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Escrito por

Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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El año de la rabia

No ha sido enfado, enojo o mero encono. Tampoco indignación, como hace unos años. Menos aún desesperación, desasosiego o desesperanza. Ni siquiera furia o ira. Ha sido rabia. Una rabia agreste y salvaje, desmedida, estruendosa, burda, ingobernable. Si una imagen ha de quedar de este año ciego y sordo, plagado de improperios y verborrea, de groserías e insultos, de amargas sorpresas sobrepuestas, sería la de una boca abierta, la quijada tensa, los colmillos filosos y la lengua retorcida, cubierta por completo de saliva fétida y espumosa. Sí, la rabia.   

            Una rabia que resultaría incomprensible si reparásemos, como Yuval Noah Hariri, en que, pese a los innegables horrores que nos circundan, vivimos una de las épocas más prósperas y menos violentas de la humanidad. Pero esa perspectiva de largo plazo, meditada y serena, es lo que menos se acomoda con el espíritu de nuestro tiempo, y en particular con el de este annus horribilis. Poco importa que hayan disminuido como nunca las hambrunas, las plagas y las guerras, que la mayor parte de los países tengan regímenes más o menos democráticos, que las esperanzas de vida hayan crecido para la mayor parte de la población. La rabia no entiende de razones, no proviene de un cálculo matemático o se doblega ante un modelo estadístico, es puro impulso desbordado.

            Hay que insistir, sin embargo, en que la rabia -y sobre todo una epidemia como la que este año asoló el planeta- no surge de la nada, sino que se incuba poco a poco hasta alcanzar un umbral o una masa crítica que la torna muy contagiosa e irrefrenable. Hasta hace poco existía una incomodidad o un malestar difuso, sobre todo entre aquellos que habían logrado acomodarse bien que mal a la lógica de sus propias comunidades, que los llevaba a desconfiar de sus gobernantes y los predisponía en contra del egoísmo de sus élites, que les imbuía un pánico natural ante el futuro y los unía en torno a sus prejuicios. Esa era la leña verde: sectores que se sentían sobajados u olvidados, despreciados o desoídos. A la que se arrojó la tea ardiente: el discurso incendiario, trufado de mentiras y de odio, de unos demagogos sin escrúpulos.

            Y la rabia se extendió por la faz de la Tierra. La rabia de ingleses y galeses contra la Unión Europea. La rabia de incontables colombianos no contra la guerrilla, sino contra el gobierno que se arriesgó a firmar la paz. La rabia de millones de estadounidenses contra Washington, sea lo que esto signifique. Pero lo peor es que la rabia siempre requiere de enemigos, blancos a los cuales achacar la culpa de todas nuestras desgracias: los inmigrantes del este de Europa que nos arrebatan los empleos en las depauperadas urbes inglesas; los guerrilleros que se apoderarán del país imponiéndonos el castro-chavismo; los mexicanos criminales que nos roban y violan a nuestras mujeres o los musulmanes con su religión de terroristas. Y esto solo en estos tres casos, pero la rabia también se decanta en contra de los refugiados sirios en Europa, de los maestros huelguistas en México, de los disidentes en China o Rusia, de los árabes en casi cualquier parte.

             El año de la rabia es el año de Farage, de Uribe y de Trump, con sus ácidas victorias, a quienes se aprestan a seguir otros de su calaña en 2017 y en los lustros venideros. Su ejemplo ha demostrado que, a fuerza de mentir y volver a mentir sin jamás arrepentirse, de reconcentrar los más viejos temores y de impulsar el odio a los otros -a todos los otros-, es posible ganar elecciones e imponer una narrativa del rencor por encima de los hechos. La rabia, para colmo, es una serpiente que se muerde la cola: hoy no solo anida en los corazones de los triunfadores de este año, esos politicastros y sus seguidores, sino entre los vencidos: el resto del mundo. Nosotros. La rabia hacia Trump y compañía emula la suya. Se aproxima una era de bandos antagónicos, irreconciliables. Una era en la que la sensatez quedará en los márgenes y en la cual la razón y la solidaridad -esas dos medidas de lo humano- vivirán días aciagos.

             

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24 de diciembre de 2016
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Ellos

Tres veces lo misma historia. La primera, en Madrid. Era el 23 de junio y, tras presentar el Festival Cervantino, me fui a dormir con las encuestas apuntando al triunfo de la lógica: la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. Al despertar, la sorpresa. Fue el primer aviso. Poco más de tres meses después, en Guanajuato, otra vez me fui a la cama en calma. Ahora sí no había duda: todo podía salir mal, pero los colombianos firmarían los acuerdos de paz con la guerrilla. Al ver las noticias por la mañana, me embargó la angustia. Pese a estos antecedentes, la noche del 10 de noviembre, esta vez en Lyon, me resistí a creer lo peor. Pero así fue: la mayoría en el Colegio Electoral significaba que los estadounidenses también habían votado por el No: el No a la cordura, el No a los valores esenciales de la democracia, el No a la diversidad, el no México.

            Una y otra vez, muchos -¿pero quiénes? ¿los más críticos, los más sensatos, los más prudentes?- nos empeñamos en creer que los ciudadanos de Gran Bretaña, Colombia y Estados Unidos eran en esencia como nosotros, que compartían nuestros valores, nuestra visión del mundo. Una y otra vez los resultados nos desmintieron. Una y otra vez quedó demostrado que allá, y acaso también aquí, hay otros muchos, literalmente millones, a los que nos resistimos a ver, a los que nos negamos a oír, que evidentemente no piensan ni sienten como nosotros. Durante meses o años los despreciamos o los ignoramos, convencidos de que eran una panda de locos, agitadores o fanáticos. Hoy, estamos obligados a preguntarnos: ¿quiénes son y por qué actúan así?

            Imposible asumir que se trata de una minoría de retrógrados, racistas de clóset, fascistas en potencia, misóginos o xenófobos impenitentes, como los políticos que los han azuzado: Farage, Uribe, Trump. Porque, si así fuera, el error de todos modos sería nuestro: ¿cómo hemos podido formar, a lo largo de estas décadas, en países supuestamente democráticos, ciudadanos semejantes? ¿Qué hicimos para que una mayoría use la democracia para minar y destruir la democracia e ir, sin darse cuenta, en contra de sus propios intereses? Imposible aceptar el reduccionismo macabro que los asimila con los esperpentos que hoy los guían (o con Marine Le Pen, Viktor Orban, Geert Vilders, etc.).

            ¿Quiénes son, entonces, esos votantes? Las estadísticas, bastante erráticas, han querido señalar a los blancos mayores y sin educación universitaria como su paradigma, pero lo cierto es que muchas mujeres y universitarios votaron por Trump y el No en Colombia e Inglaterra. Se trata, más bien, de un muy amplio sector de nuestras sociedades que no se halla en la pobreza extrema, sino en una clase media cuya característica central es la sensación de haber sido maltratada por la clase política tradicional y, sobre todo, de carecer de esperanzas de futuro.

            Tenemos que asumir, por más que nos cueste, que ellos -no los politicastros que los animan- deben tener algún motivo íntimo para votar así. Que su sensación de abandono, furia, desesperanza o miedo es, en cierta medida, culpa nuestra. De los sensatos y cuerdos que no supimos o quisimos verlos. Y, sobre todo, de la clase política neoliberal (y sus aliados liberales) que, desde hace un cuarto de siglo, decidió arrancarles todos los beneficios sociales posibles e instalar en sus mentes, de paso, un rechazo visceral al Estado como causa principal de sus problemas. De un Estado que beneficia a solo otros (las minorías, los extranjeros, los migrantes, los refugiados, los otros) y no a ellos.

            Millones votaron en contra de la sensatez, guiados sólo por sus emociones. El lamentable resultado es éste: le han entregado el control del mundo a sujetos que no harán otra cosa sino exacerbar su frustración y su ira, en una espiral sin fin. ¿Qué queda entonces? Ya lo dije: la resistencia global. Cuya principal arma es la defensa de una educación pública humanista y crítica que reinstaure entre los jóvenes los valores esenciales de libertad, igualdad y justicia que tanto hemos descuidado en estos años.

 

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1 de diciembre de 2016
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Nacho

Estreché por primera vez la mano de Nacho Padilla treinta y un años atrás, cuando lo felicité por haber ganado el concurso de cuento de nuestra preparatoria, célebre por la leyenda -cierta- de que en su tiempo Carlos Fuentes obtuvo los tres primeros lugares. Eloy Urroz me impulsó a participar pero, a diferencia de su texto y el mío, "El héroe del silencio", el primer relato de Nacho, era un derroche de talento lingüístico que todavía se lee con asombro. Su estilo futuro se anunciaba en una nuez: una prosa delirante y circular, labrada a partir de sus febriles escarceos con Rulfo y García Márquez -los maestros con quienes tanto se batiría-, una imaginación que lo arrastraba del medioevo a la ciencia ficción, con su aciaga cuota de fantasmas, y la vocación miniaturista que le permitía sumar palabras como piezas de un rompecabezas imaginario.

            Fraguamos una hermandad que hoy extravía su arquitectura: mi imagen de la felicidad literaria se resume en las vehementes discusiones triangulares con Eloy y Nacho en el Sanborns de San Ángel. Apuntalados por Pedro Ángel Palou, Ricardo Chávez, Alejandro Estivill y Vicente Herrasti, enarbolamos contra viento y marea la utopía de una literatura que, sin dejar de ser una pasión solitaria, pudiese ser defendida como un placer compartido. Un amigo como Nacho es un espejo en quien te reflejas y contrastas, te descubres y ruborizas, te enardeces y reconcilias. "Si la comparación a veces resulta odiosa es porque en las gradaciones alguien suele y quizá tiene que salir perdiendo; pero incluso en la parcialidad cruel del contraste debemos reconocer que el espejo, sea nítido o cóncavo, muestra todo y a todos como realmente somos, hemos sido o podríamos ser", escribió en "Versos de Shakespeare y desdichas de Cervantes", quizás el más lúcido ensayo que le dedicó a su escritor de cabecera (más bien de auto: en su vida dual entre Querétaro y el DF, escuchó cien veces el Quijote en voz de Fernando Rey). Sin Nacho, me resulta más arduo saber quién soy.

            Dos años en Salamanca y sus feroces inviernos curtieron nuestra convivencia: en las diarias comidas en mi casa de Libreros enhebramos su inagotable tesis sobre el alcalaíno con mi precaria física cuántica. Los "datos Nachito" nos servían de aperitivo: anécdotas eruditas imposibles de verificar, de los pollos sin cabeza a la fantasiosa etimología de un vocablo, afición que le abriría las puertas de su entrañable Academia Mexicana de la Lengua. Él replicó a mi demencia germánica con Amphytrion y yo le debo las torpes quijotadas de El fin de la locura. Nunca dejamos de ser cómplices y duelistas: aun si adivinaba que siempre habría de vencerme, no dejé de pelear en buena lid con sus frases monstruosas y perfectas.

            De La catedral de los ahogados a El daño no es de ayer, Nacho violentó y retorció tanto la lengua como a sus evanescentes criaturas -más cerca, a su pesar, de Cervantes que de Shakespeare-, aunque yo me quedo con Si volviesen Sus Majestades, precoz imprecación a Beckett y Borges. Ganó, sí, cuanto premio se topó en el camino hasta que se le agotaron: en su dulzura y bonhomía era tan ambicioso como el que más, y tan astuto. Detrás de eso, un pudor familiar o una secreta melancolía le impedían narrar sus desdichas y arrebatos o concedérselos a sus personajes. A cambio, les ofrecía mundos fastuosos, tan bellos y desconcertantes como un grabado de Escher, en los que yo me empeñaba en discernir sus cuitas y secretos.

            Coleccionaba esperpentos: de la precaria vida de los encendedores a los inmolados hijos de Goebbels, del inexistente arte del terremoto a la balbuceante literatura marina en español, aunque fue en la brevedad donde alcanzó la grandeza. No es el cariño el que me lleva a afirmar que fue uno de los mayores cuentistas de nuestro tiempo y ansío que su portentosa Micropedia -la orgánica reunión de sus relatos-, que debiera convertirse en un clásico instantáneo, encuentre la miríada de lectores que, en contra de las cábalas de su autor, quedarán trastocados con sus páginas. La única inmortalidad posible se halla, estoy seguro, en la memoria de quienes nos han amado: la vida se ha tornado más fría y siniestra con su ausencia, de modo que me dispongo a releer a Nacho para imaginar, en los entresijos de sus libros, aquellos otros universos donde aún podríamos encontrarnos.

 

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27 de agosto de 2016
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Desconocido lector

Pensemos en un lector (o lectora). No en un lector o lectora especializados -un periodista, un crítico, un librero, un escritor, un editor, algún otro miembro de nuestro "mundito"-, sino en un lector normal. Un ingeniero, un universitario, un médico, un abogado, un taxista, un maestro, un comerciante, un chofer, un empresario, un policía que, por puro placer, lee. Una anomalía en un país en donde el promedio de lectura sigue siendo uno de los más bajos de América Latina. Una excepción en un país que, como tantos otros, se empeña en enseñarle a los niños a odiar la lectura: a verla como una obligación aborrecible y no como un gozo compartido.

            Pero ese lector normal, que ama leer, existe. Pero, ¿por qué lee lo que lee? ¿Cómo llega a cada volumen que engrosa su biblioteca o reposa en su mesa de noche o se acumula en sus estanterías o yace en una esquina de su habitación? ¿Por qué carga justo ese título de aquí para allá, en la oficina o el transporte público, por qué lo sostiene largas horas o días entre sus manos, por qué lo atesora o lo odia sin ser capaz de abandonarlo? ¿Cómo ha llegado a él entre los "demasiados libros", para usar la expresión de Gabriel Zaid? ¿Por qué ese libro y no cualquier otro? ¿Cómo se modela el gusto lector en los tiempos de internet, de las redes sociales, de Amazon? 

