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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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El terror del pobre Tarzán ante el espejo

“En las tierras altas que frecuentaba su tribu de monos, había un pequeño lago y en sus tranquilas y claras aguas, Tarzán vio por primera vez su rostro. Fue un caluroso día de la estación seca, cuando él y uno de los monos fueron a beber. Al inclinarse las dos pequeñas caras se reflejaron en la quieta superficie; las fieras facciones del mono al lado de los aristocráticos rasgos del noble inglés.

          Tarzán quedó anonadado. Ya era desgracia suficiente carecer de pelo, y ahora resulta que tenía aquella apariencia… ¿Cómo era posible que los otros monos no lo despreciaran?

            Aquella delgada abertura en la boca y aquellos pequeños y blancos dientes, ¡qué ridículos resultaban comparados con las hermosas narices aplastadas de sus compañeros que casi les ocupaban toda la cara! ¡Qué envidia!, pensó el pobre Tarzán.

         Pero lo que más le afectó fueron sus ojos: un puntito negro rodeado de un círculo gris y después todo blanco. ¡Horrible! Ni siquiera las serpientes tenían unos ojos tan repugnantes.

         Tan inmerso estaba en la contemplación de sus facciones que no oyó separarse las altas hierbas movidas por el avance de un cuerpo; su compañero tampoco oyó nada porque estaba bebiendo, y sus sorbos y gruñidos de satisfacción apagaban el ligero rumor del silencioso intruso.

       A unos treinta pasos de ellos, Sabor, la gran leona, se acercaba agazapada, adelantando una pata y apoyándola sigilosamente en el suelo antes de mover la otra…,  preparándose para saltar sobre su presa.”

 

 Pocas veces se ha descrito con tanta gracia y tanto acierto la fase del espejo en un buen salvaje como en la novela de Edgar Rice Burroughs Tar­zán de los monos. La utiliza­remos como base para ahondar en el estadio más deter­minante de la infancia: la construcción de autorretrato.

 

Entendemos por autorretrato el retrato interior que vamos haciendo de nosotros mismos a lo largo de la vida, sin el cual no tendría puntos de apoyo nuestra individualidad y ni siquiera podríamos movernos por el mundo. También podemos llamarlo “la imagen interior”.

 

Para abordar el problema de esta imagen interior que irá unida a nuestro nombre, conviene analizar el fragmento de Tarzán de los monos que acabamos de presentar. En la sección dedicada al código Pigmalión hablábamos del nombre propio, esa palabra de las palabras que llega a nosotros en la más profunda infancia. Y bien, tras la revelación del nombre, viene la revelación de nuestra propia imagen, que Tarzán tuvo tan tardíamente y que tan cara le salió a Narciso.

 

Como vemos, no solo para el embelesado Narciso fue peligroso mirarse en el espejo, también la conflictiva contemplación de Tarzán, que a diferencia de Narciso está muy lejos de gustarse, acarrea sus peligros, como si los mitos nos estuviesen diciendo que contemplarnos demasiado puede ser arriesgado.

 

Detengámonos en la escena de Tarzán. ¿Por qué no se gusta? Por una razón bien simple: lo que está viendo no coincide ni con la idea ni con la imagen que tiene de sí mismo. Pero antes convendría preguntase por qué Tarzán sabe que ese mono blanco reflejado en el agua del lago es él. Sólo puede saberlo por un elemental proceso de deducción. Tarzán sabe cómo son los monos con los que vive, los ha visto a su alrededor desde que era un lactante, y ahora va con uno de ellos. Es de suponer que lo primero que ve al mirar el agua es al otro mono, porque a ese otro mono sí que puede identificarlo inmediatamente, de hecho según el narrador de la novela es uno de sus “primos”. Si el mono reflejado en el agua es su primo, y su primo se halla junto a él, lo lógico es que Tarzán piense que el mono blanco que se refleja junto al mono negro tiene que ser él. De esa manera, el mono negro le sirve de puente para poder reconocerse ante el espejo, y también para poder asombrarse y lamentarse de todas sus imperfecciones.

 

 La escena de Tarzán ilustra como pocas el problema de la imagen mental que tenemos de nosotros mismos, y que rara vez coincide con la que vemos en el espejo y con la que ven los demás. Imagen que en los peores y más conflictivos casos no deja de ser un estereotipo en franca contradicción con el principio de individualidad.

