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Guerras de estrellas

Por 15 de enero de 2016 Sin comentarios

Jorge Volpi

Cuando en 1977 se estrenó la primera película de Star Wars -en realidad la número 4, "Una nueva esperanza", en la cronología de George Lucas-, yo tenía nueve años y cursaba el 4º año de primaria en el Instituto México, una escuela de hermanos maristas que, conforme a la desfasada pedagogía católica de la época, solo admitía varones. Recuerdo al titular de mi grupo, Saúl Barrales, como un profesor amable y generoso que siempre me apoyó pese a mi absoluto desinterés -o falta de talento- hacia el futbol, la única actividad que parecía importar en la escuela. Solo mucho después me enteraría de que aquel profesor había sido seminarista con los Legionarios de Cristo y de que, al lado de José Barba, fue uno de los ocho valientes que en 1997 se atrevieron a denunciar ante el Vaticano los abusos sexuales perpetrados por el padre Marcial Maciel.

            Como para muchos de mis contemporáneos que no han resistido la tentación de contar su vínculo con ella, La guerra de las galaxias representó un punto culminante en mi educación sentimental y política, así como en la conformación de mi universo imaginario y de mi interés por la ciencia ficción (y la propia ciencia), iniciado con Star Trek -en primaria y secundaria siempre me apodaron Mr. Spock- y asentado, en 1978, con Battlestar Galactica. No habían transcurrido más que ocho años desde que el Apolo XII llegó a la luna y, si bien un tanto arrinconada, la carrera espacial seguía ofreciendo el perfil más atractivo de la Guerra Fría en un momento en que la posibilidad de una "destrucción mutua asegurada" no lucía remota. El mundo se dividía, en efecto, entre dos fuerzas antagónicas semejantes a las que se batían en la saga espacial. Y, como nadie imaginaba que a ese entorno bipolar no le quedaba más que otra década, sus resonancias maniqueas resultaban inquietantes.

            Más allá de que George Lucas y sus guionistas -entre ellos Lawrence Kasdan, responsable también del capítulo 7, "El despertar de la fuerza", un clon perfecto del capítulo 4- hayan buceado en el universo de los mitos y el psicoanálisis a través de los libros de Joseph Campbell, parte del éxito perdurable de Star Wars radica en su capacidad para actualizar el pasado, con sus caballeros medievales, sus códigos de honor, sus maestros y aprendices y su fe en el amor romántico, y avizorar un futuro plagado de alienígenas y viajes espaciales, sin dejar de hacer guiños a ese presente que anunciaba un conflicto inagotable entre el comunismo y el capitalismo, el lado oscuro y el lado luminoso de la fuerza. Por si fuera poco, Star Wars incluía una poderosa historia de familia que casi recordaba a nuestras telenovelas: padres e hijos enemistados de por vida, reconocimientos y anagnórisis un punto inverosímiles, celos y traiciones, todo aderezado con unas pinceladas de humor -el típico humor baboso de los sitcoms estadounidenses- que por desgracia terminaría por apoderarse de los olvidables episodios 1 al 3 de la segunda entrega de la saga.

            No debería sorprendernos que, pasados apenas unos años del estreno de "El Imperio contraataca", Ronald Reagan se valiese de su retórica para identificar conscientemente a la Unión Soviética y sus satélites con el Imperio del Mal -como si el inmutable Leonid Brezhnev pudiese compararse con Darth Vader- y que su "arma secreta", el costosísimo e inviable escudo antimisiles que le daría una ventaja decisiva sobre sus adversarios, fuese conocido popularmente como Star Wars. Para él, como para la mayor parte de sus compatriotas, la comparación era válida: la decadente y alicaída República necesitaba de un nuevo héroe capaz de vencer la tiranía representada por el comunismo (y el Estado).

            Treinta y ocho años después muy poco queda de ese mundo. El bloque soviético es una reliquia que la Rusia de Putin no ha conseguido resucitar como enemigo simbólico a la altura de nuestras democracias, y ya nadie parece temerle a la bomba atómica si no es para limitar la capacidad nuclear de Irán. Pocos podían haber previsto en 1977, sin embargo, que otra fuerza oscura, también propia del medioevo, iba a convertirse en la nueva amenaza global: el islamismo con su anacrónico denuedo religioso, sus pactos de sangre, sus combatientes suicidas y su convicción por frenar el mal absoluto encarnado por Occidente. Y otra vez tenemos allí a una pléyade de políticos de nuestro lado haciéndoles el juego como si fueran jedis sumidos en una nueva guerra estelar.

 

Twitter: @jvolpi

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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