Jesús Ferrero
Los encargados de dilucidar el futuro de la robótica aseguran que pasaremos por un estadio presidido por la extrañeza, y en el que ya no podremos distinguir a primera vista un ser humano normal de un replicante elaborado artificialmente.
Blade Runner trata en realidad de ese momento profetizado para los estudiosos de la robótica. Al pistolero del futuro encarnado por Harrison Ford no le resulta tan fácil localizar a los replicantes. Son iguales que los demás. Miento: son en realidad más perfectos y tienen sentimientos más profundos que los nuestros y más conectados con la infinitud del universo y su deslumbrante sucesión de nebulosas y galaxias.
El mundo de los replicantes es más antiguo de lo que creemos. En el Génesis el hombre es una especie de replicante menor de Dios y sus ángeles, y en la mitología griega abundan las estatuas vivientes fabricadas por artesanos celestiales como Hefaistos.
Pero hay que advertir que se trata siempre de replicantes anteriores al estadio de la extrañeza, muy anteriores, ya que esos replicantes de la antigua Grecia dejaban clara su naturaleza metálica y artificial, como los autómatas que elaboraba Juanelo Turriano, ingeniero al servicio de Carlos V.
Lo interesante de Blade Runner es que se trata de la primera vez que la literatura y el cine se adentran en los misterios del estadio de la extrañeza y viven desde dentro el vértigo de la confusión. Tanto en la novela de Philip K. Dick en la que se basa el filme como en la obra de Ridley Scott sentimos mucha simpatía por los replicantes, que nos parecen más humanos que los humanos. Todo indica que ese sueño, o esa pesadilla, se hará algún día realidad y nos costará saber si nuestra novia es humana o un ser artificial. Ese problema identitario podría derivar en tragedia si de pronto, en lugar de dudar de tu novia o tu novio, dudases de tus padres. Una tarde, mientras te bañas en la piscina, percibes que hay algo extraño en el cuerpo de tu padre, algo ligeramente robótico. El terror psicológico está asegurado.
En una de sus novelas, Torrente Ballester crea una replicante sublime: un robot femenino que compone poesía mística de muy alto voltaje. Es casi imposible no enamorarse de ella. No en vano, es la primera replicante de la ficción universal capaz de componer poesías tan elevadas como las de santa Teresa. La ironía de Torrente Ballester no puede ser aquí más certera. Nos presenta un robot, cierto, pero un robot místico que se entrega a las más portentosas e inspiradas operaciones líricas vinculadas a la esencia de la divinidad. Así desarmas a cualquiera.
Antes de Blade Runner los replicantes que salían en las películas no eran propiamente robots biológicos, más bien solían ser extraterrestres que imitaban la apariencia humana: un subgénero todavía presente en nuestros días e insistentemente defendido por todos los que creen que los extraterrestres llevan un tiempo entre nosotros y que no los distinguimos porque son lobos que saben disfrazarse muy bien de corderos.
A ese respecto, tengo un amigo que está convencido de que ya estamos viviendo en el estadio de la extrañeza. ¿Desde cuándo? Mi amigo calcula que desde hace medio siglo. Una madrugada, yendo con él hacia París en un expreso nocturno me contó lo siguiente:
-Hace unos quince años conocí a una mujer en la catedral de Sigüenza, y hasta creí enamorarme de ella. La descubrí mirando el doncel de alabastro, y me pareció una mujer sublime. Su mirada verdosa era pura inteligencia: un mundo de esmeraldas líquidas en el que apetecía sumergirse. La observé con insistencia, por ver si ella me miraba a mí. Hasta que al fin me miró: Ay, Dios, fue como si una flecha de oro me atravesase el corazón, y a punto estuve de desvanecerme ante el muchacho de piedra que lleva no sé cuántos siglos leyendo el mismo libro y nunca se cansa. Cuando me repuse del susto ella había desaparecido y salí del templo y recorrí las calles desiertas hasta que la volví a ver en el bar de la estación. Tres noches después la mujer y yo nos fuimos a un hotel de Madrid, y tuvimos relaciones sexuales de muy alta intensidad. No te lo puedes imaginar. Estábamos como quien dice en el paraíso cuando sentí la escalofriante certeza de que la mujer que me acariciaba y me recitaba al oído El cantar de los cantares era una replicante. Desde entonces vivo sin vivir en mí.