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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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KONFUCIO (Balada escrita en casa de la familia Kong)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Avanzaba ligero, como alado,

y mientras caminaba decía:

¿No es agradable estudiar

mientras fluyen como aves pasajeras

los veranos?

¿No es una delicia recibir a un amigo

que llega de lejanas tierras?

 

Avanzaba ligero, como alado,

y si bien era parco en la comida

no tenía medida con el vino,

aunque nunca estaba borracho.

Si el príncipe le ofrecía un animal

lo ponía a pastar esa misma mañana.

En la cama se tendía como un cadáver

y no quería modales en su casa.

(Ya bastaba con las ceremonias públicas,

la casa estaba para descansar).

 

Solían verlo sereno, pero a veces

cambiaba de expresión si de repente

oía un trueno o el crujir

del viento.

Y era tan entusiasta y tan intenso

que se olvidaba de comer,

y tan feliz que ignoraba sus problemas

y no se enteraba del paso del tiempo.

 

Una tarde, definió la belleza

como lo que asciende, planea

y luego regresa a su nido.

Avanzaba ligero, como alado,

y parecía venir siempre de muy cerca

y parecía venir siempre de muy lejos.

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2 de junio de 2021
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Todo viaje hacia fuera es un viaje hacia adentro y todo viaje hacia adentro es un viaje hacia fuera

Es un placer releer este libro en edición bilingüe, magníficamente editado y traducido, y que contiene cinco obras de Henry Michaux, tres de ellas fundamentales, a saber: La noche se agita, Lejano interior y Plume. La escritura de Michaux supone un revulsivo contra la literatura fácil y acomodaticia de nuestros días, y es una lástima que esté tan olvidado, habría que decir tan arrasado, por la literatura de consumo y la escritura-basura. Una situación que en nuestro país está adquiriendo niveles de una vulgaridad y una zafiedad alarmantes y contra la que nadie parece dispuesto a hacer nada.

Nacido en la antes muy sombría ciudad belga de Namur en 1899, Michaux pasó buena parte de su vida viajando por el mundo y por el interior de sí mismo, consciente de que todo viaje hacia fuera es un viaje hacia adentro y todo viaje hacia adentro es un viaje hacia fuera. En los años sesenta y setenta del siglo pasado alcanzó cierta notoriedad, incluso en España, debido a sus experiencias con las drogas más que a la deslumbrante riqueza de su escritura. A Huxley y a Jünger les pasó casi lo mismo.

Michaux fue un precursor, y tanto en La noche se agita como en Plume el lector hallará procedimientos que posteriormente van a aparecer en más de una novela existencialista y en el Nouveau roman, y que suponen un enfrentamiento radical a la literatura convencional de todas las épocas.

La historia de Plume empieza de la siguiente manera: “Al sacar las manos fuera de la cama, Plume se sorprendió de no encontrar paredes”. Podría ser una definición de la literatura de Michaux: una literatura sin paredes, ni exteriores ni interiores, una literatura abierta a las estepas del mundo y las estepas del alma, exhaustiva en su denuncia del dolor personal y colectivo, afincada en los vértices más puntiagudos de la conciencia, salvaje, culta, oscuramente redentora, claramente innovadora y siempre dispuesta a denunciar las omisiones y mentiras del humanismo clásico. “Uno nunca acaba de conquistar su propia humanidad”, dijo en una ocasión en contra de los que se llenan la boca con las presuntas excelencias del hombre y omiten sus abominaciones para aligerar la conciencia y digerir mejor lo indigerible: nuestro lejano interior.

