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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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La vida demolida de Francis Scott Fitzgerald

Un texto en el que Francis Scott  Fitzgerald pretende no hacer literatura y que figura como uno de los más contundentes del siglo XX, comienza con la siguiente frase: “Es sabido que la vida es un proceso de demolición”. La primera vez que accedí a este texto me fascinó el concepto demolition referido a la vida. Indicaba un punto de vista bastante trágico y definitivo.

Otro autor podía haber dicho “la vida es un proceso de desintegración”, lo que nos conduciría al mundo de la física, o “la vida es un proceso de humillación”, como piensa Azúa, y que indicaría un punto de vista más vivencial y existencialista, de caballo indomable que no obstante es cruelmente domado siguiendo la implacable gramática de la humillación. Pero no, Fitzgerald prefirió emplear el concepto “demolición”, que nos conduce al mundo de la construcción. Demoler es la forma que tenemos de matar edificios, no personas. Ver la vida como un proceso de demolición subyuga por la carga depresiva que contiene el concepto y también por la carga mítica. Lo demolido es difícil volverlo a construir. Lo que has demolido, lo has demolido para siempre, diría Kavafis.

Lo inteligente de la frase radica en la expresión “es sabido”. Sí, es sabido que la vida es un proceso de demolición. Se trata de una forma de desarmar al lector, al formularle presuntamente una evidencia. Si el lector no ha caído en esa evidencia es tonto, y el lector no quiere pasar por tonto y acepta de inmediato una evidencia que está muy lejos de serlo, pues no todos ven la vida como un proceso de demolición. Aunque estamos ante una confesión personal, nos hallamos a la vez ante una formulación muy astuta y propia de un gran profesional de la escritura, sin olvidar que es una forma de iniciar un texto pavorosamente eficaz. A partir de ese momento ya no lo quieres dejar porque sabes que vas a adentrarte en un mundo de verdades muy contundentes, y no te engañas. Sin embargo no es menos evidente que otras personas menos poseídas por la tragedia verían  la vida como un proceso de disolución, que es un concepto más suave y más líquido, y en consecuencia menos trágico. Pero ya entonces Fitzgerald era un personaje de tragedia griega y se identificaba más con la idea de demolición. Su autorrelato, guiado por una depresión en estado muy avanzado (aunque él no lo supiera) le obligaba a ver de esa manera su propia historia y la de su generación. Los personajes del drama eran demolidos como estatuas y edificios. En el fondo un tipo de demolición clásica, por no decir grecorromana.

Juraría que un romano podía haber dicho lo mismo: “Mi vida es un proceso de demolición que ha ido trascurriendo sin que me diese cuenta”, viene a decir el Adriano de Marguerite Yourcenar. Bien es cierto que cuando Adriano empieza a ver así la existencia se halla en un período depresivo en el que siente que por primera vez su cuerpo le está traicionando, y al parecer de modo irreversible. El hombre de mármol presenciando su demolición a martillazos. Más trágico imposible.

La vida concebida como la caída de la casa Usher: las grietas están ahí, pero solo nos damos cuenta cuando ya son evidentes. Fitzgerald y Poe abrazados a la misma metáfora y formulando la misma verdad: la demolición solo se adivina cuando las grietas son demasiado grandes y demasiado visibles, y la tragedia está asegurada con su mecanismo irreversible.

Me fascina Fitzgerald porque tanto en su vida como en su obra supo resucitar la tragedia griega en todos sus elementos. Uno de esos elementos era por supuesto el concepto “demolición”. Todas las tragedias griegas se basaban en historias de la época homérica, y toda la ficción homérica se basa en un mito fundamental y que atañe al fundamento mismo del mundo sobre el que se va a apoyar toda la narrativa teatral: la demolición de Troya. La literatura occidental comienza con la historia de una demolición.

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10 de marzo de 2021
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Diario del confinamiento (16) La conciencia perdida de los seres y las cosas

 

 

 

 

 

Estábamos en la estación de Atocha cuando me dijo:

-¿Te acuerdas de Madrid?

-Pero si estamos en Madrid -le dije.

-Sí - me dijo ella-, ¿pero te acuerdas de aquel Madrid

de antes de la pandemia?

-No, no lo recuerdo –respondí-.

Todo  son imágenes borrosas, todo es  niebla.

 

El olvido es un producto

típico del aislamiento.

