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El radical conservador

Por 3 de abril de 2016 Sin comentarios

Jorge Volpi

"El último de los mohicanos", lo llamé en otro artículo. Aún lo creo: es el último de su especie. El último representante -y, dado su empeño, la paradójica clausura- de la gran tradición de intelectuales públicos latinoamericanos que distinguió nuestras letras a lo largo de dos centurias. A su lado quedan algunos brillantes epígonos de nuestro particular Siglo de Oro -Del Paso, Edwards, Pitol, Bryce-, pero solo Mario Vargas Llosa mantiene esa actitud a la vez arrojada y soberbia de quien se asume como guía moral de su tiempo y como vanguardia de su revolución personal desde que abjuró de la idea revolucionaria de estirpe marxista.

            Si algo hay que admirar en el peruano son sus pasiones y su desenfreno, los cuales lo convirtieron en el más contradictorio de los miembros del Boom. Diré más: tanto en su literatura como en su vida personal, política y amorosa, lo distingue una suma o una amalgama o una superposición de convicciones febriles y decisiones atropelladas. Mientras que el fuego de García Márquez se concentró en aquilatar una lengua inimitable y perfecta, al tiempo que él se convertía en una suerte de Buda universalmente idolatrado, y mientras Fuentes destilaba su talento por medio de una inteligencia y una curiosidad sin límites, Vargas Llosa siempre osciló entre la lucidez y el desenfreno, entre la acción y las palabras. En el antiguo dilema renacentista, fue el único entre ellos que eligió a la vez las armas y las letras.

            Todo en Vargas Llosa es un oxímoron. El autor fastuosamente experimental de La casa verde es el realista decimonónico de Las cinco esquinas. Su devoción por la literatura libertina lo condujo a la explosión sensual de Elogio de la madrastra y en El sueño del celta mudó en el limeño mojigato incapaz de narrar el sadomasoquismo de su protagonista. Solía aborrecer las novelas de tesis y escribió El héroe discreto. Demolió el establisment en Las ciudad y los perros o Conversación en La Catedral, y hoy lo encarna como pocos. Quiso ser presidente y terminó en marqués. Deploró la cercanía de García Márquez con Fidel, pero el invitado estrella en su 80 cumpleaños fue José María Aznar. Fue casi estalinista -Fuentes dixit– y hoy es casi neoliberal (el "casi" gracias a su imbatible lucidez), ganándose tantos fieles como adversarios, algo que parece fascinarle. Vilipendió la sociedad del espectáculo y terminó deslumbrado por la figura indispensable del Hola!.

            Poco importa que en el pasado defendiese a Cuba y que hoy la vapulee, que de joven comulgara con la ultraizquierda francesa

-"el sartrecillo valiente"- y en la madurez Popper lo tirase del caballo en el camino a Damasco, que en ocasiones se abra un abismo entre sus dichos y sus actos: lo asombroso no es tanto la cambiante firmeza de sus convicciones como la elegante ferocidad de su estilo. A mí hace tiempo que me resulta imposible coincidir con la mayor parte de sus opiniones, pero no puedo dejar de leerlo, de pelearme con él, de detestarlo y admirarlo en idénticas medidas: lo que uno sólo puede aspirar a hacer con un clásico.

            Como le ocurrió a Fuentes y a tantos otros, su meteórico ascenso desde que obtuvo el premio Biblioteca Breve a los veintiséis años se vio estremecido por el hito impensable -e inalcanzable- de Cien años de soledad. Batiéndose en silencio con su viejo amigo -más allá de los líos de faldas, a partir de entonces la igualdad amistosa era imposible-, fue capaz de engarzar otras dos obras maestras absolutas: La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo. Como otros de mis compañeros de generación, yo atesoro y me reconozco devoto de El pez en el agua, su doble memoria -no podía ser de otro modo- del nacimiento de su vocación literaria y de su fracaso político, quizás porque en ninguna otra de sus obras sus contradicciones se muestran de manera tan descarnada, tan a flor de piel.   

             Allí, Vargas Llosa supo conjurar, sacudir y vencer todos sus demonios: en la amargura de la derrota -ni más ni menos que ante Fujimori-, rescató su infancia y se liberó del fantasma de su padre. Y, de paso, recuperó la energía para reinventarse como escritor y para continuar experimentando la mayor de sus pasiones, esa que nos barre como un tsunami en cada uno de sus textos, incluso los menos afortunados: esa fuerza elemental, primitiva e irrefrenable que le ha permitido alcanzar, como a muy pocos grandes escritores en la historia, esa coincidentia oppositorum con que soñaban los escolásticos: la que une la vida con los libros.

 

Twitter: @jvolpi

            

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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