicioso que el nacionalismo -un adjetivo europeo, por cierto- para la novela. El nacionalismo es una mentira y la novela odia, aborrece la mentira. La novela entraña una búsqueda de la verdad literaria. Dentro de sus páginas, todo lo que ocurre es absolutamente verdadero. El Crack es una novela sin adjetivos y sin nación.

6.     Cesare Pavese lo supo bien al hablar de su querido Stendhal: la novela crea situaciones estilizadas y las repite fingiendo lo que llamamos estilo. Una buena novela resiste una mala traducción porque lo que la novela ha demostrado es que el estilo es, ante todo, una visión.

7.     Los estilos novelescos son sistemas de operación dentro del lenguaje cuyos efectos buscan ser extralingüísticos. Son máquinas estilísticas portables. Como los celulares o los coches, pueden importarse y llevarse a donde sea.

8.     La novela presenta, no explica. "Europiccola", llamaba Joyce a Trieste. Sabía una cosa: el escritor es siempre un exiliado, es el exiliado por excelencia: un desplazado. El cosmopolita es alguien que ya dejó de tener patria.  Supo también que el provinciano es alguien vacío, carente de contenido. El provinciano se ancla en la nostalgia porque no tiene nada. El cosmopolita exiliado, habiéndolo perdido, lo tiene todo. Es nuestro, dice Borges -ese novelista de pequeños cuentos/ensayo, como "El Aleph", acaso la mejor novela argentina-, solo aquello que hemos perdido. Miguel Torga dixit: lo universal es lo local sin los muros. Alabado sea. Pero también Unamuno: el mundo es un Bilbao más grande.

9.     El Crack sabe ahora, a pesar del mercado y su banalización, que la gran novela es una burla velada de la realidad y de las lecturas erróneas que hacemos de ella. Es una mirada despiadada contra la ciudad del lugar común.

10.  La novela que el Crack aspira a escribir veinte años después es un manual para descreídos, un tratado de apostasía. Es un alegato contra la banalidad y contra el mercado -que en nuestros países es un engaño, como dice Piglia. Es una máquina de demolición contra lo literario como cliché. Es un arma de destrucción masiva contra la estupidez desde la ironía, esa suprema forma del conocimiento. La vida real es repetitiva, como la novela. A la vida real no puede entendérsela. No es por ello papel de la novela el conocimiento, sino la experiencia. Y solo se experimenta, en literatura, el desastre.. Las novelas del Crack, veinte años después, aún creen que la literatura no está muerta ni enterrada.

 

Pedro Ángel Palou            

 

 

IV. NUEVO SEPTENARIO DE BOLSILLO

 

1.     El Crack no fue ni pretendió ser nunca una generación ni un movimiento, no digamos una estética. Se trató más bien de una invitación y, si acaso, de una actitud. O de la invitación a recuperar cierta actitud hacia la escritura y la lectura. Si bien interpelaba a editores, autores y crítica, su manifiesto estuvo dirigido sobre todo a los lectores.

2.     El Crack fue desde el principio un juego, una broma que por fortuna algunos se tomaron muy en serio; nada tuvo de estrategia (no somos tan listos) ni mucho menos aspiró a una defenestración de nuestros maestros (no somos tan tontos).

3.     El manifiesto del Crack nació a posta fragmentario y contradictorio. De allí que sus interpretaciones hayan sido tantas y tan encontradas. Hay muchos Crack, y quizá el menos conocido a estas alturas sea el grupo de novelas expuesto en 1996.

4.     Muchos equívocos reconformaron o de plano reconstruyeron a modo algunos postulados del manifiesto del Crack, lo bastante lábiles como para permitirlo. Entre estos equívocos, acaso los más prósperos y notables sean, primero, el mito de una negación de los escenarios mexicanos y, segundo, el de una confrontación con los grandes autores de la literatura latinoamericana. La mayor parte de las novelas escritas por los firmantes de aquel manifiesto transcurren en México, si bien en todas ellas y para todas ellas hemos reivindicado nuestro derecho a situar nuestras historias en el lugar del mundo o del inframundo donde mejor podamos expresar ese relato concreto, siempre, eso sí, en esa patria nuestra que desde siempre ha sido la lengua española.

5.     Las del Crack fueron propuestas en esencia novelísticas, triunfo rotundo de la impureza y la imperfección. En su raíz, no obstante, se encuentra el heroico fracaso del cuento como aspirante a la imposible perfección. El cuento es a la utopía lo que la novela es a la distopía. La novela seguirá triunfando mientras asuma y encarne la imperfección distópica de lo real. El cuento solo triunfará si se asume como quijotesco fracaso y cuanto de sublime hay en ello.