 

Tarzán lleva en su mente una imagen de sí mismo no demasiado diferente a la de los otros monos con los que vive, si bien de piel blanca y sin pelo, y cabe pensar que en su espejo interior se ve con la boca grande, la nariz ancha, los ojos negros o castaños… Pero, de pronto, he aquí que se ve con la boca pequeña, los dientes mínimos, y los ojos grises y reptílicos, parecidos a los de algunas serpientes. Es entonces cuando “el pobre Tarzán”, como lo designa compasívamente el narrador, se pregunta cómo, con semejante aspecto, los otros monos de la tribu lo han podido aceptar.

 

A Lacan le asombra que el ser humano reconozca su propia imagen en el espejo antes de entrar en el universo del lenguaje y antes de poder expresarse verbalmente, pero ¿es realmente asombroso o tiene una explicación? Según Baldwin, invocado por Lacan, nos reconocemos ante el espejo a partir de los seis meses. En plena lactancia, cuando aún no sabemos andar y ni siquiera sostenernos de pie, ya festejamos el descubrimiento de nuestro reflejo en un cristal. Y digo festejamos porque, como el sabido, el niño expresa júbilo al descubrir su imagen especular, cosa que, con toda evidencia, no le ocurre a Tarzán, que se ha criado entre monos poco habituados a usar espejos para atusarse y para identificarse a sí mismos.

 

Detengámonos un instante en este fenómeno tan curioso: antes de entrar en el universo del lenguaje, antes de entrar en su sistema de significados, valores y razones, ya nos reconocemos en una imagen. Lo que equivale a decir que ese icono aparece como flotando en la más pura irracionalidad y es anterior a los mecanismos que nos permiten razonar. Es, por decirlo de algún modo, anterior al mundo o a nuestra percepción del mundo. Anterior a todo, por eso cierto psicoanálisis la llama matriz, “matriz simbólica en la que el yo se precipita en una forma primordial” antes de que sepamos decir yo.

 

 Ahora bien, ¿por qué el niño se reconoce ante el espejo de forma tan temprana? ¿Qué mecanismo sigue para aceptar que esa imagen que ve ante él es la suya? Hemos de pensar que se dispara en él el mismo mecanismo que en Tarzán: la deducción elemental que quizá funciona con igual solvencia en nosotros y en el mundo animal.

 

Hagámonos una pregunta: antes de reconocer su propia imagen, ¿el niño es capaz de identificar, de singularizar, alguna cara? Evidentemente sí, pues  para entonces el niño puede identificar las caras de sus padres y otros familiares, y muy especialmente la de su madre: esa cara la identifica perfectamente, es la gran cara, la gran referencia.

 

Hemos de suponer que cuando el niño descubre por primera vez su imagen especular se halla junto a su madre, de la misma manera que Tarzán se halla junto a uno de los monos de su tribu. Situado con su madre ante el espejo, lo primero que el niño ve es la cara de su madre, que reconoce desde hace tiempo. Su madre está junto a él, su madre le está tocando, como la madre del reflejo toca al niño del reflejo: ergo el niño del reflejo es también él, como la madre del reflejo es también su madre.

 

Este hecho tiene una importancia capital pues nos obliga a pensar que la imagen de nuestra madre es el puente que nos conduce a nuestra propia imagen, lo que equivale a decir que llegamos a reconocer nuestra imagen ante el espejo gracias a la mediación de la mujer que está junto a nosotros, y que nos sirve de referencia fundamental para descubrir nuestro icono como a Tarzán le sirve de referencia fundamental el mono que está junto a él, no tan diferente, hemos de suponer, al mono hembra que lo ha amamantado y cuidado como a su propio hijo.

 

Las primeras imágenes que nos ofrece el espejo se van a grabar en nuestra mente, conformando el origen de nuestra imagen interior o nuestro autorretrato íntimo (que iremos modificando a lo largo de la vida). Un autorretrato que nunca va a dejar de ser problemático, pues comenzamos a elaborarlo antes de acceder a toda forma de racionalización. Justamente por eso va a ser siempre algo muy difícil de controlar y, en consecuencia, muy difícil de racionalizar.

 

Desde nuestro cielo y nuestro infierno personales, nuestra imagen nunca va a dejar de oscilar y de inquietarnos. 

-La posesión de la vida-

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24 de septiembre de 2020
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Diario del confinamiento (14)¿Dónde están las nieves del Kilimanjaro?