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19 de mayo de 2021
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Diario de la peste (17) La máscara

Hay quienes piensan que la mascarilla es una herramienta política más que profiláctica. A través de ella nos privarían de contactos, de conexiones, de poder, y nos estarían convirtiendo en sujetos aislados y pasivos, habitando una horrenda distopía. Pero atribuirle a la mascarilla intenciones políticas nos sume en la contradicción. El Estado odia las máscaras porque necesita caras, y compensa su falta de trasparencia con la exigencia de que los demás han de ser trasparentes. “Yo no, por definición, pero todos los demás sí”, dice el Estado. En el siglo XVIII se prohibieron los bailes de máscaras porque favorecían los delitos. Mi madre me contaba que durante los carnavales de antes de la guerra, no eran raras las puñaladas al amparo de la máscara, como ocurre en algún momento de El cuarteto de Alejandría. Franco prohibió los carnavales. Al franquismo tampoco le gustaban las máscaras, pues para enmascarados ya estaban ellos. Y es que el Estado, además de tener el monopolio de la violencia,  detenta también el monopolio del enmascaramiento y la multiplicación de máscaras le parece una maldición borgiana pues sabe, por experiencia histórica, que cuando se deja paso libre a las máscaras empieza el carnaval. Y el carnaval es una fiesta demasiado desafiante como para prolongarla durante años, y puede acarrear violencias inesperadas. El carnaval nunca es la figura en la que se proyecta el Estado. Al fisco no le gustan las máscaras, y a la policía tampoco. Sí, en el parlamento caben las máscaras, y no en vano tiene forma de teatro griego, pero en la calle ya es otra historia. Cuando el Estado deja que la calle se llene de máscaras es porque no tiene otro remedio, y algo habrá que inventar para abolirlas. Cuando las máscaras danzan la farra se torna la mayoría de las veces inevitable. Una cosa arrastra a la otra como una ola a otra ola (les pasa a los jóvenes). Además, como ocurrió en otras épocas, las máscaras podrían convertirse en las mejores aliadas de los ladrones, de los bandoleros (en las películas van siempre con un pañuelo a modo de mascarilla) y de toda clase de subversivos, empezando por los que se deleitan en romper vidrieras de tiendas de renombre. Cuando en una manifestación la policía ve mucha gente enmascarada sabe que habrá problemas. Las máscaras no interesan. Basta con detenerse en algunos momentos de la historia reciente: toda la guerra contra el burka en Francia ha ido por ahí. La República no quiere máscaras. Después el problema se puede rebozar con otras materias, pero la esencia está ahí: el Estado laico detesta a los enmascarados. En una época en la que tanto los estados como las grandes corporaciones quieren llegar a tener toda la información posible sobre los ciudadanos, la máscara supondría un retroceso en esa aceleración hacia la trasparencia: la transparencia de los ciudadanos, quiero decir, no la del sistema político y económico. No creo que a ningún estado le interese que se prolongue mucho el asunto de la máscara. Eso solo les puede interesar a los fabricantes del producto y a las farmacias. Un Estado lleno de enmascarados es una pesadilla para cualquiera y de paso también para el Estado. La trasparencia de nuestro tiempo y su rechazo a la intimidad se avienen mal con las mascarillas. Buena parte de nuestro sistema está basado en la geografía de la cara. Somos sobre todo caras, moviéndonos en un frenético remolino de realidades y ficciones digitales. La mascarilla rompe la fiesta, y casi también rompe el sistema. Somos una cultura de caras, que esas caras puedan a menudo ser también máscaras es otro problema. Y de hecho internet es un carnaval, además de ser otras cosas; pero esas caras que vemos en la red no llevan mascarilla, al menos no hasta ahora. “¿Cómo permitir lo que odias?”, se pregunta el Estado con angustia hamletiana. En Francia quieren resolver la contradicción y hablan de la mascarilla trasparente, sobre todo para los docentes. Los más sabios piensan que esto va a durar y que quizá nos hallamos ante un cambio de paradigma de hondo calado. Los cambios de paradigma son raros, pues suelen implicar el desplazamiento de grandes masas humanas. El modelo de los últimos tiempos era arrastrar masas hacia la ciudad: la mejor estructura para favorecer las epidemias. Un nuevo modelo podría modificar considerablemente ese destino. Parece evidente que nuestro futuro va a depender de cómo sepamos aligerar las densidades, también las densidades humanas, evitando las concentraciones sofocantes. Se trataría de habitar de otra manera el mundo, tras toparnos con una hiriente evidencia: lo que se podría llamar ideología de la aldea global pensó en todo menos en lo que estaba encima de la mesa: las epidemias, que hallan en las masas su tierra de promisión. Aunque las máscaras trasparentes tienen más posibilidades de convertirse en fetiches que las otras, no creo que resuelvan la paradoja, pues también parten le rostro en dos. El problema está en las masas, tan necesarias en la sociedad del espectáculo, y en las caras, igualmente necesarias en la edad de la vigilancia y el narcisismo global.