            La escuela, lo hemos dicho, poco ayuda: quizás algún buen maestro, un padre o una madre o un tío o un amigo lectores, hayan hecho más por él o ella que toda su educación formal. En un país con cientos de bibliotecas, pero sin la tradición de usarlas más que para "hacer la tarea", descartemos su influjo. ¿Y entonces? ¿Cómo llega a ese libro? ¿Por la recomendación de un conocido? Sin duda. ¿Por una reseña en un diario o una revista? Seguro que no: la influencia de los críticos se ha desvanecido hasta volverse casi irrelevante. ¿Visitando una librería y dejándose seducir por las portadas o las cuartas de forros al azar? Tal vez, pero el número de librerías en México es raquítico. ¿Escuchando una entrevista de radio o de televisión? Es posible. ¿Leyendo un blog o una recomendación en Facebook o en Twitter? ¿O siguiendo las recomendaciones que les da un algoritmo?

            Cuando los adultos ni por error se adentran en una biblioteca, hay que asumir que la lectura es una inversión. Los libros son caros o muy caros, sobre todo si se toman en cuenta nuestras aberrantes desigualdades. 200 o 300 pesos que a la mayor parte de la población le serían indispensable para necesidades más urgentes. Y si se piensa que a ese libro le dedicaremos mucho tiempo, la decisión tendría que tomarse con cautela. De ahí el triunfo de los manuales de autoayuda o de los autores que la camuflan con una pátina literaria. También, de los que prometen una gratificación inmediata: los libros que enseñan cosas (como si no todos los libros lo hicieran): los manuales de historia o, mejor aún, las novelas históricas; las biografías (sobre todo de celebridades mediáticas); los reportajes y las crónicas; la divulgación científica y acaso algún libro de arte.

            Luego está, claro, la "evasión": los lectores que buscan desconectarse de su vida cotidiana (o eso asumen) y persiguen thrillers, policiales, novelas románticas. ¿Y al final de todo esto dónde queda la "literatura"? La poesía, por desgracia, entre un puñado de excéntricos (la mayoría poetas). Los clásicos, pese a que en la red ahora pueden descargarse gratis, entre otro puñado de nerds o nostálgicos. ¿Y las novedades de nuestro tiempo? ¿Cómo distinguirlas? ¿Cómo elegir un autor entre tantos autores? ¿Y cómo evaluar su "calidad"? El misterio persiste.

            Y aun así, los escritores seguimos aspirando a llegar a esos lectores normales y, en aras de esa fantasía, nos sometemos a "promover" nuestros libros de aquí para allá, dóciles ante los palos de ciego dictados por los responsables de difusión de las editoriales, en una sanguinaria competencia para que nuestros libros escapen por un momento a la invisibilidad, se batan con otros y lleguen a las manos de ese lector, ya no tan imaginario, que dialogará con nosotros sin que jamás lleguemos a conocerlo. 

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18 de agosto de 2016
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La verdad detrás de la verdad

Todos los filósofos han reflexionado en torno a ella: esa entidad elusiva, misteriosa, arcana, a la que damos el nombre de "verdad". Muchos se mostraron convencidos de su existencia con con mayúscula; la persiguieron afanosamente y llegaron a entregar sus vidas en su nombre: la Verdad como ideal o la Verdad como producto de la revelación divina. Otros tantos se conformaron, en cambio, con una versión más modesta, casi artesanal: la verdad de cada uno contrastada por fuerza, de manera sistemática, con la verdad de los otros. A partir de la relatividad y de la mecánica cuántica, incluso la ciencia ha tenido que acostumbrarse a estas verdades parciales, provisionales, fatalmente incompletas.

            Pocos creen, hoy día, que sea posible aprehender la Verdad. Ello no obsta, sin embargo, para que en todos los órdenes -y sobre todo en el ámbito de la justicia y de la vida pública- haya que empeñar todos los esfuerzos para perseguirla. Y, sobre todo, para desbrozar las mentiras que la oscurecen, la perturban o la anulan. Si el método científico -aplicado tanto a las ciencias duras como a la investigación policíaca- no garantiza que se llegue a la Verdad, al menos ha de ser capaz de eliminar las falsedades que se hallan en su camino. No es otra su meta: ir construyendo una verdad, sí, a partir de anular hipótesis absurdas, contradictorias, erróneas, malintencionadas.

            Si en todos los terrenos la búsqueda de la verdad es una tarea ardua y compleja, en el mundo de la justicia se torna aún más frágil, aún más delicada. ¿Cómo saber qué fue lo que ocurrió en un caso criminal cuando hay tantas verdades enfrentadas? ¿Cómo llegar a una verdad que "haga justicia"? Las versiones de los hechos serán sin duda contradictorias, los testigos siempre tendrán un punto de vista parcial -en el doble sentido de sesgado y fragmentario-, las pruebas difícilmente serán contundentes o irrebatibles, abogados y fiscales emplearán los argumentos más persuasivos para defender sus respectivas causas, y jueces y jurados estarán marcados por sus historias personales, su educación, sus prejuicios, sus miedos. 

            De allí la importancia de que la investigación se lleve a cabo con la mayor transparencia y con la mayor pulcritud. De que se valga de todos los recursos científicos. Y de que cualquiera pueda constatar la forma como se ha llevado a cabo una investigación. De todo ello depende, en el fondo, el resultado de un proceso: la "verdad judicial" que suplantará, en términos prácticos, a la verdad. La verdad judicial de la que dependerá el destino de todos los involucrados.

            Si se revisa la mayor parte de los casos criminales de los últimos años -con particular fuerza desde el inicio de la guerra contra el narco-, es posible constatar que uno de los mayor problema de nuestro sistema de justicia se halla en la fase de la investigación. Del asesinato de Colosio a Ayotzinapa, pasando por miles de casos menos visibles, las autoridades pocas veces se preocupan por investigar los hechos, por construir la verdad a partir de pruebas y testimonios, por desvelar las mentiras y dar paso a hipótesis cada vez más sólidas. El método ha sido el inverso: casi siempre por motivos políticos, aunque también por simple incompetencia, la autoridad primero establece una verdad -su "verdad histórica"- y luego hace hasta lo imposible para que los hechos se ajusten a ella. Este es el origen de tantos vicios: la tortura sistemática, la falsificación de pruebas, la fabricación de culpables.

            El sistema acusatorio que ha comenzado a implementarse en México es un primer paso adelante: un modelo basado en la presunción de inocencia que, apuntalado en la oralidad y la publicidad de las audiencias, permitirá que la búsqueda de la verdad se convierta en un bien común. El sistema inquisitorial previo, con su vocación por el papeleo y el secreto, era el mayor obstáculo posible para acercarse a la verdad. Pero el nuevo sistema de justicia penal de nada servirá mientras no cambie drásticamente la lógica perversa que domina nuestras investigaciones policíacas. 

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4 de agosto de 2016
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El guerrillero y el asesino

La historia -cualquier novelista de raza lo hubiese detectado- era fascinante. Dos vidas cruzadas que resumían las contradicciones políticas, sociales, económicas e incluso psicológicas de América Latina. El guerrillero que abandona las armas y toma el camino de la paz. El adolescente miserable contratado para aniquilarlo. Y, si el novelista en turno era Carlos Fuentes, cuya obsesión por entreverar lo íntimo, lo público y lo mítico lo había llevado a obras maestras como La muerte de Artemio Cruz o Terra Nostra, el desafío de narrar la terrible cita entre ambos no podía resultar más apetecible ni más riesgoso. 

            Decidido a inscribir su obra en un vasto fresco al que denominó "La edad del tiempo" al modo de la "Comedia humana" de Balzac, Fuentes había anunciado Aquiles, o El guerrillero y el asesino décadas antes de su fallecimiento en 2012 como parte del tríptico iniciado con Diana, o La cazadora solitaria y otra pieza que jamás llegó a escribir, Prometeo, o El precio de la libertad, dentro del apartado XV, "Crónicas de nuestro Tiempo". Si nos basamos en Diana, podría concluirse que sería un tríptico en el cual algunas figuras reales -como Jean Seberg- serían llevadas a la ficción valiéndose de los recursos de la crónica, la autobiografía o el testimonio personal.

            El destino de Carlos Pizarro debió rondar la mente de Fuentes por muchos años. En 2004 lo escuché leer el primer capítulo de Aquiles en el Festival de Literatura de Roma: un relato compacto y poderoso sobre el asesinato del antiguo comandante guerrillero abordo de un avión, contada desde la perspectiva de otro de los pasajeros -el cual a la postre se transformaría en el propio Carlos Fuentes-, tornado aún más vibrante con su inconfundible tono de voz, y que anunciaba la que podría haberse convertido en una de las mejores novelas de su último periodo.

            Un par de años después leyó otro capítulo en la Feria del Libro de Guadalajara, pero nunca llegó a concluir el manuscrito -los dos manuscritos en los que trabajaba entre Londres y la Ciudad de México-, de modo que el libro que acaban de publicar Alfaguara y el FCE es una aproximación al resultado final, como advierte Julio Ortega, el responsable de editarla y prologarla: una serie de capítulos más o menos breves que transitan entre la perspectiva del guerrillero, la del asesino, y la del propio narrador, quien presenta el libro como un homenaje a sus amigos colombianos, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis entre otros.   

            La historia del guerrillero y el asesino, decía, es por sí misma fascinante. Hijo de un respetado militar conservador y educado en escuelas lasallistas y jesuitas, Carlos Pizarro (1951-1990) compartió generación con algunos de los políticos más relevantes de su tiempo antes de incorporarse al M-19, un movimiento nacido de la indignación ante el despojo de los campesinos y la explotación de los obreros que caracterizaba al esquizofrénico régimen bipartidista de la Colombia de entonces.

            Dos episodios particularmente novelescos -que Fuentes no quiso o no alcanzó a escribir- marcaron su andadura: el espectacular robo de la espada de Bolívar y el sangriento asalto al Palacio de Justicia en 1985. A partir de allí, Pizarro emprendió el camino hacia la paz: anunció la desmovilización del M-19 y se lanzó como candidato a la presidencia en 1990, solo para ser asesinado por Gerardo Gutiérrez Uribe, alias Jerry, por órdenes de Carlos Castaño, líder de las Autodefensas Unidas de Colombia.  

            Acaso lo más interesante de Aquiles, es que permite observar cómo Fuentes se batía con sus materiales, cómo nunca le bastó con aplicar fórmulas probadas y cómo le dio una y mil vueltas a esta historia. Sabía que tenía un gran tema entre manos y que había escrito un gran capítulo inicial, pero nunca se sintió satisfecho y no tuvo tiempo de concluir su tejido: una obra que podría desbordar la extensión de Diana y en la que faltan esos dos momentos cruciales. Para Milan Kundera, gran amigo de Fuentes, un libro póstumos es siempre una herencia traicionada, pero en este caso nos permite observar el taller íntimo del narrador y constatar la indomable energía que lo llevó a nunca conformarse consigo mismo.  

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22 de julio de 2016
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Ruinas

Mediados de los años 80 del siglo pasado. Reagan ha llegado al poder y, como una medida más de su revolución conservadora, llama a la Unión Soviética "el Imperio del Mal" y se apresta a doblegarla con la construcción de un costosísimo escudo antimisiles, bautizado como Star Wars, que podría darle la ventaja definitiva en una confrontación nuclear. El "temor a la bomba" acapara la ansiedad del planeta pese a la doctrina de la Destrucción Mutua Asegurada. En esta crispación previa al ascenso de Gorbachov, un par de espías soviéticos lleva una vida familiar en apariencia normal como agentes de viajes en Washington D.C.

            Elizabeth y Philip son The Americans: los protagonistas de una de las mejores -y menos apreciadas- series televisivas de los últimos años. El detonador de la trama es eficaz: confrontados al American way of life, estos dos agentes encubiertos padecen todas las tentaciones del capitalismo, el libre mercado y la libertad de expresión mientras no tienen escrúpulos en combatirlos. En las últimas temporadas, la conflictiva relación con su hija Paige -una auténtica estadounidense, ingenua y devota de una soporífera iglesia cristiana- será su principal preocupación, más allá de robar armas bacteriológicas o infiltrarse en el FBI.

            Uno de los aspectos más notables de esta serie es que, a 25 años de la disolución de la Unión Soviética, el orden comunista nos parezca tan lejano, tan absurdo, tan imposible, cuando por más de siete décadas pareció una alternativa real a nuestro mundo. Algo semejante ocurre al leer The Sympathizer, la fascinante novela con la cual Viet Thanh Nguyen ganó el Premio Pulitzer en 2016. Su protagonista, un agente encubierto del Viet Cong que tras la caída de Saigón es enviado a Estados Unidos, regresa a su país sólo para ser brutalmente torturado y "reeducado". E incluso esa misma sensación de extrañeza -de explorar las ruinas de una civilización absurda y cruel, largamente extinta- se advierte en El ruido del tiempo, donde Julian Barnes intenta narrar (sin demasiada fortuna) el itinerario interior de Dmitri Shostakóvich en la Rusia soviética y, en particular, el viaje que éste realizó a Estados Unidos en 1949 por órdenes de Stalin.

            Resulta asombroso el interés que estas y muchas otras ficciones recientes demuestran hacia la Guerra Fría. Pocos dudan, a estas alturas, que el experimento de ingeniería social emprendido por Lenin, Stalin, Mao o Ho Chi-Minh cristalizó en algunas de las sociedades más opresivas y desasosegantes de la historia. En su intención de doblegar los instintos egoístas de los seres humanos, pusieron en marcha aparatos estatales -y policíacos- que no solo no eliminaron la inequidad o la injusticia, sino que se inmiscuyeron en todos los aspectos de la vida privada, aniquilaron la creatividad individual e impusieron por la fuerza (con millones de asesinatos y encarcelamientos de por medio) un modelo de vida fincado en el miedo y la sospecha.

            ¡Qué lejos parece quedar, en efecto, el tiempo en que tantos intelectuales y activistas en Occidente y América Latina se empañaron en creer que allí, tras el Telón de Acero, había una esperanza o una solución a las contradicciones del capitalismo! A 25 años del fin de la URSS, nada queda de esa utopía, ni siquiera en las naciones que aún se proclaman comunistas, como China o Vietnam. El "socialismo real" luce hoy como un sangriento despropósito y uno de los más grandes crímenes de la humanidad. Su recreación en la literatura, el cine o la televisión no encierra atisbo alguno de nostalgia.