La experiencia me indica

que la memoria necesita anclarse en el mundo

más que en las simas

de cada uno.

Los destinos

no se explican sin el otro.

 

Tardaremos en saber quiénes somos

y quiénes hemos sido.

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1 de marzo de 2021
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Mitología del médico

La medicina ha sido y es tan pródiga en mitos como la literatura. En realidad todas las ciencias generan literatura y muchas verdades científicas se trasmiten en forma de mito. Pondré un ejemplo: la teoría del big bang tal como se explica normalmente (el huevo cósmico tan pequeño que no tiene dimensión, y que de pronto estalla y da origen al universo), no deja de ser un mito con todas las características de un mito, que en principio es una narración breve, semánticamente muy cargada y con elementos mágicos moldeando su estructura, y que puede ser compartida por mucha gente.

Decíamos que la medicina ha sido generosa en mitos. Hablaremos de ellos, y empezaremos por el fundamental: el médico como arquetipo, tan frecuente ya en la antigüedad: el médico como leyenda, como personaje de la narrativa oral y escrita, como mito. En la antigua Grecia la medicina tuvo bastante prestigio, en Roma no lo tuvo tanto, y en el Siglo de Oro español su prestigio andaba por los suelos, si nos acercamos a los galenos que transitan algunas novelas. A menudo, esos médicos no eran cristianos viejos, circunstancia que no les ayudaba a elevar su dignidad ante sus desconfiados pacientes, la mayoría de ellos antisemitas.

El origen de la medicina se hunde en la noche del chamanismo. Los primeros médicos fueron con toda evidencia chamanes que conocían ciertas hierbas y practicaban ciertos ritos, y uno se pregunta si alguna vez hemos conseguido desgajar la figura del médico de la del antiguo chamán. Es evidente que la palabra de un médico vale más que la de un poeta, como ya referí alguna vez. Un poeta te dice que te quedan unos días de vida y te echas a reír, pero te lo dice un médico y empiezas a temblar. La palabra del médico sigue siendo en cierto modo sagrada, como la del chamán, y solemos depositar en ella una confianza bastante ciega.

Tanto la novela occidental como la oriental han tratado con cierta insistencia la figura del médico, pero en pocas esa figura aparece tan agraciada, tan melancólica, tan honda y tan dolorosa como en Doctor Zivago de Pasternak. Queriendo o sin querer, Pasternak dibujó al médico ideal, que además es poeta. Muchos le reprocharon a Pasternak haber escrito una especie de best-seller, precisamente él, que era uno de los poetas rusos más relevantes. Pasternak siempre negó esas acusaciones, y yo también las niego. Más que el retrato de un médico, Pasternak quiso hacer el retrato de un poeta ruso de su generación, que además es médico. Tras la vida de Zivago se detectan ecos de la vida del poeta Mayakovsky y de algunos otros, todos ellos víctimas del terror de Estado.

En la misma época en la que Pasternak escribía su Doctor Zivago vivía en Berlín un médico no menos relevante, que representaba un poco el mismo caso pero en el bando opuesto: el poeta Gottfried Benn. De joven, Benn se había afiliado al partido nazi, pero cuando sus correligionarios leyeron su primer poemario titulado Morgue, lo echaron del partido por decadente y degenerado. En aquel entonces Benn trabajaba en un hospital lúgubre y periférico, en la nave de las parturientas, y en sus primeros poemas narraba algunas de aquellas experiencias sofocantes, cuando la noche se preñaba de muerte en todos los hospitales de Alemania. Los nazis repudiaron esos poemas: ellos querían un mundo más falsificado y menos complejo. Recordemos que también Baroja fue médico, al igual que Alfred Döblin (uno de mis novelistas preferidos). Pero uno cosa son los médicos reales que por alguna razón se convirtieron en leyenda y otra cosa los médicos de las novelas, cuya personalidad puede variar mucho según el género.

En las novelas sentimentales suelen ser hombres ideales y estereotipados que acaban casándose con alguna mujer más o menos angelical. En las novelas de terror suelen ser malvados, con una clarísima propensión al sadismo. En las novelas realistas ni son buenos ni son malos, simplemente cumplen su función dentro del relato. En las novelas de ciencia-ficción a veces son buenos y cuidan con mucho esmero de los tripulantes de la nave, y otras veces les da por hacer barbaridades. En las novelas fantásticas tienden a aparecer una vez más como malvados, envueltos en una atmósfera más bien crepuscular, y su retórica suele ser contundente y radical.  No es de extrañar, pues si lo vinculábamos al chamán, el médico se presta bien a entrar en la estructura del terror por el poder que le damos a su mirada y a sus palabras.