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9 de mayo de 2021
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Los ojos de Auriga

Un invierno estuve en Delfos. Nevaba copiosamente. Cuando descendí del autobús procedente de Atenas, no había visibilidad a partir de dos metros y hacía un frío tétrico. Cené junto al fuego de una chimenea.

A la mañana siguiente abrieron el museo para mí y dos italianos. Me impresionó el Auriga. Es una de las estatuas que más me ha impresionado en la vida. Pero no sirve de nada verla en fotografía, hay que verla al natural, estar junto a ella, sentir su respiración.

Da igual que le falte un brazo y de que el tiempo le haya robado el carro y los caballos que lo precedían. Es difícil saber por qué en cuanto uno permanece unos instantes junto al Auriga siente que ha entrado en una extraña intimidad con él, con su mirada tranquila y concentrada.

No es un auriga que vaya con los caballos al galope, más bien parece que van trotando por un camino elíseo, pero no se percibe en él sentimiento alguno de triunfo, tampoco de derrota. Sólo hay tranquilidad y concentración. Está mirando hacia afuera pero también hacia dentro. Y es esa fuerza dirigida hacia interior, tan característica de la mirada del Auriga, lo que más arrastra.

El auriga es un extraño amigo que no muere nunca y que me saluda desde el futuro, como si en él el túnel del tiempo se hubiese invertido y ya me estuviese mirando desde un ayer por venir, que me hace sentirme perdido en el espacio y el tiempo y a la vez muy dentro de mí.

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1 de mayo de 2021
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Caminantes y caminos

Dos movimientos fundamentales caracterizan la historia general de España: la explosión y la implosión. También podríamos llamarlos inflación y contracción. Apenas España ha sido configurada como “nación” gracias a la alianza matrimonial entre Isabel y Fernando cuando se lleva a cabo la gran explosión, verdadero big bang representado por las conquistas americanas y el acceso a un mundo nuevo y sorprendente, capaz de provocar el asombro más desmedido y la más desmedida avaricia. Como la potencia que financia del proyecto expansivo, tanto en América como en el Pacífico, es Castilla, la inflación y la contracción van a determinar su historia más que en otras comunidades españolas. Perdido el imperio, acaba la expansión y se inicia la contracción. Todas las fuerzas positivas y negativas empiezan de pronto a proyectarse en su territorio, generando un efecto de explosión hacia adentro. España se queda reducida a sus propios límites, y especialmente Castilla. La nación se ve obligada a modificar su relato pues se ha derrumbado el imaginario colectivo fundamentado en los sueños imperiales, cada vez más difusos y fantasmales. Hay que construir un nuevo relato  y los escritores que presencian el derrumbe definitivo del imperio dirigen la mirada hacia Castilla, si bien no solo hacia ella, como nos refiere Ana Rodríguez Fischer en su libro Trajinantes de caminos: Reportajes, crónicas, impresiones y recuerdos de viaje en los escritores españoles de Fin de Siglo. Tanto Azorín como Baroja, Unamuno y Machado van a incidir en Castilla, por supuesto, pero no van a olvidar las otras comunidades, y tampoco van a ignorar a Francia: espejo deformante que les ayuda a profundizar más en las limitaciones de España, pues desde la época napoleónica Francia es un estado sólido, resistente y centralizado, sin los problemas de disgregación que tiene España, que ha tenido siempre. En muchos aspectos, los autores del 98 fueron representantes genuinos de los escritores-viajeros que poblaron las postrimerías del siglo XIX: verdadera edad del oro del reportaje cultural, que también podría considerarse ya reportaje turístico, en el más elevado y menos degradado sentido de la palabra. Los viajeros que se jugaban la vida, descubrían nuevos mundos y los alteraban, a menudo para mal, son sustituidos por los viajeros cultos y reflexivos, que sacan conclusiones filosóficas y morales de sus viajes. Del viajero agitado y en continuo movimiento, pasamos al “viajero inmóvil”, como lo llama Rodríguez Fischer, refiriéndose al escritor que se sienta ante su mesa tras el viaje y comienza a describir sus peripecias, configurando una narración en torno a algunas ideas, a través de las cuales “se ordenan vitalmente ciertos elementos” que van  a definir tanto una reflexión como una estética referidas a un lugar concreto.