6.     El Crack fue una amistad literaria, un archipiélago de soledades e individualidades que acaso permitió recordarnos que la literatura, solitaria como es, puede también vivirse como una experiencia colectiva. Algunos aportaron, otros se disolvieron. Interesados más que nada en la creación -y acaso en la docencia- los miembros del Crack nunca tuvieron la malicia suficiente ni buscaron detentar ni ejercer poder bastante como para constituirse en una de esas capillas literarias que tanto daño han hecho a la cultura en nuestro país. Tampoco excluyó ni crucificó por consigna, ni siquiera a sus críticos más enconados. Como quiera que sea, al final solo quedaran dos o tres obras que es lo que viene más al caso. Lo único que importa.

7.     El Crack no fue el único, aunque sí uno de los primeros catalizadores de un proceso de recomposición y redignificación de la literatura en español que de cualquier modo habría ocurrido. Algunos de los entonces firmantes seguimos convencidos de que es posible la ruptura con continuidad. Renegamos todavía del facilismo, deificamos aún la novela total, la literatura difícil, la lengua y sus posibilidades, creemos más en la recuperación que en la pura innovación, reivindicamos nuestro derecho a la dislocación, y estamos desde luego conscientes de que otros más diestros y más lúcidos que nosotros se encargarán de crear y proponer las alternativas sobre los cadáveres que quedan en el campo de batalla en el que nos tocó participar.

 

Ignacio Padilla

 

 

 

V.  CRACK PARA NIÑOS

 

1.     Los seres humanos se unen para hacer sus vestidos, para levantar sus casas, para extraer sus alimentos de la naturaleza. Es lo normal, pensamos, hacerlo juntos, pues de otro modo nunca lo conseguiríamos. Sin embargo esta necesidad de grupo se torna sospechosa cuando surge en el arte. ¿Por qué? Primer hecho: hace veinte años nos tornamos sospechosos.

2.     ¿Puede de verdad el arte hacerse en solitario como la masturbación o el suicidio? ¿No es verdad que para insertarse en la tradición y adquirir oficio son necesarios nuestros mayores vivos y nuestros mayores muertos? Segundo hecho: quizá lo desconfiable es la unión horizontal y no la vertical.

3.     Los pueblos se autoproclaman, las congregaciones se autobautizan, las amistades se dejan ver, las familias se apellidan y se registran. Tercer hecho: autoproclamarse, autobautizarse, dejarse ver, permitir registro, es legítimo. "Somos el Crack". Y sobrevino el mutismo, la espalda, el ninguneo. Tercer hecho: la autoproclamación, el autobautizo, el dejarse ver, el apellidarse y registrarse no se perdonan si sucede en ciertos ámbitos que entonces se presupondrían asociales.

4.     El ser humano es gregario. No vive sino convive; no se desarrolla apartadamente sino en común unión. Nos necesitamos. Sin embargo en toda sociedad surge una raza extraña que vive entre el "nosotros" y el "ustedes". En todas las fronteras y en todos los márgenes habitan "ellos": los solitarios. Cuarto hecho: la gente dedicada al arte forma parte de esta subespecie humana maldecida por la soledad o destinada a la soledad.

5.     Los artistas viven una soledad fatal y cultivada: a la maldición de descubrirte hecho isla se añaden los procesos y yacimientos para convertir ese hecho en tragedia. Quinto hecho: lo imperdonable es pretender que pueden ser agrupadas la soledad y la tragedia.

6.     El arte está fuera del mundo, es un fin en sí mismo, su realidad es otra. Sexto hecho: es sospechoso todo lo que del arte está en este mundo.

7.     Un fin en sí mismo no acepta otros fines. Séptimo hecho: al Crack no le ha bastado el arte.

8.     Las promesas y el futuro. Todo artista encarna una propuesta, una promesa, un proyecto que solo el tiempo medirá. Octavo hecho: no es necesario pregonar la poética personal pues debe quedar expresada en la obra.

9.     La soberbia y la vanidad personal son los daños colaterales del ser artista. Noveno hecho: se perdona siempre y cuando sea individual y no colectiva. 

10.  Todo puede ser conmemorado, unir nuestras memorias para recordar: hace veinte años ciertos escritores mexicanos decidieron publicar cinco novelas de las que nadie se interesaba a pesar de haber sido premiadas, las llamadas "novelas del Crack". Si antes habían sido rechazadas editorialmente de una en una, sufrieron la misma suerte en grupo. Dos años después, tres de las cinco novelas fueron publicadas. Los escritores decidieron hacer un manifiesto y hacerlo público durante la presentación. El medio literario mexicano les aplicó la ley de la defenestración y posteriormente la ley de la indiferencia. Décimo hecho: eso conmemoramos.

11.  Todo recuerdo es un verbo: "recordar". Es necesaria la voluntad. Se recuerda entonces lo que está cayendo en el olvido. Onceavo hecho: habría que preguntarnos qué se recuerda, quién lo recuerda, por qué, para qué, contra qué y contra quiénes en este vigésimo aniversario.