Y si la palabra del médico siempre ha sido sagrada, en este momento de pandemia reiterada lo es todavía más. Ahora mismo los médicos son los protagonistas del relato social. Algunos los consideran auténticos héroes de nuestro tiempo, otros, más discretos, prefieren no opinar. En lo que a mí respecta, siempre me he sentido bien tratado por los médicos, a la vez que indico una sospecha: es posible que la corrosión del carácter, tan característica de nuestra época, también les esté alcanzando a ellos.

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16 de febrero de 2021
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Los replicantes

Los encargados de dilucidar el futuro de la robótica aseguran que pasaremos por un estadio presidido por la extrañeza, y en el que ya no podremos distinguir a primera vista un ser humano normal de un replicante elaborado artificialmente.

Blade Runner trata en realidad de ese momento profetizado para los estudiosos de la robótica. Al pistolero del futuro encarnado por Harrison Ford  no le resulta tan fácil localizar a los replicantes. Son iguales que los demás. Miento: son en realidad más perfectos y tienen sentimientos más profundos que los nuestros y más conectados con la infinitud del universo y su deslumbrante sucesión de nebulosas y galaxias.

El mundo de los replicantes es más antiguo de lo que creemos. En el Génesis el hombre es una especie de replicante menor de Dios y sus ángeles, y en la mitología griega abundan las estatuas vivientes fabricadas por artesanos celestiales como Hefaistos.

Pero hay que advertir que se trata siempre de replicantes anteriores al estadio de la extrañeza, muy anteriores, ya que esos replicantes de la antigua Grecia dejaban clara su naturaleza metálica y artificial, como los autómatas que elaboraba Juanelo Turriano, ingeniero al servicio de Carlos V.

Lo interesante de Blade Runner es que se trata de la primera vez que la literatura y el cine se adentran en los misterios del estadio de la extrañeza y viven desde dentro el vértigo de la confusión. Tanto en la novela de Philip K. Dick en la que se basa el filme como en la obra de Ridley Scott sentimos mucha simpatía por los replicantes, que nos parecen más humanos que los humanos. Todo indica que ese sueño, o esa pesadilla, se hará algún día realidad y nos costará saber si nuestra novia es humana o un ser artificial. Ese problema identitario podría derivar en tragedia si de pronto, en lugar de dudar de tu novia o tu novio, dudases de tus padres. Una tarde, mientras te bañas en la piscina, percibes que hay algo extraño en el cuerpo de tu padre, algo ligeramente robótico. El terror psicológico está asegurado.

En una de sus novelas, Torrente Ballester crea una replicante sublime: un robot femenino que compone poesía mística de muy alto voltaje. Es casi imposible no enamorarse de ella. No en vano, es la primera replicante de la ficción universal capaz de componer poesías tan elevadas como las de santa Teresa. La ironía de Torrente Ballester no puede ser aquí más certera. Nos presenta un robot, cierto, pero un robot místico que se entrega a las más portentosas e inspiradas operaciones líricas vinculadas a la esencia de la divinidad. Así desarmas a cualquiera.

Antes de Blade Runner los replicantes que salían en las películas no eran propiamente robots biológicos, más bien solían ser extraterrestres que imitaban la apariencia humana: un subgénero todavía presente en nuestros días e insistentemente defendido por todos los que creen que los extraterrestres llevan un tiempo entre nosotros y que no los distinguimos porque son lobos que saben disfrazarse muy bien de corderos.