El libro de Rodríguez Fischer muestra el proceso dialéctico que se va llevando a cabo en estos viajeros finiseculares con el correr de los años y los acontecimientos. Todo nos indica que van pasando del viaje concebido como una evasión lírica y tópica, bastante próxima a lo pintoresco (que era lo que pedían muchos periódicos de la época) a una visión más profunda e interiorizada de sus travesías. Del viaje como “bagatela”, al viaje como experiencia interior.

Pienso en Unamuno. Cuando ubica la historia de San Manuel Bueno Mártir en un pueblo junto a un lago (el de Sanabria), está interiorizando el paisaje para convertirlo en el marco de una aventura metafísica y desgarradora. Lo que parecía meramente pintoresco se trasforma en el escenario de una tragedia íntima vinculada a la existencia o no existencia de Dios. A través del sacerdote Manuel, Unamuno reformula la nietzscheana muerte de Dios en un pueblo de la España agreste y profunda. Un planteamiento bastante insólito y al mismo tiempo todo un símbolo del derrumbe espiritual y moral: para el personaje de Unamuno, la religión se convierte en una máscara trágica.

Creo que Unamuno fue el más original a la hora de utilizar el territorio castellano para sus fines literarios. Novelas ambientadas en Salamanca que se adelantan al existencialismo francés (La tía Tula, Niebla), la muerte de Dios en Sanabria... Algo parecido viene a decir Rodríguez Fischer al final de su excelente libro: “¿Qué queda de tanto viaje?” “Quedan lecciones estéticas y éticas, queda el amor al campo libre, que nos ama sin fiebre, sin frenesí, ni violencia”. Y queda también “una honda tristeza” que no benefició a la mitología de Castilla. Pero eso es otra historia. En este momento he querido privilegiar otros aspectos de los viajeros decimonónicos, así como indicar que tras la expansión imperial, le llegó a España el momento de explorarse a sí misma. Del viaje exterior al viaje interior, con todas sus consecuencias.

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24 de abril de 2021
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Abducidos

Los obsesionados con los ovnis, esos que postulan una historia dirigida por los extraterrestres, tienden a pesar que la serpiente del Edén era ya un extraterrestre reptiliano (o al menos su metáfora), lo que convertía a Eva en la primera abducida, y el arrebato de Elías y su ascensión al cielo en un carro de fuego sería claramente el relato de una abducción alienígena (y el carro de fuego un ovni).

Si suponemos que los carros de fuego voladores son naves llegadas de otras dimensiones del universo, la Biblia estaría llena de abducciones y de objetos voladores no identificados.

La misma historia de Moisés estaría repleta de fenómenos extraterrestres. La columna de fuego que guía al pueblo de Israel durante las noches de su huida de Egipto sería naturalmente un ovni, y la nube en la que Moisés sube al monte (Éxodo, 24:18) también. Al igual que sería un artefacto extraterrestre la famosa escalera de Jacob, por la que subían y bajaban alados seres extraterrestres.