            Y, sin embargo, no deberíamos conformarnos con juzgar sus perversiones. Si algo debiera recordarnos su fracaso es la incapacidad de tantas mentes brillantes para verlo a tiempo. Esa misma ceguera persiste en nuestro orden capitalista -y, peor aún, neoliberal- y hoy obnubila a tantos otros a la hora de encarar nuestras propias taras. Si el comunismo no fue la solución a la inequidad, ello no significa que ésta no se mantenga, de maneras más escandalosas que hace 25 años. Rememorar el horror del comunismo debería servirnos, sobre todo, para no olvidar que éste nació para combatir las terribles injusticias que el capitalismo sigue amparando por doquier.

           

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4 de julio de 2016
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Sistema de injusticia

Cuando alguien me pregunta por qué estudié Derecho, suelo dudar o hacer un chiste, y al final confieso un error histórico que corregí con una maestría y un doctorado en Letras. Recuerdo los cinco años que pasé en la Facultad de Derecho como un desafortunado paréntesis: si bien disfruté de dos o tres materias e igual número de grandes profesores -Guillermo Floris Margadant en Derecho Romano, Ricardo Franco Guzmán en Derecho Penal o en Rolando Tamayo en Filosofía del Derecho-, el resto me pareció una pérdida de tiempo: aulas atestadas, a veces con 200 alumnos, y la  obligación de aprender de memoria leyes y códigos que la mayor parte de las veces no se cumplen o se cumplen sólo para unos cuantos.

            Si bien desde la preparatoria había decidido convertirme en escritor -gracias al influjo de mis amigos Eloy Urroz e Ignacio Padilla-, me dejé convencer por mis padres, mis maestros y mis propios miedos de que era mejor estudiar una profesión previsiblemente lucrativa y dejar a la literatura como un placer culpable. La presión gremial tuvo mucho que ver: de los 50 alumnos del área 4, la de Ciencias Sociales en el CUM, 35 estudiamos Derecho en la UNAM pese a que nuestras vocaciones divergieran de la política a la música y del cine a la filosofía.

            Un periodo más tenebroso -y fascinante- se abrió para mí durante los tres años que trabajé en las procuradurías General de Justicia del Distrito Federal y General de la República al lado de Diego Valadés. A diferencia de lo que ocurría en la Facultad, donde en el fondo maestros y alumnos sabíamos que en México la teoría jurídica jamás se corresponde con los hechos, en estas instituciones tuve la oportunidad de atestiguar no sólo las escasas virtudes y los incontables vicios de nuestro ámbito criminal, sino un concentrado del país con todos sus contrastes. Para un escritor en ciernes constituyó una oportunidad invaluable que muy pocos de mis pares han tenido: observar la realidad de primera mano.

            Tras la renuncia de Valadés a la PGR en mayo de 1994, ese "año que vivimos en peligro", mi lejanía del Derecho se acentuó hasta que lo abandoné por completo. Las leyes y los códigos se volvieron tan nebulosos para mí como para cualquier ciudadano que no tiene que lidiar en tribunales. Veinticinco años después de presentar mi examen profesional (con una extravagante tesis sobre Michel Foucault), he vuelto a sumergirme en mi pasado. Desde hace varios meses investigo un caso criminal con la idea de escribir un libro de no ficción: esta tarea no sólo me ha llevado a examinar detenidamente las miles de páginas del expediente, sino a recorrer de nuevo los laberintos de nuestro orden jurídico.   

            Si aún no puedo hacerme un juicio definitivo sobre el caso que me ocupa, he podido constatar en cambio lo que a muchos abogados les parecerá una rutina ineludible. Al revisar no tanto nuestra legislación penal, que no difiere tanto de otras tradiciones, sino nuestros procedimientos penales, resulta imposible no darse cuenta de sus incontables defectos. Muchos piensan que el mayor problema de nuestro sistema de justicia se halla en la corrupción, pero antes tendríamos que reconocer la propia perversidad de su arquitectura.

            Más que descalificar el sistema por ineficaz, habría que resaltar su absoluta eficacia, si se entiende que fue diseñado para garantizar que los poderosos queden siempre impunes, que quienes los perturban no tengan modo de defensa y, en medio de ello, miles de inocentes terminen en la cárcel. Con su preferencia por la argumentación escrita, que sólo acentúa el papeleo burocrático -y alarga al infinito los procesos-, su entronización de las confesiones -que alienta la tortura, casi ineludible- y la falta de transparencia en sus prácticas, todo funciona para que la verdad quede sepultada bajo los intereses económicos o políticos.

            Si a ello se suma la corrupción, presente en cada fase de un proceso, desde la denuncia y la averiguación previa hasta las raras ocasiones en que se llega a una sentencia, el desastre es mayúsculo. A este marco sólo hacía falta añadirle la violencia de la guerra contra el narco para asegurarse de que el caos se tornase sobrecogedor. Tras leer las miles de páginas de mi expediente (en un español macarrónico), la necesidad de imponer los juicios orales se torna obvia: éstos quizás no eliminen todos los problemas, pero al menos limitarán las peores aristas de un sistema concebido para preservar la injusticia.

 

Twitter: @jvolpi Cuando alguien me pregunta por qué estudié Derecho, suelo dudar o hacer un chiste, y al final confieso un error histórico que corregí con una maestría y un doctorado en Letras. Recuerdo los cinco años que pasé en la Facultad de Derecho como un desafortunado paréntesis: si bien disfruté de dos o tres materias e igual número de grandes profesores -Guillermo Floris Margadant en Derecho Romano, Ricardo Franco Guzmán en Derecho Penal o en Rolando Tamayo en Filosofía del Derecho-, el resto me pareció una pérdida de tiempo: aulas atestadas, a veces con 200 alumnos, y la  obligación de aprender de memoria leyes y códigos que la mayor parte de las veces no se cumplen o se cumplen sólo para unos cuantos.

            Si bien desde la preparatoria había decidido convertirme en escritor -gracias al influjo de mis amigos Eloy Urroz e Ignacio Padilla-, me dejé convencer por mis padres, mis maestros y mis propios miedos de que era mejor estudiar una profesión previsiblemente lucrativa y dejar a la literatura como un placer culpable. La presión gremial tuvo mucho que ver: de los 50 alumnos del área 4, la de Ciencias Sociales en el CUM, 35 estudiamos Derecho en la UNAM pese a que nuestras vocaciones divergieran de la política a la música y del cine a la filosofía.

            Un periodo más tenebroso -y fascinante- se abrió para mí durante los tres años que trabajé en las procuradurías General de Justicia del Distrito Federal y General de la República al lado de Diego Valadés. A diferencia de lo que ocurría en la Facultad, donde en el fondo maestros y alumnos sabíamos que en México la teoría jurídica jamás se corresponde con los hechos, en estas instituciones tuve la oportunidad de atestiguar no sólo las escasas virtudes y los incontables vicios de nuestro ámbito criminal, sino un concentrado del país con todos sus contrastes. Para un escritor en ciernes constituyó una oportunidad invaluable que muy pocos de mis pares han tenido: observar la realidad de primera mano.

            Tras la renuncia de Valadés a la PGR en mayo de 1994, ese "año que vivimos en peligro", mi lejanía del Derecho se acentuó hasta que lo abandoné por completo. Las leyes y los códigos se volvieron tan nebulosos para mí como para cualquier ciudadano que no tiene que lidiar en tribunales. Veinticinco años después de presentar mi examen profesional (con una extravagante tesis sobre Michel Foucault), he vuelto a sumergirme en mi pasado. Desde hace varios meses investigo un caso criminal con la idea de escribir un libro de no ficción: esta tarea no sólo me ha llevado a examinar detenidamente las miles de páginas del expediente, sino a recorrer de nuevo los laberintos de nuestro orden jurídico.   

            Si aún no puedo hacerme un juicio definitivo sobre el caso que me ocupa, he podido constatar en cambio lo que a muchos abogados les parecerá una rutina ineludible. Al revisar no tanto nuestra legislación penal, que no difiere tanto de otras tradiciones, sino nuestros procedimientos penales, resulta imposible no darse cuenta de sus incontables defectos. Muchos piensan que el mayor problema de nuestro sistema de justicia se halla en la corrupción, pero antes tendríamos que reconocer la propia perversidad de su arquitectura.

            Más que descalificar el sistema por ineficaz, habría que resaltar su absoluta eficacia, si se entiende que fue diseñado para garantizar que los poderosos queden siempre impunes, que quienes los perturban no tengan modo de defensa y, en medio de ello, miles de inocentes terminen en la cárcel. Con su preferencia por la argumentación escrita, que sólo acentúa el papeleo burocrático -y alarga al infinito los procesos-, su entronización de las confesiones -que alienta la tortura, casi ineludible- y la falta de transparencia en sus prácticas, todo funciona para que la verdad quede sepultada bajo los intereses económicos o políticos.

            Si a ello se suma la corrupción, presente en cada fase de un proceso, desde la denuncia y la averiguación previa hasta las raras ocasiones en que se llega a una sentencia, el desastre es mayúsculo. A este marco sólo hacía falta añadirle la violencia de la guerra contra el narco para asegurarse de que el caos se tornase sobrecogedor. Tras leer las miles de páginas de mi expediente (en un español macarrónico), la necesidad de imponer los juicios orales se torna obvia: éstos quizás no eliminen todos los problemas, pero al menos limitarán las peores aristas de un sistema concebido para preservar la injusticia.

 

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3 de junio de 2016
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Chernóbil

A 30 años de la catástrofe de Chernóbil, resproduzco aquí el inicio de Tiempo de cenizas (No será la Tierra), cuya edición de bolsillo aparecerá en el segundo semestre de este año a la par de En busca de Klingsor y El fin de la locura.

 

«Basta de podredumbre», aulló Anatoli Diátlov.

La alarma se encendió a la una veintinueve de la mañana. Desplazándose a trescientos mil kilómetros por segundo, los fotones traspasaron la pantalla (el polvo la volvía color ladrillo), atravesaron el aire saturado a cigarros turcos y, siguiendo una trayectoria rectilínea a través de la sala de controles, se precipitaron en sus pupilas poco antes de que el zumbido de una sirena, a sólo mil doscientos treinta y cinco kilómetros por hora, llegase hasta sus tímpanos. Incapaz de distinguir los dos estímulos, sus neuronas produjeron un torbellino eléctrico que se extendió a lo largo de su cuerpo. Mientras sus ojos se concentraban en el titileo escarlata y sus oídos eran azotados por las ondas sonoras, los músculos de su cuello se contrajeron hasta el límite, las glándulas de su frente y sus axilas aceleraron la producción de sudor, sus miembros se tensaron y, sin que el asistente del ingeniero en jefe se percatase, la droga se infiltró en su torrente sanguíneo. Pese a sus diez años de experiencia, Anatoli Mijáilovich Diátlov se moría de miedo. A unos cuantos metros, otra reacción en cadena seguía un curso paralelo. En uno de los paneles laterales el mercurio ascendía a toda prisa por el tubo de un viejo termómetro mientras las partículas de yodo y cesio se volvían inestables. Era como si esos inofensivos elementos hubiesen tramado una revuelta y, en vez de desconfiar unos de otros, se uniesen para destrozar las rejas y torturar a los custodios. La criatura no tardó en apoderarse del reactor número cuatro en abierto desafío a las leyes de emergencia. Clamaba una venganza sin excusas, la ejecución de sus captores, un reino sólo para ella. Cada vez más poderosa, se lanzó a la conquista de la planta: si los humanos no tomaban medidas urgentes, la masacre se volvería incontenible. Habría miles de muertos. Y Ucrania, Bielorrusia y acaso toda Europa quedarían devastadas para siempre.

 

Las llamas consumían el horizonte. A lo lejos, los pastores de Prípiat, acostumbrados a la severidad de los meteoros, confundían las columnas de humo con pruebas de artillería o la celebración de una victoria. A Makar Bazdáiev, cuidador de rebaños, se le enredaba la lengua al mirar el cielo (un regusto de vodka en la garganta), sin saber que era el anuncio de su muerte. Más cerca del incendio, ingenieros y químicos reconocían la naturaleza del cataclismo. Tras decenios de alarmas y recelos había ocurrido lo impensable, la maldición tantas veces aplazada, el temido ataque por sorpresa. Los ancianos aún soñaban con los tanques alemanes, los niños empalados y las hileras de tumbas: el enemigo arrasaría de nuevo con los bosques, incendiaría las chozas y bañaría los altares con la sangre de sus hijos.

            A la una y media de la mañana, Diátlov decidió actuar. La primavera siempre le había disgustado, odiaba los girasoles y las canciones de los aldeanos, la necesidad de sonreír sin motivo. Por eso permanecía en la planta a salvo de la euforia: sólo soportaba los días de asueto con vodka y trabajo suplementario. ¡Y ahora esto! Los sabios de Kiev y de Moscú habían jurado que algo así jamás sucedería. «Las fallas son improcedentes», lo reprendió en cierta ocasión un jerarca del partido, allí tiene el manual, basta con seguir las instrucciones.

Ahora ninguna instrucción servía de nada. Las agujas enloquecían como aspas de helicópteros y las almenas levantadas gracias a la infatigable voluntad del socialismo (miles de obreros habían edificado la secreta ciudadela) caían en pedazos. Así debió lucir Sodoma: la noche encrespada por los gritos, el olor a carne chamuscada, perros jadeantes bloqueando las callejas, el humo negro que los campesinos confunden con el ángel de la muerte. Y todo por culpa de un capricho: probar la resistencia de la planta, superar las previsiones, sorprender al Ministerio.

            Hacía apenas unas horas, Diátlov había ordenado desconectar el sistema de enfriamiento. Simple rutina. A los pocos segundos el reactor se había sumido en un sueño perezoso. ¿Quién iba a sospechar que fingía? Su respiración se volvió más lenta y su pulso apenas perceptible: menos de treinta megavatios. Al final cerró los ojos. Temiendo un coma irreversible, Diátlov perdió la cordura.

            Hay que aumentar de nuevo la potencia.

