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Narco para principiantes

Por 16 de septiembre de 2015 Sin comentarios

Jorge Volpi

1. Tierra de paras

 

En una película cargada de escenas desasosegantes, la primera y la última secuencia condensan una vez más la inutilidad de la batalla (aunque se trate de un documental, advierto sobre el spoiler): un grupo de policías, vestidos con sus uniformes reglamentarios, se dedica a cocinar metanfetaminas en plena noche michoacana. Sus rostros permanecen cubiertos con paliacates, pero en sus gestos y miradas incluso más que en sus voces y sus palabras, se condensa el fracaso de la guerra contra el narco.

            Con una mezcla de descaro y resignación, al inicio de Cartel Land (2015) uno de los miembros del grupo le explica al director y camarógrafo Matthew Haineman que su producto está destinado a Estados Unidos; que si no ellos, otros se encargarán de producirlo y transportarlo; que esta es la vida que les ha tocado y no se arrepienten de ella. A estas alturas todos sabemos que las fuerzas de seguridad y los narcotraficantes no sólo se hayan coludidos sino que son los mismos, pero observar a este personaje menor, orgulloso de su doble carácter de guardián de la ley y criminal, elimina hasta el último resquicio de esperanza.

            A partir de esta premisa, la de que el Estado no es confiable y por tanto los ciudadanos deben ocuparse de enfrentar a los narcos, Cartel Land contrapone las vidas paralelas de dos figuras singulares: el Dr. José Manuel Mireles, uno de los más conspicuos, fascinantes y complejos líderes de las Autodefensas de Michoacán, y Tim Nailer Foley, un obseso exmilitar que ha formado una unidad armada en el sur de Arizona con el objetivo de enfrentarse a los cárteles mexicanos que, en su delirante visión del mundo, están invadiendo Estados Unidos.

            La idea de confrontar a dos hombres que, ante su común desconfianza hacia las instituciones optan por armar a sus conciudadanos para proteger a sus familias, queda muy desbalanceada. Porque si bien Nailer Foley puede parecer gracioso al encarnar la típica historia del white trash alcohólico y violento que de pronto recibe una iluminación y abraza una causa con celo religioso, no deja de ser un sujeto delirante que, acompañado por una cohorte de perdedores, disfruta de sus uniformes, sus gadgets y su disciplina militar en una guerra que sólo existe en su mente. Foley luce como un harapiento y militarizado don Quijote que, a la manera de Donald Trump, confunde a estos desfallecientes migrantes mexicanos y centroamericanos con peligrosos delincuentes a los que cree haber vencido en una batalla campal.

            Por ello, la única figura en verdad apasionante del documental termina siendo el doctor Mireles, una presencia tumultuosa que se come a la cámara cada vez que ésta le concede un primer plano. Con su piel tostada al sol, su gran bigote entrecano y su sombrero, su energía imbatible y sus discursos inflamados, aparece como un héroe -o antihéroe, según las versiones- capaz de transformar por sí mismo a una comunidad entera sólo para caer víctima de su propia hubris. Si Foley no deja de ser un payaso -peor: un payaso armado-, el Mireles de Cartel Land adquiere proporciones trágicas: atrabiliario, generoso, convencido de sus decisiones, y al mismo tiempo soberbio e irrefrenable -como cuando la cámara lo capta seduciendo, si no de plano acosando, a una joven reina de belleza-, terco e intolerante.  

            Su camino recuerda, en efecto, a un personaje de Sófocles o Shakespeare: Cartel Land muestra su ascenso como líder comunal, su vocación de servicio como médico y jefe armado, y el amor y la lealtad que le dispensan sus cercanos sólo para que, a partir del accidente o atentado que sufre en un desplazamiento aéreo, sea víctima de la traición de sus seguidores -en particular de quien fuera su segundo, esa suerte de Sancho Panza conocido con el apropiado mote de Papá Pitufo– y de las represalias del gobierno, mientras sus propios yerros lo llevan a perder de su familia y, en última instancia, a su encarcelamiento.   

            El documental concluye en el mismo escenario del inicio, exhibiendo la mayor derrota para Mireles -y en general para cualquier grupo paramilitar-: el momento en el que, tras la decisión de Papá Pitufo de convertir a las Autodefensas en Policías Comunitarias aprobadas por el gobierno, estas se ven de inmediato infiltradas por los mismos narcos que aparentan combatir. La conclusión es evidente: tal como insinúa el narco-policía enmascarado, mientras las drogas sean ilegales y sigan generando millones no desaparecerán ni el tráfico ni la violencia.