El fotógrafo Yann Arthus-Bertrand subió hace algún tiempo hasta la cima del Kilimanjaro en un helicóptero y al dirigir la mirada hacia el monte quedó petrificado. La cúspide de la montaña sagrada “parecía surcada de profundas cuchilladas, como la piel gris de un animal muerto, agrietada por el calor y la sequía, y había desaparecido casi toda la nieve”.

Hemingway creía que las nieves del Kilimanjaro eran eternas. Se lo habían dicho los nativos y él lo creía. En su magnífica novela Las nieves del Kilimanjaro, nos presenta a un cazador americano que está agonizando y que recuerda su vida. El cazador mira de vez en cuando la montaña que tiene frente a él, admira su cima. Siente que al morir su alma volará hasta las nieves del Kilimanjaro, implacablemente blancas.

Se equivocó el cazador de la novela. Las nieves del Kilimanjaro ya se están yendo. Los nativos de la comarca tiemblan. Sus espíritus se están quedando sin morada, sin la blancura que sellaba sus memorias, y cuando los espíritus no hallan cobijo dejan de ser entidades protectoras.

Se equivocó Hemingway, se equivocó el cazador, se equivocaron los nativos que proyectaban en las nieves de la roca su idea de la eternidad. Estamos en otra historia.

Las divinidades protectoras están desapareciendo. Lo vemos muy bien en esta pandemia.

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11 de septiembre de 2020
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El nombre

En el principio fue el nombre, se nos ha dicho desde hace milenios, y el nombre ocultó la oscuridad y dio forma verbal al deseo. Antes de iniciar su escultura, Pigmalión ya tenía un nombre que mostraba y ocultaba sus pulsiones y sus anhelos: Galatea; y antes de traernos al mundo, nuestros padres ya tienen en la cabeza nuestro nombre.

Se supone que la desnudez fundamental sería el momento de nacer, pero no es cierto, porque ya antes de nacer nos están vinculando a un estereotipo, el primero de una larga cadena que limitará nuestra existencia y nos acercará a los objetos fabricados en serie.

Fijémonos en el recién nacido: un nuevo viviente gime y tiembla. Es un animal lleno de pulsiones inconscientes que merman su libertad desde el principio, pero no está desnudo. Nada más nacer le acoplarán el nombre que tenían pensado para él: un nombre que consideramos personal, a pesar de que se puede repetir con mucha frecuencia a nuestro alrededor.

El niño se llamará David. Parece un asunto inocente, pero detrás de David vemos un rey que tocaba el arpa y cantaba salmos. Un rey que mató a su mejor amigo porque quería quedarse con su mujer, de la que se había enamorado. Un rey sabio y totémico, que conoció la maldad y la bondad en todas sus variantes. Resulta muy hermoso, pero un día el muchacho necesitará interpretar su nombre y se interesará por la historia del rey arpista y hasta podrá plantearse la posibilidad de imitarlo y proyectar en él su ambición.

No es la peor opción querer convertirse en un nuevo David, pero en ese acto tan presuntamente natural como asignar un nombre a alguien, estamos ya interviniendo en su destino, aunque solo sea con una metáfora.

 

Ya tenemos un nombre. Nuestro cuerpo empieza a encarnar un símbolo. Es una forma noble de decirlo. En realidad empezamos a encarnar una repetición y un estereotipo.

 

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8 de septiembre de 2020
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Dimensiones en conflicto

Amemos el seno hirviente de la vida con todas sus con­secuencias, pero sepamos qué somos, cómo nos han hecho y cómo nos hacemos.

Amemos la existencia, pero no ignoremos sus abis­mos ni los elementos que la constituyen.

Amémonos a nosotros mismos y amemos a los otros, pero sepamos qué tejidos inestables conforman nuestra materia y las sustancias que se mezclan, funden y con­funden con la nuestra.

Amemos nuestros sueños, pero no ignoremos el flui­do volátil y resbaladizo del que están hechos.

Bebamos de la copa dorada de la dicha, y hasta de la copa amarga de la desgracia, pero examinemos en la medida de nuestras posibilidades el vino que las colma y el elixir, a veces salutífero, a veces venenoso, que se mez­cla con el mosto, para que lo que parecía de una dulzu­ra exquisita no se trasforme en acidez desgarradora.