            Los operadores replegaron el carburo de bario que servía como moderador y la bestia recuperó sus funciones. Sus signos se estabilizaron. Volvió a respirar. Los técnicos festejaron sin saber que aquellas barras eran el último escudo capaz de protegerlos: el manual fijaba en quince el mínimo aceptable y ahora sólo quedaban ocho de ellas. ¡Qué tontería! Aquel desliz habría de costar miles de bajas en las filas de los hombres. Los latidos del monstruo no tardaron en alcanzar los seiscientos megavatios y en un santiamén tuvo fuerzas suficientes para destrozar los muros de su celda. Sus rugidos cimbraban los abetos de Prípiat como si mil lobos aullasen al unísono. La arena crepitaba y el acero se cubría de pústulas. El núcleo del reactor número cuatro rozaba el ardor de las estrellas (el magma se derramaba por su belfos) pero Diátlov se empeñó en flotar sobre el vacío.

            «Sigamos adelante con la prueba».

            La bestia no tuvo piedad de él ni de los suyos. Atacó a sus guardianes y devoró sus vísceras; luego, cada vez más iracunda, inició su peregrinaje a través de las galerías de la planta, esparciendo su furia a través de los ductos de ventilación. Desoyendo las indicaciones superiores, Vladímir Kriachuk, operador de treinta y cinco años, pulsó la tecla az-5 a fin de detener todo el proceso. Doscientas barras de carburo de bario se precipitaron sobre el cuerpo de la intrusa, en vano. En lugar de sucumbir, ésta revirtió la ofensiva y se tornó aún más peligrosa.

            «¡Está fuera de control!» Olexandr Akímov, jefe del equipo, no mentía: el monstruo había vencido. A Yuri Ivánov le arrancó los ojos y a Leonid Gordesian le fracturó el cráneo como una cáscara de almendra. Dos estallidos señalaron su victoria. El reactor número cuatro había dejado de existir.

 

La planta era uno de los orgullos de la patria. En secreto, a lo largo de meses fatigosos, un ejército de trabajadores supervisado por cientos de funcionarios del Ministerio y distintos cuerpos de seguridad se había encargado de construir los reactores, los despachos oficiales y las salas de control; la red de tuberías, los transformadores eléctricos, los distribuidores de agua, las líneas telefónicas; las casas de los trabajadores, las escuelas para sus hijos, los centros comunitarios; la estación de bomberos y las sedes locales del partido y del servicio secreto. Una ciudad en miniatura, ejemplo de orden y progreso, que podía valerse por sí misma; un sistema perfecto levantado en un lugar que ni siquiera aparecía en los mapas (auténtica utopía), prueba del vigor del comunismo.

Sitiado en mitad de los escombros, Diátlov ordenó encender el enfriamiento de emergencia (sus manos temblaban como espigas). Creía que, como en eras ancestrales, el agua derrotaría al fuego.

            «Camarada, las bombas están fuera de servicio». Era la voz de Borís Stoliarchuk. Diátlov recordó que el día anterior él mismo había ordenado desconectarlas. «¿Cuál es el nivel de radiación?»

«Los instrumentos sólo alcanzan a marcar un milirem, y hace horas que lo hemos sobrepasado». Era cien veces la norma permitida. Diátlov frunció el ceño y entrevió un cortejo de cadáveres.

 

Víktor Pétrovich Briujánov, director de la central, tenía el sueño pegajoso. Todas las noches se revolvía de un lado a otro de la cama sin llegar a despertarse: su conciencia era mullida como un almohadón de plumas. Cuando sonó el teléfono, soñaba con una ambulancia de juguete y sólo al tercer pitido se levantó y descolgó el auricular, pero no escuchó a nadie al otro lado de la línea. Por fin surgió la voz de Diátlov, tartamuda, justificando sus errores. ¿Cómo explicar que había abierto las puertas del infierno?

            Biujánov se abotonó la camisa. Pensó: no puede ser tan grave. Y: tiene que haber un modo de arreglarlo. Al salir de casa perdió todo optimismo. Las columnas de humo, altas como rascacielos, amenazaban con caerle encima y el viento le arañaba los pulmones. Recorrió los tres kilómetros desde Prípiat hasta la planta pensando que habitaba una pesadilla; sólo el calor, ese calor que a la postre habría de matarlo, le impedía extraviarse del camino.

Diátlov lo esperaba en el puesto de mando con el rostro cubierto de hollín y de vergüenza. Olexandr Akímov y Borís Stoliarchuk, sus asistentes, le arrebataron la palabra: la catástrofe era irreversible.

Confirmados los estragos, Briujánov se precipitó hacia el teléfono y marcó el número del Ministerio, después llamó al comité regional y al comité central del partido. Balbució una y otra vez las mismas frases, los mismos saludos de rigor, las mismas disculpas, las mismas súplicas: «necesitamos ayuda, ha ocurrido algo terrible en Chernóbil».

Mientras el combustible nuclear se consumía, los burócratas del Ministerio se limitaban a repetirse la noticia unos a otros. Biujánov se dirigió a sus subalternos y, sin creer en sus palabras, les exigió calma, fortaleza y fe en el destino socialista. Alguien en Moscú sabría cómo frenar el desperfecto. (En el otro extremo de la planta, en la sala de turbinas, media docena de empleados luchaba contra el fuego. Protegidos con mallas y cascos inservibles, defendían los depósitos de gasolina para mantenerlos a salvo de las llamas. Los dedos se les caían a pedazos). Briujánov se mordía los labios: su ciudad se hundía. Por alguna razón se acordó de una tonada de su infancia y se puso a tararearla. Indeciso, aguardó varias horas antes de autorizar el desalojo; cuando los relojes marcaron las tres de la tarde y la radiación ya se había infiltrado en las células de sus subalternos, al fin dio la instrucción de abandonar el edificio. A su lado sólo resistieron Diátlov, Akímov y Stoliarchuk, resignados a que sus madres recogiesen sus medallas de héroes de la URSS.

Desde Prípiat la planta parecía envuelta en un festejo. Un haz azul surgía de su centro como un mástil. Sólo hacían falta las banderas encarnadas, los saludos militares, las hoces y martillos.

Muy lejos de allí, en una apacible estación meteorológica en Suecia, un grupo de científicos confirmaba las lecturas de los medidores. No había duda, la radiación que invadía los bosques escandinavos no procedía de sus reactores. Una desgracia debía haberse consumado tras el telón de acero.

 

Aquel día Paisi Kaisárov supo que conocería la guerra. Se escapó de las sábanas sin hacer ruido para no perturbar a su mujer: pronto sería el padre de una niña. Hasta entonces el trabajo le había parecido lento y aburrido; sus compañeros se alegraban cada vez que extinguían una fogata. Pero ahora el enemigo los tomaba por sorpresa. ¿Qué podía esperarse si la propia central de bomberos de Prípiat había sido arrasada por el fuego?

Al cabo de unas horas los once miembros de su escuadra se batían cuerpo a cuerpo con las llamaradas en las inmediaciones de la planta. Para entonces el reactor número cuatro era un espejismo y en su lugar sólo quedaba un escorzo de cielo encapotado. ¡Tendrían que pelear hasta la muerte para defender el reactor número tres! Condenados de antemano a la derrota, Kaisárov y los suyos dispararon sus cañones contra la bestia, pero ni toda el agua de los mares hubiese podido apaciguarla. Cada vez que las flamas se apagaban, una astilla de grafito bastaba para reanimar su furia. Los bomberos bebían el humo y sus venas se hinchaban como serpientes. Todos se desplomaron en el campo de batalla.

Los refuerzos de las repúblicas vecinas tardaron en concentrarse en las zonas aledañas, incapaces de comunicarse entre sí como si una maldición hubiese embrujado sus aparatos de radio. Dos regimientos de zapadores ucranianos se asentaron en los alrededores de Prípiat. ¡Quién iba a imaginarlos peleando contra el viento cuando habían sido entrenados para combatir en las trincheras! Sus comandantes fijaban los planes de ataque, evaluaban los mapas y calculaban las pérdidas. Las refriegas se sucedieron a lo largo de la tarde (las escuadras vencidas por manos invisibles) hasta que el incendio al fin pareció quedar bajo control.

 

Matvréi Plátov, oficial del Séptimo Ejército del Aire, sobrevolaba los alrededores de la planta sin saber quién era el enemigo; pese a su insistencia, el comandante se había rehusado a revelarle su misión. Plátov palpaba las nubes y no se hacía más preguntas, fascinado por las llanuras ucranianas (ese océano amarillo), sin imaginar la plaga que se esparcía sobre ellas. Esta vez su misión no consistiría en espiar a los aviones de la otan o en amedrentar a los japoneses o a los chinos (su nave cargaba arena suficiente para construir una empalizada), sino en derrotar unos flujos impalpables. Matvréi Ivánovich dejó caer una tormenta de guijarros sobre la piel incandescente de la bestia. Cientos de pilotos deslizaron sus cazas por el aire con idéntica misión.

En su improvisado cuartel a tres kilómetros de distancia, el coronel Liubomir Mimka dibujaba una estrella cada vez que la carga de uno de los mil pilotos que participaban en la maniobra daba en el blanco. El 27 de abril a media tarde, Mimka le comunicó al responsable del gobierno el éxito total de la ofensiva. La radiación había disminuido a niveles tolerables. Pero la algarabía no duró demasiado. Un mensajero anunció la mala nueva: el monstruo ha sido acorralado, pero vive. Y herido es aún más peligroso.

El reactor número cuatro era un volcán adormecido; todos sabían que en su vientre aún se almacenaban ciento noventa toneladas de uranio-235, suficientes para generar un big bang en miniatura.

 

La radio transmitía soflamas semejantes a las que Stalin lanzaba contra Hitler: ancianos, niños y mujeres debían movilizarse en defensa de la patria. Mientras, la fuerza aérea proseguía los bombardeos, añadiendo bórax y plomo en sus descargas. Tras barrer sus objetivos, los pilotos volvían a sus bases para ser desinfectados. A diferencia de los aldeanos, al menos ellos disponían de una tintura de yodo que atenuaba los efectos de la radiación.

Prípiat se convirtió en un hospital de campaña. Los cadáveres se apilaban en bolsas de plástico (relucientes mortajas comunistas) y los heridos aguardaban en silencio, privados de noticias, la llegada de los helicópteros que habrían de conducirlos a Leningrado y a Moscú. La mayoría tenía el estómago corroído, el pecho en carne viva y llagas en las manos. Ninguno sobreviviría más de unas semanas. En Poláskaye, a ciento cincuenta kilómetros de allí, a las madres y a las viudas ni siquiera se les permitía ver los rostros de sus hijos y sus esposos; los militares encerraban los cadáveres en ataúdes de zinc y los sepultaban en secreto.

La rutina se instaló en Prípiat y su comarca. Sus habitantes se levantaban antes del alba, se enfundaban en trajes de asbesto y, después de desayunar pan y leche (el único alimento que soportaban sus estómagos), cumplían su jornada de trabajo. Sus familias, expulsadas a los arrabales de Kiev y otras ciudades, se distraían llenando crucigramas o mirando por televisión funciones de ballet en blanco y negro.

 

En Moscú los hombres del partido acallaban los rumores. Ha ocurrido una fuga sin consecuencias, repetían a los medios internacionales, no hay razón para la alarma. Incluso el vigoroso secretario general cruzó los brazos cuando una periodista austriaca se atrevió a interrogarlo sobre el número de muertos.

El 9 de mayo de 1986, trece días después de la fuga, el monstruo parecía liquidado. ¡Un triunfo más del comunismo! Los hombres del partido ordenaron colmar los almacenes con botellas de vodka y vino georgiano para que pilotos, bomberos y liquidadores pudiesen adormecer un poco sus conciencias. Las copas estallaban en el aire entre hurras y vivas demenciales para ocultar la ausencia de los caídos. «¡Salud, camaradas!», brindó Borís Chénina, jefe de la Comisión del gobierno encargada de resolver la catástrofe.

De pronto nada había pasado. En las inmediaciones de Prípiat los pájaros volvían a deslizarse por el cielo y los montes presumían sus arbustos y sus árboles mientras un sol rojo apaciguaba la angustia de los ciervos. De no ser por las ruinas humeantes del reactor número cuatro (y la misteriosa ausencia de voces y de cantos), uno hubiese podido imaginar el paraíso.

El 14 de mayo al mediodía, el secretario general volvió a comparecer ante la prensa: la situación está bajo control, no hay nada que temer. Y luego, empleando el mismo lenguaje de verdugos y traidores, atribuyó los rumores de una tragedia a las oscuras fuerzas del capitalismo. Pero la victoria era una ilusión; aunque la bestia había sido encadenada, su veneno se esparcía por la tierra. El viento y la lluvia transportaban sus humores rumbo a Europa y el Pacífico, sus heces se sedimentaban en los lagos y su semen se filtraba por los mantos freáticos. El monstruo no tenía prisa, tramaba su venganza con paciencia: cada recién nacido sin piernas o sin páncreas, cada oveja estéril y cada vaca moribunda, cada pulmón oxidado, cada tumor maligno y cada cerebro carcomido celebrarían su revancha. Su maldición se prolongaría por los siglos de los siglos. Al final, la explosión dejaría trescientas mil hectáreas de terreno putrefacto, setenta pueblos vaciados por la fuerza, ciento veinte mil personas expulsadas de sus casas y un número incalculable de hombres, mujeres y niños contaminados.

 

Mijaíl Mijáilovich Speranski acababa de incorporarse a la armada. Impedido para las matemáticas y la ortografía, propenso a hostigar a sus hermanos, celebró su reclutamiento: tenía diecisiete años y sólo le importaban el dinero y las mujeres (quienes lo consideraban bello y malvado como un ángel). Cuando un sargento le propuso sumarse a las labores especiales que se llevaban a cabo en Ucrania y Bielorrusia con la promesa de muchos rublos semanales, abandonó a la joven de anchos pómulos con quien compartía la cama y partió en busca de aventura.