 

2. Escobar para principiantes

 

No es casual que se le haya comparado con una plaga o una epidemia: el narco todo lo invade y todo lo corroe. Como si fuera una enfermedad contagiosa, se infiltra en cada grieta de nuestra sociedad y, con su estrategia de "plata o plomo", no sólo corrompe las instituciones, sino que trastoca el sistema y lo pone a su servicio. Si hoy anteponemos el prefijo a toda suerte de palabras -narcopolíticos, narcoliteratura, narcocorridos, etc.- es porque ha conseguido definir tanto nuestra realidad como nuestra imaginación. Así, las distintas representaciones del narco se han convertido en virus particularmente infecciosos, capaces de adaptarse a los medios más diversos y de reproducirse sin fin. En el lapso de una década, se han extendido de los corridos de Sinaloa o las barriadas de Medellín hasta el mainstream de Hollywood.

            El fenómeno se inició, como era natural, en Colombia, escenario de la primera fase de la "guerra contra el narco". Ahí se definieron sus héroes y villanos, sus estereotipos y sus tramas, las cuales pronto se extenderían a México y Centroamérica hasta alcanzar al territorio responsable de esta narcoépica: Estados Unidos. Con Leopardo al sol, de Laura Restrepo, La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras, de Jorge Franco quedó definido el campo literario del narco, que luego tantos de nuestros escritores se encargarían de copiar y replicar.

En el mundo audiovisual ocurrió algo semejante: a las versiones fílmicas de Vallejo y Franco se sumó una sucesión de narcotelenovelas, en un espectro que se tiende de El cártel de los sapos al Patrón del mal, donde figura ya el protagonista por excelencia de esta narrativa, Pablo Escobar, cuyas excentricidades estaban destinadas a convertirlo en el perfecto antihéroe de una serie televisiva. Narcos, producida por Netflix, es un paso más allá en un tema que había comenzado su ruta comercial con películas emblemáticas como Traffic (Soderbergh, 2000) y llega a la "comedia romántica cum narco" Escobar: Paradise Lost (Di Stefano, 2014), pasando por los anunciados proyectos de Oliver Stone (Escobar) y Joe Carnahan (Killing Pablo, basado en el espléndido libro de Mark Bowden).  

            Igual que los anteriores, Narcos, creada por Chris Brancato (el productor de Hannibal), está pensada para el público estadounidense, si bien ha sido rodada en inglés y español e involucra creativos y actores de varios países latinoamericanos en un esfuerzo por hacerse con el cada vez más lucrativo mercado de la región. De esta decisión derivan, quizás, sus mayores problemas. En primer lugar, la intrusiva y exasperante voz en off de un insulso agente de la DEA que no cesa de explicarnos, o más bien de explicarle al gringo medio que no tiene la idea de dónde está Colombia, hasta el menor detalle de su contexto político y social, así como las exóticas costumbres de los narcos -y en general de los latinoamericanos- en un tono tan condescendiente como banal.

            En su primera mitad, Narcos parece un documental de History Channel: cualquier guionista primerizo sabe que un narrador omnisciente que no se calla jamás, y cuyo tono carece de gracia, es capaz de arruinar hasta la trama más apasionante. La Babel latina tampoco ayuda a la verosimilitud: el brasiñeño Wagner Moura encarna con convicción a Escobar, pero su español paisa no deja de sonar forzado (resultaba mucho más sólido Andrés Parra en El patrón del mal). Peor parados lucen los mexicanos que intervienen en la serie, quienes no hacen el menor esfuerzo por adoptar el acento colombiano.

            La culpa quizás sea de José Padilha, el brasileño que dirigió el piloto, pero más bien refleja el desdén de las series estadounidense hacia América Latina: baste recordar cuando los fugitivos de Prison Brake llegan a México y se topan con una llama peruana o el narco chileno, y negro, de Beaking Bad). Hay que alabar el ritmo frenético y el buen desempeño de varios de los actores colombianos, pero en el fondo Narcos no es sino un intento de aprovecharse de un tema que inquieta cada vez más a los estadounidenses. Al final, sólo aporta su punto de vista en un ejercicio que apuntala la figura de Escobar como mito contemporáneo, pero que no se detiene a revelar que la culpa de que existan monstruos como él es de ese mismo país que dicta nuestra absurda prohibición de las drogas mientras sus habitantes se entretienen cada noche con la perversidad del capo.    

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

Obras asociadas
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