Pero acerquémonos a los profetas, donde veremos que los contactos con extraterrestres se multiplican. Acerquémonos, por ejemplo, a Isaías (66:15) y podremos leer: “Porque he aquí que Jehová vendrá con fuego, y sus carros como torbellinos descargarán su ira con furor y castigarán con llamas de fuego.” Obviamente, si leemos el texto bajo el prisma de la ufología, nos hallamos aquí ante algo parecido a La guerra de los Mundos, de de H.G. Wells, con naves extraterrestres por todas partes calcinando a los aterrorizados habitantes de la Tierra.

No menos interesante a ese respecto es el salmo 68 donde podemos leer: “Los carros de Dios se cuentan por veintenas de millares de millares...” Otra vez La guerra de los mundos, pero a lo bestia y elevada a la enésima potencia.

Aunque si de extraterrestres se trata no podemos olvidar a Ezequiel, uno de los profetas que más me fascina por su imaginación y su vehemencia, pues es él quien dice que vio venir del norte “un viento tempestuoso y una gran nube de fuego envolvente y resplandeciente que cobijaba en su centro algo que parecía de bronce.” Aquí ya nos estamos aproximando más a la mitología extraterrestre de los ovnis, y de hecho el “objeto” mentado por Ezequiel puede de algún modo asimilarse a la imagen que tenemos de los platillos volantes. Muchos ufólogos así lo creen y yo me limito a trasmitir sus asombrosos pensamientos.

También en el nuevo testamento hallaríamos pruebas de abducciones muy a tener en cuenta. La transfiguración sería una abducción, y la visión que tiene Pedro en Los hechos de los apóstoles sería en realidad la de un platillo volante. Leamos: “Le sobrevino un arrebato, y contempló el cielo abierto, y cierta clase de receptáculo que descendía como una gran sábana de lino que era bajada por sus cuatro extremos sobre la tierra; y en ella se veían toda suerte de cuadrúpedos, reptiles y aves del cielo”. Asombrosamente, aquí el ovni parece al mismo tiempo el arca de Noé, lo cual está muy bien después de todo: en mitología se pueden hacer miles de combinaciones y a menudo funcionan.

Los partidarios de ver la historia como una permanente sucesión de raptos  alienígenas encuentran también en la antigüedad griega muchos casos de abducciones. Todos los raptos llevados a cabo por dioses son claramente abducciones. Puede que no les falte razón: los dioses suelen ser extraterrestres, y toda vez que Zeus se disfrazaba de animal para copular con las mortales se estaba llevando a cabo una abducción extraterrestre, además de un reprobable acto de zoofilia. La pobre Europa fue abducida por Zeus y poseída más allá de las más remotas olas, sin que el padre de los dioses necesitase naves metálicas para desplazarse. Ya veremos que en los últimos tiempos han crecido los relatos que hablan de abducciones sin que medien las naves ni los platillos, al estilo de los griegos y del rapto de Europa.

Si miramos desde ahí la mitología griega, forzoso es reconocer que entre los griegos las abducciones estaban siempre a la vuelta de la esquina, y la Ilíada y la Odisea están por así decirlo saturadas de extraterrestres. De hecho se trataría de epopeyas extraterrestres más que propiamente humanas. Algo que ya se le ha pasado por la cabeza a más de un ufólogo.

En el Partido Republicano de Norteamérica abundan los amantes de los ovnis. ¿Y a quién le extraña? Todo indica que pérfidas mentes alienígenas llevan siglos alterando sus cerebros.

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19 de abril de 2021
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El pintor que convirtió a su padre en una avellana

-I-

Casi siempre que se habla de la relación entre locura y creación se recurre a artistas como Hölderlin, Van Gogh y Artaud, de forma un tanto tópica, olvidándose del pintor que mejor representó las nupcias entre arte y locura: Richard Dadd, que asesinó a su padre de un machetazo en la cabeza (siguiendo un destino parecido al de Edipo) y que pasó buena parte de su vida recluido en un asilo mental, donde estuvo pintando durante nueve años su cuadro titulado El golpe maestro del leñador feérico: un lienzo de reducidas dimensiones que representa unos cuantos centímetros de hierba habitados por mínimos personajes de fábula.