Movilizado en oscuros trenes militares, al cabo de tres días alcanzó su objetivo, un improvisado campamento en la planicie ucraniana. Centenares de voluntarios soñaban ya con largas horas de combate. Un sargento alto y escuálido le daba las indicaciones a su escuadra. A las cinco de la madrugada un camión del Ejército los condujo a él y a cuatro de sus compañeros a un paraje a siete kilómetros de Prípiat. La luna refulgía entre los árboles. Sus órdenes eran contundentes: debían matar a todos los animales de la zona y desbrozar la tierra (sí, toda la tierra) para librarla de la peste. Más que militares serían matarifes. No sin razón los campesinos de la zona los habían apodado liquidadores.

A Speranski casi le escurrieron las lágrimas al abatir a su primer ciervo, una hembra de pocos meses de nacida, pero al cabo de unas semanas, cuando su rifle ya había sido vaciado sin descanso, apenas se fijaba en sus víctimas. Los cadáveres de ovejas, vacas, gatos, cabras, gallinas, patos y liebres tapizaban la ensenada antes de ser rociados con gasolina e inmolados como herejes. Los liquidadores debían arrasar todo lo que el monstruo no había devorado. En un radio de diez kilómetros las ciudades y pueblos fueron demolidos, los troncos talados, la fauna diezmada, la hierba removida. La única forma de asegurar la supervivencia de la raza humana era convirtiendo las llanuras en desiertos. Mijaíl Mijáilovich acometió su tarea con la misma inercia empleada por los verdugos que ajusticiaron a sus abuelos en los campos del Kolymá. Después de contribuir con tanta fe a la masacre, a Speranski la vida dejó de parecerle atractiva. Tras la disolución de la Unión Soviética sería ejecutado por un robo a mano armada.

 

Piotr Ivánovich Kagánov, oriundo de una aldea de Bielorrusia, recibió el encargo de remover los escombros abandonados en el techo del reactor número tres. Enfundado en su rudimentario traje de astronauta fue alzado por un helicóptero de combate y abandonado en aquella ciénaga tapizada con bolas de grafito incandescente (cada una debía de pesar diez o doce kilos). Su tarea consistiría en arrancar el mayor número posible, pues al cabo de unos segundos las botas reventaban y la piel se resquebrajaba como arcilla. El ejército había intentado ejecutar la maniobra con la ayuda de pequeños autómatas japoneses pero sus circuitos se habían fundido de inmediato.

Piotr Ivánovich se armó de valor y se dejó caer sobre el techo como un niño que se desliza por un tobogán. Pese a sus precauciones (había colocado láminas de plomo en sus calcetines), las plantas de los pies le ardían como si caminase sobre brazas. Su aliento se apagaba y, atrapado en el interior del casco, apenas distinguía el contorno de sus manos. Consumió su tiempo antes de mover una sola bola de grafito. El helicóptero accionó el cable que lo ataba y Kagánov subió al cielo, derrotado y medio muerto. Por fortuna cientos de conscriptos hacían fila para reemplazarlo.

 

Después de semanas de quebrarse la cabeza, los sabios moscovitas al fin imaginaron como frenar el desastre. Un equipo de ingenieros dibujó los planos a lo largo de cuatro noches con sus días antes de someter el proyecto a las instancias superiores. Arquitectos, físicos, geógrafos y otros peritos bendijeron la estrategia: la única forma de vencer a la bestia sería sepultándola. Diseñado a toda prisa, el edificio se parecería a una caja de zapatos. Las dificultades para levantarlo no eran desdeñables, pues tendría que ser armado a la distancia (la radiación hacía imposible aproximarse), con la ayuda de andamios, grúas y otros artefactos. Tres fábricas se dedicaron a modelar enormes planchas de cemento de ochenta metros de alto y treinta centímetros de ancho. Buldózeres, grúas y tractores arribaron a Prípiat provenientes de todos los rincones de la patria, al tiempo que más de veintidós mil liquidadores se hacían cargo de las maniobras de ensamblaje. Así dio inicio una nueva etapa de la guerra: para cumplir las promesas del secretario general y del partido, la fortaleza debía quedar concluida en sólo unas semanas.

 

Valeri Lágasov había entregado su vida a los átomos. De niño se había enamorado de aquellos universos diminutos y durante años no hizo otra cosa sino dibujar modelos a escala. Convertido en miembro del Instituto Kurchátov, había alabado sin tregua las virtudes de la energía atómica y convenció a sus jefes de construir más y más plantas nucleares. En vez de utilizarla para el mal, como los aliados en Hiroshima y Nagasaki, repetía, la URSS tenía la obligación de iluminar cientos de ciudades. Gracias a su tesón, decenas de reactores aparecieron en los mapas.

Al enterarse de lo ocurrido en Chernóbil, Lágasov concedió una entrevista a Pravda: aceptó la seriedad de los daños pero se mostró convencido de que la industria soviética saldría engrandecida de la catástrofe. Justo un año después de la explosión, el 27 de abril de 1987, el científico redactó un documento titulado «Mi deber es hablar», donde contradecía estas declaraciones. Se había equivocado: la industria nuclear no sólo era un peligro para la URSS, sino para el planeta en su conjunto. Luego de firmarlo, Lágasov se voló la tapa de los sesos.

 

La comisión gubernamental ordenó una rápida investigación de los hechos. Tras acumular cientos de pruebas, un grupo especial del KGB arrestó a Víktor Briujánov, director de la central; Nicolái Fomín, director adjunto e ingeniero en jefe; Anatoli Diátlov, ingeniero en jefe adjunto; Borís Rogoikín, responsable de la guardia nocturna; Olexandre Kovalenko, responsable del segundo y el tercer reactor; y Yuri Lauchkín, inspector de Gosatomnadzor, la empresa responsable de la explotación de las plantas ucranianas. Los seis fueron procesados en secreto, acusados de no recabar la autorización de Moscú para realizar las pruebas que desencadenaron el desastre, de no tomar las medidas necesarias para frenarlo y de demorarse en prevenir a los cuerpos de rescate. Los antiguos directivos ofrecieron su testimonio, pero los jueces ni siquiera necesitaron escucharlos. Briujánov, Fomín y Diátlov fueron condenados a diez años de cárcel, Rogoikín a cinco, Kovalenko a tres y Lauchkín a dos. Para los hombres del partido ellos eran los únicos culpables.

 

A la teniente Mavra Kuzmínishna, experta en demoliciones, le parecía que los escombros del reactor número cuatro, circundados por las grúas, tenían la forma de una tarántula. Sus altísimas patas se plegaban sobre su boca, proporcionándole bórax como único alimento. Escaladora aficionada y miembro del equipo de halterofilia del Octavo Ejército de Tierra, había llegado a Prípiat para supervisar la labor de los obreros. Cerca de la planta se erigía poco a poco la gigantesca muralla: más de cien mil metros cúbicos de cemento. El proyecto avanzaba conforme a lo planeado. Pronto nadie se acordaría de los muertos, la explosión sería olvidada y familias provenientes de Siberia o el Cáucaso repoblarían los alrededores de Prípiat. Mavra Kuzmínishna pensó que, si el mundo fuese otro, a ella también le gustaría mudarse a la comarca. Los bloques prefabricados se acumulaban como piezas de mecano; las grúas los elevaban por los aires (péndulos de sesenta toneladas) y los depositaban sobre los restos del reactor número cuatro. La teniente Kuzmínishna pensó en un templo antiguo. Las fotografías tomadas por los satélites mostraban una imagen muy distinta: un sarcófago de ochenta metros de alto. 

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26 de abril de 2016
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La voz de Orson Wells y el silencio de Don Quijote

-En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba al rocín como tomaba a la posadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de "Quijada" o "Quesada", que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba "Quijana". Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad...

Si bien resulta poco original iniciar un relato con estas fatídicas líneas, advierto en mi descargo que en esta ocasión no hay que fijarse demasiado en las palabras, invocadas hasta la saciedad por Cervantes, Borges, Pierre Menard y una larga cohorte de glosadores, sino en la voz que ahora las pronuncia: esa voz pastosa y adhesiva, enérgica como un vino añejo, categórica y rotunda; esa voz que, de tener color, se acercaría al violáceo del crepúsculo; esa voz palpitante y bulliciosa que recuerda a un niño envejecido o a un viejo incapaz de madurar; esa voz honda e insolente, delicada con los matices y los medios tonos, implacable con la sintaxis, vibrante como un órgano o un coral de Bach; esa voz antigua, eterna, prehistórica. Esa voz, en fin, que no lee por encima ni recuerda de memoria, que no balbucea ni se diluye en un eco, esa voz que pronuncia cada sonido, cada letra y cada sílaba como si las extrajera de la nada.

Convengamos en la imposibilidad de apreciar la voz de Cervantes: la ausencia de magnetófonos en el Siglo de Oro nos priva de su acento de esclavo, fallido dramaturgo o recaudador de impuestos, y acaso sea mejor así: a fin de cuentas poseemos esta otra voz, entronizada entonces como la única posible. Los invito a escuchar atentamente: perciban sus modulaciones, gocen de su ritmo y su fraseo, maravíllense con su armadura polifónica y su equipaje armónico, asómbrense con las disonancias en sordina, disfruten la riqueza de sus articulaciones y la pasmosa variedad de sus silencios. Bastan unos instantes para constatar que se trata de la voz ideal para este libro, de la voz creada para narrar las andanzas del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

Ustedes tienen razón: nada hay de novedoso en iniciar otra aventura llena de falsos caballeros andantes y doncellas simuladas, ideales truncados, engaños, monstruos y esperpentos con las mismas frases de Cervantes pero, por increíble que parezca, esta historia también comienza así, con la impertinente voz de Orson Welles:

-En un lugar de la Mancha...

 

2. Encomio de la gordura

 

¿Era Cervantes delgado u obeso? Los retratos existentes no permiten deducirlo con certeza: la idea de dibujar a un prisionero manco limitaba demasiado la imaginación de los artistas. Aceptemos entonces que, debido al insidioso poder de los libros, tendemos a confundir a la criatura con su creador y a forjar así un don Miguel tan recio y enjuto como el Caballero de la Triste Figura. Pero, ¿y si en realidad Cervantes escondía bajo su jubón una barriga pantagruélica o, seamos precisos, sanchopancesca? ¿Y si el autor del Quijote nunca se identificó con el volumen corporal de su protagonista y sí con el de su caprichoso escudero? ¿De verdad resulta tan absurdo -u ofensivo- adosarle a Cervantes un vientre monumental, un culo adiposo o una espléndida papada, el perfil opuesto al de su idílico héroe?

Como un añejo prejuicio nos lleva a pensar que todos los creadores son melancólicos, solemos a revestirlos con la flacura, la levedad y el tedio propios de este soso temperamento. ¿Un Cervantes gordinflón? ¡Horror! ¡Suena tan blasfemo como un Cristo rechoncho y mofletudo! En nuestras estrechas mentes, perspicaz y rollizo conforman un perverso oximoron. No deberíamos olvidar, sin embargo, que la historia de la literatura está plagada de gordos; no de simples orondos o robustos, sino de gordos de veras mastodónticos: nada impide aventurar que un troglodita haya sido el autor del más esmirriado de los caballeros.

 

3

 

Tal vez la relación entre el peso y el talento sea una de las causas de la fascinación que siempre padeció Orson Welles, el más gordo de los directores de cine -y acaso también el de mayor genio-, hacia el enteco y demacrado don Quijote. En una empresa que se ha calificado con excesiva obviedad de quijotesca, durante casi tres décadas Welles se empeñó en filmar una adaptación de la obra de Cervantes. Invirtiendo sus propios recursos -siempre escasos a causa de sus eternos combates con los productores-, acompañado por un reducido número de ayudantes -seis personas en el mejor de los casos, incluyendo a Pola Negri, su tercera esposa- y un excéntrico trío de actores, el director nacido en Kenosha, Wisconsin, en 1915 no se cansó de filmar cientos de rollos de película muda, viajando de un país a otro, obsesionado con culminar su absurda y redundante gesta.

El rodaje se inició en México, en el verano de 1957, y veinticinco años después, en 1982, en una de tantas entrevistas, Welles aún se daba el lujo de declarar:

 

ow: Es muy interesante que Cervantes haya planeado escribir un cuento. Por casualidad, yo tenía la idea de escribir y hacer un corto. Pero la figura de don Quijote te atrapa, igual que la de Sancho Panza, y cargas con ellos para siempre. No tienen final. Pero se han convertido en fantasmas, comienzan a desvanecerse, como una vieja película, como fragmentos de una vieja película. Eso es lo que debo hacer. Hemos estado hablando de películas de ensayo, pero no le he dicho que me gustaría hacer otras tomas para ésta, ahora con el tema de España. España y las virtudes españolas, y sus vicios, pero especialmente sus virtudes. Porque Cervantes escribió una figura cómica. Un hombre que se vuelve loco leyendo viejas novelas. Y que terminó escribiendo la historia de un caballero de verdad. Cuando terminas con el Quijote sabes que se trata del caballero más perfecto que alguna vez haya peleado con un dragón. Y se ha necesitado el turismo, usted sabe, y las modernas comunicaciones, e incluso quizás la democracia, para destruirlo, y si no para destruirlo al menos para diluir esta extraordinaria característica española. Este será el tema de mi ensayo sobre don Quijote y España cuando lo termine. Y lo voy a lograr porque no costará mucho dinero y será un gran placer hacerlo. ¿Sabe cuál será el título? ¿Cuándo es que usted va a terminar Don Quijote? Así se llamará.

            lm: ¿Porque usted ha escuchado esta frase muchas veces?

            ow: Sí, muchas veces. Sí. Y ya que se trata de mi pequeña película que pago con mi dinero, no entiendo por qué no molestan a otros autores y les dicen: "¿Cuándo va a terminar Nellie, la novela que comenzó hace diez años?" Usted sabe, es mi trabajo.

            lm: Suena así desde que lo empezó, hace alrededor de veinticinco años, ¿no es verdad?

            ow: ¡Oh, Dios! Sí,

            lm: Pero sus dos actores han muerto ya, ¿no es cierto?

            ow: Sí, los dos han muerto. Pero no los necesito. Los necesito porque los amo, pero no nos necesito para la película.