A ese respecto, tengo un amigo que está convencido de que ya estamos viviendo en el estadio de la extrañeza. ¿Desde cuándo? Mi amigo calcula que desde hace medio siglo. Una madrugada, yendo con él hacia París en un expreso nocturno me contó lo siguiente:

-Hace unos quince años conocí a una mujer en la catedral de Sigüenza, y hasta creí enamorarme de ella. La descubrí mirando el doncel de alabastro, y me pareció una mujer sublime. Su mirada verdosa era pura inteligencia: un mundo de esmeraldas líquidas en el que apetecía sumergirse. La observé con insistencia, por ver si ella me miraba a mí. Hasta que al fin me miró: Ay, Dios, fue como si una flecha de oro me atravesase el corazón, y a punto estuve de desvanecerme ante el muchacho de piedra que lleva no sé cuántos siglos leyendo el mismo libro y nunca se cansa. Cuando me repuse del susto ella había desaparecido y salí del templo y recorrí las calles desiertas hasta que la volví a ver en el bar de la estación. Tres noches después la mujer y yo nos fuimos a un hotel de Madrid, y tuvimos relaciones sexuales de muy alta intensidad. No te lo puedes imaginar. Estábamos como quien dice en el paraíso cuando sentí la escalofriante certeza de que la mujer que me acariciaba y me recitaba al oído El cantar de los cantares era una replicante.  Desde entonces vivo sin vivir en mí.

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3 de febrero de 2021
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Infierno sonámbulo

Toda vez que la novela pierde narratividad y se adentra en el narcisismo y el solipsismo, es invadida por un maremoto de novelas que recuperan los elementos fundamentales de la narratividad: personajes conmovedores, historias intensas y bien configuradas, espíritu lírico, épico y dramático: la novela real y total, la que aborda el mundo con verdadero sentido de la multiplicidad, con visibilidad y capacidad para arrastrar al lector y trasportarlo a un mundo que a la vez que suplanta la realidad, la dilata y la ilumina con el poder de una radiación. Es lo que hace  Yan Lianke en La muerte del sol, una novela  donde  la vida es una pesadilla narrada por un idiota en cuya mente se funden indisolublemente la inocencia y la clarividencia.

El idiota nos cuenta lo que ocurre en un pueblo invadido por la plaga del sonambulismo. Todas las costumbres se trastocan y emerge el infierno. La aldea se llena de golems dispuestos a consumar sus deseos más secretos.  El pueblo se convierte en la dimensión de lo inconfesable materializándose bajo la campana de sombra que lo envuelve. Yan Lianke se permite la ironía cervantina de incluirse como personaje en la narración, retratándose como un escritor en plena sequía creadora. No conviene desvelar más elementos porque la novela se explica a sí misma y a la vez multiplica sus sentidos en la mente del lector.

Tiene muchos antecedentes que la crítica olvida: el cuento de La bella durmiente, El país de los ciegos de Wells, Bajo el bosque lácteo de Dylan Thomas, algún capítulo de Cien años de soledad, pero de esa tradición occidental (así como de la tradición china) Yan Lianke sabe sacar lo mejor para crear una novela llena de verdad y de locura, donde a la vez que consigue un gran efecto realidad, conquista altas cotas de fantasía y de originalidad, sin renunciar a la alegoría y a la fábula moral, en un universo expresionista donde no es difícil ver una imagen de la ilimitada insensatez de nuestros días.  Cuando concluyes la lectura, el universo de la narración se agranda en tu cabeza. El mundo se tambalea, el mundo recupera su oscilante y misteriosa naturaleza.

(Aparecido en Babelia (16/1/21)

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22 de enero de 2021

Las mentiras, Alegoría de Rosa Salvatore

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El poder de la mentira

Según el narrador de El corazón de las tinieblas, toda mentira huele a muerte. En algunas personas detectamos continuas mentiras tácticas, además de un ligero olor a muerte.

Pero pensemos: ¿por qué mentiras tácticas?

En uno de sus libros Adam Phillips explica que empezamos a mentir en la infancia, y sobre todo en la época en que comenzamos a interpretar nuestra propia vida infantil en términos fantásticos. Phillips cree que el niño miente no para defenderse: el niño miente porque cree que esas mentiras “tácticas” le confieren un poder (aunque así sea un poder imaginario).

Todo aquel que nos miente no lo hace por fatalidad, tampoco lo hace por comodidad, y por descontado que tampoco lo hace por piedad. Lo hace para gobernarnos mejor, para obtener (o mantener) un poder sobre nosotros.

Con cierta ingenuidad muy voluntariosa Descartes decía que no teníamos que fiarnos de los que nos han engañado una vez, pero lo cierto es que nos fiamos, como se fio él. ¿Y de los que nos han engañado cien veces? ¿Qué pretendían?: gobernarnos cien veces.