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25 de agosto de 2020
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Diario del confinamiento (13) Yo soy otro

Los chinos de la antigüedad describían las épocas parecidas a la nuestra como dimensiones pobladas por los demonios de la confusión. Caen corporaciones y gobiernos. A veces la naturaleza ha destruido íntegramente un sistema. Los nuevos historiadores lo saben y lo tienen muy en cuenta. Y una cosa parece cierta: el miedo está provocando más víctimas que la misma epidemia, sin olvidar que es la epidemia la causa del miedo a la exterioridad y a la interioridad: la estructura de la enfermedad convertida en círculo vicioso. Me lavo las manos como si fuesen mis enemigas, portadoras de muerte. Mi cuerpo se convierte en un territorio inquietante, que no parece mío. Mi cuerpo se puede contagiar sin saberlo: mi cuerpo es necio y ajeno.

 

Algo se nos está escapando de esta pandemia: a todos, también al poder. El mundo que conocemos y que nos contiene, nació con las masas y las necesita. Es la cultura de las masas. Mueve frívolamente masas: de trabajadores, de consumidores, de espectadores, de competidores. ¿Si le quitas las masas qué deviene? No lo sabemos, pero todo indica que se convierte en un ente desesperado, errático, desestabilizador. Vigilemos con mucha atención los movimientos de la bestia. No son los pasos del Minotauro ni los de Moloch. Son nuestros pasos. Una masa gigantesca de pisadas conformando una red, como pensaba Milgram. Son nuestros pasos. ¿Hacia donde se dirigen? No tengo ni la más remota idea. Veo de dónde venimos, pero eso no me permite saber a dónde vamos. Dejo ese trabajo para los profetas y los locos.

 

 

 

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19 de agosto de 2020
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Lo más asombroso

 

Lo más asombroso de esta vida es que además de trucar los naipes cuando jugamos con los otros, también los trucamos cuando jugamos con nosotros mismos.

Hacer trampas con uno mismo es una locura muy extendida que te conduce a un laberinto: el de tus propias trampas narrativas.

En ese laberinto lleno de pasillo y puertas siempre confías que vas a encontrar una salida. Cruzas un pasillo, abres una puerta. ¿Dónde estoy? En otro pasillo que concluye en otra puerta. Lo cruzas, la abres: otro pasillo más, y otra puerta.

Puedes pasar así media vida, recorriendo tu propio laberinto y creyendo que estás recorriendo el mundo.

Un día, de pronto, abres otra puerta más. Esta vez sí parece la salida... Y lo es: tras la puerta se despliega un cementerio donde celebran un funeral. Te acercas a la comitiva, miras el ataúd de cristal que deja ver la cara del muerto: es tu cara, es tu cuerpo.

Hay gente que muere sin haber nacido, y gente que muere antes de morir y que nunca ha poseído su vida.

Y gente que cuando vive, vive, y muere cuando muere. Como debe ser, sin falsificar demasiado la vida, ni falsificar demasiado la muerte.

 

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3 de agosto de 2020
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No llegamos al mundo como libros en blanco

 

No llegamos al mundo como libros en blanco. Ni el más elemental viviente llega al mundo como papel inmaculado.

Vemos la primera luz con los ojos de un cuerpo que será el nuestro, provisto de un código genético y un sistema nervioso sobre el que sí será posible escribir, y sobre el que escribirán, con mayor o menor pericia, con mayor o menor sensibilidad, con mayor o menor crueldad, los que ya estaban vivos antes que nosotros.

Digamos mejor que llegamos al mundo como un papel ya pautado sobre el que poder plasmar una melodía: la nuestra.

En esa melodía intervendrán los demás, sobre todo al comienzo, pero llegará un momento en que también nosotros mismos le iremos añadiendo frases a la música, siempre problemática y a menudo desigual, de nuestra estructura vital.

Hay mucha niebla cuando vemos la primera luz. Llegamos a un territorio de brumas acumuladas desde hace milenios y fórmulas coaguladas que a menudo ahogarán en nosotros todo indicio de verdadera identidad, obligándonos a vivir en el olvido de nuestro propio ser, y a menudo la ración de dolor será muy superior a la ración de placer. Y muchas veces, esa excesiva dosis de sufrimiento va a depender más de cómo hemos ido configurando nuestro ser que de las situaciones explícitas que irán jalonando nuestros pasos por la vida.