El leñador del cuadro está a punto de partir con su hacha una avellana. Es fácil pensar que Dadd se está representando simbólicamente, justo en el instante en que está a punto de abatir su machete sobre la cabeza de su progenitor, y de no haber matado a su padre, esa singularísima pintura de Dadd no existiría. ¿Eso quiere decir que la locura enriqueció su arte? Juraría que no. Dadd hubiese sido un pintor con locura o sin ella, y también Van Gogh.

Artaud confesaba que ya solo podía escribir en las islas de razón que aparecían entre una y otra crisis nerviosa Lo mismo me contaba Leopoldo María Panero, y es evidente que la locura deterioró trágicamente la radiante poesía de Hölderlin.

Los vínculos entre el arte y una cierta locura controlable son evidentes ya desde la Grecia antigua, pero cuando la locura llega a su última frontera, aparece el silencio anterior al lenguaje y al concepto. Solo se puede crear desde ese ámbito intermedio que Borges llamaba, paradójicamente, “la locura razonable”.

Octavio Paz habló del cuadro de Dadd en El mono gramático. Entre otras cosas, dijo lo siguiente: “Aunque no sabemos qué esconde la avellana, adivinamos que, si el hacha la parte en dos, todo cambiará.”

No nos cabe de eso la menor duda. Si el hacha cae, no desaparecerá el maleficio que tiene paralizados a los personajes, como cree Paz, simplemente emergerá, como un sol negro y cegador, el reino de la locura. Por eso el leñador del cuadro no acaba de decidirse a dar el golpe maestro en el centro de la avellana, y lleva más de cien años conteniendo el aliento y con el hacha en alto.

No es un cuadro sobre la ausencia y la espera, como cree Paz, es un cuadro sobre el paroxismo mental que precede a un acto demente, y que hallará su destino en un golpe digno de una tragedia griega.

-II-

Dadd se detiene en el instante anterior al desastre: aún no ha matado a su padre. Esa fue su verdadera locura: regresar al lugar en el que aún la verdad no es de naturaleza sangrienta pero está a punto de serlo.

-Padre, ¿vamos a dar un paseo por el parque?

-Claro que sí, hijo mío.

El padre de Dadd no sabe que su hijo lleva un machete. Poco después lo sabrá, pero ya será demasiado tarde. Sin embargo, en el cuadro aún está vivo (si bien reducido a una avellana para que la pintura no nos parezca inhumana). Pocos cuadros han mostrado, con tan cuidada caligrafía, la locura en su más profundo centro, cuando el estallido es inminente. Detenerse en ese momento y pasar nueve años en él es de una audacia y una resistencia absolutas. La audacia y la resistencia de la locura.

-III-

Al contrario de lo que sugiere Paz, no todos los personajes de ese reino extraordinario, en el que creemos percibir diferentes clases sociales, oficios y razas, están pendientes del leñador. Un personaje sí, y mucho, pero curiosamente, tiene cara de loco. Ese personaje es también Dadd, que se ha partido en dos: el ejecutor, y el que contempla desde muy cerca la ejecución. Esas dos dimensiones de la mente de Dadd se conjugaron en la creación de la escena, despojando la imagen de patetismo trágico. Todo tiene un cierto aire de comedia, como si fuese el sueño de una noche de verano.

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6 de abril de 2021
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El honor de la filosofía

Todo indica que el concepto latino honor era una galaxia semántica en la que gravitaban ideas como la honestidad, la dignidad, la gracia, la belleza, la brillantez, el respeto, el coraje ante las vicisitudes. Más que una palabra, era una condensación de sentidos que la desbordaban.