Huir de ellos no es tan fácil: algunos te persiguen hasta el mismo infierno con sus mentiras al viento. No intentes oponerte a ellos con verdades porque no sirve de nada. Convertirán tus verdades en mentiras tácticas, y las usarán en su provecho.

Y ahora pensemos. ¿Existe la verdad? Sí, pero solo por aproximación, pues la verdad no es un absoluto. Es mucho más detectable la mentira. La mentira existe de verdad (valga la paradoja). Nos envuelve, nos cerca. Está en todas partes, es la ubicua por excelencia.

 

 

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6 de enero de 2021

"T". Acrílico de Irene Gracia

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El terror

El terror es un concepto latino que incidiría en la forma más extrema del miedo. El término proviene del verbo terrero que significa temblar. A su vez la forma más extrema del temblor sería el tremor, que aparece en algunas traducciones del salmo 155, y que supondría un terror más agudo que el mismo terror, susceptible de provocar un temblor muy acusado: el crujir de dientes evangélico. En la Biblia el terror emerge casi siempre vinculado al caos del fin de los tiempos.

En nuestra época se ha abusado considerablemente del concepto terror, desgastándolo y convirtiéndolo en simple sinónimo del miedo. Se habla de películas y novelas de terror de forma exagerada, refiriéndose a artefactos literarios que como mucho producen asco.

El miedo es una emoción muy intensa, que puede provocar cambios de ánimo de naturaleza desestabilizadora. Todos los poderes de mayor o menor calado han utilizado y utilizan el recurso del miedo para hacer más efectivo el control social. Canetti vincula las órdenes con el miedo, analizando de forma bastante aguda el contenido mismo de la orden y concluyendo que en el fondo de toda orden persiste de forma emboscada la amenaza de muerte: o haces esto o te mato.

Pero el miedo no es en sí mismo paralizador. El miedo puede incitar muy a menudo a la acción, el terror no. Lo que buscamos al producir terror es el silencio y la inmovilidad. Lo que buscamos con el terror es la suspensión del pensamiento y la supresión del lenguaje, por eso el terror es tan negativo. Dicho de otra manera: el terror es en sí mismo la negación de la acción, la negación de la palabra, la negación de toda mediación vinculada a la cultura y a todas sus estructuras dinámicas. El terror es la negación de los flujos emocionales de la existencia que hacen más o menos grata la vida en sociedad, por eso es un mecanismo tan destructivo e inmovilizador.

Con sus acciones el terrorista desea situar a los demás en los momentos anteriores al lenguaje y a la expresión. Se trata de una operación tan regresiva y tan involutiva que nos retrotrae a los momentos más remotos de la infancia, cuando aún no hemos accedido al lenguaje y las emociones son pulsiones puras e inmediatas que no tiene otra modalidad de expresión que no sea el llanto, la convulsión o la parálisis. Lo hemos visto en nuestros tiempos con relativa frecuencia. Cuando los terroristas entraron en la sala Bataclan de Paris y comenzaron a disparar la gente se paralizó: la gente murió antes de morir, la gente volvió al terror primordial, la gente regresó a la noche de los tiempos, al reino de la oscuridad, al reino del silencio.

El terrorismo moderno utiliza el terror como un rito sangriento y también como un mito. Todo acto terrorista de cierta envergadura se expande inmediatamente, gracias a los medios de comunicación, en forma de relato elíptico y simplificado, es decir: en forma de mito.

Podría decirse que el terrorismo moderno no busca la simple propagación del miedo: quiere ir más lejos y  en realidad busca la paralización de las conciencias, el detenimiento del tiempo discursivo, la inmovilidad súbita de la vida, para a partir de ese punto cero iniciar un nuevo ciclo que hallaría su fundamento, su sustancia y su estructura oscilante y oscura en el terror primordial, en el terror arcaico que vinculamos al origen del tiempo, a la oscuridad original con la que se inician tantos tejidos míticos, empezando por la Biblia y sus primeras frases referidas a las tinieblas que gravitan sobre abismo.

Lo peor de terror y el terrorismo es esa regresión al origen del origen, es esa negación radical de todos los elementos de la cultura y de todas las estructuras sociales, es esa negación de todos los principios de convivencialidad, es esa negación del concepto mismo de humanidad. Todo lo cual nos conduce a pensar que el terror es la única gramática capaz de pulverizar todas las gramáticas y proyectarnos en la negrura anterior a toda forma de expresión verbal.