           

           Welles murió en su mansión de Hollywood el 10 de octubre de 1985, tres años después de pronunciar estas palabras, debido a una crisis cardiaca inevitablemente asociada con su obesidad, sin haber concluido su anhelada película. En su testamento ordenó que sus cenizas fuesen esparcidas en una finca a varios kilómetros de Sevilla, donde pasó algunos de los mejores momentos de su juventud. No es necesario sugerir que el viento pudo esparcir el polvo hasta la Mancha -la falta de sutileza le hubiese ofendido-, ni resaltar que ya nadie se acuerda del nombre del lugar.

 

4

 

En la memoria de incontables admiradores permanecen nítidas las imágenes de Citizen Kane (1941) que muestran a un Orson Welles joven, dueño de una belleza intensa y viril. Entonces su rostro poseía una mandíbula severa, unos pómulos enérgicos y una frente amplia y poderosa, y su cuerpo, robusto y fuerte, parecía el complemento perfecto del carácter bilioso y atrabiliario de William Randolph Hearst. Muchos años después, Welles confesó que cuando filmó esas escenas no le quedó otro remedio que embutirse una apretada faja. En contra de lo que creían sus admiradores, a sus veintiséis años lo habían maquillado para que pudiese representar su verdadera edad. Desde la adolescencia, Welles estaba predestinado a esa forma de la grandeza que es la gordura.

 

5

 

Siete años después del fallecimiento de Welles, uno de sus antiguos asistentes, el malogrado cineasta español Jesús -o Jess- Franco, presentó durante la Exposición Universal de Sevilla una espuria versión de Don Quijote realizada a partir del ingente material dejado por el maestro. La tarea de reconstruir la película estaba condenada al fracaso: Welles se había cuidado de no marcar ninguno de los rushes, de modo que nadie excepto él pudiese reconocer el orden de las escenas. El mensaje era claro: si él no terminaba su Quijote, nadie debía hacerlo. Por si este argumento no bastara, cuando alguien le preguntó a Welles si aún poseía el guión, acaso imaginando la posibilidad de realizar un montaje sin su consentimiento, éste señaló la novela de Cervantes.

Paradójicamente titulado Don Quijote de Orson Welles, el filme de Franco es todo menos eso: una torpe acumulación de secuencias que en el mejor de los casos refrenda el talento de su mentor, pero traiciona una y otra vez el proyecto detallado por Welles en decenas de artículos, charlas y entrevistas. Con absoluto descaro, Franco y sus compinches inventaron un don Quijote espurio, distinto o contrario al imaginado por el director estadounidense, convirtiéndose así, sin darse cuenta, en los torpes epígonos del odioso rival de Cervantes, el infame Alonso Fernández de Avellaneda.

 

6. El silencio y la voz

 

Sólo si uno ignora por completo la vida y la obra de Welles -y su estilo- puede atreverse a repetir la necia pregunta que le formularon cientos de reporteros hasta el día de su muerte:

-Perdone, señor Welles, ¿por qué nunca terminó Don Quijote?

Como ocurre con la Inconclusa de Schubert, la cuestiones esenciales son otras: ¿por qué Welles rodó su Don Quijote durante tantos años? ¿Por qué continuó hablando de este proyecto como si estuviese a punto de acabarlo? ¿Por qué pensó en él en primera instancia? ¿Y por qué, según sus propias palabras, nunca logró desprenderse de los personajes de Cervantes y tuvo que "cargar con ellos" hasta el final de sus días?

Las respuestas no deben limitarse a una tosca comparación entre Welles y don Quijote: aducir tal semejanza representa un error tan craso como identificar a Cervantes con su protagonista. Welles nada tenía de quijotesco, al menos en el sentido habitual del término: no era un idealista ni un loco, y ni siquiera era bueno; no se veía como un héroe incomprendido y desde luego nunca confundió a una sirvienta con una dama. Todo lo contrario: Welles era arrogante y expansivo, seguro de su talento, arrollador, desenfrenado e implacable. En una palabra: genial. Y las mujeres que solía perseguir distaban mucho de encarnar remilgadas Dulcineas: por el contrario, a él le fascinaban las actrices de moda -las princesas de nuestra época- que sólo más adelante, una vez sometidas al tedio y a la rutina que el director les imponía, demostraban su naturaleza de mujeres comunes.

Los motivos que llevaron a Welles a perseguir a don Quijote deben buscarse, pues, en otra parte: no en su héroe, sino en su vocación de narrador. Acaso lo más significativo de su pasión o su manía -un psicoanalista gozaría al conocer este detalle- era que Welles siempre pensó realizar un Don Quijote mudo. O, para ser más precisos, casi mudo: las aventuras del Ingenioso Hidalgo transcurrirían silenciosamente en la pantalla mientras el mismo Welles se encargaría de comentar en off cada uno de sus lances.

Arrogante y soberbio, el creador de Citizen Kane no aspiraba a convertirse en un simple personaje de la trama -ni siquiera en su protagonista-, sino en el narrador único de la historia. Por ello decepciona tanto la fraudulenta versión de Jess o Jesús Franco, devorada por las voces del irrespetuoso grupo de comediantes españoles que se atrevieron a doblarla. Welles soñaba con una película en la cual sólo se escuchara su voz. Porque la aspiración de Welles no era convertirse en don Quijote, sino en Cervantes.

 

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Volvamos al inicio de esta historia. Corre el año de 1957 y Welles acaba de concluir la filmación de Touch of Evil, en la que ha participado como director, actor y guionista. Enemistado con el productor Albert Zugsmith, quien le impide participar en el montaje, Welles decide viajar a México para iniciar la filmación de su Quijote. Permanece allí entre el 29 de junio y el 28 de agosto, y luego realiza una segunda estancia entre octubre y noviembre del mismo año. El rodaje se lleva a cabo en las afueras de la capital, en Puebla, Tepoztlán, Texcoco y Río Frío. A su regreso a Estados Unidos, Welles anticipa a sus amigos que la película está casi terminada.

Welles había elegido México como escenario de Don Quijote por razones estratégicas: cuando Misha Auer quedó descartado como posible protagonista -en el verano de 1955 había filmado con él unas escenas de prueba en España-, Welles escogió para a Francisco Reiguera, un actor español naturalizado mexicano. Nacido en Madrid en 1888, Reiguera había combatido en el bando republicano y, tras el triunfo de Franco en 1939, había tenido que huir de su patria, a la cual tenía prohibido regresar.  Exiliado en México, había participado en numerosas películas, entre las que destacaba Simón del desierto de Buñuel, e incluso más tarde habría de dirigir un par de producciones sin mucho éxito. Reincidiendo en otra de sus típicas paradojas, Welles eligió para representar al personaje por excelencia de la literatura española a un español que no podía entrar en España: un Quijote trasterrado, un Quijote doblemente triste.

Observando las deshilachadas tomas editadas por Jesús -o Jess- Franco, no hay duda que Reiguera parecía la mejor elección posible: era naturalmente "recio, seco de carnes, enjuto de rostro", como exigía Cervantes, dotado con esa mezcla de fragilidad e idealismo que maquinalmente le endilgamos a don Quijote. En vez de rondar la cincuentena, las arrugas de su cuello y sus mejillas, sus ojeras abismales y su rictus sombrío denunciaban su verdadera edad: sesenta y nueve años no muy bien llevados. Largo y desgarbado, su mirada poseía un infrecuente gesto de sorpresa, casi de inocencia, como si él mismo nunca hubiese terminado de creer que se había convertido en una criatura de Cervantes... y de Welles.

Gracias a este proyecto, Reiguera al fin tenía la oportunidad de retornar, así fuese de manera simbólica, al país que lo había expulsado. No debe sorprende que, una vez concluida su actuación, fuese uno de los más interesados en seguir los avatares del filme y, si bien ya no pudo participar en las secuencias rodadas en España a partir de 1958, centradas en el Sancho Panza de Akim Tamiroff, nunca dejó de interesarse por el proyecto. Más quijotesco que don Quijote, Reiguera no se cansó de enviarle misivas a Welles, urgiéndolo a terminar la película de una vez por todas, pero los meses transcurrían e, indiferente a los reclamos de su protagonista, el director no avanzaba en su tarea.

¿Es posible concebir una imagen más desoladora? Desde su exilio en México, a miles de kilómetros de la Mancha, don Quijote no se cansa de rogarle a su creador que le dé punto final a su aventura... y a su vida. Podemos imaginar a Reiguera en su casa de México tratando de establecer una errática conferencia telefónica con Welles, quien por entonces se encuentra en Nueva York, o en Hollywood, o en Madrid, y apenas oculta el fastidio que le provoca dar explicaciones sobre su tardanza. El actor le susurra que la única ilusión que le queda en el mundo consiste en ver el Don Quijote en las pantallas y que el director declare que su protagonista al fin ha pasado desta presente vida y muerto naturalmente. Ya lo sabemos: el caballero andante necesita olvidar su locura para descansar en paz. Pero Welles es un dios demasiado ocupado e insensible y se limita a mascullar unas torpes frases de disculpa antes de colgar.

El anciano actor murió en la ciudad de México, en 1969, doce años después de haberse transformado en don Quijote, sin que Welles hubiese respondido nunca a sus plegarias.

 

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Aquella no era la primera vez que Welles pisaba México. Además de haber participado en varias películas filmadas allí -en particular Journey into Fear (1942) y, en fechas más recientes, Touch of Evil, al lado de Charlton Heston-, de haber dedicado varios seriales radiofónicos a temas mexicanos -escribió uno sobre Moctezuma y otro sobre Juárez, por ejemplo-, y de haber impulsado a Norman Foster en un proyecto sobre la tauromaquia titulado My Friend Bonito (1941), su contacto con este país era particularmente intenso debido al febril y tortuoso romance que sostuvo con la actriz Dolores del Rio.

Según le contó a la periodista Barbara Leaming al final de su vida, Welles se había enamorado de la actriz mexicana desde que era casi un niño y todavía recordaba con emoción el sacudimiento que había sufrido a los ocho años al admirar su cuerpo desnudo en una vieja película silente. La memoria le jugaba una mala pasada: Ave del paraíso de King Vidor (1932), la película en cuestión, era sonora y, si bien Del Río encarnaba a una nadadora, distaba mucho de aparecer desnuda; además, en el momento de su estreno Welles no tenía once años, sino diecisiete. No queda duda, en cambio, de la poderosa impresión que le produjo aquella exótica belleza, cuyo verdadero nombre era Dolores Asúnsolo, nacida en Durango, México, en 1905. Para entonces, Del Río era ya una de figura mítica de Hollywood y, debido a su matrimonio con Cedric Gibbons, jefe de arte de la Metro Goldwyn Meyer, una de las mujeres más conocidas en la industria cinematográfica.

Welles conoció a Dolores en 1940, en una fiesta ofrecida por el magnate Jack Warner, y de inmediato enloqueció por ella. Según le contó a Leaming, durante varios meses se dedicó a verla a escondidas, a veces usando a Marlene Dietrich como chaperón. Fascinado por la lujosa y enmarañada ropa interior de Del Río -"toda hecha a mano, muy difícil de encontrar, y tan erótica que no hay palabras para describirla"-, Welles rentó una casa de campo a su amigo William Aland sólo para albergar sus encuentros. Aunque tenía diez años menos que la mexicana -doce según otras fuentes-, Welles se sentía extasiado: al contrario de don Quijote, quien se limitaba a fantasear con las doncellas de las novelas de caballerías, él había conquistado a una.

 

9

 

El ardor de Orson Welles por Dolores del Río se extinguió poco a poco o más bien se paralizó cuando el espejismo primigenio comenzó a derivar en una bochornosa rutina. A fines de 1942, Del Río obtuvo el divorcio de Gibbons y no pasó mucho tiempo antes de que le exigiese a Welles un compromiso serio. Después de casi un año de ardor, el joven director no tardó en darse cuenta de que la única forma de mantener incólume el deseo era cancelándolo. Aunque continuó formalmente comprometido con Del Río, Welles se las ingenió para nunca pronunciar las palabras que ella quería escuchar en sus labios.

Decidido a prolongar ese limbo, Welles se marchó a Brasil. Tal vez el viaje no hubiese resultado definitivo de no ser porque allí encontró a quien habría de convertirse en su segunda esposa. En teoría, Welles había huido al Cono Sur para escapar del matrimonio y lo primero que hacía era decidir que en realidad sí quería casarse... con una mujer que ni siquiera estaba presente. Ocurrió así. Después de comer en un restaurante de carnes, Welles se dejó llevar por la apatía previa a la siesta; tumbado en la terraza de su hotel, empezó a hojear con indolencia un número atrasado de la revista Life. Al darle la vuelta, Welles descubrió en su portada la deslumbrante silueta de una pin-up: se trataba de una joven actriz, de nombre Rita Hayworth, a la cual hacía poco había visto en Sangre y arena (1941). Sin dudarlo un segundo, Welles le anunció a uno de sus compañeros de viaje la decisión irrevocable que había tomado en ese momento:

-Ella será mi mujer.

Después de haber seducido a un mito, Welles se preparaba para una tarea aún más arriesgada: crear uno.

 

10

 

En el reino de la especulación, el romance de Welles y del Río estuvo cerca de provocar una de las películas más notables del cine mexicano. En 1940, el director Chano Urueta le había ofrecido a Dolores del Río un papel en su próxima producción: una tercera versión cinematográfica de Santa, basada en la obra homónima de Federico Gamboa. La idea de representar a la mujer descarriada de provincias no sólo atrajo a Dolores, sino al propio Welles, quien leyó la novela con entusiasmo y luego se prestó a redactar una serie de modificaciones al guión de Urueta. Al igual que otros cientos de proyectos de Welles -entre ellos, claro, Don Quijote- éste también terminó por frustrarse.

Pero no del todo: en 1943, Norman Forster, colaborador y amigo de Welles y Del Río, y quien había dirigido a ambos en Journey into Fear, aceptó filmar otra versión de Santa, aunque esta vez con Esther Fernández en el papel de la prostituta. Aunque el proyecto difería mucho del preparado por Urueta, sin duda Forster utilizó el borrador redactado por Welles para Dolores del Río.