12.  El ser humano es una manifestación extraña de la vida. La vida tiene tres movimientos: la atracción, la huida y un equilibrio entre ambas fuerzas, generador de la inmovilidad. El ser humano al parecer posee un cuarto movimiento que no es acercamiento, ni alejamiento, ni quietud, sino distracción. Doceavo hecho: toda distracción supone quitarle la atracción a algo; retiramos la atención de aquí para ponerla allá. Si "allá" es el vigésimo aniversario del Crack, ¿cuál es el "aquí" al que le retiramos la atracción y la atención?

13.  La facultad de las aves es el vuelo, la facultad de los peces es el nado, la facultad humana es la comprensión. Treceavo hecho: ya que nos vamos a distraer, habría que comprender algo, sacar en claro algo.

14.  La literatura se mide con libros y los libros se miden por su calidad, la cual es una síntesis de verdad, belleza y trascendencia. Catorceavo hecho: habría que hacerse la única pregunta pertinente: ¿qué dicen los libros del Crack sobre el Crack?

15.  No nos importa cómo se levantó la casa, se cultivó el suelo o se tejió la ropa: los recién llegados reconocen su trascendencia si les ofrece techo, alimento o cobijo. Quinceavo hecho: habría que enfrentar el único cuestionamiento pertinente: ¿qué ofrecen los libros del Crack más allá de nuestras palabras y nuestras conmemoraciones a quienes han venido después de nosotros?

 

Ricardo Chávez Castañeda

 


* Texto leído por primera vez en el Congreso de la Modern Language Association, en Austin, Texas, el 7 de enero de 2016.

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13 de febrero de 2016
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En manos del diablo

Imposible imaginar mejor preámbulo para la visita del papa Francisco a México que el estreno de Spotlight (En primera plana, 2015). Quizás la película de Thomas McCarthy no posea la belleza casi metafísica de El Renacido de Alejandro González Iñárritu o la fuerza emocional de La chica danesa de Tom Hooper, pero su historia, contada con tanta eficacia como sabiduría narrativa, sin perder nunca su carácter implacable -y con un reparto de primer orden-, nos involucra de manera más dura, más directa. El recuento de cómo un grupo de periodistas del Boston Globe acabó por descubrir casi a regañadientes que un caso de pederastia involucraba en realidad a cientos de sacerdotes (y eso solo en el área metropolitana de la ciudad de Nueva Inglaterra) ofrece un nítido reflejo de una práctica criminal extendida en medio mundo y en particular en nuestro país.

            La conclusión a la que llega este grupo de reporteros, la mayor parte de ellos educados como católicos, no ofrece ni un resquicio de optimismo: para que tantos y tantos miembros de la Iglesia hayan podido cometer sus delitos con absoluta impunidad se necesitó no solo de la complicidad de los más altos cargos de la institución -del cardenal Law al papa Juan Pablo II- sino de una religión que, amparada en preceptos tan oscurantistas como anacrónicos, ha propiciado el abuso continuado de niños y niñas por parte de quienes se asumen como sus preceptores. Y, como dice una de las víctimas en la película, éste no ha sido nada más físico sino espiritual.

            Entre nosotros contamos con Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo, como paradigma del sacerdote que, aprovechándose de su astucia y sus contactos empresariales y políticos, pudo desarrollar su carrera criminal durante décadas ante la indiferencia o el silencio de la Iglesia. Pero Maciel no debería figurar como una excepción o una anomalía, sino como el reflejo más coherente del catolicismo. ¿Cómo entender, si no, que hubiese que esperar hasta 1998 para que unos valientes se atreviesen a denunciarlo y aun así la Iglesia lo protegiese hasta su muerte? ¿Que jamás pagase por sus faltas y apenas fuese apartado, in extremis, del sacerdocio? ¿Que tras su deceso el Vaticano se haya limitado a "reformar" la orden en vez de disolverla? ¿Cómo tolerar que los Legionarios sigan allí, en México y medio mundo, formando a nuestras élites?

Gracias a una red de complicidad, Maciel cometió el crimen perfecto -mejor: una serie de crímenes perfectos- y por décadas se salió con la suya. El fundador de los Legionarios no es, sin embargo, sino el más conspicuo, brillante y perverso de los curas que a lo largo de los años y los siglos se han aprovechado de sus fieles: la nómina es inmensa y, otra vez, no puede achacarse a un desvío o a un error, sino a una cultura incrustada en la esencia misma del catolicismo. Escandaliza el argumento de la Iglesia para defenderlo: la idea de que los designios divinos son inescrutables y de que a veces el Creador hace el bien a través de "renglones torcidos".