Conclusión: la inmersión en el terror es un regreso a las tinieblas de naturaleza abominable. “En el principio todo era oscuridad”, rezan muchos mitos de la tierra para explicar el origen del mundo, la carne y el verbo.

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21 de diciembre de 2020
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La envidia (2)

La envida es una forma extraña del amor: amas lo que tiene el otro. Lo deseas, lo codicias. Vives sin vivir en ti. Vives prácticamente en el otro. Se trata de una morbosa y paradójica desposesión. A algunos les conduce a la locura.

Las empresas, las corporaciones, las sociedades, los pueblos, las naciones, son espesos tejidos de envidias entrelazadas con la misma densidad que los hilos en un tapiz. Aquí sabemos mucho de eso.

Desde niño he visto como se desplegaba por todo lugar, como un maravilloso río de lava, la humeante emanación de la envidia. En algunos lugares llega a dificultar la respiración.

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10 de diciembre de 2020
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La armónica de Moloch

1. "Las guerras son duelos a gran escala", decía el teórico de la guerra Clausewitz, creyendo que estaba formulando una gran verdad. No era cierto en su época, pues si analizamos un poco la dialéctica del duelo y de la guerra, vemos que los duelos suelen ser voluntarios, pero pocos son los soldados que van a la guerra por su propia voluntad. Sin embargo sí que parece cierto ahora, cuando el liberalismo se ha quedado sin enemigos. “La carencia de enemigo propicia la perduración indefinida del sistema”, dice Juan Luis Conde en su libro, a la vez que nos prepara para afrontar una verdad trágica: la de la desaparición de la luz de la verdad en el agujero negro del sistema. ¿Estamos todos enrolados en un viaje al fin de la noche? Ahora sí que la guerra total en la que está sumido todo el planeta parece un duelo a gran escala, con unos patrocinadores que permanecen en las sombras, y que prefieren no tener nombre ni apuntarse a ninguna ideología, como muy bien nos indica Juan Luis Conde.

Banalizar el saqueo, la usurpación (y la guerra), o darle un tono necesario y natural es una ideología de la iniquidad que arrastramos como mínimo desde Roma, viene a decir Conde, pero es ahora cuando sentimos el aliento pestilente de la codicia en estado puro, emergiendo de lo más profundo del sistema, enmascarado además tras esa jovialidad que los americanos usan como pintoresco mascarón de proa de sus conquistas.

Las fronteras entre el bien y el mal nunca han estado claras, y puede que ambos emerjan de una idea equivocada de la moralidad, como creía Nietzsche, pero ya en Homero podemos ver con cierta claridad la diferencia entre la clemencia y la violencia desatada, entre la bondad y la atrocidad. Sí, hay fronteras muy leves y llenas de niebla, de ahí que sea tan necesario el ejercicio de pensar, y eso es lo que ha hecho Juan Luis Conde en Armónicos del cinismo: discurso, mito y poder en la era neoliberal.

2. La reflexión que acabo de de mostrar, me surgió tras la lectura del ensayo de Juan Luis Conde, y puede considerarse una derivación libérrima, pero también ajustada, de lo que leí en él, pues el libro de Conde trata de la guerra que el neoliberalismo ha emprendido contra toda forma de bondad estatal, y contra toda forma de bondad personal. El cinismo derivado del neoliberalismo quiere armonizarlo todo: la sociedad con la evasión fiscal y el lucro a gran escala, la desarticulación del Estado del bienestar con una idea falseada y bárbara de la libertad, la sangre con la mostaza. Aunque una de sus batallas más perversas la está librando contra toda forma de pureza en el lenguaje, contra toda forma de verdad verbal.

Todo se difumina en su gramática de la confusión y la ambigüedad, y es como volver al estadio de la guerra primordial de Hobbes. La sociedad misma se desvanece, y se desvanecen sus lenguajes, corrompidos como las nubes de gas radiactivo por las que viaja el dinero, muy por encima de los sistemas fiscales de los estados, muy por encima de las desdichas diarias de una ciudadanía cada vez más empobrecida y envilecida.