En 1991, el investigador David Ramón publicó en México una edición bilingüe de sus apuntes: once páginas que no sólo incluyen la escaleta, sino que ahondan en ciertas escenas. ¿La Santa de Orson Welles? Si persistiésemos con la idea de asimilarlo por la fuerza a don Quijote, tendríamos que sugerir que Welles se sintió atraído por el tema debido a una secreta necesidad de redimir a la protagonista: justo en la época en que Forster filmaba su Santa, Welles iniciaba su aventura con otra mujer que, sin que él lo supiese, también necesitaba ser redimida: la desequilibrada actriz de origen español Rita Cansino, mejor conocida como Rita Hayworth.

 

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Otro de los proyectos nunca cumplidos de Welles, en el cual trabajó entre 1941 y 1942, tras el estreno de Citizen Kane, se titulaba precisamente Mexican Melodrama, y es uno de los que más frustración le provocaron, ya que estuvo muy cerca de ser aprobado por los productores. Basado en una novela de Arthur Calder-Marshall, The Way to Santiago, estuvo a punto de convertirse en la segunda película de Welles. Según cuenta su biógrafo David Thomson, la película iba a comenzar con un primer plano del propio Welles diciéndole directamente a la cámara:

-No sé quien soy.

La película contaría la historia de un hombre amnésico que pronto se da cuenta de su parecido físico con Linsay Kellar, un inglés que ha viajado a México con la intención de hacer programas radiofónicos dirigidos a Estados Unidos con propaganda a favor de los nazis. Welles terminaría desenmascarando al verdadero Kellar y apoderándose de la estación de radio para transmitir una inflamada arenga a favor de los aliados. Al final, los productores consideraron que, en el marco de la guerra, no sería apropiado dañar las relaciones con México y desestimaron el proyecto. No deja de resultar significativo, sin embargo, que se trate de uno de sus mejores guiones ni que, por otra parte, en él Welles haya estado dispuesto a encarnar a una especie de loco -un "alma perdida", la llama Thompson- que lucha contra el mal sin conocer sus verdaderas razones. Un don Quijote.

 

12. Don Falstaff de la Mancha

 

A la hora de escoger sus papeles como actor, Orson Welles nunca pensó interpretar, por razones de volumen evidentes, a don Quijote. Su elección recayó, de manera más obvia, en otro de los grandes personajes tragicómicos de la literatura: el Falstaff de Shakespeare. Chimes at Midnight (1965) es, según la siempre voluble opinión de los críticos, una obra maestra. El obeso compañero de juergas de Enrique IV convenía muy naturalmente al maduro Welles, no sólo por su físico, sino por esa extravagante mezcla de ternura, picardía y patetismo que desprende el personaje. Observándolo en la pantalla, uno descubre que su Sir John Falstaff es una especie de don Juan envejecido, apenas cómico: en sus arrugas se nota la amarga sensación de haber perdido, no sólo el atractivo físico, sino la "estrella" que lo acompañó de joven. Sutil, vital, desmesurado y triste, Falstaff se acerca mucho más al Welles real  que el recio y obsesivo don Quijote.

 

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¿Podemos imaginar el Don Quijote de Welles? Teniendo en la mente las escenas usurpadas por Jess Franco, y aderezándolas con los comentarios que el director estadounidense esparció aquí y allá a lo largo de casi treinta años, quizás sea posible atisbar algunos escorzos de la película. El ejercicio tiene mucho, ahora sí, de quijotesco: implica convertir en movimiento y en imágenes -y, lo que no es nada sencillo, en imágenes de Welles- un sinfín de simples e inmóviles palabras.

            Comencemos, pues, con los antecedentes: en 1955, Welles comienza a pensar seriamente en la posibilidad de adaptar la novela de Cervantes; no es sino otro de los incontables proyectos que rondan su mente, pero se halla tan entusiasmado que se atreve a filmar unas cuantas escenas de prueba con el actor de origen ruso Mischa Auer, a quien ya ha dirigido en Mr. Arkadin (1955).

En 1957, una vez desestimada la participación de Auer, Welles al menos posee unas intuiciones muy claras sobre la naturaleza de su proyecto:

a) En primer lugar, piensa que don Quijote y Sancho son personajes inmemoriales, eternos, que ya resultaban anacrónicos en el siglo xvi; de este modo, le parece absolutamente natural incorporarlos al mundo moderno. Su idea no es reconvertirlos en personajes actuales, sino hacerlos deambular por nuestra época, provocando el mismo pasmo y la misma extrañeza que pudieron haber provocado entre los campesinos y soldados del Siglo de Oro;

b) Como hemos señalado anteriormente, Welles imagina una película silente: ni don Quijote ni Sancho tendrán voz, sino que un solo narrador -el propio Welles- se encargará de narrar toda la historia; y, por último,

c) La película se iniciará con el viaje de una familia estadounidense a España. Después de vagabundear un rato, la hija de la pareja de turistas se topará con Welles, quien le contará las aventuras de don Quijote de la Mancha.

Cuando se traslada a México para iniciar la filmación, Welles ya ha escogido además a su trío de actores: Francisco Reiguera, como don Quijote; Akim Tamiroff, como Sancho, y Paty McCormack, quien a la sazón tiene diez años y ha participado en un par de series de televisión, como la pequeña vacacionista. Rodeado por un pequeñísimo grupo de seguidores, Welles emprende el camino.

 

14

 

Poco después de regresar de México, Orson Welles declara, enfático:

-La película será presentada como una sola unidad. El anacronismo de don Quijote en relación con su tiempo ha perdido su eficacia hoy en día, porque las diferencias entre el siglo dieciséis y el catorce ya no quedan muy claras en nuestras mentes. Lo que he hecho es trasladar este anacronismo a términos modernos. En cambio, don Quijote y Sancho Panza son eternos. En la segunda parte de Cervantes, don Quijote y Sancho Panza llegan a cierto lugar, y la gente siempre dice: "¡Mira! Allí están don Quijote y Sancho Panza. Leímos un libro sobre ellos". De este modo, Cervantes les otorga un lado divertido, como si ambos fuesen personajes de ficción más reales que la vida misma. Don Quijote y Sancho Panza están exacta y tradicionalmente basados en Cervantes, pero son nuestros contemporáneos. Dura una hora y cuarto por el momento. Será una hora y media cuando haya filmado la escena de la Bomba-H. No, no he filmado esta película más rápido que las otras, sino con un grado de libertad que uno busca en vano en las producciones normales, porque se ha hecho sin cortes, sin una trayectoria narrativa, sin contar ni siquiera con una sinopsis. Cada mañana, los actores, el equipo y yo nos encontramos frente al hotel. Entonces nos ponemos en marcha e inventamos la película en la calle. Eso es lo más emocionante, porque es verdaderamente improvisado. La historia, los pequeños sucesos, todo se improvisa. Está hecha con las cosas que encontramos en el momento, en el destello de una idea, pero sólo después de haber ensayado a Cervantes durante cuatro semanas. Porque ensayamos todas las escenas de Cervantes como si fuéramos a representarlas, para que los actores pudiesen conocer a sus personajes. Luego nos vamos a la calle e interpretamos, no a Cervantes, sino una improvisación basada en esos ensayos, de los recuerdos de los personajes. Es una película silente. Yo explicaré los comentarios. Casi no habrá post-sincronización, sólo unas cuantas palabras. Yo aparezco como Orson Welles, no interpreto a un personaje. También está Patty McCormack, una actriz extraordinaria. Ella representa a una pequeña turista estadounidense en el hotel. Es una película estilizada, mucho más de cualquier cosa que haya hecho antes. Es estilizada desde el punto de vista del encuadre, y el uso de los lentes. Todo está en 18.5. La filmación durará un periodo de dos semanas, luego otras tres. Más la preparación de los actores, que ha sido muy particular. Todavía tengo que hacer las últimas dos escenas. Tuve que detenerme sólo porque Akim Tamiroff tenía que trabajar en otra película, y yo tenía que actuar en The Fires of Summer para tener suficiente dinero para Don Quijote, siempre ha sido así. Tenemos que esperar a un momento en el que los actores estén libres al mismo tiempo.

 

15

 

-En un lugar de la Mancha...

            Sí: resulta inevitable volver a escuchar estas insidiosas palabras, pronunciadas -ya sabemos- por la tajante voz de Welles. Aunque, por otra parte, este Welles no es Welles, o lo es en la misma medida en la que el Borges de incontables relatos es el mismo Borges que los escribe. ¿Sería el estadounidense un devoto del argentino? Su idea de Don Quijote casi permitiría asegurarlo: al adaptar -o, más bien: al repetir- a Cervantes, el director se convirtió por fuerza en un doble de Pierre Menard. Al igual que éste, cada vez que deletreaba de nuevo las conocidas frases del libro les insuflaba otra vida, más vigorosa y eficaz que la anterior.

Prestemos atención a Welles. Sin duda alguna, supera a Cervantes: cuando surge de sus labios -de esos enormes labios cuya imagen protagonizaba Citizen Kane-, la machacona expresión En un lugar de la Mancha suena más real y verdadera que nunca; sus cuerdas vocales producen un auténtico Big Bang. Tenemos la impresión de que el universo nace en ese momento, imperceptible, mientras la cámara se aleja un poco y nos permite atisbar la silueta de Paty McCormack al lado del gigantón. La pequeña apenas sonríe, arrobada por la historia que éste se apresta a recitarle; para ella, Welles encarna una especie de ogro bueno, una montaña que de repente tiene la facultad de hablarle.

¿Por qué Welles ha decidido contarle las aventuras de don Quijote a esa niña? Al hacerlo, sugiere que se trata de un cuento inofensivo, y las palabras inaugurales deben ser entendidas entonces como un eco del inevitable Había una vez... Sin embargo, no evitamos percibir algo extraño -casi nos atreveríamos a decir antinatural- en esta secuencia: que un hombre gordo y barbado se apodere, así sea a través de las palabras, de una cría indefensa y solitaria, abandonada por sus padres en un país extraño, es algo que despierta inmediata reprobación. Las señales de alarma se multiplican: aunque parezca inofensivo y afable, Welles no se asemeja en absoluto a un abuelo bonachón; de hecho, la diferencia de volúmenes entre él y la menuda Paty provoca un justificado resquemor, un insondable malestar...

¿Qué pretende ese coloso? ¿De veras una niña será el público ideal de Don Quijote? ¿Estará capacitada para entender las sutilezas, las burlas, los equívocos que llenan la obra? Tal vez este extraño comienzo sugiera una connotación distinta: la diferencia de tamaño y edad entre ambos pone en evidencia, asimismo, la disparidad de sus conocimientos. Recordemos que, en una de las entrevistas trascritas anteriormente, Welles afirmaba que para él don Quijote y Sancho Panza eran personajes eternos; entonces, si él mismo se empeña en referir su historia a una impúber incapaz de comprenderla, es porque no le interesa hacer una revelación fundamental. Fue también Borges quien afirmó que el poder de evocación alcanzado por Cervantes es tan grande que, aunque no hayamos leído Don Quijote, todos estamos seguros de haberlo hecho. Acaso Welles quería revertir esta odiosa tendencia: necesitaba unos oídos vírgenes, carentes de prejuicios, para contar su historia como si fuese la primera vez. Asombrada, Paty debió oír sus palabras con la misma curiosidad que Moisés debió manifestar ante la zarza ardiente: sin saberlo, aquella niña representa a la humanidad en su conjunto. En su infinita vanidad, Welles no sólo buscaba suplantar a Cervantes, sino a Dios.

 

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Recordémoslo: era sir John Falstaff, no don Quijote. Dos escenas:

a) Aunque Welles ya ha decidido casarse con Rita Hayworth, decide viajar a la ciudad de México para limar asperezas con Dolores del Río, quien a la sazón ya ha renunciado a él. Tan galante y torpe como el orondo personaje shakesperiano, se presenta en la fiesta que Dolores le ofrece en el elegante Hotel Reforma, adonde ha sido convidado el tout Mexique, incluyendo a los embajadores de Argentina, Brasil, China, Cuba, Perú y Estados Unidos.

A la tertulia ha sido invitado otro gordo ejemplar, el pintor Diego Rivera, y un genio de similar envergadura artística, si bien no corpórea, el poeta Pablo Neruda.

            -Le doy esta fiesta a Orson para agradecerle que venga a México -exclama Dolores frente a sus comensales.

            Neruda asiente con parsimonia y el coro de insignes diplomáticos lo imita. Welles, en cambio, se pone tan nervioso que apenas se controla: uno casi dudaría de su talento como actor.

            -¡Por Dios, Dolores! -ruge, súbitamente contrariado-. ¿Sabes? Yo te traía un bellísimo collar peruano... Y ahora me doy cuenta... Sólo ahora -Welles se rasca los bolsillos con fruición exagerada-, ¡ay!, de que debí olvidarlo en el hotel de Guatemala...

            Sin mostrar la menor compasión hacia su doble de cuerpo, Diego Rivera sólo atina a croar una brutal, ruidosa, sanchopancesca carcajada.

            b) Unos meses después, cuando su relación con Rita Hayworth ya ha excedido -como prometió- la mera fantasía, Welles se arma de valor para romper definitivamente con Dolores. Displicente, ella lo convoca en su suite del Hotel Sherry Netherland de Nueva York. De nueva cuenta el creador de Citizen Kane se halla tan nervioso -o al menos eso aparenta- que acude a la cita con cinco horas de retraso. En ese lapso, Dolores ha tenido tiempo de pasar de la incomodidad al fastidio y de la cólera a la indiferencia. Nadie la ha tratado nunca así: ¡el papanatas no sabe con quién se ha metido! Su carácter dista mucho de acercarse a la ferocidad de María Félix, su eterna rival, pero no duda en darle a Welles una buena muestra de lo que es capaz una despechada hembra mexicana.

            Con la majestad de una reina -a fin de cuentas lo es- Dolores deja entrar a Orson en sus dominios. Un tanto beodo, su falaz enamorado nunca se pareció tanto al personaje de Chimes at Midnight como en ese momento: le sudan las manos, le tiemblan los muslos, el corazón se agita en el interior de su formidable tórax. Y su voz, que ha hecho estremecerse a todo un país y ha conmovido a miles de cinéfilos, se queda atorada en su garganta. Aturdido, el inmenso narrador que es Welles no sabe cómo empezar:

            -Querida -balbucea-, querida...

