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Sistema de injusticia

Por 3 de junio de 2016 Sin comentarios

Jorge Volpi

Cuando alguien me pregunta por qué estudié Derecho, suelo dudar o hacer un chiste, y al final confieso un error histórico que corregí con una maestría y un doctorado en Letras. Recuerdo los cinco años que pasé en la Facultad de Derecho como un desafortunado paréntesis: si bien disfruté de dos o tres materias e igual número de grandes profesores -Guillermo Floris Margadant en Derecho Romano, Ricardo Franco Guzmán en Derecho Penal o en Rolando Tamayo en Filosofía del Derecho-, el resto me pareció una pérdida de tiempo: aulas atestadas, a veces con 200 alumnos, y la  obligación de aprender de memoria leyes y códigos que la mayor parte de las veces no se cumplen o se cumplen sólo para unos cuantos.

            Si bien desde la preparatoria había decidido convertirme en escritor -gracias al influjo de mis amigos Eloy Urroz e Ignacio Padilla-, me dejé convencer por mis padres, mis maestros y mis propios miedos de que era mejor estudiar una profesión previsiblemente lucrativa y dejar a la literatura como un placer culpable. La presión gremial tuvo mucho que ver: de los 50 alumnos del área 4, la de Ciencias Sociales en el CUM, 35 estudiamos Derecho en la UNAM pese a que nuestras vocaciones divergieran de la política a la música y del cine a la filosofía.

            Un periodo más tenebroso -y fascinante- se abrió para mí durante los tres años que trabajé en las procuradurías General de Justicia del Distrito Federal y General de la República al lado de Diego Valadés. A diferencia de lo que ocurría en la Facultad, donde en el fondo maestros y alumnos sabíamos que en México la teoría jurídica jamás se corresponde con los hechos, en estas instituciones tuve la oportunidad de atestiguar no sólo las escasas virtudes y los incontables vicios de nuestro ámbito criminal, sino un concentrado del país con todos sus contrastes. Para un escritor en ciernes constituyó una oportunidad invaluable que muy pocos de mis pares han tenido: observar la realidad de primera mano.

            Tras la renuncia de Valadés a la PGR en mayo de 1994, ese "año que vivimos en peligro", mi lejanía del Derecho se acentuó hasta que lo abandoné por completo. Las leyes y los códigos se volvieron tan nebulosos para mí como para cualquier ciudadano que no tiene que lidiar en tribunales. Veinticinco años después de presentar mi examen profesional (con una extravagante tesis sobre Michel Foucault), he vuelto a sumergirme en mi pasado. Desde hace varios meses investigo un caso criminal con la idea de escribir un libro de no ficción: esta tarea no sólo me ha llevado a examinar detenidamente las miles de páginas del expediente, sino a recorrer de nuevo los laberintos de nuestro orden jurídico.   

            Si aún no puedo hacerme un juicio definitivo sobre el caso que me ocupa, he podido constatar en cambio lo que a muchos abogados les parecerá una rutina ineludible. Al revisar no tanto nuestra legislación penal, que no difiere tanto de otras tradiciones, sino nuestros procedimientos penales, resulta imposible no darse cuenta de sus incontables defectos. Muchos piensan que el mayor problema de nuestro sistema de justicia se halla en la corrupción, pero antes tendríamos que reconocer la propia perversidad de su arquitectura.

            Más que descalificar el sistema por ineficaz, habría que resaltar su absoluta eficacia, si se entiende que fue diseñado para garantizar que los poderosos queden siempre impunes, que quienes los perturban no tengan modo de defensa y, en medio de ello, miles de inocentes terminen en la cárcel. Con su preferencia por la argumentación escrita, que sólo acentúa el papeleo burocrático -y alarga al infinito los procesos-, su entronización de las confesiones -que alienta la tortura, casi ineludible- y la falta de transparencia en sus prácticas, todo funciona para que la verdad quede sepultada bajo los intereses económicos o políticos.

            Si a ello se suma la corrupción, presente en cada fase de un proceso, desde la denuncia y la averiguación previa hasta las raras ocasiones en que se llega a una sentencia, el desastre es mayúsculo. A este marco sólo hacía falta añadirle la violencia de la guerra contra el narco para asegurarse de que el caos se tornase sobrecogedor. Tras leer las miles de páginas de mi expediente (en un español macarrónico), la necesidad de imponer los juicios orales se torna obvia: éstos quizás no eliminen todos los problemas, pero al menos limitarán las peores aristas de un sistema concebido para preservar la injusticia.