En nuestro tiempo, fervorosamente ignorante, pensamos que se trata de un término retórico, referido a asuntos personales de antes del siglo XVIII, pero no es verdad. He oído a republicanos españoles en el exilio emplear con cierta insistencia el concepto “honor”. “No pudimos hacer esto o aquello por honor”, te solían decir. No eran gente de la Edad Media. Eran españoles que habían pertenecido a la División Leclerc, que habían participado en dos guerras, y que podían abarcar una amplia variedad ideológica, cierto, pero para los que todavía la palabra “honor” significaba más o menos lo mismo que en Roma: un poco de dignidad, un poco de belleza, un poco de respeto. No hace falta más para cambiar la mecánica del mundo.

Cuando los personajes de las grandes obras del Siglo de Oro hablan del honor, no bromean. El alcalde de Zalamea nos informa sobradamente de ello, y los habitantes de Fuenteovejuna también, aunque de otra manera. Lo que en este momento entendemos por dignidad no hubiese advenido sin una larga tradición en la búsqueda y la defensa de la belleza moral, que ya prevalecía como una poderosa reverberación en la palabra “honor”.

-¿Por qué no hacen vuestras mercedes esto?

No responderán que no lo van a hacer por dignidad, o por pudor, o por humanidad, o por respeto. Dirán simplemente que no lo pueden hacer…

-…por honor.

Y al decirlo no están hablando como un monarca, o un duque, o un funcionario de la corona, o un capitán de artillería. Lo dicen como lo hubiese dicho todo el mundo, desde Sevilla a Veracruz. ¿Por qué no hace vuestra merced lo que le digo?

-Por honor.

No era necesario emplear más palabras. La que acababa de ser de pronunciada por ese caballero o esa dama pesaba casi lo mismo que toda la humanidad.  El concepto honor se cargó tanto de significado que estalló y se desintegró en algún momento de nuestra historia. Podemos atribuir el origen del término a la aristocracia, pero es evidente que la plebe también lo aceptó, desplazando un poco su significado pero no lo suficiente como para que la palabra perdiese su sentido original. Ahora ya casi lo ha perdido por completo, lo que invita a pensar que la lucha por la dignidad empezó hace mucho tiempo, y  que se trata de una búsqueda retorcida y endiabladla, que va cambiando de máscara en cada época, y en la que han ido intervenido no pocos filósofos a los largo de la historia, además de muchas personas de bien. Ya indiqué que todavía los excombatientes españoles que conocí en París la empleaban con cierta naturalidad. Asombrosamente, alguien tan valiente como ellos, pero que ha luchado en otras guerras, se ha atrevido a resucitar el concepto en su último libro.

-¿Quién?

-Víctor Gómez Pin.

-¿Para hablar de qué?

-Del honor de los filósofos. Podría haber titulado su libro La dignidad de los filósofos, pero ha preferido el término honor, que significa desde luego dignidad, además  de algunas casas más, y que en otro tiempo lo significó todo.

-Y el libro de Víctor,  ¿qué te parece?

-Excelente.  Habla de pensadores que se jugaron la vida por luchar contra las tinieblas y por  defender la dignidad del pensamiento, habla de la verdadera grandeza de la filosofía. Víctor es un filósofo con sentido del honor. Del honor de la filosofía, especialmente, por eso su pensamiento está lleno de dignidad y es pródigo en logros.

-Sí, todavía quedan filósofos honorables. Celebrémoslo con un buen vino de Toro.

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24 de marzo de 2021
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La vida demolida de Francis Scott Fitzgerald

Un texto en el que Francis Scott  Fitzgerald pretende no hacer literatura y que figura como uno de los más contundentes del siglo XX, comienza con la siguiente frase: “Es sabido que la vida es un proceso de demolición”. La primera vez que accedí a este texto me fascinó el concepto demolition referido a la vida. Indicaba un punto de vista bastante trágico y definitivo.