Permitir la existencia de los Legionarios es no entender que la institución fue creada a imagen y semejanza de su fundador: más una secta que una orden, más un nido de posibles víctimas que una escuela. Todo en ellos refleja la personalidad de Maciel: la vocación preferencial por los ricos; la obediencia sin cuestionamientos a la autoridad del líder; la primacía del dogma y la revelación; y, sobre todo, el secreto. Esa conducta elusiva y sospechosa, cuyos verdaderos objetivos no pueden decirse en voz alta, que marca el andar de sus miembros.

Una de las virtudes teologales, la fe, y dos de los votos monacales, la obediencia y la castidad, se hallan en el origen de los vicios repetidos secularmente por obispos, sacerdotes, monjes y laicos consagrados: la primera obliga a los sujetos a creer en teorías absurdas y contrarias a la razón; la segunda, a acatar las órdenes superiores sin cuestionarlas y a perder todo sentido crítico; y la tercera, casi imposible de cumplir, a exorcizar el deseo a través de prácticas siempre ocultas en vez de abrirse, como el resto de los mortales, al sexo consensual o al matrimonio. Como descubren los reporteros de Spotlight, la verdadera causa de que tantos  niños y jóvenes hayan sido violados o estuprados por sacerdotes católicos se haya en esta triple ordenanza de sumisión y secretismo. Y ello no cambiará mientras no sean arrasados los cimientos doctrinales de la Iglesia.

 

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9 de febrero de 2016
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La vida interior del Chapo

¿Qué sabemos de él? Los datos biográficos revelan su astucia y su talento para las finanzas -y el crimen- pero ningún atisbo de su vida interior. Infancia y adolescencia pobre en Badiraguato, a la sombra de un padre gomero y una familia numerosa; primeros años en el negocio a las órdenes de Miguel Ángel Félix Gallardo; ascenso hasta convertirse en jefe del llamado Cartel de Sinaloa; enfrentamiento con los hermanos Arellano Félix, cuyo saldo más conocido fue el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo; tres capturas y (hasta el momento) dos escapes de sendas prisiones de alta seguridad; cuatro esposas (la última de ellas una reina de belleza treinta años más joven) y al menos once hijos.  

            Una historia suficiente para convertirlo no solo en el narcotraficante más famoso de nuestro tiempo (apenas opacado por Pablo Escobar) y en uno de los hombres más ricos del planeta (según Forbes), sino en un icono global, una estrella cuya celebridad no hará sino acrecentarse gracias a la atención tanto de las autoridades mexicanas y estadounidenses -"el criminal más buscado", el "segundo presidente de México"- como de miles de admiradores y, a últimas fechas, una larga lista de figuras del show bussiness dispuestas a aprovecharse de su popularidad (y a hacerle el juego).

            Cada sociedad y cada gobierno requieren, en cierto momento, de un enemigo en quien concentrar la atención y los miedos de los ciudadanos y al cual se le puedan achacar todas las desgracias. Una tendencia reforzada en nuestra simplista era neoliberal, con su fe en el individuo y su necesidad de apuntalar héroes y antihéroes. La trama nunca falla: un sujeto marginal, brillante y maléfico, medra hasta convertirse en una pesadilla para los cuerpos de seguridad; a continuación, se bate con ellos en un duelo a muerte, con victorias y reveses de ambas partes (una sucesión de capturas y escapes, por ejemplo) hasta que al final el rebelde o el criminal queda derrotado. ¿Cuántas novelas y películas reiteran este relato? Como si una sola persona, por poderosa -o malvada- que sea, en realidad fuese capaz de poner en jaque al sistema.

            Lo peor de la charla clandestina entre el Chapo y Sean Penn no es el exhibicionismo del actor (el outsider de Hollywood que habla de tú a tú con un outsider en el lado oscuro de la fuerza) o el carácter anodino de sus preguntas ("¿qué le hubiera preguntado usted al Chapo?"), sino la manera en que contribuye a fijar la narrativa oficial. En toda gran entrevista hay un juego de fuerzas donde el entrevistado busca controlar la información frente a los intentos del entrevistador por hacerlo decir lo que jamás diría. Si lo publicado por Rolling Stone fuera un parte de guerra, el claro vencedor sería el Chapo. Por más que Penn trata de reflexionar sobre su papel, no comprende que su odisea, cuyos falsos peligros han sido denunciados por tantos periodistas, refuerza los términos de la guerra contra el narco dictada por ese mismo sistema que dice despreciar: un enfrentamiento a muerte entre un gran criminal y las fuerzas de seguridad del estado que actualiza el típico maniqueísmo estadounidense, por más que algunos confíen más en los primeros (como Kate del Castillo) que en los segundos.