 

Twitter: @jvolpi Cuando alguien me pregunta por qué estudié Derecho, suelo dudar o hacer un chiste, y al final confieso un error histórico que corregí con una maestría y un doctorado en Letras. Recuerdo los cinco años que pasé en la Facultad de Derecho como un desafortunado paréntesis: si bien disfruté de dos o tres materias e igual número de grandes profesores -Guillermo Floris Margadant en Derecho Romano, Ricardo Franco Guzmán en Derecho Penal o en Rolando Tamayo en Filosofía del Derecho-, el resto me pareció una pérdida de tiempo: aulas atestadas, a veces con 200 alumnos, y la  obligación de aprender de memoria leyes y códigos que la mayor parte de las veces no se cumplen o se cumplen sólo para unos cuantos.

            Si bien desde la preparatoria había decidido convertirme en escritor -gracias al influjo de mis amigos Eloy Urroz e Ignacio Padilla-, me dejé convencer por mis padres, mis maestros y mis propios miedos de que era mejor estudiar una profesión previsiblemente lucrativa y dejar a la literatura como un placer culpable. La presión gremial tuvo mucho que ver: de los 50 alumnos del área 4, la de Ciencias Sociales en el CUM, 35 estudiamos Derecho en la UNAM pese a que nuestras vocaciones divergieran de la política a la música y del cine a la filosofía.

            Un periodo más tenebroso -y fascinante- se abrió para mí durante los tres años que trabajé en las procuradurías General de Justicia del Distrito Federal y General de la República al lado de Diego Valadés. A diferencia de lo que ocurría en la Facultad, donde en el fondo maestros y alumnos sabíamos que en México la teoría jurídica jamás se corresponde con los hechos, en estas instituciones tuve la oportunidad de atestiguar no sólo las escasas virtudes y los incontables vicios de nuestro ámbito criminal, sino un concentrado del país con todos sus contrastes. Para un escritor en ciernes constituyó una oportunidad invaluable que muy pocos de mis pares han tenido: observar la realidad de primera mano.

            Tras la renuncia de Valadés a la PGR en mayo de 1994, ese "año que vivimos en peligro", mi lejanía del Derecho se acentuó hasta que lo abandoné por completo. Las leyes y los códigos se volvieron tan nebulosos para mí como para cualquier ciudadano que no tiene que lidiar en tribunales. Veinticinco años después de presentar mi examen profesional (con una extravagante tesis sobre Michel Foucault), he vuelto a sumergirme en mi pasado. Desde hace varios meses investigo un caso criminal con la idea de escribir un libro de no ficción: esta tarea no sólo me ha llevado a examinar detenidamente las miles de páginas del expediente, sino a recorrer de nuevo los laberintos de nuestro orden jurídico.   

            Si aún no puedo hacerme un juicio definitivo sobre el caso que me ocupa, he podido constatar en cambio lo que a muchos abogados les parecerá una rutina ineludible. Al revisar no tanto nuestra legislación penal, que no difiere tanto de otras tradiciones, sino nuestros procedimientos penales, resulta imposible no darse cuenta de sus incontables defectos. Muchos piensan que el mayor problema de nuestro sistema de justicia se halla en la corrupción, pero antes tendríamos que reconocer la propia perversidad de su arquitectura.

            Más que descalificar el sistema por ineficaz, habría que resaltar su absoluta eficacia, si se entiende que fue diseñado para garantizar que los poderosos queden siempre impunes, que quienes los perturban no tengan modo de defensa y, en medio de ello, miles de inocentes terminen en la cárcel. Con su preferencia por la argumentación escrita, que sólo acentúa el papeleo burocrático -y alarga al infinito los procesos-, su entronización de las confesiones -que alienta la tortura, casi ineludible- y la falta de transparencia en sus prácticas, todo funciona para que la verdad quede sepultada bajo los intereses económicos o políticos.

            Si a ello se suma la corrupción, presente en cada fase de un proceso, desde la denuncia y la averiguación previa hasta las raras ocasiones en que se llega a una sentencia, el desastre es mayúsculo. A este marco sólo hacía falta añadirle la violencia de la guerra contra el narco para asegurarse de que el caos se tornase sobrecogedor. Tras leer las miles de páginas de mi expediente (en un español macarrónico), la necesidad de imponer los juicios orales se torna obvia: éstos quizás no eliminen todos los problemas, pero al menos limitarán las peores aristas de un sistema concebido para preservar la injusticia.

 

Twitter: @jvolpi 

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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