Apenas cumplimos los tres años, ya estamos provistos de todas las herramientas que la cultura pone a nuestra disposición, si bien no siempre vamos a saber utilizarlas, y con frecuencia se volverán contra nosotros como escorpión que lanza el aguijón contra su propio organismo.

Muchos seres no llegan a ser, muchos vivientes jamás conquistan una vida digna y razonablemente feliz. La vida es un arte muy difícil, pero ¿qué arte no lo es?

Este libro trata de ese arte y de cómo modificar nuestro destino cuando por razones diversas, y a menudo sin querer, nos acercamos a abismos que ni siquiera imaginábamos. Para asimilar ese arte que tanto puede transformar nuestra existencia, que tanto puede iluminar nuestra vida, será necesario hacer un viaje por los códigos fundamentales del ser humano. Hay caminos que surgiendo de la niebla conducen a la niebla, y hay caminos que, surgiendo de esa misma niebla, van llegando a tierras donde la bruma no es tan densa y uno puede palpar, como se palpa un cuerpo amado, las dimensiones más habitables de la existencia.

-Introducción de La posesión de la vida-

 

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20 de julio de 2020
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La ondulación

La ondulación es el movimiento fundamental de la naturaleza”, decía Isadora Duncan.

Hace algún tiempo estuve viendo la exposición temporal que hay sobre ella en París. Mientras examinaba las levísimas huellas que dejaron sus pasos por la tierra (algunas fotografías no demasiado buenas, carteles de sus espectáculos, cuadros y esculturas inspirados en ella, una breve secuencia cinematográfica en la que se la ve dando unos pasos en un jardín lleno de gente) pensaba en la ondulación.

Los taoístas le hubiesen dado la razón a Isadora Duncan, ellos también creían en la ondulación de la naturaleza, en la ondulación de la materia, en la ondulación del ser.

¿Y la estrella danzarina de la que hablaba Nietzsche no era acaso la estrella de la ondulación?

¿La ciencia de las caricias no tendría que ser sobre todo ciencia de la ondulación?

La ciencia de las palabras también.

Y tendría que ser igualmente ondulación el pensamiento.

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3 de julio de 2020
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Diario del confinamiento (12) Masas y masas

Una falsa noticia, o mejor, una noticia desplazada ha causado pánico en la red: la que hace referencia a la aparición de un nuevo virus: el Nipah, más letal que el Covid19. Todo indica que las muertes provocadas por el Nipah y divulgadas estos últimos días ocurrieron en la India, en el año 2018, y no ahora. En cualquier caso, se trata de otro virus que anda por ahí, que halla su mejor albergue en los murciélagos fruteros, y que fue detectado por primera vez en 1998, en Malasia. En el 2004 ya estaba en Bangladesh, desde donde pasó a la India.

¿Nos hallamos en el siglo de las pandemias?

Desde que leí a McLuhan, hace ya bastante tiempo, tendía a defender la globalización, y juraría que aún la defiendo, pues la veo como inevitable (y oponerse a lo inevitable es de necios), pero una cosa parece rotundamente cierta: la globalización es el campo más abonado de la historia para que cualquier epidemia se pueda convertir en pandemia. ¿Solo la globalización? No, también abonan ese campo las megaciudades y la cultura de masas.

Los virus quieren colmenas y masas bien apretadas. Los virus han hallado su edad dorada en nuestra época. La globalización es para ellos la gran panacea, el cuerno de la abundancia. Me lo dice un amigo epidemiólogo con cierto sentido del humor: “Hemos creado la globalización para los virus, no para nosotros. Esas entidades que ni parecen vivas ni parecen muertas acabarán siendo las dueñas de la Tierra. Los virus son la sed de replicación: generan masas a velocidades de pesadilla, y las masas buscas a las masas, por mera ley de la simpatía. Nos hicieron para los virus: somos su grandiosa y extensa residencia”. Mi amigo es terrible. Ha bebido un poco y su lengua se suelta peligrosamente. Yo prefiero no prestarle atención.

Volviendo a la razón: más que a la globalización en sí, la socióloga Saskia Sassen culpa de lo que nos está pasando a la invasión/destrucción que hemos ejercido sobre la naturaleza. Creo que han sido ambas cosas a la vez: la invasión de territorios donde los virus podían expandirse sin llegar a nosotros, y el haber convertido el mundo en una apretada aldea.

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19 de junio de 2020
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