            La participación de la actriz mexicana en el intríngulis ha servido para acentuar el mito que el propio Chapo quiere ofrecer de sí mismo y para que el sistema se lave la cara: aunque en sus respuestas a Penn se muestre parco y cauteloso, la idea de que arriesgó todo por amor sirve para que sus fans crean que tiene "corazón" y atenuar el ridículo del gobierno mexicano ante su doble escapatoria, afianzando la idea de que su detención fue provocada por su megalomanía y por su debilidad por esa Bella a la que, como la Bestia de Disney, solo aspiraba a proteger. 

            Lo anterior no quiere decir que la entrevista no sea un documento importante, aunque más por lo que esconde que por lo que dice. Al dejarse manipular por el Chapo, Penn consiguió que todas las discusiones de estos días sean versen sobre ellos -y la vida interior del criminal-, distrayendo la atención del auténtico problema: la siniestra prohibición de las drogas que provoca miles de muertes al año cometidas tanto por los criminales como por quienes los persiguen. Al menos aquí el Chapo dijo la verdad: "Si no hubiera consumo, no habría ventas. Es verdad que el consumo se hace día tras día más y más grande. Así que se vende y se vende".

 

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27 de enero de 2016
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Guerras de estrellas

Cuando en 1977 se estrenó la primera película de Star Wars -en realidad la número 4, "Una nueva esperanza", en la cronología de George Lucas-, yo tenía nueve años y cursaba el 4º año de primaria en el Instituto México, una escuela de hermanos maristas que, conforme a la desfasada pedagogía católica de la época, solo admitía varones. Recuerdo al titular de mi grupo, Saúl Barrales, como un profesor amable y generoso que siempre me apoyó pese a mi absoluto desinterés -o falta de talento- hacia el futbol, la única actividad que parecía importar en la escuela. Solo mucho después me enteraría de que aquel profesor había sido seminarista con los Legionarios de Cristo y de que, al lado de José Barba, fue uno de los ocho valientes que en 1997 se atrevieron a denunciar ante el Vaticano los abusos sexuales perpetrados por el padre Marcial Maciel.

            Como para muchos de mis contemporáneos que no han resistido la tentación de contar su vínculo con ella, La guerra de las galaxias representó un punto culminante en mi educación sentimental y política, así como en la conformación de mi universo imaginario y de mi interés por la ciencia ficción (y la propia ciencia), iniciado con Star Trek -en primaria y secundaria siempre me apodaron Mr. Spock- y asentado, en 1978, con Battlestar Galactica. No habían transcurrido más que ocho años desde que el Apolo XII llegó a la luna y, si bien un tanto arrinconada, la carrera espacial seguía ofreciendo el perfil más atractivo de la Guerra Fría en un momento en que la posibilidad de una "destrucción mutua asegurada" no lucía remota. El mundo se dividía, en efecto, entre dos fuerzas antagónicas semejantes a las que se batían en la saga espacial. Y, como nadie imaginaba que a ese entorno bipolar no le quedaba más que otra década, sus resonancias maniqueas resultaban inquietantes.

            Más allá de que George Lucas y sus guionistas -entre ellos Lawrence Kasdan, responsable también del capítulo 7, "El despertar de la fuerza", un clon perfecto del capítulo 4- hayan buceado en el universo de los mitos y el psicoanálisis a través de los libros de Joseph Campbell, parte del éxito perdurable de Star Wars radica en su capacidad para actualizar el pasado, con sus caballeros medievales, sus códigos de honor, sus maestros y aprendices y su fe en el amor romántico, y avizorar un futuro plagado de alienígenas y viajes espaciales, sin dejar de hacer guiños a ese presente que anunciaba un conflicto inagotable entre el comunismo y el capitalismo, el lado oscuro y el lado luminoso de la fuerza. Por si fuera poco, Star Wars incluía una poderosa historia de familia que casi recordaba a nuestras telenovelas: padres e hijos enemistados de por vida, reconocimientos y anagnórisis un punto inverosímiles, celos y traiciones, todo aderezado con unas pinceladas de humor -el típico humor baboso de los sitcoms estadounidenses- que por desgracia terminaría por apoderarse de los olvidables episodios 1 al 3 de la segunda entrega de la saga.

            No debería sorprendernos que, pasados apenas unos años del estreno de "El Imperio contraataca", Ronald Reagan se valiese de su retórica para identificar conscientemente a la Unión Soviética y sus satélites con el Imperio del Mal -como si el inmutable Leonid Brezhnev pudiese compararse con Darth Vader- y que su "arma secreta", el costosísimo e inviable escudo antimisiles que le daría una ventaja decisiva sobre sus adversarios, fuese conocido popularmente como Star Wars. Para él, como para la mayor parte de sus compatriotas, la comparación era válida: la decadente y alicaída República necesitaba de un nuevo héroe capaz de vencer la tiranía representada por el comunismo (y el Estado).