Otro autor podía haber dicho “la vida es un proceso de desintegración”, lo que nos conduciría al mundo de la física, o “la vida es un proceso de humillación”, como piensa Azúa, y que indicaría un punto de vista más vivencial y existencialista, de caballo indomable que no obstante es cruelmente domado siguiendo la implacable gramática de la humillación. Pero no, Fitzgerald prefirió emplear el concepto “demolición”, que nos conduce al mundo de la construcción. Demoler es la forma que tenemos de matar edificios, no personas. Ver la vida como un proceso de demolición subyuga por la carga depresiva que contiene el concepto y también por la carga mítica. Lo demolido es difícil volverlo a construir. Lo que has demolido, lo has demolido para siempre, diría Kavafis.

Lo inteligente de la frase radica en la expresión “es sabido”. Sí, es sabido que la vida es un proceso de demolición. Se trata de una forma de desarmar al lector, al formularle presuntamente una evidencia. Si el lector no ha caído en esa evidencia es tonto, y el lector no quiere pasar por tonto y acepta de inmediato una evidencia que está muy lejos de serlo, pues no todos ven la vida como un proceso de demolición. Aunque estamos ante una confesión personal, nos hallamos a la vez ante una formulación muy astuta y propia de un gran profesional de la escritura, sin olvidar que es una forma de iniciar un texto pavorosamente eficaz. A partir de ese momento ya no lo quieres dejar porque sabes que vas a adentrarte en un mundo de verdades muy contundentes, y no te engañas. Sin embargo no es menos evidente que otras personas menos poseídas por la tragedia verían  la vida como un proceso de disolución, que es un concepto más suave y más líquido, y en consecuencia menos trágico. Pero ya entonces Fitzgerald era un personaje de tragedia griega y se identificaba más con la idea de demolición. Su autorrelato, guiado por una depresión en estado muy avanzado (aunque él no lo supiera) le obligaba a ver de esa manera su propia historia y la de su generación. Los personajes del drama eran demolidos como estatuas y edificios. En el fondo un tipo de demolición clásica, por no decir grecorromana.

Juraría que un romano podía haber dicho lo mismo: “Mi vida es un proceso de demolición que ha ido trascurriendo sin que me diese cuenta”, viene a decir el Adriano de Marguerite Yourcenar. Bien es cierto que cuando Adriano empieza a ver así la existencia se halla en un período depresivo en el que siente que por primera vez su cuerpo le está traicionando, y al parecer de modo irreversible. El hombre de mármol presenciando su demolición a martillazos. Más trágico imposible.

La vida concebida como la caída de la casa Usher: las grietas están ahí, pero solo nos damos cuenta cuando ya son evidentes. Fitzgerald y Poe abrazados a la misma metáfora y formulando la misma verdad: la demolición solo se adivina cuando las grietas son demasiado grandes y demasiado visibles, y la tragedia está asegurada con su mecanismo irreversible.

Me fascina Fitzgerald porque tanto en su vida como en su obra supo resucitar la tragedia griega en todos sus elementos. Uno de esos elementos era por supuesto el concepto “demolición”. Todas las tragedias griegas se basaban en historias de la época homérica, y toda la ficción homérica se basa en un mito fundamental y que atañe al fundamento mismo del mundo sobre el que se va a apoyar toda la narrativa teatral: la demolición de Troya. La literatura occidental comienza con la historia de una demolición.

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10 de marzo de 2021
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Diario del confinamiento (16) La conciencia perdida de los seres y las cosas

 

 

 

 

 

Estábamos en la estación de Atocha cuando me dijo:

-¿Te acuerdas de Madrid?

-Pero si estamos en Madrid -le dije.

-Sí - me dijo ella-, ¿pero te acuerdas de aquel Madrid

de antes de la pandemia?

-No, no lo recuerdo –respondí-.

Todo  son imágenes borrosas, todo es  niebla.

 

El olvido es un producto

típico del aislamiento.

La experiencia me indica

que la memoria necesita anclarse en el mundo

más que en las simas

de cada uno.

Los destinos

no se explican sin el otro.

 

Tardaremos en saber quiénes somos

y quiénes hemos sido.

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1 de marzo de 2021
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El Boomeran(g)
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