            Se enjuga con torpeza el sudor que le escurre por la frente y las mejillas; retorciéndose como un niño sorprendido después de cometer una travesura, la táctica de Welles no consiste en pedirle perdón a su amada, sino en causarle lástima. Avanza unos pasos, tambaleándose, y, cuando vuelve a hacer el intento de articular una frase comprensible, sus manos se topan con una de las largas cortinas anaranjadas que penden de los ventanales, otorgándole a la habitación un vaga similitud con una carpa de circo.

            -¡Querida! -exclama Orson una última vez antes de darse cuenta de que la pesada tela ya se le viene encima, arrastrándolo hasta el suelo como si fuese un bolo de boliche recién derribado.

            Tendido sobre la alfombra, Welles recuerda a una tortuga volcada boca arriba. Sin guardar la menor compasión hacia su amante, Dolores estalla en una chillona, incisiva, gozosa carcajada.

 

17. Don Quijote encuentra a don Quijote

 

La escena más célebre del Don Quijote de Orson Welles no existe. Así de simple: nunca se filmó. O tal vez sí, y se encuentre en uno de los rollos que permanecen en Italia, o en los retazos que Jess Franco no utilizó, o se perdió en los infinitos vericuetos que sufrió la cinta tras la muerte de su realizador... ¡Quién puede saberlo! Pero su inexistencia no la hace menos estimulante o menos profunda. Una cosa es cierta: a Cervantes no le hubiese incomodado.

            Perdidos en el mundo moderno, en donde ya se han topado con chicas en motocicleta -sirenas mecánicas-, televisores -conjuros infernales- y filas de automóviles -carruajes embrujados-, don Quijote y Sancho se internan en uno de tantos pueblos españoles y se introducen en una especie de santuario, una extraña cueva sin luz visitada por un alud de peregrinos. De pronto allí, frente a ellos, se produce el encantamiento: ¿qué extraña o endiablada maravilla ocurre allí adentro? Luego de traspasar un apretado patio de butacas, semejante al de un teatro cualquiera, don Quijote y Sancho se encuentran con Sancho y don Quijote.

            Como si Merlín el hechicero les hubiese arrebatado sus cuerpos, se descubren a sí mismos en la pantalla que hay en la pared del fondo. ¡Cómo es posible! Con esta imagen, Welles ha llevado hasta sus últimas consecuencias la mise en abîme inventada por Cervantes en la segunda parte de su libro. A diferencia de lo que ocurre en la novela, en este caso los habitantes de la comarca no sólo han oído hablar de sus ilustres visitantes y no sólo conocen sus aventuras de memoria -a veces trastocadas por el infame Avellaneda-, sino que pueden espiarlos en todo momento gracias a ese maldito artefacto que llaman cinematógrafo.

            Más enfurecido que al toparse con los gigantes disfrazados de molinos, el Ingenioso Hidalgo no duda en blandir su lanza para acabar con tan perverso maleficio y, antes de que su escudero o el público puedan detenerlo, el impulso de su brazo logra rasgar la blanca pantalla y, con ella, su propia figura. Aquí don Quijote no sólo intenta contradecir a don Quijote, como ocurre en el libro al tratar de burlar a Avellaneda; aquí don Quijote intenta aniquilar a don Quijote; don Quijote, el verdadero don Quijote si es que hay un don Quijote verdadero, no tolera esa engañifa, su imagen repetida sin su consentimiento, esa trampa que lo reinventa y multiplica. Incluso don Quijote quiere ser el único don Quijote y no el don Quijote que cada uno de nosotros se ha inventado, y mucho menos ese don Quijote espurio que lo imita y lo remeda, y que en el fondo tanto se parece a él. El don Quijote literario no tolera la existencia de ese burdo don Quijote cinematográfico, de esa falsificación de sí mismo. Sólo que el miserable don Quijote no sabe, o acaso sólo intuye -¡aunque nosotros sí lo sepamos!-, que él tampoco es el verdadero don Quijote, que él está hecho de la misma estofa que ese otro que se empeña en destruir, que él también habita una pantalla -o un libro, o nuestras mentes-, y que su locura no es tal, sino apenas una extraviada lucidez. Don Quijote se mira y no se reconoce o, lo que es peor, quizás reconoce en su imagen proyectada a alguien todavía más real que él mismo.

Los talentos combinados de tres genios: Cervantes, Borges, Welles se unen aquí para atisbar todos los juegos metaliterarios y metacinematográficos que se llevarán a cabo a partir de entonces. Cuando Cervantes hizo que en la segunda parte de su libro don Quijote leyese a don Quijote, cuando Borges hizo a Pierre Menard el autor de Don Quijote -y, con él, a cada uno de nosotros- y cuando, para cerrar el ciclo, Welles hizo que don Quijote mirase a don Quijote en un cine de barrio se abrieron tres puertas que no han vuelto a cerrarse y que aún hoy nos provocan una sensación de -valga la paradoja- gozosa angustia. No es casual que don Quijote creyese hallar su fin al enfrentarse con el Caballero de los Espejos; tampoco que Borges odiase los espejos tanto como la cópula; tercero en turno, a Welles le correspondía mostrarnos el diabólico poder de ese gran espejo de nuestro tiempo que es el cine.

 

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Recordemos esta escena primordial: de viaje por Brasil, Orson Welles hojea distraídamente una revista y se topa con la bellísima fotografía de una pin-up; sin pensarlo ni un segundo, Welles afirma que ella se convertirá en su mujer.

¿Se dan cuenta de las consecuencias de esta anécdota? Lo extraordinario del episodio no radica en que Welles se enamore de una actriz desconocida (eso nos ocurre a todos) ni tampoco en que (a diferencia de lo que nos ocurre a todos), él vaya a terminar casándose con ella; lo de verdad notable es que simboliza a la perfección el perverso poder del cine. Porque -no debemos olvidarlo-, Welles no uno de esos fanáticos que persiguen a las estrellas de Hollywood, sino uno de los más grandes directores de la historia del cine. Si incluso él cae en las redes de la ficción, ¿qué no puede pasarnos a los demás?

            Tanto don Quijote como Welles se enamoran de dos mujeres ideales, igualmente inexistentes: el primero, de una posadera a la que confunde con una doncella; el segundo, de una imagen a la que confunde con la realidad. ¿Será que al fin comparten una locura parecida? La diferencia radica en sus decisiones posteriores: mientras don Quijote preserva su deseo de poseer a Dulcinea -manteniendo su amor incólume-, Welles comete el grave error de apoderarse de ella, transformando a la idílica actriz de la pantalla en alguien bastante peor que una humilde campesina.

           

19. Retrato de Dulcinea

 

Margarita Carmena Cansino nació en 1918; comenzó su carrera a los trece años, en la compañía de su padre, el bailarín español Eduardo Cansino. Como las leyes estadounidenses le prohibían actuar siendo menor de edad, los Dancing Casinos solían presentarse en Tijuana y otras ciudades de México. Más adelante, la joven le contaría a Welles que su padre la obligaba a dormir con él; acaso este hecho, sumado a un carácter hipersensible y desordenado, fuese el origen de los trastornos nerviosos que la joven comenzó a padecer desde la adolescencia. Según la tosca interpretación del carácter de Rita que Welles llevaría a cabo más adelante, en el interior de la muchacha convivían dos personalidades escindidas: una salvaje y sensual, y otra tímida y retraída. (Al director, en cualquier caso, en aquella época parecían gustarle las dos.)

            A los dieciocho, Rita decidió abandonar definitivamente a su padre y aceptó casarse con un vendedor de coches llamado Edward Judson, quien se dedicó a explotar su belleza tal como había hecho Cansino. En una historia que parece más propia de Justine que de Don Quijote, Judson la entregó a Harry Cohn, un productor de la Columbia, quien a su vez se dedicó a acosarla y ultrajarla durante varios años. Atrapada en aquella vida miserable, no era difícil que Rita sucumbiese sin demasiadas dificultades a los inteligentes halagos de Welles. Porque, a diferencia de lo que ocurre en el Quijote, en este caso sólo ella sabía en el fondo que no era una princesa.

 

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Actor de teatro y de cine, locutor de radio, director, productor, editor, guionista, novelista ocasional, maestro de ceremonias, político frustrado: Welles es el representante ideal de la "sociedad del espectáculo": ninguna rama de lo que ahora se conoce con el nombre de industria del entretenimiento escapó de su interés. Y, lo que es más notable, siempre que se lo propuso fue un genial innovador. Sin embargo, dentro de sus múltiples aficiones hay una que ha sido un tanto descuidada por sus biógrafos y que no obstante, debido a su misma rareza, puede ser vista como una metáfora perfecta del quehacer de Welles: la magia.

            Desde muy joven Welles se dio a la tarea de aprender todo tipo de trucos, justo esos que ahora, en esta época de efectos especiales, nos parecen burdas maniobras de cómicos de feria: juegos con cartas, sombreros con conejos, pollos amaestrados, magnetismo y mujeres cortadas por la mitad. Tanto Dolores del Río como Rita Hayworth llegaron a servirle de asistentes, aunque quizás la más llamativa de las estrellas de cine que Welles serruchó en público fue Marlene Dietrich.

            Tras la declaración de guerra de Estados Unidos a Japón en 1942, Welles montó una compañía itinerante, a la que llamó Wonder Show, para entretener a las tropas que peleaban en el frente. Durante varias semanas se reunió con Joseph Cotten -a quien le enseñó un acto de escapismo-, Agnes Moorhead y Rita para ensayar los diversos números: ¡La Princesa Nefertona cortada por el Ombligo y continúa Viva!, ¡Joseph el Grande escapa con vida! ¡El doctor Welles, sin trucos, petrifica con la mirada! Desde luego, el gran número se produciría cuando dividiese a la mitad a su hermosa asistente. Por desgracia, el manager de Rita le impidió participar en el acto y a Welles se le ocurrió invitar a la Dietrich, a quien conocía de sus épocas con Dolores. La actriz alemana aceptó gentilmente, y durante varias noches consecutivas se presentó ante diversas divisiones de soldados leyendo el pensamiento de los jóvenes voluntarios que se atrevían a ponerse en sus manos.

            Por más que quiera verse este tipo de situaciones como meras anécdotas sin importancia en la carrera de Welles, en realidad poseían revelaban su perversidad y su inteligencia: no sólo era capaz de manipular a decenas de inocentes, sino también a las grandes figuras de Hollywood. Antes que nada, Welles era un gran ilusionista. Ésta es la palabra perfecta para describirlo: en cada una de las actividades que emprendió siempre supo que él era un simple artesano y el producto que presentaba al público un mero artificio: una trampa o un engaño que sólo su habilidad hacía parecer real. Si Welles es un creador verdaderamente moderno, se debe a que nunca creyó ser un artista, sino un simple manipulador, como Kane o Hearst. Welles buscaba ser un Maese Pedro animando su retablo con las ilusiones que ponía en los ojos y las mentes de su público, convertido así, gracias a él, en una turba de Quijotes.

 

21. El fin

 

            En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme.

La frase, en esta ocasión, adquiere plenamente su significado: si el narrador no quiere acordarse es por el dolor que siente al hacerlo, porque algo terrible -inenarrable, inefable- ocurrió allí, en la Mancha.

            Como de costumbre, vemos a don Quijote y a Sancho recorriendo un adusto y polvoriento camino en la sierra. El cielo es de una claridad majestuosa. Nuestros héroes avanzan a paso cansino, agotados por el sol y por las múltiples desventuras que han sufrido a lo largo del camino. Don Quijote ha sido golpeado, manteado, burlado, escarnecido. Y, sin embargo, prosigue su marcha, invencible, paseando su triste figura una vez más. Poco a poco escalan una pequeña pendiente y al fin contemplan la interminable llanura manchega que se extiende infinita antes sus ojos.

            De pronto, todo tiembla. Se oye una terrible explosión, tan terrible que incluso puede escucharse en una película muda. Todo se sacude. La tierra tiembla, vibra, se estremece. Y entonces alzamos nuestra vista, al mismo tiempo que don Quijote y Sancho, y contemplamos el insólito espectáculo que se produce ante nuestros ojos. Un encantamiento mayor a cualquiera de los descritos en los libros de caballerías; un conjuro o una maldición peor que las de todas las brujas y hechiceros de la historia.

            Una gigantesca nube asciende hacia el cielo. Una hermosísima nube, blanca y tornasolada, en forma de hongo. Y entonces lo comprendemos todo. Quizás don Quijote y Sancho no, pero nosotros, educados por la historia, sí sabemos lo que ocurre. Se trata de una bomba H. Del Armaggedón, de la Tercera Guerra Mundial, del Día del Juicio. Don Quijote y Sancho contemplan, azorados, nuestra destrucción. La de todos nosotros, sus lectores. El fin de la de la especie humana. El mundo se desintegra ante sus ojos, y nosotros con él. Al final, hemos sido incapaces de sobrevivir a nuestro odio, nuestros temores y nuestra debilidad. Hemos fracasado.

            Don Quijote y Sancho Panza, en cambio, persisten. A diferencia de nosotros, ellos son inmortales. A pesar de nosotros, nos sobreviven. Mientras que a nosotros la realidad nos ha condenado a muerte, a ellos la fantasía los ha salvado. Deslumbrados, estremecidos y más tristes que nunca, nuestros héroes se preparan para continuar el camino. Ya no habrá quien los escuche ni quien los lea. Nadie los reconocerá por las calles. Nadie se acordará de sus nombres. Y nadie se acordará, tampoco, de ese lugar de la Mancha. De ese lugar de la Mancha que es la Tierra. No importa: a pesar de los pesares, en contra de todo, ellos proseguirán su camino. Welles lo sabía y por eso siempre quiso filmar esta escena, el mayor homenaje que nadie le ha hecho a Cervantes: ellos son lo mejor que los seres humanos pudimos crear.

 

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20 de abril de 2016
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