            Treinta y ocho años después muy poco queda de ese mundo. El bloque soviético es una reliquia que la Rusia de Putin no ha conseguido resucitar como enemigo simbólico a la altura de nuestras democracias, y ya nadie parece temerle a la bomba atómica si no es para limitar la capacidad nuclear de Irán. Pocos podían haber previsto en 1977, sin embargo, que otra fuerza oscura, también propia del medioevo, iba a convertirse en la nueva amenaza global: el islamismo con su anacrónico denuedo religioso, sus pactos de sangre, sus combatientes suicidas y su convicción por frenar el mal absoluto encarnado por Occidente. Y otra vez tenemos allí a una pléyade de políticos de nuestro lado haciéndoles el juego como si fueran jedis sumidos en una nueva guerra estelar.

 

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15 de enero de 2016
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La prohibición de los cuchillos

Imaginemos otro México. Se trata, en apariencia, de una sociedad idéntica a la nuestra. Mismos problemas: desigualdad, desempleo, impunidad, corrupción. De pronto, un consejero del presidente valorado por sus grandes ideas constata en una encuesta del Instituto de Estadística un dato extravagante -y, a sus ojos, gravísimo-: en los últimos años ha aumentado el número de personas adictas al cutting, una práctica de la que hasta el momento no había escuchado. Al parecer, ciertos sujetos, y en particular algunas adolescentes, son afectas a cortarse la piel de brazos y muslos. Nuestro consejero se precipita entonces a un informe que explica sus causas y pronto comprende que se halla frente a un problema de salud pública. ¿Cómo un país civilizado puede permitir que sus jóvenes se lastimen? Tras un lobbying pertinaz, convence al Congreso de aprobar un Decreto por el que se prohíbe la venta y uso de cuchillos, navajas, facas y cualquier arma punzocortante que pueda ser utilizada contra uno mismo. ¡Brillante!, piensa el consejero, sin reparar en que el mismo día en que la ley entra en vigor se pone en marcha una red subterránea de vendedores de cuchillos, los cuales no tardan en dividir al país en "plazas" controladas por sus distintos capos. No pasan ni un año antes de que estos grupos criminales comiencen a aniquilarse unos a otros y, de paso, a quienes se interponen en su camino. Semejante estallido de violencia no desanima a nuestro consejero, cuyo equipo de trabajo compila entonces una lista de productos que pueden resultar dañinos para la salud o la integridad de los ciudadanos. El índice comienza con las bebidas -alcohol, refrescos, jugos, agua carbonatada-, prosigue con los alimentos -fritangas y antojitos, grasas saturadas, azúcares, carbohidratos: la mitad de la canasta básica- y finaliza con los instrumentos caseros capaces de ser usados por una persona para hacerse daño. Terminada la tarea, el consejero convence ahora al Congreso de realizar una amplia consulta nacional, en la que intervendrán los mayores expertos del globo, a fin de determinar los riesgos a la salud de cada producto. En los medios de comunicación y en las redes sociales el debate se enciende cuando miles de activistas intentan demostrar los peligros del chocolate, las engrapadoras y las nueces, amparados en doctos estudios de Yale y Montpellier, frente a otros miles que sostienen lo contrario a partir de no menos sabios estudios de Harvard y la Sorbona. Poco a poco el país se divide en clubes en defensa de la mostaza o en contra de los cortaúñas. ¿Cómo saber quién tiene razón, qué análisis es más imparcial o más profundo, si en verdad el tocino o el vinagre, los clavos o los celulares son nocivos? Resulta claro, con esta cruda analogía, que la cuestión de legalizar o no las drogas no debe responder a una disputa bizantina en torno a sus efectos en nuestra salud. Aunque sepamos que hacen daño, ha quedado demostrado -piénsese en los Estados Unidos de los veinte- que prohibirlas es la peor estrategia posible. Desde entonces, a nadie se le ha ocurrido prohibir de nuevo el alcohol pese a que resulte mucho más peligroso que otras drogas, así como nadie aboga tampoco por prohibir los refrescos o las gorditas o el tabaco. Lo mejor que se puede hacer es reglamentar su consumo y hacer lo imposible por evitarlo entre los menores. Si el planteamiento de los abogados de la despenalización de la marihuana ante la Suprema Corte fue tan brillante, lo mismo que el proyecto del ministro Zaldívar, es porque desvió el enfoque hacia el lado correcto: el Estado no debe determinar unilateralmente lo que cada ciudadano puede o no hacer con (o contra) su cuerpo. Se trata de un derecho humano elemental. Así como no se puede castigar a quien se corte o se golpee, o a quien intente suicidarse, resulta tan demencial como hipócrita castigar a quien se droga. Las consecuencias de la prohibición total -cientos de miles de muertos y desaparecidos en una guerra absurda, la riqueza de las bandas de traficantes y la corrupción que ésta conlleva- son mucho más dañinas para la sociedad que permitir que cada mayor de edad haga consigo mismo lo que se le antoje. El debate, pues, no debe centrarse en dilucidar el carácter dañino o no de la marihuana u otras sustancias, sino en la necesidad de legalizar todas las drogas -dejando de tratar a los adultos como incapaces- y de poner en marcha una adecuada reglamentación para la producción y el consumo de cada una.