Como buen latinista, Juan Luis Conde lleva a cabo todo un trabajo arqueológico sobre la codicia, desde el planteamiento cínico e hipócrita que ya hicieron los romanos, cuando luchaban bélica y teóricamente contra los griegos, hasta nuestros días. En muchos aspectos, su breve y sustancioso ensayo es una historia general de la codicia, haciendo paralelismos muy oportunos entre el imperio romano y el americano (como ya hiciera en su anterior ensayo La lengua del imperio: la retórica del imperialismo en Roma y la globalización), analizando la maniobra ideológica que consiste en llamar reto, duelo y competencia a lo que es una guerra feroz, y paz a lo que es una matanza, y bien a lo que es la imagen más descarnada de la maldad, y pragmatismo a la más contundente brutalidad, y daños colaterales al dolor generalizado. La confusión semántica siempre nos abre de par en par las puertas del infierno. Como dice el mismo Conde, uno de los elementos claves de neoliberalismo es su falta de definición, en cierto modo su abstracción. Es el gran ectoplasma cuya pertenencia nadie reclama, y de paso también el gran Moloch tocando su estridente armónica.

El capítulo que más me ha interesado es el referido a la corrupción de nuestras lenguas por la influencia que está ejerciendo el inglés. Roland Barthes dijo en su momento que la inclusión de palabras inglesas en el francés o el español no era grave si no se alteraba la sintaxis, que es el alma de las lenguas. En el epílogo titulado Castellano doblado: interferencias del inglés en el español contemporáneo, Juan Luis Conde demuestra que el inglés está alterando considerablemente la sintaxis del español. Como dice el autor en el último párrafo de su luminoso ensayo, ahora “necesitamos pensar primero en un idioma ajeno, para permitirnos hablar, después, en nuestra propia lengua”. Sus reflexiones sobre el fin del mito de Babel abren alucinantes perspectivas a la reflexión y convierten el libro de Conde en un texto esclarecedor. Desde su triple oficio de novelista, pensador y latinista, Conde está capacitado para descodificar perfectamente el lenguaje neoliberal y conectarlo con la antigüedad greco-romana, abriendo ampliamente su espectro e iluminando largos períodos de nuestra historia con brevedad, con velocidad, con inteligencia.

Armónicos del cinismo: discurso, mito y poder en la era neoliberal, Juan Luis Conde Reino de Cordelia, 2020

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26 de noviembre de 2020

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El aforista junto al abismo

-I-

Ramón Eder es un hombre grave y sereno, circunstancia que no evita que pueda alegrarte la vida con notas esparcidas de humor, como en una pieza de Erik Satie. Sus aforismos van tejiendo una melodía luminosamente quebradiza y envolvente, donde el pensamiento va discurriendo de modo fragmentario: a saltos de baile clásico.

De sus libros de aforismos el que más me gusta es Aire de comedia. El vino de esa cosecha, selectiva y remozada, es cosa seria y a la vez tremendamente humorística. El vino de esa cosecha es, hablando en plata y bajo una palmera solitaria, la formalización de la excelencia.

Para Eder la vida es una materia ondulante, que no se puede abordar sin ironía, y a ser posible en un café de techos altos, lleno de simetrías francesas y pequeñas galaxias escondidas bajo la copa de vino de Borgoña.

Hasta ahora Ramón se ha dedicado, básicamente, a emitir relámpagos en forma de poemas y aforismos, pero juraría que lleva años construyendo una obra narrativa de bastante envergadura, y probablemente despiadada en alguno de sus momentos. No lo sé, simplemente lo sospecho. Ramón no me ha dicho nada a ese respecto, pero los viejos amigos las cazan al vuelo, las palabras, claro está, y de paso también los silencios.

Y los silencios de Eder suelen ser manifestaciones fundamentales de la elocuencia, quizá porque sabe que para que las palabras resalten es necesario envolverlas de silencio y dejar que resplandezcan como islas caribeñas en un plácido atardecer.

Ramón vive junto a un precipicio que da al mar bravío. Yo le llamo el aforista junto al abismo.

-II-

A continuación escojo siete gemas de su último libro Palmeras solitarias:

La vida es una ficción basada en hechos reales.

Un aforismo es una jaula de la que se escapa un pájaro.

Existe un tipo de generosidad que consiste en regalar nuestra ausencia.

El arte de la injuria les interesa mucho a los resentidos.

El mar es maravillo pero se tragó el Titanic.

Nadie es tan poca cosa que no ocupe exactamente el centro del universo.

Uno solo conoce sus límites si ha intentado rebasarlos.

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19 de noviembre de 2020
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