 

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4 de diciembre de 2015
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Novelas como monstruos

Como un antiguo héroe  griego, el lector se ve obligado a abandonar la rutina de su hogar: deja atrás su familia y sus costumbres, incluso las convenciones de su lengua, se prepara con unos cuantos pertrechos, una brújula o un astrolabio que de poco habrán de servirle, y se aproxima a la primera página que es como un muelle en la ribera de su isla. Divisa el horizonte marino, negro e infinito -cientos de páginas en lontananza-, se arma de valor y aborda la nave que habrá de conducirlo más allá de donde sus mapas indican "Hic sunt leones". El trayecto le llevará días o semanas que transcurren como años o siglos, y desde luego no será ya el mismo cuando, tras un sinfín de aventuras y desventuras, regrese a casa más viejo y más cansado, pero también más sabio.

            Fernando del Paso pertenece a esa estirpe de escritores que, al amparo de la tradición que va de Cervantes y Rabelais a Mann y Faulkner, pasando por Tolstói, Dostoievski, y el conjunto de la narrativa decimonónica, no piensan que una novela sea una excursión o un desvío en el camino -un entretenimiento o una diversión pasajera-, sino un largo viaje de exploración, a veces sin regreso; una aventura dominada por el arrojo y la curiosidad, por el ansia de conocimiento y la fascinación ante los peligros del lenguaje, capaz de abducirnos a un mundo que se parece al nuestro, sin serlo, y de trastocarnos en el proceso.

            Frente a quienes hoy prefieren obritas breves y reconfortantes, juegos metaficcionales y eruditos, provocaciones lúdicas y exploraciones de la intimidad o las "novelas sin ficción" que tanto celebra hoy la crítica, Del Paso y los suyos anteponen una poética más arriesgada -una poética de la desmesura- que quizás no esté acorde con nuestros tiempos dominados por la prisa y el ingenio. En las novelas de Del Paso -esa sucesión de obras maestras formada por José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio, escritas a intervalos de una década- cabe todo lo anterior, y mucho más: un lenguaje juguetón y delirante, brillante herencia del barroco; la Historia con mayúscula que tanto incomoda a los apóstoles de lo mínimo; una ruptura de géneros que destroza las fronteras entre narración, ensayo, poesía y teatro; y una serie de personajes -con su pluralidad de voces y puntos de vista- que no dejan nunca de exhibir una poderosa vida interior, amalgama de sus contradicciones y conflictos. 

            Si José Trigo (1966) puede ser vista como una novela en torno al movimiento ferrocarrilero de 1959; Palinuro de México (1977) como uno de los más agudos relatos del movimiento estudiantil mexicano de 1968; y Noticias del Imperio (1987) como la summa ficcional del efímero reinado de Maximiliano y Carlota, cada una de ellas se resiste a la superficial clasificación de "novela histórica": las tres son despliegues lingüísticos, llenos de juegos, retruécanos, albures y disparatados flujos de conciencia que harían palidecer al más experimental de los experimentalistas; son ensayos o crónicas que podrían haber sido firmadas por profesionales del periodismo o de la historia; son un vasto tejido de breves vidas, cómicas y patéticas en buena parte de los casos, tristes y oscuras en otros; son catedrales en las que uno puede refugiarse por horas, dispuesto a contemplar los detalles de cada altar o vidriera; y son, por supuesto, monstruos llenos de ripios y defectos, bestias con mil ojos o uno solo, tentáculos y escamas, lenguas venenosas y pedazos de otras criaturas. Y es en todo ello, en esta acumulación de excesos que jamás pierde su orden propio, donde radica su poder y su belleza. 

            El malentendido según el cual durante la gran época de literatura latinoamericana -de la publicación de La región más transparente, en 1958, a La guerra del fin del mundo, en 1981- sólo debía contarse un gran novelista por país, oscureció el hecho de haber vivido una auténtica Edad de Oro. Por fortuna la simplificación comienza a desvanecerse y hoy vemos que en México nuestra "Generación de Medio Siglo" fue en efecto portentosa: a Fuentes, Pitol, Pacheco y Poniatowska, ganadores del Cervantes, hoy se suma justamente Fernando del Paso -para mí, el mayor narrador vivo en nuestra lengua-, sin que debamos olvidar a los ya fallecidos Salvador Elizondo y Juan García Ponce (o a la mejor de nuestras cuentistas: Inés Arredondo). Si ellos tuvieron el arrojo de escribir estos monstruos, es hora de que nosotros nos atrevamos a combatirlos con nuestra lectura y relectura.  

 

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27 de noviembre de 2015
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Capitalismo literario

¿De qué hablamos cuando hablamos de capitalismo? ¿Y, en particular, de este capitalismo neoliberal que nos cerca y del cual no conseguimos hallar una salida? Como sostiene César Rendueles en Capitalismo canalla. Una historia personal del capitalismo a través de la literatura (Seix Barral, 2015), a lo largo de la historia las élites políticas se han caracterizado por su falta de imaginación política, convencidos de que su ideología es la única posible, incapaces ya no de tolerar sino incluso de pensar otras alternativas. Ejemplo extremo: en el minucioso diario en donde anotaba cada una de sus preocupaciones cotidianas -en particular el número de piezas de caza que acumulaba-, en vísperas de la Revolución el rey Luis XVI se limitó a anotar una sola palabra: "nada".

            Algo semejante ocurre en nuestra época: nuestras élites se hallan tan convencidas de que la unión de la democracia liberal con la (casi) absoluta desregulación de los mercados son las únicas soluciones todos nuestros problemas -o las "menos malas" en palabras de quienes conservan un mínimo de autocrítica- que les resulta imposible imaginar otras opciones. El capitalismo se convierte, así, en una especie de domo -semejante al concebido por Stephen King- que nos encierra por completo, imponiéndonos no sólo sus directrices políticas, económicas y sociales, sino también su narrativa y sus metáforas, capturadas una y otra vez por nuestros escritores y novelistas. 

            "Los discursos sociales hegemónicos", escribe Rendueles, "son fantasías alucinógenas. Hemos entregado el control de nuestras vidas a fanáticos del libre mercado con una visión delirante de la realidad social, que nos dice que nada es posible salvo el mayor enriquecimiento de los más ricos: ni profundizar en la democracia, ni aumentar la igualdad, ni limitar la alienación laboral, ni preservar los bienes comunes". En efecto, cualquiera que se atreva a cuestionar que el capitalismo es la mejor forma de lidiar con la naturaleza humana -con nuestra tendencia atávica a comerciar y a buscar aprovecharnos de los otros- es acusado de radical o populista, como si en realidad existiese una sola forma de ser humano.

            La historia de la modernidad es la historia de cómo subordinamos el conjunto de nuestra vida social a las relaciones comerciales, pero sólo muy recientemente el mercado -los mercados- se convirtieron en el emblema de nuestra civilización, a los cuales les entregamos todas nuestras energías y anhelos. En el primer capítulo de Capitalismo canalla, Rendueles muestra distintos ejemplos literarios -del Robinson Crusoe de Defoe a W de Georges Perec- de cómo el mercado pasó de ocupar una posición  crucial pero específica en las sociedades del pasado a terminar convertido en el epicentro de nuestro mundo contemporáneo.  

            El proceso necesario para convencernos de que la búsqueda egoísta de provecho material es la clave esencial de nuestro comportamiento tardó varios siglos en asentarse, pero una vez que la Revolución industrial le dio un impulso definitivo no ha habido manera de detenerlo. No es casual, pues, que los grandes novelistas del XIX se hayan obsesionado con describir estas nuevas relaciones de poder -que en el fondo son relaciones de subordinación comercial- en un espectro que va de Dickens, con su retrato de la clase trabajadora británica, a Steinbeck, con sus descripciones de la quiebra económica y moral provocada por el crash de 1929, que adquiere especial resonancia en nuestro tiempo.

            En su recorrido literario por el ascenso del capitalismo como paradigma, Rendueles se detiene a continuación en la violencia que deriva de la implantación de este modelo de competencia permanente y revisa la obra paradigmática de Heinrich von Kleist, Mihael Kohlhaas, y sus reencarnaciones posteriores -Ragtime, de Doctorow y Rambo, de David Morrell-, sobre esos sistemas, tan parecidos al nuestro, en el que un hombre que no encuentra justicia en un sistema corrupto decide cobrársela, brutalmente, por su propia mano.

            Los últimos capítulos del libro, dedicados a la crisis del modelo capitalista durante el siglo XX y a la pérdida de legitimidad social de las instituciones políticas y económicas hoy día, vuelve a valerse de ejemplos literarios -con un énfasis especial en la ciencia ficción- que develan las angustias y miedos que nos acosan. Aunque por momentos peque de caprichoso o superficial, Capitalismo canalla ofrece un desasosegante recorrido por esta novela capitalista en la que todos, queriéndolo o no, somos personajes.

 

@jvolpi

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13 de noviembre de 2015
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